Las hadas si existen

Text
0
Kritiken
Leseprobe
Als gelesen kennzeichnen
Wie Sie das Buch nach dem Kauf lesen
Las hadas si existen
Schriftart:Kleiner AaGrößer Aa

© Derechos de edición reservados.

Letrame Editorial.

www.Letrame.com

info@Letrame.com

© María Páez Guerrero

Diseño de edición: Letrame Editorial.

Maquetación: Juan Muñoz

Diseño de portada: Rubén García

Supervisión de corrección: Ana Castañeda

Ilustración de la cubierta: Almudena Ruiz

Instagram: @almuruizilustracion

ISBN: 978-84-1114-052-2

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

Letrame Editorial no tiene por qué estar de acuerdo con las opiniones del autor o con el texto de la publicación, recordando siempre que la obra que tiene en sus manos puede ser una novela de ficción o un ensayo en el que el autor haga valoraciones personales y subjetivas.

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

.

A mi madre,

y a todas las hadas de mi vida.

.

He creado una lista de Spotify con todas las canciones que me han acompañado durante el proceso de creación de este libro, y me gustaría compartirla contigo.

Espero que la disfrutes igual que hice yo.

La lista de Spotify se llama: Las hadas sí existen – María Páez



mariapaezguerrero

.

¿Cuándo fue la última vez que te paraste a observar lo extraordinario de lo ordinario?

Prólogo

Hoy era una noche especial. Martina lo sentía en cada poro de su piel. A pesar de no ser luna llena, la forma menguante del crepúsculo brillaba con una luz especial, nítida, armoniosa. Tan intensa, que se colaba por las persianas de la casa y se reflejaba en el espejo del salón, los vasos de la cocina, el cristal de la puerta. Parecía que estaba por todas partes. En cada rincón, su poder.

Estaba demasiado mayor, se decía. Serían imaginaciones suyas. Además, era imposible. Llevaba sin tener esta sensación desde hacía años. Tanto, que se le había olvidado ya. Se levanta de su viejo sofá y se dirige hacia la otra punta de la estancia, donde está la cocina. Levanta el brazo para coger del estante de arriba una bolsita de lavanda y hacerse una infusión. Eso la relajaría. Se acerca a la pila de vasos que hay debajo de la ventana de la cocina cuando una fuerte brisa se cuela en el interior de la casa y le recorre el cuerpo entero. Fría, pero a la vez reconfortante. Peculiar. Familiar. Con un olor imposible de explicar. Se gira hacia la puerta y se da cuenta que está entreabierta. Juraría que la dejó cerrada. Siempre lo hace.


Como por inercia, se gira y se dirige hacia ella. La abre del todo, y para su sorpresa se encuentra a Nkisi volando a un metro de distancia de ella mientras la mira con sus pequeños ojos azul agua marina, girando la cabeza. Nunca la visita de noche. Siempre la despierta cada mañana, al alba, con su canto, pero nunca antes del amanecer.


Sin esperar un momento, se gira dirección al jardín trasero. Martina lo sigue torpemente, tocando las piedras de la pared y apoyándose en ellas, mientras rodea la casa lentamente. Le cuesta andar con tanta oscuridad. Llega al patio trasero mientras sus ojos se acostumbran a la penumbra, pero no consigue ver a Nkisi. Se ha marchado. Se concentra, intentando captar algún movimiento entre la densidad de su jardín y el negro de la noche.


Estaba a punto de darse por vencida y volver dentro cuando, de repente, lo siente. Todo ese poder que surge de la tierra y que le llega hasta cada rincón de su ser. Se queda paralizada, sintiendo su acelerada respiración con los brazos cruzados en el pecho.


Cuando se tranquiliza, vuelve lentamente otra vez hacia dentro, mientras va pensando en lo que acaba de ocurrir. De una cosa estaba segura. Había sido una señal. Algo estaba a punto de suceder. La cuestión era, ¿el qué?


1

—¡Sh, sh! —una mujer de setenta años la llama desde el otro extremo de la cafetería, señalando su plato vacío mientras sonríe y le guiña un ojo.

Águeda coge otro trozo de bizcocho y se lo lleva a la mujer, que anda enseñándole algo en su móvil a la otra mujer que está sentada al lado.

—Mira, Antonia, mi nieta que está en Londres me ha mandado este vídeo lloviendo. Para que luego digan que aquí llueve… Ah, grazas, hija, esta figura no se mantiene sola —dice, ahora dirigiéndose a Águeda.

Ella le sonríe y se va a recoger la mesa de al lado, pensando en la mujer a la que acababa de servir. Era una vecina del barrio a la que sus nietos le habían regalado un teléfono móvil el año pasado para que pudieran mandarle fotos mientras vivían en el extranjero, y ella lo guardaba como su bien más preciado. Para ella era una caja de recuerdos interactiva. Una ventana abierta que le permitía estar en contacto con los suyos por muy lejos que estuvieran.

Se dirige hacia la barra y mira el reloj de pared encima de la cafetera. Las once y media. Todavía le faltan algunas horas para salir. Piensa en lo que va a hacer luego. No le apetecía seguir estudiando ni tampoco quedar con Marcos. Sinceramente, ni siquiera sabía por qué seguía viéndose con él. Ya hace mucho tiempo que los límites quedaron claros, y a ella, que no sentía más que atracción física por él, le empezaba a aburrir la situación.

Distraída en sus pensamientos mientras ordenaba las tazas del café, se le acerca su compañera, Sofía.

—Ay, tía, ¿cómo tengo la cara? Me encuentro fatal —le dice masticando el chicle que lleva en la boca de forma exagerada y abriendo mucho los ojos.

—Estás estupenda, como siempre, Sofía.

—¡No entiendo por qué tengo que trabajar un sábado por la mañana! Claro, anoche nos fuimos al Frida y se nos hizo tarde… Bueno, bueno, no te lo he contado. ¿Te acuerdas de Dani, ese que te dije que vivía a dos manzanas de aquí y que era el primo de Marta? Pues anoche…

Y como es habitual los sábados por la mañana, comenzó a relatar con pelos y señales quién se lio con quién, quién bebió más de la cuenta y qué ropa llevaba cada una de sus amigas la noche anterior. Todo esto acompañado de exageraciones con los brazos y movimientos del cuerpo. Sin duda, el teatro podría ser una salida profesional para ella. Águeda, la escuchaba atenta, como si lo que le estaba contando fuera lo más interesante del mundo, e incluso ponía cara de asombro y se reía a carcajadas con alguna de las chorradas que hacían sus amigos. Le caía bien Sofía. Su amistad se había convertido en una especie de cariño maternal. Ella estaba trabajando en la cafetería porque había repetido segundo de bachiller y sus padres, con ademán de hacerle aprender lo que era tener una responsabilidad, le habían buscado un trabajo los fines de semana. Tenía dieciocho años recién cumplidos y los cinco años de diferencia que se llevaba con Águeda hacían que la hubiera adoptado y la cuidaba como a sus hermanos pequeños. Era caprichosa, nerviosa y muy niña aún, pero tenía que reconocer que las mañanas se le pasaban más rápidas con su compañía. Además, era trabajadora y sabía lidiar con los clientes.

Mientras limpiaba la barra y Sofía seguía hablando, le llegó un mensaje al móvil. Era Aline, que le preguntaba si le apetecía quedar esta tarde. Se guarda el móvil en el bolsillo y promete que le contestará más tarde. Aún no sabe si irá a visitar a Tibu hoy.

La mañana estuvo tranquila, porque una lluvia constante y fría se había asentado en la ciudad y había poca gente andando por la calle. A pesar de estar a mediados de septiembre, el tiempo había cambiado radicalmente, dejando entrever que el invierno iba a ser frío. A las tres, cuando Sofía y ella cerraron el local, aún seguía lloviendo.

—He llamado a mi padre para que venga a por mí. ¿Seguro que no quieres que te llevemos a tu casa?

—No, no, no te preocupes, si traigo mi chubasquero. ¡No me van a asustar tres gotas de nada! Nos vemos mañana.

—Estás loca, tía, tres gotas dice… Bueno, ¡adiós! —Y se despide con la mano mientras se mete en la cancela de al lado con el móvil en la mano para llamar a su padre.


Águeda coge su bicicleta azul, apoyada en la acera de en frente donde siempre la coloca para poder vigilarla bien, y se pone su chubasquero verde. A ella la lluvia nunca le molestó. Se prepara, pone su mochila en la cesta de mimbre que tiene delante del manillar y sale dirección a su casa, que está a unos quince minutos en bici de la cafetería. Mientras va de camino a casa, las gotas le caen por el gorro y se le quedan pegadas a las pestañas. Para ella, la lluvia era una forma que la naturaleza tenía para limpiar el cielo, las montañas y a la gente.

Era como si, cuando volviera a despejarse, el sol les estuviera diciendo: «Vamos, tienes una nueva oportunidad para hacer las cosas de otra manera, aprovéchala». Los errores, las malas decisiones o los problemas más cotidianos parecían desvanecerse, absorbidos por la tierra, las hojas y los ríos, o a través de las alcantarillas. A ella especialmente le transmitía paz. A veces, cuando no hacía mucho frío y la lluvia no era muy fuerte, salía al jardín de su casa y se ponía bajo ella. Sentía cómo se le metía bajo la piel, depurándola y llenándola de tranquilidad. Tenía la sensación de que le recorría las venas, la llenaba de energía e intensificaba sus sentidos: los olores le llegaban más claros y podía escuchar la brisa de forma más nítida.

 

Ella, su madre y sus hermanos vivían en una casa adosada por la zona de Nosa señora das Nieves, en Vigo. Llegando a su casa, escuchó a su madre gritarle a uno de sus hermanos pequeños que se metiera dentro de casa. Tenía dos hermanos mellizos, Tomás y Roi, con ocho años. Aunque ya habían pasado casi dos años, la separación de los padres de Águeda no la estaban llevando muy bien y todavía estaban en la fase de hacer cualquier trastada para intentar llamar la atención. No se parecían para nada a ella, ni en la personalidad, ni en el físico. Aunque bueno, era de entender, teniendo en cuenta que no compartían la misma sangre.

Águeda no entendió muy bien la ruptura de sus padres. Eran una familia feliz, tranquila y común. El nacimiento de los mellizos había supuesto para la vida de la familia Quiroga Lago un gran cambio. Para ser sinceros, nadie se lo esperaba. Sus padres, ya rondando los cuarenta, habían pensado alguna vez en agrandar la familia. Sin embargo, cuando ese pensamiento ya parecía estar olvidado, una mañana de verano tranquila y corriente cuando Águeda tenía quince años, le anunciaron que iba a ser la hermana mayor de no solo uno, sino de dos diablillos rubios que tendría que cuidar y proteger. Fue un gran cambio en la casa, porque Águeda, desde que llegó a la vida de Manu y Sabela con dos años, había sido una niña muy tranquila, que se entretenía con cualquier cosa, viendo cantar a los pájaros en el jardín o jugando con sus muñecos.


Con el nacimiento de los mellizos, todo fue llantos, risas, peleas y desorden por toda la casa, lo que hacía que estuviera viva todo el tiempo. Águeda los acomodó en su vida, aprendiendo a ser paciente y descubriendo un amor incondicional que no había sentido nunca. Además, sus padres se llenaron de vitalidad y este nuevo gran reto pareció unirlos y compenetrarlos en el día a día.


Sin embargo, hace más de un año y medio, la cosa cambió. Manu, el padre de ellos, empezó a comportarse de manera extraña, sus padres se distanciaron y la cosa no volvió a ser la misma. Águeda no sabía exactamente el motivo de su ruptura, porque en ese momento se encontraba estudiando en Santiago y no comprendía muy bien la situación. Su madre nunca hablaba del tema y su padre la esquivaba, por lo que decidió dejar que el tiempo pasara, hasta que estuvieran preparados para hablar con ella. De adulto a adulto.


Abre la puerta de su casa, empapada y distraída en sus propios pensamientos, cuando se encuentra de frente a su madre recogiendo el patinete que Roi había dejado en medio.


—Un día de estos voy a pisar un chisme de estos y me voy a matar. Lo que me faltaba, ¡otra vez vienes empapada! ¿Cuántas veces te he dicho que los días que llueva te lleves el coche? De verdad que nadie me escucha en esta casa… —Y se aleja hablando sola dirección a la cocina donde los mellizos están haciendo los deberes.


Águeda se quita las botas y el chubasquero y los deja en la percha que hay a la entrada. Sube a su habitación, se desviste y se coloca una sudadera que le prestó Marcos la última vez que se vieron. Todavía olía a él. Tendría que devolvérsela. O tal vez no. Se sienta en la cama mientras intenta arreglarse un poco sus rizos empapados y se hace una media coleta con el pelo que le llega hasta la nuca. Recuerda haberle insistido a la peluquera «solo cinco centímetros».


Coloca la almohada junto a la pared y apoya su espalda en ella mientras estira las piernas. Abre la ventana que tiene encima de su cama y apoya la cabeza en el alféizar mientras escucha el sonido de la lluvia. Sin duda, la parte que más le gustaba de su habitación era la pared que tenía en frente. Le encantaba la fotografía y por eso tenía cubierta la pared con cientos de instantáneas que llevaba haciendo desde hace años. La afición empezó hace más de diez años cuando su padre le regaló su primera cámara de fotos. Sobre todo, le gustaba inmortalizar la naturaleza. Los misteriosos, pequeños y maravillosos regalos que esta nos daba: una estrella fugaz, cómo caen las gotas de lluvia en una hoja, el brillo de las mariposas al volar, el arcoíris… Sus fotos eran la mayoría imágenes del pueblo de Tibu, Donón, intercaladas con alguna de los mellizos y del resto de su familia.

Escucha un hocico en la puerta de su habitación, y aparece Obi-wan, su bretón español marrón y blanco. Se sube a la cama y se echa encima suya. A veces parece que no se da cuenta del tamaño que tiene. Cuando el vecino de Tibu se lo regaló hace tres años, era nada más que un peluchito blanco y gordo, pero ahora había crecido, y se había convertido en un perro grande y musculoso, con unas orejas colgantes que movía de un lado a otro sin parar. Normalmente no lo dejaba subirse a la cama, pero tenía frío y el calor de su cuerpo la reconfortaba.


Estaba quedándose casi dormida, cuando la música de su móvil la despierta. Va hacia la mochila, que la había dejado al lado de la puerta y busca, de prisa y aletargada, el móvil. Era Aline. Se le había olvidado contestarle.

—¿Sí?

—¡Oye! ¿Qué pasa? ¿No lees mis mensajes o qué?

—Si, bueno… Es que justo estaba saliendo de la cafetería y como estaba lloviendo, salí pitando y se me pasó. Perdona.

—Es igual. —Llevaban siendo amigas demasiado tiempo como para pelearse por eso—. ¿Quedamos entonces? Tengo que contarte algo.

—¿Y eso? ¿Qué ha pasado? Tu madre está bien, ¿verdad? —A la madre de Aline le habían diagnosticado cáncer de pecho hacía cinco meses y su familia no estaba pasando un buen momento.

—Sí. No es eso, no te preocupes —se le notaba nerviosa al hablar—. Venga, te recojo con el coche a las nueve, nos cogemos una pizza y nos vamos a monte O Castro si deja de llover.

—Venga, vale. Luego nos vemos.

Se da una ducha y se coloca unos calcetines altos de rayas de colores. Siempre dispares. Tenía una colección de calcetines, de todos los colores, patrones y tejidos. Aunque siempre llevaba uno diferente en cada pie. Se pone unos vaqueros de color blanco y un jersey amarillo con una chaqueta beige de pana. Luego se coloca sus desgastadas Converse grises y se empieza a peinar frente al espejo de cuerpo entero que tiene en su habitación. Nunca sabe qué hacer con su pelo, y después de varios intentos sin éxito, se lo deja suelto para que cada rizo pelirrojo se coloque de la forma más cómoda y natural que le apetezca. Parecía que tenía dieciséis años. La falta de maquillaje, las pecas de las mejillas, las pestañas largas y los labios rosados hacían contraste con la palidez de su piel y la delgadez de su cintura le daban un aspecto de niña.


Se escucha el potente motor del coche de Aline desde la planta de arriba de la casa, y a continuación el claxon que le avisa que su amiga ya está esperando fuera.

—¡Mamáaaaaaaaa! ¡Me voy con Aline! —Y cierra la puerta tras ella mientras corre dirección al coche.

Aline había cogido el Range Rover negro de su padre. Águeda no entendía cómo se lo seguía dejando, lo tenía lleno de arañazos por todos lados. Al subirse al coche, le da un beso en la mejilla a su amiga y se dirigen hasta el centro.

—Para tu cumpleaños te voy a comprar un espejo, a ver si te dignas a mirarte en él de vez en cuando. ¡Vaya pelos! —Y empieza a reírse sin parar mientras le tira de los rizos.

—¡Cállate ya, imbécil! Ya sabes que lo intento, pero es imposible.

Y aunque Aline, al ser latina, tenía el cabello aún más rizado que ella, siempre lo llevaba perfectamente peinado. Últimamente, llevaba todo el pelo recogido con trenzas que le llegaban casi a la cintura. Le quedaba genial, y junto a su coche y su chaqueta de cuero, le daban un aspecto de peligrosa, que Aline disfrutaba interpretando.

Aline y ella no podían ser más diferentes. Águeda era pelirroja, con la piel muy blanca, los ojos marrones y vestía todo el tiempo faldas y vestidos de colores pastel y zapatillas de deporte. Además, era tranquila, natural, callada e independiente. En cambio, Aline tenía la piel oscura, unos ojos rasgados de color verde intenso y los labios muy gruesos. Siempre iba maquillada, normalmente con rabillo de ojos y los labios pintados. Su ropa era extravagante, atrevida y casi siempre iba de negro. Tenía una mirada intensa, siempre con cara desafiante, como si se riera del mundo y siguiera siempre sus propias normas. Era descarada, enérgica y atrevida. A Águeda le recordaba a Woopi Goldberg, la protagonista de Sister Act.

Se acercaron a su pizzería de siempre, Il mare, donde se pidieron unas pizzas. Águeda como siempre, de cuatro quesos y Aline, de peperonni. Aparcaron cerca del monte O Castro y subieron andando hasta que llegaron a la parte del jardín. A pesar del día de lluvia, la noche se había quedado tranquila y el viento no soplaba con demasiada fuerza. La brisa del océano y las vistas al mar y a la ciudad hacían que fuera la atmósfera ideal para sentarse y contemplar las estrellas. Se acomodaron en uno de los bancos de piedra redondos que había por todo el parque y empezaron a comer.

—Bueno, ¿qué es eso que tenías que decirme? Que llevas haciéndote la tonta todo el camino —pregunta Águeda. En ese momento Aline estaba intentando recoger con la lengua todo el queso fundido que se le estaba derramando de su trozo de pizza.

—Mira, es Marcos, que es un capullo. —Ella siempre tan directa. No le gustaba Marcos. Eso ella ya lo sabía. Habían tenido varias discusiones por su culpa, pero siempre eran en vano.

—Ya, ya lo sé. Se que no me merece, que solo está jugando conmigo, que es…

—No es eso. Esta vez no es simplemente una opinión mía. —Estaba muy seria. Y eso no era normal de Aline.

—Bueno, ¿entonces qué pasa?


Aline empieza a ponerse nerviosa e intenta evitar la mirada de Águeda.


—Es que verás… La otra noche salimos a tomar una cerveza al Atlántico, Patri, María y yo, y nos encontramos a Marcos. Fuimos a saludarlo, por educación nada más, porque a ninguna nos cae bien y él se puso muy nervioso, mirando para todos lados, como ocultando algo. No le dimos más importancia y nos sentamos en una mesa cerca. Pensábamos que estaba solo, pero al rato salió una muchacha del baño y se sentó junto a él. Él seguía mirándonos de reojo a nosotras hasta que al final se terminaron yendo. Sé que no significa nada, pero es que no me fio de él. No es trigo limpio, Águeda, que yo lo sé…

—No me importa —dijo Águeda, sin más.

Hubo unos segundos de silencio.

—¡¿Cómo?! —La había pillado desprevenida. Aline tenía una concepción del cariño que sentía Águeda por Marcos muy distinta de la realidad.

—Que de verdad me da igual. Si hace casi tres semanas que no nos vemos. Ha sido divertido. Es verdad que he estado ilusionada, pero desde hace un par de meses la cosa se ha enfriado, apenas quedamos y ya no tenemos el mismo interés, ni él ni yo. Supongo que ya sé el verdadero motivo. —Incluso ella se estaba sorprendiendo de lo poco que le importaba que Marcos estuviera conociendo a otra persona. No había sido hasta ese momento cuando se había dado cuenta que en realidad ya no sentía nada especial por él—. Además, ahora que pienso en frío, era un poco imbécil.

—Pero, pero… —Y de repente empieza a pegarle pequeñas bofetadas a su amiga por todos lados.

—¡Ah, estate quieta! ¡Que me vas a tirar la pizza! ¿Qué mosca te ha picado? —le contesta Águeda intentando defenderse de sus ataques con los brazos.

—Esto por no contarme que ese subnormal ya no te importaba, esto por casi no vernos en los últimos meses y no saber nada de ti, y esto por… —Ella seguía pegándole sin escucharla.

—¡Está bien! ¡Está bien! Perdón. —Y la coge por los brazos para hacerla parar—. No se va a repetir, lo prometo.

—Más te vale. —Mientras se coloca bien la chaqueta de cuero y la mira con cara de rencor mientras sigue comiendo.

Águeda había estado bastante ausente estos meses. Entre el nuevo trabajo en la cafetería, cuidar a sus hermanos y que ella era, en general, una chica solitaria que le gustaba pasar tiempo en el pueblo de Tibu, no había socializado mucho últimamente. Se hizo un silencio mientras comían, cuando de repente:

 

—Además, no era tan bueno en la cama —dice Águeda muy seria.

En ese momento Aline se atraganta con un trozo de pizza mientras la mira escandalizada y con los ojos muy abiertos.

—¡Pero bueno con la mosquita muerta!


Comienzan a reírse, mirando la infinidad del mar y las luces de la ciudad, mientras hablan de todo y de nada, o se quedan en silencio y escuchan las olas chocar contra las negras rocas del puerto.

2

Como casi todos los domingos, Águeda se levanta sobre las diez, se viste y va a la panadería a por un poco de tarta de Santiago, que Manuela, la panadera, recién saca del horno. Es la favorita de sus hermanos y le montan una fiesta cada vez que la trae.

Luego saca el Opel Astra rojo del 2005 que le regaló su padre cuando tenía dieciocho años. Era muy viejo y el sonido que hacía el motor no daba muy buenas señales. Sin embargo, llegaba sin demasiadas dificultades al pueblo de Tibu, y con eso le bastaba. Llama a su perro mientras se coloca su cámara de fotos al hombro y se monta en el coche. Obi-wan conocía ya su sitio de memoria, así que Águeda abre la puerta del copiloto, se sube directamente y se sienta mirando a su dueña, impaciente, con sus grandes ojos castaños, mientras mueve enérgicamente la cola.

—Buen chico, guapetón —le dice mientras le ata el cinturón para perros que tiene en el asiento y le acaricia la cabeza. Él le da un lametón en la nariz como respuesta.

Donón estaba a unos cuarenta minutos en coche desde Vigo, por una carretera no muy buena, pero con unas vistas preciosas al campo. No le gustaba conducir muy rápido, y si alguna vez veía algo que le llamara la atención, se bajaba del coche y sacaba alguna foto. Le gustaba disfrutar ese momento de tranquilidad. Obi-wan solía sacar la cabeza por la ventana y disfrutar del viento en la cara. Las orejas se le movían como cometas y parecía que iba a salir volando en cualquier momento.

El día había amanecido muy despejado, con un sol radiante en el cielo y ni una sola nube. Donón es un pueblo de doscientos habitantes situado en la cima del acantilado de Costa da Vela, en Pontevedra. Para Águeda era su sitio favorito en el mundo. Las vistas a mar abierto, desde donde se puede ver las islas Cíes, la tranquilidad, el aire, los árboles, el acantilado, los pájaros. Todo. Era el lugar donde se sentía más a gusto que en ninguna parte. Su rincón secreto.


La casa de Tibu era la más cercana al acantilado y la más lejana al pueblo, aunque solo trescientos metros la separaban del resto de las viviendas. Era una casa de tres plantas, en las dos primeras se situaban el salón, la cocina y las habitaciones, y la última solo se utilizaba de desván. Era de ladrillo color canela, y tenía unas enredaderas de buganvilla en el lateral de la casa que ocupaban toda la pared. Estaba rodeada por una valla de color verde a la altura de la cintura. La pequeña puerta de madera daba a un caminito de piedras que te llevaban hasta la entrada principal de la casa, que era grande y de madera de roble de un color marrón oscuro. En la primera planta se encontraba el salón-cocina y el estudio de pintura de Tibu. En la segunda planta estaba la habitación de invitados, la habitación de Águeda, en la que pasaba muchas noches, y la habitación de Tibu. Todas ellas decoradas con muebles antiguos y sábanas bordadas que Martina había ido confeccionando a lo largo de los años. Sin duda alguna, lo que más le gustaba a Águeda era el jardín. Detrás de la casa había una explanada de aproximadamente una pista de baloncesto lleno de plantas, árboles y flores. Siempre se había fascinado por la sensación que desprendía ese jardín. Era el más bonito de todo el pueblo. Parecía que no necesitara cuidado, que de forma natural creciera y floreciera, convirtiéndose de forma armoniosa y elegante en una pequeña maravilla del universo. El padre de Águeda había colocado una hamaca entre dos árboles y a ella le encantaba pasarse horas ahí contemplando el cielo, durmiendo la siesta o leyendo un libro. El favorito de Águeda era el haya tricolor, cuyas hojas se volvían de un color rojo cereza en otoño y hacía que el jardín se convirtiera en una expresión viva de los colores de la naturaleza.

Águeda entra en la casa junto a Obi-wan y se encuentra a Tibu cerca de los fuegos de la cocina preparando algo para comer. Qué mayor estaba ya. Y cuánto la quería. A pesar de no ser su abuela, la trataba como así fuera. Era la hermana de la madre de su padre, pero esta murió cuando Manu tenía apenas seis años y ella se había encargado de criarlo desde ese momento. Era muy especial para todos en la familia: cariñosa, risueña, buena y con un don para transmitir tranquilidad como nadie lo hacía nunca.

La estancia se constituía por un salón, formado con un pequeño sofá marrón cubierto por una manta de piezas de croché de colores que había tejido Tibu, un sillón de dos piezas amarillo y una pequeña mesita de madera encima de una alfombra de lana de colores beiges. Tenía una ventana que daba al jardín y una vieja televisión Sonic. La pared de la derecha estaba cubierta por una estantería, ocupada mayormente por libros: algunos en gallego, revistas y muchos cuadernos de pintura. Justo enfrente de la puerta, al otro lado de la sala, estaban las escaleras que subían al piso superior y la puerta que conducía al estudio de pintura. A la izquierda se encontraba la pequeña cocina, con la encimera de madera oscura y las puertas y cajones de color verde oscuro. Tenía una mesa con cuatro sillas también de madera, pintadas de verde menta, con cojines de colores, donde Tibu siempre tenía puesto un jarrón con flores que cogía de su jardín. La flor preferida de Tibu era la Cichorium intybus, una flor de pétalos muy finos con forma de pico de color azul cielo y largos estambres del mismo color azul.

Lo que más le gustaba a Águeda de esa habitación eran los cuadros que Tibu tenía colgados por todas partes. Sobre todo, los cuatro pequeños lienzos que tenía junto a la puerta, dispuestos verticalmente con marcos blancos bordados de flores. Eran dibujos de pájaros en acuarela: volando, posado sobre una rama, bebiendo agua en la fuente del jardín y mirando fijamente hacia ella. Aunque el color de sus plumas era diferente en cada cuadro, la profundidad de la mirada de los pájaros le decía a Águeda que era el mismo pájaro retratado en los mismos cuadros. El resto de las pinturas de la habitación eran sobre naturaleza: el acantilado donde vivía, árboles con sus preciosos colores en diferentes estaciones del año, el jardín de detrás…

Deja la mochila encima del sillón, le indica a Obi que se siente en el cojín que tiene debajo de las escaleras, suelta un paquete en la mesa de la cocina y se acerca a su Tibu para besarle la mejilla:

—Hola, miña nena —le dice, mientras le sonríe y se limpia las manos en el delantal que tiene puesto—. Estás igual de guapa que siempre.

—Hola, Tibu —contesta mientras mete la nariz en lo que estaba cocinando Martina. Qué bien olía—. Te he traído un poco de tarta recién hecha de la panadería de Manuela.

—Que bien, moitas grazas. Esa mujer tiene manos de santo para los dulces. —Se acerca a la tarta que está encima de la mesa, la abre, le pega un pellizco y se lo mete en la boca mientras cierra los ojos y lo saborea—. Deliciosa. ¿Quieres algo antes de comer, cariño? ¿Una coca-cola, un té o un poquito de chocolate? —le pregunta.

—No gracias, Tibu, estoy bien. Nos podríamos sentar en el jardín un poco. Hace muy buen día para tomar el sol.

—Está bien, déjame que termine de hacer el caldo y vamos.

El jardín tenía además una mesa de piedra con la patas de metal y dos sillas a juego donde normalmente se sentaban a comer juntas. Quitaron, para poder sentarse, todas las hojas que se habían caído de los árboles y que cubrían las sillas.