Diario del dolor

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Aus der Reihe: Vindictas
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Diario del dolor
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María Luisa Puga

(Ciudad de México, 1944-2004) es autora de más de once novelas, cinco libros de cuento, seis de ensayo, además de algunos títulos de literatura infantil. De niña vivió en Acapulco y después en Mazatlán. Pasó buena parte de su vida adulta fuera del país, en Europa y África. A su regreso decidió irse a vivir a una casa en el bosque, a orillas del lago de Zirahuén, en Michoacán. En 1983 obtuvo el premio Xavier Villaurrutia por su novela Pánico o peligro. Sus numerosos diarios y cuadernos de apuntes se encuentran a resguardo en la Universidad de Austin, Texas. Diario del dolor fue el último libro que publicó en vida; la edición original incluía un archivo de audio del texto en la voz de la autora, con la intención de que se difundiera en clínicas de enfermos terminales.


Brenda Navarro

(México, 1982) es autora de la novela Casas Vacías (Sexto Piso, 2019) traducida al italiano, holandés y portugués y premiada con el English PEN Translation Award, 2019 en Reino Unido. Fundadora del proyecto #EnjambreLiterario (2016-2020). Integrante del Comité Organizador del Encuentro Escritoras y Cuidados. Ha colaborado con medios como El País, Pikara Magazine, La Marea, etc

diario del dolor

colección vindictas

novela y memoria

maría luisa puga

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introducción

brenda navarro


universidad nacional autónoma de méxico

México 2020

Table of Contents

El dolor es igual que un gato

Diario del dolor

Aviso legal

el dolor es igual que un gato

Es la escritura que me pregunta ¿te vas a curar?

maría luisa puga

No sé si María Luisa Puga llegó a pensar en algún momento de su vida sobre aquella anécdota en la que Nietzsche abrazó a un caballo cuando salía de su hotel en Turín. En la novela La insoportable levedad del ser, Milan Kundera explica que aquel abrazo representaba simbólicamente el inicio de la enfermedad mental del filósofo alemán y sentencia: “Nietzsche fue a pedirle disculpas al caballo por Descartes. Su locura (es decir, su ruptura con la humanidad) empieza en el momento en que llora por el caballo” (Kundera, 1984). La ruptura con la humanidad inicia con el dolor. Y como toda ruptura, no queremos que suceda pero es inevitable.

En el “pienso, luego existo” –cogito ergo sum–, de Descartes, se establece una clara dicotomía en la que la humanidad se jerarquiza frente a todo ser vivo, creyéndose superior. Todo aquel ser incapaz de pensar como hombre no existe. Con esta cosmovisión, en un tris tras, la filosofía moderna suprimió todo lo relacionado con el dolor y el sufrimiento que nos iguala a la mayoría de los seres vivos que habitamos el planeta Tierra. María Luisa Puga no explica nada de esto en su Diario del dolor, pero este planteamiento filosófico subyace y persiste a lo largo de sus páginas.

Por que me pregunto si en algún momento pensó en Nietzsche reconciliándose con lo no-humano y lo incompleta que estaba desde entonces la filosofía para explicar/explicarle a ella que su sufrimiento —el dolor físico que no permite tener ninguna perspectiva del futuro— no era algo ajeno a sí misma, sino que era ella misma.

En las páginas de este Diario, podemos leer a la escritora tratando de discernir en qué momento, el dolor, el malestar físico, se convirtió en sufrimiento: “Desde que llegó no he vuelto a estar sola” escribe en el primer párrafo y procura externar algo que le resulta ajeno. En un primer momento del diario, ella se es ajena, deja de ser ella, aunque persiste en sí misma.

Sin embargo, es en esta exteriorización del dolor que se percibe el discernimiento ontológico de lo que Puga heredará a la tradición literaria mexicana con su Diario: los cuerpos vulnerables son per-se y existirán en tanto las circunstancias interseccionales que viva cada persona se lo permitan. Todo cuerpo vulnerable no es sino la consecuencia de una concepción de Estado que delega su responsabilidad en las personas y silencia todo aquello que no aparenta la imagen de salud, fortaleza y “normalidad” que se necesita para ser considerada sujeta de derechos. Al final de su Diario, ella escribe: “Así es esto del dolor diario”. El sufrimiento que describe la escritora al comprender que vive la ausencia del sentido de acción es la inminente ruptura con la humanidad. Ya no es solo no-humana, sino ser viva. Ya no es solo escritora, sino que de un momento a otro, sin que ella lo decidiera o no, toma relevancia su condición de mujer. Hecho que la hará imprescindible en nuestro presente, sin ella.

Puga escribe: “Es como adquirir una suegra, un niño pariente huérfano, un vecino ruidoso. Ya no se irán. Tienen que ver con uno y es responsabilidad de uno adaptarse. [...] Antes yo no era así y a veces me extraño”. Con esta presencia de dolor en su vida, María Luisa Puga vive el sino de asumirse como mujer en un siglo donde dicho concepto tiene que ver intrínsecamente con los cuidados y el hogar. Sin haberlo decidido, lo que antes era su espacio para escribir se convierte en el espacio para cuidar-se, pero también para transformarse, aunque sea momentáneamente, en el futuro que su dolor no le permite visualizar.

La importancia de este Diario del dolor radica, justamente, en que hoy es más necesario que cuando fue publicado por primera vez; porque habla de todo lo que hoy cuestiona el Estado de las cosas. Puga nos ofrece un diario personalísimo en el que pone de manifiesto su miedo al dolor pero su ímpetu por enfrentarlo, de mirarlo a los ojos, de narrarlo, de nombrarlo y de confrontarlo. La escritora nombra al dolor y le da vida propia para convertirlo en su espejo porque necesita narrarse a sí misma y dejar constancia de sí. Este Diario, ante las circunstancias que actualmente vive el mundo en 2020, se presenta como una postura política ante sí misma: el hecho de vivirme fuera del espacio público y convertirme en una doliente no me mata, sino que me inmortaliza en palabras. Soy mi legado y la constatación de que existí para ser futuro.

El futuro es, por supuesto, esta reivindicación que se hace desde la colección Vindictas, en la que María Luisa Puga y su Diario del dolor no serán un libro y una escritora más, sino que se presentan, a la luz de un año pandémico, como una propuesta para redescubrir en la literatura mexicana textos que ya problematizaban todo lo que actualmente está en boga y que se siente urgente: los trabajos de cuidados, el derecho a la salud, la autoficción, la indivisibilidad del espacio público y privado y, si se me permite, ahondar en las concepciones sobre mirar a un futuro cyborg.

Con los ojos de las nuevas generaciones, este Diario del dolor no es acerca del cuerpo y la escritura, sino de cómo los límites han sido traspasados por las necesidades del cuerpo y sus cuidados. No se es cuerpo escrito, sino cuerpo que se cuida para poder escribir. No se es cuerpo que se escribe, sino un cuerpo autónomo que quiere/desea escribir.

El gran problema que Puga expresa en su diario es el del dolor frente a su deseo de escribir y generar ideas. La supresión del futuro versus el futuro queriendo abrirse camino mediante el deseo. Por ello, María Luisa Puga acepta ayuda externa e incrementa sus capacidades. Ayer, una humana, ahora —mientras la leemos— una cyborg que mediante bastón, silla de ruedas y computadora realiza sus deseos y escribe.

Cuando Donna Haraway —nacida el mismo año que Puga— propuso el concepto cyborg, lo que pretendía era romper los límites que separaban “lo humano” de “lo animal” o de “la máquina”. Puga, en este libro, en tanto mujer, trasciende los límites impuestos por los propios médicos que le aconsejan que no se opere, se resiste a confinarse en una cama, se da sus espacios cuando el dolor le da tregua y a veces se ríe con/de él. “Es más fácil querer desde la silla que a pie. Sobre todo si la silla tiene ruedas”. “Ayudándose con el bastón y los pies, impúlsese hasta la orilla de la cama”. “Tu lugar, Dolor, lo ha tomado la computadora”. Puga sobrevive y pervive como si presintiera que las nuevas lectoras la entenderán de manera distinta a como ella hubiera querido entenderse: aceptando que ella es dolor.

En la camioneta el hombre y yo somos parejos. Hablamos como si nada estuviera pasando. Somos lo que hemos sido siempre: pareja, amigos, cada uno.Me siento muy bien en la camioneta, solo que a veces lo miro de reojo y sé que le sucedió algo: una embolia que le paralizó todo el lado derecho, osea yo.

Esta no-humanidad, o cyborgrización, se completa cuando el dolor se vuelve colectivo. Su dolor la trasciende y afecta a otros, los obliga a colectivizar los cuidados, a percibir la vida tal y como es: sin Descartes de por medio, con Nietzsche llorando, con el caballo rumiando. Con los trastes limpios, la cama tendida, el bastón al lado, el cuerpo muriendo, como todos los cuerpos. Somos presente. Nadie está exento de dolor, todas dolemos y adolecemos. El dolor es igual que un gato, dice María Luisa Puga.

 

Lo fundamental de este libro reside en el acierto que tuvo la autora de querer compartirnos lo que ella vivió, autorreferenciarse, no hacerse un juicio sobre sí misma, sino presentarse tal cual lo sentía para que nosotras, sus nuevas lectoras, con todos los conocimientos adquiridos a lo largo de estos años en los que hemos compartido saberes con otras mujeres, pudiéramos darle el lugar que merece a este texto.

No es solo un diario sobre cuerpo y escritura, sino un testimonio de un curso de vida que probablemente pudo ser distinto si la salud pública no diera por hecho que puede decidir el destino de los enfermos, o si dejara de deshumanizar a las personas con dolencias y en vez de recetar la supresión del dolor, escuchara y tuviera la voluntad de entender el proceso vital por el que todas pasaremos. Que los pacientes no ejercieran la paciencia para ser atendidos, sino para cruzar el umbral del dolor con mayor dignidad. O que la colectivización de los cuidados no estuviera cruzada por la capacidad de quién puede pagarlos y quién no. Que fuera un bien común. “A ese doctor no lo he vuelto a ver, pero ya sabes, en Nutrición no tienes doctores, tienes expediente. Solo así existes. Tú, por ejemplo, no eres más que anécdota. Así es esto de la enfermedad.”

Que este Diario se reedite justo ahora, en tiempos en que los Estados han entrado en crisis justo por el mal manejo de una pandemia global, es la prueba de que María Luisa Puga escribió para nosotras y para nuestro tiempo. Abrazamos al dolor, porque no pensamos y existimos. Sentimos porque existimos. Somos dolor y por eso trascendemos.

brenda navarro

diario del dolor

Para el doctor

J. Gabriel Herrejón Cervantes

l. La forma

Es desazón, incomodidad, posturas imposibles. Produce que el cuerpo no se esté quieto. Es una compañía ineludible e inasible, concreta, que me cubre como coraza... no, parecería que es insoportablemente fuerte y no. Más bien es como aureola. Y tiene una manera de manifestarse siempre sorpresiva, casi juguetona: jamás sé por dónde. El cuello, las rodillas, los antebrazos, la cintura. Desde que llegó no he vuelto a estar sola.

2. El espacio

Tiende a querer ocupar todo el espacio. Desplazarlo a uno por completo. Y muestra su cara agresiva cuando uno no lo deja. Uno no lo deja que invada por completo por miedo. Ya no es tanto el dolor lo que intimida, sino su agresividad. Llega a ser tan extrema que uno despliega una nueva actitud: la rabia. Una rabia inmensa. Pareciera entonces que uno lo saca a patadas de la conciencia. Pero el dolor ha conseguido su objetivo: todo nuestro ser está consciente de él. No cabe nada más. Y por eso lo comenzamos a experimentar otra vez, como quien no quiere la cosa. Pequeñito, insidioso, casi burlón. Entendemos, mi cuerpo y yo, que el espacio ya no es nuestro; tampoco es del dolor, es de los dos. Y hay que aprender a compartirlo.

3. La presencia

Ya que sabe que no puede ocupar todo el espacio, acepta quedarse buena parte del tiempo solo como presencia. Y eso es lo que produce el verdadero sobresalto. Es como adquirir una suegra, un niño pariente huérfano, un vecino ruidoso. Ya no se irán. Tienen que ver con uno y es responsabilidad de uno adaptarse. Ahí estás, Dolor, no sé por dónde te vas a aparecer nunca, pero me estarás dando jalones más o menos apremiantes todo el día, todos los días. Antes yo no era así y a veces me extraño.

4. La aceptación

Por más que me esfuerzo no puedo ver por encima de él. En cualquier dirección que mire, ahí está, aunque solo lo capte oblicuamente. Está estacionado en mi mirada y es cuando despierto por las mañanas cuando más extrañeza me causa. Llegó, llegó para quedarse, pero no me puedo acostumbrar a él. Con nostalgia recuerdo cuando no estaba, o no de esta manera tan definida. Y como me cuesta acostumbrarme, la que cambia soy yo. Soy desconocida. No es desagradable, es inquietante. Como estar ausente. Quisiera tomarlo por los hombros, con fuerza y sentarlo a mi lado. Está bien, pero quédate quieto. No me estorbes, no me tapes. Quieto ahí.

Parece que acepta, que es sumiso y que con tal de quedarse hará lo que yo le diga, pero va agarrando confianza. Se siente cada vez más libre.

5. La insidia

Ya ha sido aceptado, ya ha asentado su presencia en la costumbre. Casi podría decirse que es parte de mi persona, pero descubro su insidia, su inagotable insidia y no me repongo. No puedo sino mirarlo y ver cómo hace de los objetos (que yo creía amigos míos), sus secuaces. Puede uno ver cómo se vuelven mustios. Cómo de manera solapada ruedan lentamente hasta caer al suelo. Con una terquedad dura se convierten en obstáculos insalvables. El bastón, que comienza a convertirse en una extensión del brazo, puede ser inamovible cuando yace en el piso. No se deja levantar, mete un extremo bajo el refrigerador. No se deja rotar. Cosas que en otras situaciones hace casi por sí solo. La silla del escritorio también se vuelve indómita.

6. En la vida diaria

A veces nos quedamos solos mi dolor y yo. Nos contemplamos con desgano. Haz lo que tengas que hacer, parece que nos decimos y se me ocurre entonces: ¿A dónde se podrá ir si lo ignoro? Nos quedamos solos y nos miramos de reojo. Hay una como amargura en ambos. Sí, henos aquí conviviendo, pero no pasa nada. Me hace cambiar mi vida, pero no es insoportable. En cambio él, estoy segura, necesita movimiento y lo estoy decepcionando. El desánimo, la depresión, las molestias, incluso, no duran demasiado. No tienen un desenlace. Cuando nos quedamos solos nos aburrimos.

7. Los respingos de Dolor

A veces se asusta, es muy contradictorio, porque por un lado se aburre de prolongar su estancia en un solo cuerpo, pero si oye cosas como “curación”, me encara ofendido, con un rictus enfermizo en la boca. Me hace pensar en un psicópata gringo. Si no la estamos pasando tan mal, ¿o sí? Quisiera describir su aspecto: es delgado, untuoso, oscuro. Está al acecho siempre, aunque no esté cerca. Lo siento en distintos puntos de mi cuerpo y cuando me veo accidentalmente en el espejo, me parezco a él. No es nada agradable. En mi imaginación me veo contenta y ligera. Clara y atenta. Cuando me acuerdo, erguida. Si me voy encogiendo es porque lo traigo encima y por más que le echo hombrazos no se quita. En eso se parece a Gato (que es mi gato): encimoso. Solo moviéndome se aleja un poco.

8. Cero uno a su favor

Hoy me venció. No sabía que se trataba de eso hasta que tuve que reconocer su victoria total. La cosa es que yo no lucho en contra de él. Yo lucho en contra de mi estado de ánimo, para que no se caiga. Por eso me agarró desprevenida, además de que lo hizo cuando estaba dormida, no se vale. Con una mueca burlona se jactó: No hay reglas. Sé que está enojado porque nuestra vida no es tan apasionante, a veces se quisiera ir y no puede. A diferencia de mí, él no quiere aprender a vivir conmigo. Por mí, que no aprenda, pero no es así la cosa. No es simplemente encogerse de hombros. Yo me tengo que apuntar tantos también, pero no como en un partido de tenis. Tengo que ganarle terreno. Tengo que irlo desalojando, a medida que recupero mi cuerpo. Quizá mi convivencia con él no ha sido la acertada. A lo mejor entendí mal. Creí que con dejarlo estar era suficiente. No, no es así. Hay que reconocerlo, entender su tamaño, su volumen para poder cercarlo.

9. ¿Una iguales?

Porque pareciera que ayer se ausentó. Me dio vacaciones, o un respiro. A lo mejor se puso a reflexionar sobre mis palabras de antier. No estamos compitiendo. Estamos aprendiendo a convivir. Estas dos naturalezas están aprendiendo: doler/aguantar. Cuando tuve que convivir con el miedo, hace ya mucho, aprendí que no es venciéndolo, sino poniéndolo a mi lado. ¿Será así con Dolor? A ratos, como ayer, ceja. En otras ocasiones me agarra desprevenida porque yo me descuido.

10. Cuando se mete en el sueño

No lo veo, nunca lo veo como cuando estoy despierta. En el sueño es un ruido que aparece en mis rodillas u hombros. Un ruidito crujiente, huidizo, pero pertinaz. Me atormenta, que no es lo mismo que decir: me duele. Me abruma, sí, su presencia. Me afea. No quiero ser mirada. No quiero que lo descubran, es algo muy privado. No es algo mío, es algo que alguien me aplica. Solo puedo pensar en torturadores helados. Varios, aunque invisibles. Despierto y me reviso: no están, se quedaron allá, en el sueño.

11. ¿En dónde quedé yo?

Porque tengo bien definida su presencia, su territorio, sus recovecos, pero ¿y yo? Perdí mi imagen. Esa que tanto tiempo he pasado en construir, que es tan frágil porque cualquier cosa la distorsiona. De repente capto una imagen en el espejo y no la identifico conmigo. ¿Cómo explicar lo que veo? Huesos. Huesos sin volumen. Y por más que persiga a las personas sentadas en sillas de ruedas, en la televisión o en la realidad, no me sé ver así. Soy algo huidizo, indefinible, algo que se está evaporando. Y es cuando lo siento a él, a Dolor, engordar a mi costa.

12. Cuando los demás hablan de él

Los escucho asombrada, casi como si estuvieran hablando de otra cosa. ¿Te dolió?, me preguntan si pasamos un bache en la carretera. ¿Ahorita te está doliendo? Siento que Dolor se duele cuando hablan así de él. Siento que me mira entristecido. Yo quisiera explicarles que no es así. Está ahí siempre, pero no es así. No emite vibraciones ni echa mal de ojo. Se deja ver apenas. Roza. A veces pellizca. Está ahí, simplemente. A veces se acurruca junto a mí y yo de tanto en tanto le rasco la cabeza. Está bien, me hace llorar a veces; me mata de la rabia otras, pero la mayor parte del tiempo está. Solo está. ¡Qué buen ánimo!, me dice la gente, ¡Qué fortaleza! Me vuelvo a asombrar. Me resultan más desconocidos ellos que Dolor.

13. Como no se mueve, platico con él

Siempre creo que te vas a quedar en el estudio cuando me voy a México, igual que Gato, pero te vienes de polizón. ¿Qué tienes que andar haciendo en la camioneta, echado a mis pies, estorbándome? ¿Para qué me tienes que venir a doler en medio de esta ciudad, como si con ella no fuera suficiente? ¿Acaso tienes obligaciones? ¿Eres como la otra cara del enfermero? ¿Cumples con un horario? ¿Haces reportes? Punzada a las doce treinta. Pellizcos a la una, en medio del tráfico, con esa cantidad de gente que va y viene como si todo fuera normal, hasta su hambre. Y tú ahí, como burócrata, cumpliendo tu aburrido deber. Porque te aburres ¿no es cierto? Sospecho que te gustan los ramalazos que te llevan a emergencias en los hospitales; que te hacen caminar con paso rápido y con la adrenalina en alto. Te gusta el movimiento y el cambio de escenarios, no esta quietud casi cobijadora de un dolor opaco, aguantable y siempre presente, como bulto que uno llevara encima. Y te aburres. No puedes hacer nada. No te puedes ir, pedir un cambio de plaza, algo. Y ni modo que te eche yo, ya no se puede. Ya te acepté, igual que al miedo, que por ahí anda y está tan hecho a mi vida que resulta invisible. Miedo ya es igual que Gato. Anda por mi estudio, que es el suyo. Lo recorre, lo olisquea, se retuerce en el suelo de placer cuando enciendo el calentón, se queja enojado cuando se le acaba la comida. Vivimos solos, pero juntos. Solo protesta cuando se me olvida.

14. El tiempo y Dolor

Perdí el pasado y el futuro. Ambos son irreales. Que si la prótesis, la operación. Que si cuando no me dolía. Ya no soy así y no seré de otra manera. No lo puedo imaginar. Soy este presente raro y largo que no me permite ver hacia dónde se dirige y en el cual estamos contenidos Dolor y yo como incómodos pasajeros de un solitario vagón de tren. Hay mundo en torno nuestro, podemos escucharlo y sentirnos contenidos por él, pero yo, al menos, no me siento parte de él. No me siento parte de nada más que de mi cuerpo tan raro, tan desconocido y al mismo tiempo tan mi casa. Con todo y ese intruso. Ambos miramos por la ventana. ¿Cuál ventana? Sepa. Yo siento que miro por la ventana todo lo que me rodea y que voy dejando atrás. No estoy yendo en línea recta, para nada, es ondulante, caprichosa, como esos garabatos que hacemos mientras hablamos por teléfono. Tiene un no sé qué de satisfactorio. Y tiene también sus momentos buenos y malos.

15. Los amaneceres

Hay tres tipos: el diabólico, el adolorido, el normal con dolorcitos. Es en el transcurso de la noche cuando me va diciendo (murmurando) Dolor cómo será el día siguiente. Cuando abro los ojos no lo sé, se me ha olvidado o a lo mejor no me lo ha dicho, pero basta el menor movimiento para saber cuál será. Una sensación total del cuerpo. No cabe nada más. Los sueños se evaporan, igual que los planes para el día. No es que queden cancelados. Simplemente desaparecen en esos momentos. Comienza el lento recorrido del cuerpo por cada uno de sus sectores para saber por dónde no hay que pasar. Me siento observada con atención a medida que elimino movimientos. ¿Con qué podría comparar esto? Tal vez podría ser con la ropa que uno se pone. Cada prenda dicta la manera en que se va uno a mover. Ah, me puse los pantalones estrechos. Este suéter es el de las mangas demasiado largas. Nunca en mi vida he logrado que la ropa se experimente igual. Cuando es cómoda es de chiripada. Y uno se aferra a una blusa, una chamarra, lo que sea. La vida suelta su risotada. La vida es lo menos burocrático que he conocido.

 

Cuando tomo el primer sorbo de café ya me conozco en mi versión de ese día y estoy dispuesta a empezar su transcurso con lentitud y placer hasta donde se pueda. La atención de Dolor se disipa.

16. En estas condiciones, cómo hacer la cama

Lista de materiales:

-Una cama

-Dos cobijas ligeras y calientes y una sábana

-Dos almohadas

-Un bastón

-Una silla con ruedas de esas de escritorio (nótese, no una silla de ruedas).

Supongamos que usted tiene acceso a un solo costado. Ayudándose con el bastón y los pies, impúlsese hasta la orilla de la cama. Retire las cobijas jalándolas desde los pies con el brazo que le duela menos. Debe uno hacer a un lado los conceptos diestro o zurdo. Será lo que el brazo que duele menos permita.

No quite la sábana por nada del mundo. Impúlsese hasta la cabecera y retire las almohadas. Si una de las almohadas le queda lejos, arrástrela con el bastón. Y con el bastón alise la sábana. Alísela de manera que no quede la menor arruga. Nada más doloroso que una arruga en la sábana. Puede ser una tortura que dure toda la noche. Empújela con convicción hacia el costado opuesto. Lo que sobre métalo de su lado utilizando la mano del brazo que duele menos. Que sus movimientos sean breves, lentos, casi placenteros. Hacer una cama puede ser todo un arte.

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