El Tigre del Subte

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El Tigre del Subte
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MARÍA LOPEZ

El Tigre del Subte
y otros cuentos del encierro


López, María

El Tigre del Subte : y otros cuentos del encierro / María López. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2021.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-2142-2

1. Narrativa Argentina. 2. Cuentos. I. Título.

CDD A863

EDITORIAL AUTORES DE ARGENTINA

www.autoresdeargentina.com info@autoresdeargentina.com

Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723

Impreso en Argentina – Printed in Argentina

Tabla de Contenidos

1  EL TIGRE DEL SUBTE

2  DESIGUALES

3  UNA COPA

4  ZOLI

5  VOLVER

6  DECONSTRUIR

7  SUGESTIÓN

8  RECURRENTE

9  QUÉDATE EN CASA

10  LOS MUROS NO ESTÁN

11  LAS CARTAS DEL TREN

12  LA MANZANA

13  LATERALIDAD

14  FACUNDO

15  ENZOR, 54 HORAS

16  EVA

17  EN CUENTOS CERCANOS CON EL TERCER TIPO

18  EL ESPEJO

19  ARIEL

20  AL SALIR

21  EL VIAJE

22  EL TÍO GERARDO

23  EL CAFÉ DE LAS CINCO

24  EL COMIENZO

25  FIN

26  VOLÁTIL

27  JACINTO

28  DESTINO

29  CUIDADO CON LO QUE HACES

30  SOLITA SOLA

31  JACARANDÁ

32  LAS VACACIONES DE LOS FILLIPETTI

33  EL ENCIERRO

34  AURA Y LOS SIETE DEL BAJO FONDO

35  LA FLAUTA DE PAN

36  LA BELLEZA

37  TRAYECTO INTERRUMPIDO

38  DIÁLOGO Y EL OTRO

39  LA CASA EMBRUJADA

40  PARA HACER EL AMOR

41  EMAIL

42  EL INTENTO

43  LA CASA

44  UN GESTO

45  LA PIANISTA

46  CARTA PARA PATY

47  EROTISMO FRUGAL

48  EL PODER

49  EL REGALO

50  REGRESIÓN

51  ELLOS Y YO

A Mark por el amor,

A Santiago por la felicidad…

y viceversa.

A los amigos, mecenas maravillosos de sueños y realidades, gracias por participar en este proyecto apadrinando historias.

En el confinamiento me acompañaron los personajes imaginarios en complicidad con los recuerdos. Al salir, ustedes se unieron trenzando un camino sólido para llegar a este punto… justo acá.

Con amor,

M. T.

EL TIGRE DEL SUBTE


El tigre miraba con ferocidad, pero no era la fiereza de estar dispuesto a atacar, sino la violencia que se genera con el miedo, con el sentirse acorralado.

Se aferraba con fuerza al tubo de color naranja brillante que había en medio del vagón del subterráneo. Casi sin mover los ojos, observaba de reojo el bolso que llevaba una mujer, este estaba hecho con piel de serpiente. Al fondo, distraído con un celular en la mano, un hombre que vestía unos horribles zapatos puntiagudos hechos con piel de cocodrilo.

El tigre pensaba: “¿qué clase de selva insegura es esta?”.

Estaba rodeado de monstruos peligrosos, en una jungla horrible saturada de ruidos agresivos y molestos, atiborrada de fenómenos de todo tipo: grandes, pequeños, gordos, flacos, viejos… monstruos que, por más famélico que él estuviera, sería incapaz de comer. Verlos le generaba una especie de arcadas, un asco incontenible.

Sentía que sus patas temblaban y que no podría sostenerse por mucho tiempo más. Intentó recordar cómo llego allí, pero su mente estaba en blanco, era como si no hubiera pasado nada antes, como si no tuviera historia, como si su tiempo hubiese empezado justo en ese momento.

¿Algún horripilante ser de esos lo habría drogado? ¿Por qué estaba tan lejos de su amada jungla?

Entrecerró los ojos, queriendo recordar las sensaciones, los ruidos del viento, las ramas que se quebraban al pisar sigiloso. Esos maravillosos adornos sonoros que aportan los pájaros, los monos y los insectos. Caminar discretamente, mirar hacia arriba y sentir los rayos del sol que jugueteaban sobre su cara en esa danza del viento y el tejido espeso de las hojas de los árboles infinitos en altura.

¡De hecho ese es el cielo! El cielo para el tigre es un tejido móvil de hojas que danza y canturrea permanentemente con el viento y el sol.

¿Dónde se quedó ese, su paraíso?

Un grito metálico, hiriente y ensordecedor entró como una afilada flecha sonora y lo sacó de sus recuerdos.

El tren frenaba y el sonido de la fricción de las ruedas contra los rieles metálicos lastimó sus oídos. Al fondo un sonido nuevo, incomprensible, agresivo.

¿Cómo entender qué pasaba? Su corazón palpitaba casi a punto de salirse de su pecho, corría tanto como él cuando iba a cazar.

Descubrió que ese sonido aterrador era el de la voz humana, una grabación automática que indicaba a los pasajeros del subterráneo que habían llegado a determinada estación.

Él ya no tenía voluntad, sentía que iba a morir en cualquier momento, lo cual —pensaba— sería lo mejor que le podría pasar.

Sin embargo, y sin tener ningún control sobre sí mismo, se separó del tubo naranja brillante al cual estaba aferrado durante el recorrido del horror. No sabía, no entendía cómo se movía, cómo se separó.

Ahora se deslizaba entre los monstruos, los cuales, sorprendentemente, no parecían alterarse con su presencia. Era como si no lo pudieran ver.

¿Se habría vuelto invisible? Eran tantas las preguntas que martillaban su cabeza… Cerró los ojos intentando calmarse.

Se detuvo, pero ¿cómo? ¿Cómo se detuvo?

Abrió de nuevo sus ojos para saltar encima de la realidad que ahora tendría frente a sí.

 

Atónito quedó cuando descubrió su imagen frente a un espejo...

No era real, era un tigre estampado en la remera de una mujer.

A Joao Muñoz

DESIGUALES


El cuadrado era demasiado inflexible en sus apreciaciones. Los demás opinaban que era muy agudo, un poco cuadriculado. Sus pares no, ellos defendían la postura de él. Todos habían sido educados con el convencimiento de la superioridad que les daba su naturaleza. El cuadrado pensaba que sostener una postura inflexible era lo que más lo definía, le daba carácter, y se sentía orgulloso por ello.

No obstante, las confrontaciones y disputas siempre fueron inagotables cuando se encontraba con círculo. A él todo le generaba otra interpretación. Las cosas para él nunca eran rígidas, ni inamovibles. Sus argumentos siempre fueron fluidos, flexibles y continuos. Se respetaban, pero no se soportaban. Cuando estaban juntos había algo que no cuadraba; la energía no circulaba. Definitivamente eran diferentes.

Era incómodo encontrarse con ellos al mismo tiempo porque siempre surgía una discusión. Nunca iban a tener un punto de encaje. Sin embargo, un día, cansado ya de tantas discusiones, el triángulo, que era conciliador y muy filosófico, les animó a limar asperezas; les habló sobre la igualdad y lo absurdo de enfrascarse en discusiones interminables con posturas obstinadas.

Siendo fiel a su propia volición, tenía un propósito: romper la estructura inalterable de sus amigos. Leal a su convicción sobre la importancia de la igualdad para mantener el equilibrio, siempre predicó que la desigualdad genera vulnerabilidad.

Les invitó a realizar un experimento didáctico en el cual no se pondrían en riesgo. Él intentaría demostrar su hipótesis sobre la igualdad, no sin antes aclararles que cada individuo es único, que a cada quien le pertenecen sus pensamientos y características personales individuales, y que atesorarlos hace parte de la integridad. Pero, les aclaró, hay una esencia universal en la cual no se es mejor ni peor que nadie, se es igual en el fondo, una misma naturaleza es el origen. Eso les hacía idénticos.

Cuadrado, dado su carácter, estaba escéptico con este argumento. No le parecía apropiado que lo compararan con círculo porque sus diferencias eran irreconciliables y, si tuviera que volver a iniciarse, preferiría cualquier otra figura, menos ser un círculo.

Por su parte, a círculo le parecía divertido participar en el experimento, sobre todo porque pondrían en evidencia la errónea teoría de triángulo.

Es así como triángulo con mucho cariño, y sobre todo respeto, hizo una pequeña ruptura en las formas de cuadrado y de círculo. Los acomodó muy suavemente sobre un diván y los desplegó cuan largos eran.

Por unos instantes se quedaron expectantes. El silencio los asaltó. Para el asombro de todos, eran dos líneas idénticas. Luego de varios cruces de tensas miradas, volvieron a su forma habitual y enmudecidos, se marcharon. Nunca más volvieron a hablar sobre su apariencia.

A Dora Delfino

UNA COPA


Cerró plácidamente los ojos mientras recostó su cabeza en la ventana.

El paisaje se alejaba de forma continua y eso era lo que más le gustaba de viajar en tren. La monotonía del horizonte le producía un adormecimiento especial. Al cerrar los ojos el movimiento del tren la acunaba; su mente viajaba y volaba sin riendas.

Silvana imaginó cómo una pequeña esfera rodaba por el campo, acompañando al tren. Luego, cuando se percató ella, la esfera, que era observada por Silvana, se enterró en el paisaje vasto, y todo se inmovilizó frente a sus ojos, pero no se detuvo de forma normal. Ahora era una visión constante, rápida y borrosa. Es decir, todo lo que veía transcurría de forma acelerada, pero el tren seguía arrullándola suavemente.

De repente, la asaltó la imagen de la esfera enterrada transformándose en un tallo que surgía en el medio del paisaje. Una hoja nacía de él, luego otra y otra, y trepó enroscado en los chamizos que había en medio del campo; se volvió frondoso, y emergieron minúsculas flores blancas y luego vides.

Su creatividad le causó risa. Luego se acomodó para contemplar el horizonte por la ventana.

“Las uvas son un verdadero milagro”, pensó.

Y justo, ese extraordinario momento de fantasía y deleite fue interrumpido por una de las azafatas del tren, quien le ofrecía una copa de vino.

—Nada más apropiado y afortunado, señorita —contestó.

Inició ese viaje como descanso. Necesitaba combatir su depresión. Llevaba mucho tiempo lidiando con una separación y sus consecuencias: inseguridad y falta de amor propio.

Uno de sus objetivos con ese viaje era dejar los medicamentos. Estos le estaban generando dependencia y su psiquiatra le había intensificado la dosis. Siempre pensó que medicarse contra la depresión no era una buena idea, en verdad quería dejar de tomarlos y quizás una salida al campo la ayudaría con este propósito. Ese viaje era importante porque marcaba el inicio de su ruptura con la prescripción y con sus frustraciones. En ese escenario una copa de vino era el mejor de los comienzos.

Encantada la saboreó lentamente y entrecerró de nuevo los ojos. Se concentró en el latido de su corazón.

“¿Hace cuánto que no me deleito con una buena copa de vino? ¡Tanto que me gusta! ¿Por qué no he vuelto a tomar vino?”, se preguntó.

“¡Ah, por supuesto!”, exclamó suavemente, mientras recordó.

El médico le había advertido sobre las contraindicaciones con su tratamiento. Silvana lo había olvidado por completo.

Saboreando su copa, recostó de nuevo la cabeza en la ventana sin preocupación. Otra vez imaginó las vides que habían crecido en el paisaje. El movimiento del tren era acompañado por el ritmo de su corazón, al cual podía escuchar claramente como el aleteo de una mariposa en su oído. Y, mientras reía de nuevo con sus ocurrencias, advirtió cómo sus párpados perezosos sucumbieron al efecto del vino y el latido de su corazón se fue silenciando hasta que ya no lo escucho más.

ZOLI


—¡Continúa, dale! ¡Dale, Papusza!

Me decía el abuelo para darme ánimo, pero yo me cansaba fácilmente.

Caminar con los zapatos hundidos en el barro, mientras empujábamos los coches en los cuales iban nuestras vidas, era una tarea ya cotidiana, pero yo prefería cantar, antes que empujar.

Los caminos eran duros. Los charcos de agua en el barro ponían en peligro el equilibrio de los carruajes. Siempre temíamos que las ruedas con sus 12 astas, que parecían tan frágiles, se desprendieran y que perdiéramos muchas horas arreglándolas antes de encontrar el escondite perfecto en el campo. Ese sitio que nos resguardaría unas cuantas semanas de que nos descubrieran los payos e intentaran quemar nuestro asentamiento o, en el mejor de los casos, que nos enviaran a la policía la cual destrozaba todo, y que, de todas maneras, nos dejaba uno que otro muerto.

Casi siempre buscábamos un lugar oculto en el bosque, pero siempre, de ser posible, cerca del agua.

Lo más lindo era encontrarlo. Descubrir el lugar ideal después de todo ese largo camino andado con nuestras caravanas justificaba todo; era la recompensa.

Compartíamos el agua, y el fuego. Luego todas las familias alegres armábamos las tiendas. Luego la comida, el vino y las canciones. Los hombres sacaban violines, guitarras, arpa, acordeón y contrabajo. Los instrumentos eran celosamente cuidados para iniciar el festejo en el momento del asentamiento, y al fin llegaban las canciones. Ellos tocaban, todos bailaban alrededor del fuego, pero a mí me gustaba cantar.

Se sorprendían, y felicitaban al abuelo por mis composiciones. Yo me sentía orgullosa; las canciones que escribía me transformaban, me hacían ligera y me sentía etérea. Con ellas mi voz y mi cuerpo surcaban los matorrales y entonces el cielo, solo el cielo, me ponía límites.

Mis canciones eran un secreto compartido con el abuelo. Todos pensaban que yo tenía la habilidad de improvisar los poemas que cantaba, pero a escondidas de la comunidad, mi abuelo me enseñó a leer y a escribir. Entonces era prohibido para las mujeres y solo pocos hombres lo podían hacer. Yo fui privilegiada. A mi abuelo le gustaba leer y tenía algunos libros de poemas, los cuales yo devoraba noche tras noche, una y otra vez.

Así, a la luz de la vela y en un lugar donde solo mi abuelo me podía ver, escribí rodeada de luciérnagas. Ellos, los poemas clandestinos, eran liberados a través de las canciones que yo entonaba y que luego muchos repetían. Para mi pequeña vanidad era el acto más heroico jamás logrado por una mujer.

Un día después de celebrar nuestra llegada a cualquier asentamiento, mi abuelo me separó de la fiesta y me dijo que era hora de casarme. Yo tenía doce años. Me puse a llorar.

Corrí, me alejé cuanto pude del campamento, siempre mirando hacia atrás esperando que el abuelo me siguiera, pero no fue así.

Cuando me cansé de correr me tiré en el piso y lloré hasta que mi cuerpo se secó. Esperé un par de horas acostada boca arriba mirando las estrellas y ellas me dijeron… eres romaní.

Regresé pasada la medianoche, algunos seguían bebiendo, cantando y tomando vino. El abuelo estaba en la tienda, me vio llegar y no dijo nada. Yo saqué de debajo de mi almohada un cuaderno sucio y gastado que tenía para escribir. Escogí un poema para él:

*Oh, Señor, ¿adónde debo ir?

¿Qué puedo hacer?

¿Dónde puedo hallar

leyendas y canciones?

No voy hacia el bosque,

ya no encuentro ríos.

¡Oh, bosque, padre mío,

mi negro padre!

El tiempo de los gitanos errantes

pasó ya hace mucho. Pero yo les veo,

son alegres,

fuertes y claros como el agua.

La oyes

correr cuando quiere hablar.

Pero la pobre no tiene palabras...

... el agua no mira atrás.

Huye, corre, lejos, allá

donde ya nadie la verá

agua que se va.

Mi abuelo me observó en silencio. Sirvió un vaso de vino, aspiró una bocanada de humo del cigarrillo que acababa de hacer y, sin mirarme me dijo:

—Es Dionizy, el hermano de tu madre. El sábado será la ceremonia. —Y salió.

* “Oí”, de Papusza (Bronislawa Wajs), poeta gitana polaca, 1908-1987.

VOLVER


Nadia era una joven corriente. Tenía una inteligencia promedio y una vida sin ningún tipo de excentricidad o eventualidad especial que la hiciera sobresalir de los cientos, miles y millones de personas que habitan en el mundo. Por lo menos eso era lo que ella creía.

Un poco tímida, un tanto retraída y descuidada, pero nada que significara algo importante en su día a día.

Había empezado la facultad y para ir todos los días salía muy temprano a tomar el micro. Aunque se demoraba más en su recorrido que el subte, a ella le gustaba porque no se subía tanta gente en él. El micro le resultaba mucho más cómodo.

Una mañana, su reloj despertador se quedó sin batería y no sonó; es decir, se le hizo tarde.

Esa mañana Nadia tuvo que tomar el subte, para llegar temprano a la universidad. Renegando mentalmente y culpándose por su retraso, corrió tan rápido como pudo para llegar a tiempo a la estación. Odiaba el subte, ¿pero qué podía hacer?

Ese día era diferente, o eso pensó ella. Algo raro pasaba. No había mucha gente en la estación. Trató de hacer cuentas sobre el tiempo transcurrido sin que ella tomara ese medio de transporte...

“Más de seis meses. ¿Habrían cambiado los circuitos? ¿Los horarios? ¡Ay, no!”, pensó.

 

“¿Y si cambiaron los horarios y no pasa ahora? ¡No voy a llegar a clase!”.

Su corazón empezó a latir con rapidez. Aunque en ella no hubiese nada destacablemente extraordinario, era responsable y esa era una de sus cualidades.

La luz que se veía al fondo del túnel la distrajo de sus pensamientos.

“Llegó, ¡qué bueno! Nada ha cambiado entonces. Bueno, sí, la cantidad de gente en la estación”, pensó.

A medida que se fue acercando la formación, Nadia observó que había puestos disponibles, un ¡guauuu! salió instintivamente de su boca. Cómo se le había arreglado el día.

Entró al vagón y se sentó sola. Antes de que se cerraran las puertas entró corriendo un joven de edad similar a la de ella. Se acomodó justo en la fila de enfrente. Nadia lo observó despreocupadamente. Él llevaba una mochila y libros en las manos. Iba a guardar algo en su bolsillo y los libros se le cayeron. Cuando se agachó a recogerlos, su mochila cayó también.

A Nadia su torpeza le pareció muy graciosa y se tapó la boca para que él no notara que se estaba riendo.

Sin embargo fue inevitable, lo notó. Y mientras levantaba sus cosas del piso la miraba fijamente, con una seriedad increíble. Nadia se acobardó y miró para otro lado. En ese momento el joven empezó a reír a carcajadas. Ella lo miró de nuevo y su risa era tan contagiosa que no pudo resistirse a la tentación. Los dos reían, pero era una de esas risas que van en aumento, y como no había casi nadie en el vagón, dieron rienda suelta a su alocada complicidad hilarante.

Cuando se fueron calmando, él sacó una pequeña libreta de su bolsillo. Era una de esas libretitas que ofrecen los vendedores ambulantes. Anotó algo, y cuando el subte hizo su siguiente parada, se puso de pie apresuradamente. Le entregó la libreta a Nadia y se bajó.

Ella, entre sorprendida y encantada, revisó la nota de su compañero de risa. Allí le había dejado su nombre y número telefónico. Ella esbozó una gran sonrisa, y en una actitud cliché, llevó la agenda a su pecho y no paró de sonreír.

A Nadia le quedaban cuatro estaciones para llegar a su destino. Obnubilada por el primer suceso extraordinario de su vida, no se percató de que el vagón se había llenado.

Cuando el altavoz anunció su parada, sorprendida por el tumulto, se puso de pie para tratar de salir y allí perdió la libreta.

Nadia fue sacada a empujones del vagón y no pudo recuperarla.

Devastada, ese día no se pudo concentrar. Decidió que iba a recuperar la libreta. Cuando terminó sus clases fue a la estación cabecera donde está la oficina de objetos perdidos. Allí preguntó al guardia de turno sobre su libreta. El hombre le informó que hasta la noche no tendrían el reporte de los objetos extraviados.

Al día siguiente Nadia tomó el subte hacia la facultad, con la ilusión de encontrar de nuevo a Daniel, su inusual compañero de risas. Pero no fue así.

Al terminar las clases volvió a la central de objetos perdidos. El encargado de turno le dijo:

—Debe volver mañana...

Los trabajadores del subte murmuraron por mucho tiempo sobre las motivaciones de la chica. Ese tipo de rastreo no era muy común, en general los objetos más buscados por sus dueños suelen tener valor económico, pero una simple libretita representaba un misterio. Después, con el paso del tiempo, se fueron acostumbrando a las visitas de Nadia.

Ella terminó la facultad viajando todos los días en subte. Subiendo cada día a un vagón diferente. Y de forma reiterativa, durante tres años, al salir de clase, volvió a la central donde ya todos la saludaban cariñosamente. La misteriosa búsqueda ya no les generaba preguntas, la presencia de Nadia se volvió normal.

Ella padecía una extraña enfermedad: el síndrome de Moebius, un desorden que le paralizaba los nervios de la cara que controlan la sonrisa. Hasta ese encuentro, ella nunca en su vida había sonreído.

Nadia jamás encontró la libreta.