El Libro de las Revelaciones

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El Libro de las Revelaciones
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MARÍA FERNANDA PORFIRI
El Libro de las Revelaciones


Porfiri, María Fernanda

El libro de las revelaciones / María Fernanda Porfiri. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2021.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-2042-5

1. Espiritualidad. I. Título.

CDD 158.125

EDITORIAL AUTORES DE ARGENTINA

www.autoresdeargentina.com info@autoresdeargentina.com

Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723

Impreso en Argentina – Printed in Argentina

A mi compañero de vida,

mi esposo Diego que me hizo

vivir la felicidad plena

y conocer el amor incondicional.

A mis hijos, Constanza y Nicolás

el orgullo de mi vida

y las luces que iluminan mis días.

A mis ángeles especiales,

ellos saben quiénes son;

no necesito identificarlos.

A la humanidad toda…

Quizá un día, todos juntos aprendamos

a ser “humanos” de verdad

y aportemos nuestro granito de arena

para hacer de este un mundo mejor.

Agradezco profundamente

A mi familia, los que están y los que ya han partido, y especialmente a Pichona, mi madre, que me enseñó de pequeña que todo en la vida es posible, no hay sueños que la voluntad no consiga concretar si ponemos lo mejor de nosotros mismos.

A Verónica Dulcich... qué decir... simplemente siempre fue mi faro en las tormentas y cuya luz es fuente de inspiración para mucha gente.

Y en especial a la Vida, que me brindó esa maravillosa segunda oportunidad de vivir, que no todos pueden ver o aprovechar, y en mi caso acercó a mi a seres especiales de luz para que tuviera el coraje de asirme a ella a tiempo para lograr esa plenitud que el alma busca permanentemente para ser parte del todo.

Prólogo

Cuando Fer, que así la llamo desde que somos pequeñas, me pidió que leyera el borrador de este libro, creí ingenuamente que iba a llevar a cabo, como tantas veces una lectura a través de mi intelecto y que le iba a realizar una devolución en el mismo orden, pero no fue así, desde la primera página sentí que estaba junto a Cesáreo en su viaje para descubrir su verdad.

Este sabio que de tanto creer saber cómo debería ser, no sabía quién era en realidad y decidió encontrarse, lejos de sus juicios de valor aprendidos, libre de las restricciones del entorno.

Cuanto más me adentraba en el libro me di cuenta que yo también estaba viajando, en un viaje sensible, profundo, inspirador y revelador y el título del libro se hizo comprensible.

Puedo decirles que en este viaje descubrí verdades que aún no había visto de mi misma, crecí un poco más; estimuló, usando palabras de Carl Rogers, mi tendencia actualizante, descubriendo más potencialidades para vivir el sentido de mi vida, en el camino atravesé emociones fuertes y al llegar al fin, experimente sentimientos de inmensa felicidad y gratitud.

Espero que todos ustedes puedan hacer este viaje a su interior, a su verdad, si lo hacen cada uno descubrirá su sentido de vida, cada uno hará su propio viaje, y en algún lugar después seguro nos encontramos todos.

Gracias Fer por confiar que todos tenemos dentro nuestro todo lo que necesitamos para crecer y para ser feliz, gracias por ser una maravillosa guía en la búsqueda de nuestro verdadero ser, gracias por orientarnos hacia el más alto nivel de nuestra humanidad.

Gracias a quien sea que seas Cesáreo por esta inspiración.

Clr. Verónica Dulcich.

Dadme un antes y un después

Que no cambien la vida,

Lo que ahora soy

Es suma del pasado

Y lo que sere

No se si es lo que quiero.

Antes de nacer yo era la nada,

Alma etérea en busca de perpetua morada,

Incorporea existencia, vuelo de pluma blanca,

Por senderos del aire libremente vagaba,

En un tiempo sin tiempo estaba anclada

En el reino del antes, de la nada.


LAS REVELACIONES

“Atrevete a ser diferente…

Sueña; despliega las alas de tu

Espiritu cautivo;

Y no temas;

Que si tu deseo proviene de tu corazón

Y no dudas;

El éxito

Coronara tu existencia

Y cumpliras la misión

Que marca tu destino”

María Fernanda Porfiri

PRIMERA PARTE

EL ANTES

Empieza de una vez a ser quien eres en vez de calcular que serás.

Franz Kafka

CAPITULO I
LA DUDA
VICTIMAS Y VICTIMARIOS

¿No es en realidad el ser humano Víctima de sus propios errores ante todo?

Exquisitamente única, irreverente, altiva en su soberbio aislamiento. Imponente y majestuosa, labrada en la roca misma, como si sus cimientos proviniesen del núcleo de magma que late en el centro de la tierra, se erguía la fortaleza; la ciudad de la luz como los sabios la llamaban, con sus altas torres y sus cúpulas exquisitamente talladas, columnas con doseles de líneas delicadas, cubiertas por las más exóticas variedades de enredaderas de pequeñas hojas lanceoladas y flores multicolores de aroma a azahares. Entrar en sus calles era penetrar el laberinto blanco, como decían los extranjeros apabullados ante la armonía y la magnificencia de conjugar lo simple y lo perfecto. Un laberinto que desembocaba en dos sitios diferentes: uno, la plaza del pueblo con su mercado lleno de los frutos de la tierra y pregoneros ansiosos y felices de ofrecer y recibir, de realizar ese trueque necesario y vital para sus vidas; el otro, el palacio real y el ala de los templos, zona sagrada, pura y silenciosa, cuyas paredes del blanco más inmaculado mostraban al sol su aura irradiante de energía pacífica. Sitio de recogimiento, de búsqueda y encuentro de lo más íntimo de los hombres, su propia conciencia, su yo adormecido por cuestiones banales, que a veces desvían el sendero del caminante.

El nombre dado por los habitantes era en realidad la “Ciudad de las Cuatro Puertas” ya que en las cuatro murallas que rodeaban el poblado hallábase un portal, cada uno orientado hacia las cuatro regiones que conformaban el Gran imperio.

Al norte las tierras del hielo eterno y las noches sin fin; al sur las del sol ardiente con desiertos calcinantes; al este la de las altas cumbres y al oeste la de los grandes bosques y vegetación espesa. Todas habitadas por diferentes razas con costumbres propias, habían logrado fusionarse en un solo pueblo bajo la conducción del hombre más sabio que en época alguna haya existido: Cesáreo Augusto Plinio, el Magnífico, el Guerrero de Hierro, el Maestro Estratega, el Magnánimo. Su sabiduría no tenía límites, su fama de justo y benévolo llegaba a los confines de la tierra toda. Cientos de caravanas arribaban a las murallas de su fortaleza para pedir consejo, solucionar pleitos y canjear los frutos exóticos con que natura dotó a sus diversos climas. Pieles del norte, caballos del sur, piedras preciosas de las minas orientales y aves, frutas y flores de los bosques occidentales.

Pacífico por naturaleza el pueblo de Cesáreo regíase por normas simples, trueque para el comercio, politeísmo innato con grandes celebraciones para cada deidad y la ley del ojo por ojo y diente por diente para aplicar una justicia prudente y equitativa.

Cesáreo y su gente, Cesáreo y sus murallas, Cesáreo y su pacífica existencia podrían haber perdurado por siempre. Pero el destino no es simple, o mejor dicho no lo fue para aquel grande, y la súplica de un inocente fue la brújula que alteró el rumbo de su camino.

Era día obligado de descanso, de reposo y familia, los puestos del mercado dormitaban ansiosos a la espera de sus dueños para vivir nuevas jornadas de incansable labor. Mas si bien la gente disfrutaba los paseos por ese sitio en días como éste, para sentarse en los bancos y aprovechar la sombra de los tupidos árboles, escuchando el arrullo de la fuente central que con agua proveniente de un arroyuelo cercano ofrecía música y bebida fresca a los concurrentes; habían preferido optar por la calidez de sus hogares, decisión tomada no al azar pues un acontecimiento inusual desvío de su rutina normal a los moradores del lugar.

Prácticamente desierta, la plaza pública era mudo testigo de la ejecución que habría de llevarse a cabo. Los pobladores no gustaban de asistir a aquellos actos en que fuera necesario aplicar la pena máxima, por lo tanto el silencio de la tarde solo era alterado por la respiración agitada de unos pocos presentes. Ante una leve inclinación del magistrado, el verdugo apretó con sus manos fuertes el mango de su hacha y comenzó a alzarla, pero mientras lo hacía sus ojos se encontraron con los del acusado que en patética postura dijo susurrando:

—Hombre, yo te perdono.

Fueron tan claras sus palabras como profundo el sentimiento que encerraban. Titubeando, el coloso bajo el arma y preguntó:

—¿De qué hablas?

—De lo simple que es mi muerte y lo compleja que es tu vida. Yo jamás he matado, he de morir en paz, tú, en cambio llevarás mi sangre a tu tumba. ¿Crees acaso que yo soy la víctima?, pues te confundes, víctima eres tú de los poderes que se te han otorgado.

 

El victimario confuso miró al mercader que yacía a sus pies.

—No se te acusa de la muerte de un joven oficial, ¿Qué inocencia pregonas?

—Yo solo fui un instrumento, un eslabón que unió el antes y el después de ese muchacho. Puedes culparme acaso de que al trastabillar en mi puesto de venta, la canasta de frutas haya caído y aquellas que rodaron por el empedrado desbocaran al animal que asustado lanzó a su jinete, sellando así su suerte y también la mía.

El hombre había recibido una orden, mas al conocer los hechos sintióse inseguro y avergonzado. Caminó hacia el juez y haciendo un alegato de sus principios morales, le tendió el hacha, para que aplicara él mismo la pena. El magistrado lanzó un suspiro, no era algo que le agradase hacer, pero cuanto antes resuelto mejor. Más al acercarse al condenado recibió el mismo obsequio que su antecesor.

—Hombre, yo te perdono.

La conversación se repitió casi en idénticas palabras y el juez dejó el arma restregándose las manos como si con ese gesto pudiese limpiar su conciencia.

De uno en uno fueron llegando al lugar las distintas autoridades de rango superior, pero todas al recibir el humilde perdón del mercader, relegaban su decisión ante la culpa punzante que los embargaba. Solo quedaba una cosa por hacer, acudir a Cesáreo, quien por favor de los dioses se hallaba en ese momento, en el ala principal del templo, junto a su sacerdote personal, su entrañable amigo Caleb; el misántropo, como lo llamaban en la ciudad, ya que a excepción del gran Señor nadie había oído su voz.

Un joven portador de estandartes, de andar presuroso y ágil, recorrió el tramo en su busca en escaso tiempo. El guardián de los portales cortó su paso, pues nadie tenía acceso al suelo sacro, pero al escuchar que la presencia del sabio de las Cuatro Regiones del imperio, era imperativa para la resolución de una problemática desconocida y para la cual era requerida la mayor sabiduría, no dudo en batir fuertemente las palmas y golpear el sol de bronce y oro que resplandeciente ocupaba el centro de las grandes puertas de madera.

Los hombres que tras ellas debatían quedaron atónitos. Jamás que se los había interrumpido. Cesáreo preguntó rápidamente que sucedía y al escuchar las palabras del muchacho emergió del atrio; no sin antes requerir a Caleb que lo acompañase. El sacerdote iba a negarse pero algo en su interior le ordenaba lo contrario.

La pequeña procesión partió en silencio. Al llegar al sitio convocado, un grupo de jerarcas protestaron sus evasivas conductas; todos hablaban al mismo tiempo, pero no fue difícil para Cesáreo descubrir la ilación de los hechos.

Se acercó al acusado quien reconoció al instante la figura imponente que ante él se erguía y sin darle tiempo a pronunciar palabra alguna, musitó en un hilo de voz:

—¿No te dicen Cesáreo el magnánimo?

—Sí – respondió el en forma altiva – porque lo soy.

—Pues también eres verdugo.

—Jamás he cegado una vida sin causa que así lo justifique.

—Y dime, ¿Cómo sabes que son tus causas las verdaderas?

—Pues porque se me ha reconocido como el más sabio entre los hombres, no hay Tratado de justicia de los Antiguos padres de la Ley que no haya estudiado y otros han sido fruto de mi puño y letra.

—Triste soberbia la que te embarga mi señor; si estás tan seguro mátame, ahora sé que soy tu víctima y tu mi victimario. Pero pregúntate a ti mismo cuando tu valioso tiempo te regale unos momentos, ¿Quién será tu verdugo?, porque seguro es que existe, de este mundo o de otro. Mi ignorancia es tan grande como tu sapiencia, aun así sé que no eres el primer eslabón de la cadena y por eso siento pena. Tú serás el hacedor de mi pobre destino, pero serás algún día tan víctima como quien ahora te habla.

Cesáreo observó a Caleb, su sacerdote, y su corazón se oprimió de angustia al ver nacaradas lágrimas rodar por sus mejillas.

—Liberen a este hombre – gritó de pronto como si hubiese perdido el control.

Un murmullo de sorpresa brotó de los rostros agitados que presenciaban la escena. Era la primera vez que algo inquietaba a su Señor a punto tal de revertir un veredicto.

El mercader se levantó despacio y antes de partir besó las manos de su salvador, gesto que confundió y angustió aún más al hacedor de leyes, quién prácticamente corrió con Caleb a su lado, en busca del amparo solitario del Gran Templo, para poner en orden sus ideas. En la quietud del santuario permanecieron largo rato en silencio, cavilando, hasta que en cierto momento Cesáreo murmuró:

—He fracasado hermano mío, estuve a punto de ajusticiar a un inocente…

—No te alteres – cortó su amigo – no lo hiciste y eso habla bien de ti. Otros poderosos no habrían dado marcha atrás y tú lo hiciste. Ante la duda prevaleció tu sentido innato de lo justo, eso no lo adquiriste, nació contigo, y por ello eres grande entre los grandes.

—La duda – musitó Cesáreo con miedo – la duda maestro ya no radica en esta decisión; ¿Cuántas veces me habré equivocado sin saberlo?, ¿Cuánto hay de verdad en mi justicia?. No soy un Dios y sin embargo a veces me piden actuar como tal. Desde pequeño he oído la orden de: “no dudes, hazlo”, ya que me fue explicado que en el segundo de vacilación el hombre puede alterar su futuro y que hay que atender los instintos de la mente pura y el corazón con fe. En aquellos tiempos las excusas eran válidas; en la preparación se cometen errores y se aprende de ellos. El niño titubeante se transformó en hombre decidido. Pero y ¿ahora?, he vacilado y en ese segundo incierto fueron tantas las inquietudes que me han embargado. No puedo dejar de pensar en los gestos, las miradas, las pequeñas señales que he dejado pasar delante de mí sin ser vistas y que podrían haber dado un giro en el destino de otro ser.

—Amigo no alimentes tu tristeza con temores del pasado pues no dejan de ser eso, algo que fue y ya no será. El presente llamó a tu puerta y tú la abriste sin vacilar. Distinto sería que hubieses desoído el llamado, pues a veces sucede sólo una vez y créeme que ya son demasiados los que han hecho oídos sordos a los ecos titubeantes del destino.

—Sí, puede ser como tú dices, pero… ahora… ahora necesito respuestas. Y creo… creo que hay un solo sitio donde puedo encontrarlas. Mucho hemos conversado de mis deseos de aventurarme hacia ese rincón del mundo temido por los mortales; pero hoy no me impulsa el placer, sino la necesidad de poder estar en paz conmigo mismo.

—Señor no hay pruebas de que en verdad exista tal lugar…– contestó Caleb, pero su voz sonó vacilante y hasta con cierto dejo de culpa. Sus ojos evadieron la mirada atenta del amigo, como si temiera que ellos revelaran otra respuesta a la inquietante pregunta. Recordó tiempos idos cuando él sintióse con la misma angustia que su discípulo y lo plasmó en un escrito que había quedado grabado a fuego en su corazón y que habiendo sido su detonante decía:

“Por las calles del alma me he perdido

Y un temor inquietante invade mis sentidos

¿Qué he de hacer? me pregunto

Mas no surgen respuestas, sí un silencio absoluto.

No sé si detenerme o seguir al destino.

Y de todos los rumbos, no sé cuál es mi rumbo

En todos los senderos hay reflejos que admiro,

y aunque este confundido entre espera y olvido

sé que busco el camino no reflejos perdidos.

Mis pasos cautelosos hasta aquí me han traído,

los errores de antaño, los espejismos vanos

fueron grandes maestros que a pensar me enseñaron.

La actitud inconstante, la ansiedad desafiante

van cediendo su sitio a una espera más fértil,

una espera de calma, certeza y hasta esperanza

esa espera que entibia los pasajes del alma.

Ese minuto incierto que nos cambia la vida

ese momento mágico en que cierran heridas

y como prueba yacen cicatrices marchitas

de inesperados logros, de ilusiones vividas.

Tantas puertas cerradas se estrellan en mi mirada

tantas lenguas de fuego que consumen la nada.

Trozos del tiempo ido, batallado, extinguido,

por este laberinto del alma me he perdido

despertando recuerdos que creí adormecidos,

pero algo he rescatado de lo que he transitado

nunca es tiempo perdido el que ya se ha vivido”.

Caleb retornó de su pequeño viaje al pasado, y concentró nuevamente su atención en el hombre que le hablaba.

—Vamos, bien sabes que en el salón de los escritos hay un viejo pergamino que narra el viaje de un antiguo hacia la isla.

—Sí, pero jamás se lo volvió a ver. Sólo existen relatos de viajeros y bárbaros que comentaron haber visto a alguien que se le parecía.

—Ayúdame – imploró Cesáreo – por primera vez me he dado la oportunidad de temer al fracaso.

—Eres afortunado entonces, la mayoría de los seres se enfrentan a diario con ese fantasma. Piensa que los miedos son un mal necesario, superarlos es como cruzar un puente. De un lado estas tú y el temor, del otro la superación y la satisfacción que produce una victoria por pequeña que sea. A veces es prudente postergar el intento, surgiendo así una serie de avances y retrocesos que si bien parecen fracasos son momentos de prueba que deben sumarse a nuestro conocimiento de la vida.

—Es aquel que se convierte en desertor, el que jamás cruza el puente, el que en verdad fracasa; pasándose el resto de sus días mirando desde lejos el camino que pudo recorrer y no se atrevió a hacerlo. Lamentándose a diario y tratando de generar lástima para lograr la compasión de quienes lo rodean.

—¿Qué quieres decir, que si aquí permanezco sólo lograré auto compadecerme?.

—Sí, créeme, como ya te he dicho los miedos son necesarios pues al enfrentarlos surgen las certezas y la fortaleza de la voluntad. Los grandes hombres se han forjado en la lucha contra ellos. Como el fuego moldea el metal, la victoria sobre lo temido forja el carácter, lo templa. Existen porque son parte de la vida misma, no hay madre sin hijo, no hay cielo sin tierra, no hay valor sin temor; los hay simples pero también complejos; aquellos que arremeten contra el alma son los peores, podría mencionarte mil pero creo que con unos pocos ejemplos comprenderás: miedo a la muerte, a la pérdida de lo amado, miedo a la soledad, a verse a uno mismo tal cual es y atreverse a superar sus miserias.– Dicho esto el sacerdote permaneció pensativo como sopesando sus próximas palabras y luego con gesto decidido prosiguió:

—Si tú te dejas ganar por ellos anularan tu vida, tus sentidos. El miedo se presenta como un contrincante digno de respeto pero hasta él mismo sabe que como adversario puede ser ampliamente superado por un corazón puro y una mente dispuesta y libre de tormentos… por eso decido dejar atrás mis propios temores por tu seguridad y decirte que sí; si tienes dudas has de enfrentarlas y arrancarlas de cuajo. Recuerda que no es más sabio el que más sabe sino el que más entiende. Ya bebiste de la copa del saber lo suficiente, tómate el tiempo ahora para descifrar el contenido de esa sabiduría. Dicho de otra forma es hora de pasar de la teoría a la práctica, saber cosas de la vida no es lo mismo que saber vivir.

—Caleb tus palabras son un bálsamo para mis oídos heridos que no dejan de recibir el eco de esa melancólica voz diciéndome verdugo… dime hermano que no estoy equivocado, que esta expedición que iniciaré disipará las dudas que me están consumiendo.

El sacerdote lo observó y supo que el momento había llegado, apoyó una de sus manos en el hombro del hombre diciéndole:

—No puedes alterar el pasado pero si utilizar tu presente para mejorar tu futuro. Ve amigo mío, busca la verdad y si logras hallarla ella ha de liberarte del yugo de la ignorancia. Ahora meditemos ambos en silencio para obtener de nuestros Dioses el favor de una orientación que te lleve por el camino del bien.

Cruzaron sus piernas acomodando sus túnicas de blanquísimo hilo y, reclinando sus cabezas, fueron relajando sus músculos tensos. Parecían dos estatuas de mármol esculpidas frente al altar de piedra granítica sobre la que descansaba la copa sagrada. El recinto se sumió en el silencio más puro, luces tenues luchaban en vano por vencer a las sombras que las iban consumiendo sin piedad.

Las horas se sucedieron sin prisa y fue recién al amanecer que ambos abrieron sus párpados y comenzaron a desperezar sus cuerpos de lo que pareció ser un sueño profundo. Se sentían livianos, ágiles, fortalecidos por haber aquietado su conexión exterior en pos del encuentro con su núcleo interior y el espíritu superior que todo lo gobierna. Cesáreo sonrió al ver la expresión de paz que irradiaba el rostro de Caleb, un halo de luz blanca iridiscente lo rodeaba.

 

—Ahora sé hermano mío que habré de partir cuanto antes– dijo sin temor alguno – haré que preparen el mejor navío y embarquen a los marinos más diestros– agregó ansioso.

—Espera, no es necesario – musitó su amigo – llegarás a destino en el medio más simple. Además no involucres a otras personas cuya búsqueda no es la tuya. Tu viaje depende de tu voluntad y fortaleza, lo demás es intrascendente.

—¿Qué recomiendas?– preguntó respetuoso el alumno a su maestro.

—Una simple barcaza con unas cuantas provisiones será más que suficiente.

—Y si el viaje se demora, ¿de qué viviré?

—El tiempo de tu viaje depende de tus tiempos internos. Si la necesidad de llegar es imperiosa, como pienso que lo es, sobrará comida en tu bote.

—Caleb – titubeó Cesáreo – sabes que el único camino es navegar por el Mar de las almas Perdidas. Nadie que haya navegado en él ha retornado, de ahí el nombre que le dieran los antiguos. Pero… tú… tú sobreviviste a él.

—Espera – cortó en seco el aludido, sintiendo en el corazón recuerdos de años lejanos, cuando asido a un madero recaló en la playa cercana a la ciudad, ganándose el miedo y el respeto de su gente – Sabes que nada puedo decir de mi pasado. Mi vida comenzó al llegar aquí y ofrecerme humildemente como tu sacerdote personal y consejero.

—Pero dime por favor, ¿es tan temible la odisea que he de emprender?

—Cesáreo, Cesáreo… – repitió Caleb con la voz llena de ternura – tú temes al mar por su nombre, míralo como lo que es: agua y vida. Debes temer si tu alma está en tinieblas, como la de aquellos que por ambiciones y egoísmos personales no pudieron surcar ese camino. Es tu propio espíritu el que busca respuestas, quizá para ti algún día llegue a llamarse el Mar del sosiego y la Calma.

—Sólo una petición – ahogó la voz el grande de los Cuatro Reinos – en mi ausencia dedica tu tiempo a mi hijo Justo.

—Tienes mi juramento. Hace tiempo prometí otorgar mis palabras a un único discípulo; no creo que rompa mi compromiso pues continuaré por respeto a vuestro lazo de sangre y ciertamente seguirá siendo solo uno el que me oiga. Dile que en cada luna nueva venga al templo, será un honor para mí responder a sus consultas y aprender porque no, de la pasión de su juventud. La sangre impetuosa renueva a la que va envejeciendo; ahora ve y prepara tu partida– saludó colocando ambas manos sobre el costado izquierdo de su pecho, exactamente sobre su corazón y extendiéndolas luego abiertas, en franca señal de entrega, como si en realidad dijera: mi corazón va contigo.

Ya pasadas varias lunas, solitario al borde de la barcaza Cesáreo miró por última vez a lo lejos, en dirección a la ciudad; recordó las mudas lágrimas de Fémina, su esposa, el abrazo de Justo, su hijo, el silencio de su pueblo consternado y un destello de dolor en la mirada de Caleb quien le ofreció las últimas palabras:

—Sé que no es fácil partir en estas circunstancias, pero nadie ha dicho que lo mejor se obtiene sin esfuerzos. Son muchos los elegidos y escasos los valientes que aceptan el desafío. Estarás en nosotros y nosotros estaremos en ti. Mis plegarias llevan tu nombre, he prendido en mi altar el fuego sacro para que su luz guíe tus pasos e ilumine tu alma en la búsqueda de lo que tanto ansías, y no temas, sé que lo lograrás… aunque te lleve la vida entera conquistar la verdad.

Atardecía y el hombre entornó sus ojos hacia la dirección opuesta, un mundo de agua lo enfrentaba, decidió no dilatar más el momento y sentado ya en la embarcación desplegó la vela madre no sin antes lanzar un suspiro desde lo más hondo de su pecho; era profundo el dolor al dejar atrás la tierra de sus ancestros. Se obligó a desplegar las alas de su espíritu y gritó;

—Elegidos de los Dioses, preparen vuestras repuestas, pues hacia vosotros irán dirigidas mis preguntas.

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