Buch lesen: «Iñaki, el ángel»
Primera edición septiembre 2021
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Fotografía de portada: María Eugenia Muñiz Torre
Fotografía de contraportada: Gabriel Hernández
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ISBN: 978-84-18631-56-6
Depósito legal: CS 551-2021
Impreso en España - Printed in Spain
María Eugenia Muñiz
En un tiempo para mí ya lejano, era odontóloga de profesión. Hace unos años comencé a escribir, sin saberlo, para poder llegar a sanar las heridas del alma. Fue entonces cuando, casi sin querer, descubrí una pasión.
Este es un libro que desearía no haber escrito nunca, pero no tuve más remedio que hacerlo porque sabía que se convertiría en una gotita de esperanza para quien lo tuviese entre sus manos. Iñaki lo sabía muy bien… Si él revoloteaba lo suficiente a nuestro alrededor, y si el aleteo de sus alas se hacía claro y evidente, yo no podía hacer otra cosa que escribirlo.
Por varias razones, mis tres primeros libros llegaron a un público muy limitado; sin embargo, siento que Iñaki, el ángel será un libro que tocará de distintas maneras las almas de muchos lectores.
Este es un regalo para él, que de alguna manera «divinamente predestinada» siento que Iñaki se lo obsequia a ustedes.
Este libro fue escrito en memoria de Iñaki y pretende plasmar su contundente presencia después de su reciente partida a la eternidad.
Iñaki nos hizo un regalo, nos invita a pensar en la muerte desde otro lugar...
Nos quita la tristeza de pensar y sentir, que la muerte es el fin.
Nos convence a través de sutiles detalles, de pequeños mensajes divinos, que nuestros seres queridos nos esperan en ese lugar invisible llamado Cielo.
Para el creyente estas palabras podrían ser un bálsamo de fe. Para el escéptico, podrían ser las llaves que intenten abrir su corazón, o las que interpelen sus viejos pensamientos. Para el ateo, en cambio, podrían ser las que abran su alma.
Si todo esto parece demasiado pretencioso, solo les propongo pasar un rato de una tarde cualquiera leyendo algo diferente.
Dedicado a mi hija Sol, la luz que me impulsa a seguir hacia adelante todos los días.
Dedicado a Matilde, una gran mujer, excelente compañera de trabajo, una gran amiga, un gran ejemplo.
Dedicado a «Oski», como le decía de forma cariñosa Matilde a su marido, para que encuentre en este libro una palabra de consuelo que ayude a sanar su dolor.
Dedicado a Adam, para que encuentre esa paz interior que, al igual que nosotros, necesita para poder seguir con su vida, después de padecer esta tragedia que ahora nos toca transitar.
Dedicado a aquellas personas que sienten miedo o incertidumbre a la muerte, porque tal vez alguna palabra de este libro sea un pequeño lucero para cambiar la percepción de lo que creemos acerca del final de la vida.
Dedicado a aquellas personas que han perdido a un ser querido.
O sea, todos…
Prólogo
Si hace unos años me hubieran dicho que participaría de esta manera en uno de los libros de mi madre, no lo hubiera creído.
Hoy estoy aquí, en primer lugar porque la ocasión lo amerita y porque mi hermano se merece todo lo que pueda darle. En segundo lugar, porque gracias a la fuerza de mi madre, por sus pensamientos y creencias que hoy me transmite en estos durísimos momentos, puedo continuar con mi vida sin hundirme en la más grande de las miserias.
Iñaki es lo mejor que le ha pasado a nuestra familia. Me atrevería a decir que él aun siendo el más pequeño de todos, fue quien nos ha enseñado a los tres los verdaderos valores que hay que tener en la vida, ya que nos mostró cómo hay que ser para ganarse el corazón de todos aquellos que nos rodean, y cómo hay que saber llevar la vida para que, en el día que partamos, podamos hacerlo por la puerta grande, como lo hizo él. Fue un ángel en la tierra desde el día en que nació, y hoy es el ángel que cuida de nosotros desde el Cielo, el mejor de todos.
Muchos al leer estas páginas quizás no podáis comprender a mi madre, yo hace un tiempo tampoco podía. Solo puedo deciros que, cuando pasa algo tan terrible como lo que nos ha tocado vivir a nosotros, todo lo que se cuenta en este libro es el único motor que nos ayuda a tener esperanza y a no hundirnos. Porque las señales existen y porque una atea como yo las ha vivido, pudiendo sentir a mi hermano cerca, gracias a ellas. Ahora estoy segura de que lo volveré a ver y que le podré dar aquel beso que no pudo darme el último día que nos vimos.
Gracias, mamá, por ayudarme a ver todas estas cosas que no podría haber percibido en la oscuridad de mi habitación, tumbada en mi cama. Gracias por ayudarme a sentir a Iñaki más cerca, sin vos no habría sido capaz de ver la luz al final del túnel.
María Sol Esquiaga Muñiz
~ El ángel sigue aquí ~
Su nombre, Iñaki. Ya no está de forma física, pero sigue aún entre nosotros. No lo podemos ver, pero lo podemos sentir; no se lo escucha, pero sus palabras quedaron marcadas a fuego en nuestros corazones. Se percibe ahora su presencia etérea, lo que hace que no sea tan dolorosa su precoz ausencia.
Iñaki hizo cierta aquella famosa frase del principito: «Lo esencial es invisible a los ojos».
Él lo captaba todo sin necesidad de palabras. Su mirada transparente, directa y amorosa percibía lo mejor de las personas, haciendo muy difícil no caer en su cálido encanto. Siempre intentaba pasar desapercibido, pero nunca lo lograba porque era su forma de ser: su sonrisa, su palabra justa y sabia en el momento adecuado, lo que llamaba la atención de los otros distinguiéndose, así, de los demás. Mucha sabiduría de un alma vieja en un cuerpo joven.
Decidí volver a escribir porque, en una oportunidad, cuando dudé en publicar mi primer libro en el año 2013, Iñaki me dijo algo que nunca olvidaré: «Mamá, tienes que publicarlo porque tal vez lo que cuentes pueda ayudar a alguien».
Esa es la humilde intención de este libro. ¡Espero no defraudarlo!
Iñaki aportó tantas cosas a nuestras vidas y a la de todas las personas que conoció en su corto trayecto, que siento que estas páginas van a estar colmadas de su luz. Estoy segura también, de que me ayudará a transmitir, de una forma clara y concreta, esa palabra, esa frase que pueda ser un rayito de esperanza o una chispa de fe para aquellas personas que han perdido a un ser querido y no encuentran consuelo.
~ El perfil del ángel ~
Desde su nacimiento fue un ser especial. Nació nueve meses después de aquella falsa alarma de que el mundo se acabaría en el año 2 000. Llegó a cambiar nuestras vidas para siempre dos días antes de que empezara la primavera en el hemisferio sur. Sin dudas, un adelantado.
Fue un niño tranquilo, risueño, simpático, generoso y muy cariñoso. Un niño feliz, un emisario de paz.
Una vez, en el club de Tenis donde Iñaki jugaba, un señor que apenas lo había visto, en una oportunidad me comentó algo que se me quedó grabado para siempre:
—Lo estuve observando a tu hijo durante un rato y me llamó mucho la atención su manera de ser: cómo se mueve, cómo se comporta, cómo se relaciona con los demás. Cuando lo tuve cerca, le pregunté si era feliz y me contestó: «Sí, soy feliz».
Felicidad y paz era lo que él emanaba. Lograba transmitir esas emociones de una forma natural, espontánea y sin ninguna necesidad de esfuerzo.
En los informes escolares, sus maestras siempre resaltaron su personalidad y muchas de sus virtudes, esas que lo hacían destacar de forma constante del resto. Una de sus maestras me dijo que si tuviera un hijo, le gustaría que fuera igual que Iñaki. Otra maestra me comentó entre risas, que no tendría problema en adoptarlo.
Ese carácter que de forma sistemática lo distinguía o lo diferenciaba sin pretenderlo de los demás, no dejaba de ser algo que él mismo notaba.
Uno de sus comentarios más frecuentes cuando conversábamos, era que él sentía que no encajaba con el resto de los niños, ya que por alguna razón que no alcanzaba a entender ni a explicar, se autopercibía diferente. En un principio sus comentarios me preocuparon, pensando que si tenía problemas para hacer amigos, acabaría aislado o automarginado. Traté de estar alerta, pero unos años más tarde pude entender que no era esa la razón por lo que se sentía así. ¡Su esencia era diferente!
Un día, yendo al colegio, recuerdo ir caminando a su lado cuando varios autos comenzaron a tocar sus bocinas y a gritar por sus ventanillas. En ese momento nos dimos cuenta de que había un niño africano parado en medio de la calle.
Iñaki reaccionó de una manera rápida, pidiéndome permiso con la mirada para luego salir corriendo. Llegó hasta el pequeño, sujetó su mano con mucha seguridad y lo acompañó hasta la puerta de su clase para hablar con la maestra.
Los niños africanos, en la mayoría de los casos, van solos al colegio. Este niño, que era muy pequeño y recién llegado al pueblo, no conocía el funcionamiento de los semáforos. Cuando comenzó a atravesar la calle estando el semáforo en rojo, el ruido de tantas bocinas hizo que se bloqueara y por ende quedó paralizado. Iñaki percibió todo esto en pocos segundos, y fue por esa razón que le pidió a su maestra que le enseñara los colores del semáforo, para que supiera en qué momento podía atravesar una calle sin que fuera atropellado. Actuó con rapidez, con inteligencia y sabiduría, porque supo empatizar en décimas de segundos con el niño, no dudando en socorrerlo. Esa era una de las características especiales de su esencia: proteger al débil en situaciones difíciles.
Iñaki esperaba siempre a que sus amigos lo invitaran a participar en las diferentes actividades que organizaban. No invadía los espacios, ya que era muy respetuoso de la libertad ajena. No se imponía... o sí, tal vez lo hacía, pero de una manera sutil y poco invasiva, pues imponía ese aire de paz que, de forma instantánea, bajaba las revoluciones al más revoltoso. Por esa razón, donde iba no pasaba desapercibido y, sin proponérselo, destacaba.
Cuando comenzaba su adolescencia, tuvo una compañera de clase con síndrome de Down. Durante un largo tiempo la sentaron a su lado porque Iñaki la ayudaba con dulzura y la trataba de una forma especial. Ello hacía que ella se mantuviera tranquila durante toda la clase. Su recompensa eran muchos besos y abrazos, que ella le daba cuando se despedían al final del día.
Su sonrisa era permanente y casi tan luminosa como sus dientes. Tenía una mirada dulce que enternecía siempre con su brillo, siendo capaz de suavizar cualquier corazón en pie de guerra. No soportaba el conflicto, la confrontación, el insulto, el grito, la crítica ni el menosprecio, por lo que era imposible que él generara o provocara esas cosas en los demás. Era difícil escucharlo o verlo enojado, ya que aún en los momentos difíciles era cuando con una frase, una broma o tan solo con una palabra, aplicaba su innata sabiduría. Tenía un temple fuera de lo normal, una serenidad extraordinaria que ni siquiera en la tan temida adolescencia hizo que sacara su peor parte, porque en verdad no la tenía.
Fue muy fácil amarlo, sencillo educarlo y, por todo lo que nos aportó de forma generosa y desinteresada, será imposible olvidarlo. Así era, así lo recuerdo y así lo recordaré.
«Si tus ojos son positivos, amarás el mundo. Pero si tu lenguaje es positivo, el mundo te amará».
Madre Teresa de Calcuta.
~ El vuelo del ángel ~
Era sábado 6 de octubre de 2018. Uno de esos días tranquilos y nostálgicos que venía viviendo en ese tiempo. Por la mañana, estuve ocupada en viejos temas pendientes, que parecían que por fin iban a dejar de resultar una carga.
A la hora de la siesta tenía una sensación rara en el cuerpo. Me sentía muy triste, pero a la vez algo inquieta. Tenía motivos recientes para esa tristeza, porque casi dos semanas antes, justo en el día del cumpleaños de Iñaki, una moto atropelló a Matilde, mi compañera de trabajo. Era también mi amiga. Hablo en pasado porque no pudo resistir la batalla, ni evitar su partida para empezar una nueva vida —la vida eterna— solo dos días antes que Iñaki hiciera lo mismo en el viejo continente. A diferencia de ella, él no tuvo ninguna posibilidad de intentar quedarse, ya que su vuelo fue tan inesperado como directo.
Un rato antes de ver a Matilde ese día por última vez, me regaló una estampa de la Virgen María Reina Inmaculada del Universo, junto a una vela de color rosa y a una medalla pequeña de esta virgencita. Regalos que, a la mañana siguiente cuando recibo la noticia de su accidente, hicieron que pensara en dos posibilidades concretas: por un lado, que si rezaba con mucha Fe mientras ella estuviera en cuidados intensivos, tal vez se diera el milagro de la recuperación; o bien, que si no podía superar el coma, esos regalos eran la certeza absoluta de que, una vez llegada al Cielo, ella estaría con la Virgen.
Ese mismo día tuve la oportunidad de poner en práctica el primer pensamiento, ya que fue durante una jornada de Adoración al Santísimo, donde recé mucho por ella, por mis hijos y por todas mis otras intenciones.
Sentada en la primera fila para que nada me distrajera, capté «sin querer» esta imagen. Un niño que mira hacia el altar y una luz a su costado con una forma, al menos, peculiar.
Soy católica porque recibí el bautismo y la comunión cuando no tenía poder de decisión. A los cuarenta y cuatro años tomé la confirmación después de que a los cuarenta y dos sufriera una fuerte conversión. Desde entonces tengo la certeza plena de que existen Dios y la Virgen. También creo en los ángeles desde aquel día 23 de marzo de 2012, donde la oscuridad se hizo luz, y cuando por fin entendí que no estábamos solos y que la vida puede fluir mucho mejor si confiamos en la ayuda divina.
Al ver la imagen albergué la esperanza de que se recuperara, pero no pudo ser. La despedimos con mucho dolor, tras dieciséis largos y dolorosos días.
Al enterarme de la noticia, la reacción más inmediata fue enojarme con Dios. Triste y enfurecida, no podía entender por qué alguien como ella tuviera que tener ese final tan duro y repentino. Me hice las típicas preguntas que nos hacemos cuando fallece alguien bueno, alguien que creemos que no merece ese tipo de partida. Situaciones que nos llevan a pensar sobre la muerte como un castigo, como un final definitivo, cuando en realidad no es así. Lo sentimos de esa manera porque el dolor nos atraviesa, nos interpela a los que todavía nos queda un camino por recorrer en esta larga y dura experiencia a la que llamamos vida.
Después de enterarme de la triste noticia, leí esta frase que me otorgó cierto consuelo: «Somos viajeros del tiempo, venimos a aprender, compartir, tocar almas, dar amor, transformarnos y partir sin apegos».
Con el tiempo me fui dando cuenta de que la Fe y la oración no son amuletos contra la mala suerte. Una cosa potencia a la otra, pero no evita ni hace que quedemos exentos de la tragedia, ya que la podemos padecer cualquiera y en cualquier circunstancia. La muerte es inevitable y nadie puede eludir de ella. Lo que nos cuesta aceptar es que tenemos que despedir a ese abuelo, a esa madre o padre, a ese hijo, amigos o a cualquier persona cercana a nuestro entorno. Muchas veces esas pérdidas las sentimos injustas, demasiado prontas, más cuando las imaginamos evitables por el destino o por ese Dios que, muchos, tanto queremos y adoramos.
Nos cuestionamos o le cuestionamos a Dios el hecho de que tengamos que despedir a veces a personas sanas y en la flor de la vida, pero no decidimos nosotros ni la forma, ni la hora, ni el lugar. Tan solo sucede. Por eso la Fe es un don que permite sobrellevar la vida de una manera diferente, después de sufrir esas pérdidas dolorosas, las dificultades y hasta la peor de las tragedias. La oración es una herramienta eficiente para aumentar la Fe y una poderosa forma para estar conectado con lo divino. Sin la ayuda invisible pero palpable de la fe y la oración, lo fácil se torna difícil, y lo difícil en imposible.
Ese primer sábado de octubre, dos días después de despedir a mi amiga, mi Fe se iba a enfrentar a la mayor de las pruebas que una madre pueda soportar.
Desde el año 2015 vivía separada de forma física de mis dos hijos, quienes vivían en Catalunya, mientras que yo estaba en Santa Fe, Argentina. 14 000 km de distancia. Fue una decisión muy difícil de tomar, pero los cuatro pensamos que sería lo mejor, ya que apenas tres años antes —marzo del 2012— había sufrido una fuerte e inesperada conversión que sacudió los cimientos de la familia, pero sobre todo hizo que mis débiles raíces necesitaran atención y tiempo para volver a estar de pie en suelo firme. Fue una separación muy dura para el corazón, pero fortaleció mi cuerpo y mi alma. De no ser así, no hubiese tenido fuerzas suficientes para seguir adelante en una situación como la que nos tocó vivir a partir del 6 de octubre de 2018, ni siquiera para levantarme de la cama y, mucho menos, escribir estas palabras.
Ese día y después de almorzar, me dispuse a pintar una virgen de yeso. Un nuevo hobby que había comenzado unos pocos meses atrás, después del intento fallido de pintar sobre lienzo. Ya entrada la tarde, fui a la iglesia un ratito antes de que comenzara la misa, para pedir en las intenciones de ese día por el eterno descanso de mi amiga Matilde y «bendiciones» para mis dos hijos. Ese pedido de bendiciones me pareció una ironía tan solo una hora después, cuando dos de mis amigas, a las que hacía mucho tiempo que no veía, me vinieron a buscar a la puerta de la iglesia con la excusa de invitarme a cenar. Me llevaron hasta mi casa, con otra excusa tonta de por medio. En ese momento, una de ellas —la madrina de Iñaki— me comunica vía telefónica con el padre de mis hijos, para darme la noticia más fuerte y dolorosa de toda mi vida.
Si ya estaba triste por el inesperado final de la vida de Matilde, recibir la noticia del accidente de Iñaki fue como recibir un brutal palazo en medio del pecho, que me dejó completamente noqueada y casi sin respiración. El dolor me atravesó el corazón y lo desgarró sin posibilidad alguna de consuelo. Parte de mí murió con él, y en un segundo mi alma se sumergió en una frívola y temerosa oscuridad, porque no podía imaginar mi vida sin la carne de mi carne, sin esa parte tan especial que hacía que mi existencia valiera la pena.
Él hacía de mi mundo un lugar mejor, y una pregunta comenzó a retumbar en mis oídos una y otra vez: ¿por qué?
No creía posible seguir viviendo con tanta angustia y dolor, a la vez que interpelaba a Dios por cometer tamaña injusticia.
Las palabras se quedan mudas al intentar describir tal sufrimiento del alma, donde las lágrimas luchan por ver la luz y la mente parece rozar la locura.
Y entonces fluyen los recuerdos, los abrazos, los besos, las miradas, tantas y tantas conversaciones que quedaron atrás para nunca más volver a repetirse. Solo deseas despertar de un sueño de terror en el que el monstruo de la desolación te carcome por dentro. Además, no puedes poner resistencia, porque se ha llevado, en un abrir y cerrar de ojos, toda tu energía. Para colmo, en su lugar insufla un halo de amarga tristeza que te envuelve con furia y desesperanza. Gritas y gritas para despertar de esa pesadilla, pero te das cuenta de que estás inmersa en la más punzante e hiriente realidad. Un estado de desolación que te oprime como una tonelada de acero hirviendo sobre tu cuerpo. ¿Lo podré soportar?
No hay tristeza comparable a lo que supone despedir a un hijo, porque con él se van tus sueños, tus ilusiones, tus esperanzas, tu razón de vivir.
El ser humano nunca está preparado para recibir una noticia de ese calibre y menos una madre, porque la impotencia, la frustración y el dolor que te traspasa te llevan por delante como si fueras un triste árbol que arde en un voraz incendio. Quedas reducido, en un instante, a la nada misma, y no crees posible poder resurgir de tus cenizas. Emociones que se multiplicaron por mil al explicarme los motivos de aquel fatídico accidente que, a priori, se podría haber evitado.
¿Cómo un padre de familia podría triplicar los niveles de alcohol a primeras horas del atardecer? La imprudencia era más grave si cabe, ya que iba con su esposa y su hija de tan solo cuatro años. Una inconsciencia que se llevó por delante una vida que, sin temor a equivocarme, puedo decir que hacía mucho mejor la de los demás.
Iñaki, que iba en la parte trasera de la moto de un amigo, acabó arrollado por un conductor embriagado y negligente, que jamás debería haber salido a la carretera en tal estado. Pero sucedió...
Por ello puedo afirmar que si no te dejas abrazar por la divinidad, permanecerás con la sensación de estar enterrada para el resto de tu vida. Pero, gracias a Dios, ese abrazo se dio y me rescató a tiempo para que no me hundiera para siempre.
Muchos detalles no los pude asimilar cuando Alfredo —el papá de Iñaki— me los contó, ya que en lo único en lo que pensaba era en conseguir un vuelo para poder despedir a mi hijo Iñaki y acompañar a mi hija Sol, que estaba devastada por la brutalidad de la noticia que nos trastocó la existencia.
Todo se organizó en un tiempo récord, en apenas una hora. Un trance doloroso, donde el valor de la amistad se hizo presente una vez más, sin haberlo siquiera pedido. Por existir de verdad, lo pude percibir y agradecer.
Doce amigas me despidieron en casa para que hiciera los seiscientos kilómetros previos al vuelo. Al llegar al aeropuerto de Ezeiza, otras dos amigas que viven en Buenos Aires tomaron la posta para acompañarme, hasta que se hizo la hora de embarcar en el vuelo más duro y triste de toda mi vida.
Fueron largas horas donde la razón, la tristeza y el enojo hacían que no entendiese la decisión de Dios de llevarse tan rápido a mi hijo. Ni siquiera había comenzado a procesar el dolor por la pérdida de mi amiga dos días antes, cuando recibí este golpe directo y casi letal al corazón. ¿Cómo asimilar tanto dolor en tan poco tiempo? Fueron tantas las veces que le pregunté a Dios el porqué de llevarse a Iñaki, que no fui capaz de rezar ni una oración en todo el día, ni creí que volvería a hacerlo alguna vez.
Una madre hace lo posible y lo imposible para que sus hijos no sufran, por eso me queda el triste consuelo que, ya que se anticipó a mi muerte, por lo menos la suya fue rápida y sin agonía.
Ante la inevitable y dolorosa realidad que nos tocaba vivir, lo único que quería saber era que no había sufrido. Nada más llegar lo pude comprobar y, casi sin darme cuenta, fui por fin capaz de rezar. Su rostro estaba más bello que nunca, su expresión transmitía paz, mucha paz. El ángel se había dormido, su luz comenzó a brillar, mientras que nosotros poco a poco, pudimos despertar.
~ La marca del ángel ~
El día de la despedida fue muy intenso, largo, doloroso, pero sobre todo muy emotivo. Tuvo sin dudas unas características especiales, tan especiales como lo fue él.
Siempre nos quedaremos cortos en palabras para describir la tragedia de la pérdida de un hijo, ya que en gran parte es indescriptible, incomparable y difícil de imaginar, hasta que nos toca vivirla. Así todo tuve que tratar de mantenerme entera a pesar del dolor, la impotencia, las lágrimas y esa tristeza profunda que te envuelve, porque me quedaba un largo día por delante que iba a tener que vivir y transitar, por más que no quisiera. Sin embargo, las más de treinta horas de traslado de un país a otro habían sido un revulsivo inesperado para que, de alguna manera, procesase en poco tiempo lo que estaba sucediendo. No era el momento de flaquear. En el funeral tendría que tratar de contener con entereza esas mismas emociones, que también las estaba padeciendo mi hija en carne viva.
Una hora antes de que comenzara la ceremonia religiosa que iba a tener lugar allí mismo, pudimos quedarnos los tres solos en el salón con Iñaki. Fue una forma íntima de despedirlo, antes de que pasaran los familiares y amigos que se acercaron para acompañarnos. Muchos ya habían pasado en el transcurso del día anterior, por lo que siendo lunes y día laborable, lo que nos tocó vivir instantes después de abrir las puertas fue algo impactante, extraño, que si no se lo presencia, cuesta dimensionar con la razón.
Lo que allí ocurrió fue algo que, con toda seguridad, no dejó indiferente a ninguno de los presentes, por lo que será un recuerdo para todos ellos imposible de olvidar. Tuve mi propia percepción de la situación, por la especial conexión que tengo con los ángeles desde el día que comencé a creer que la vida no se acaba con la muerte, y que después de ella, nos espera un mundo nuevo. ¡No crean que estoy loca por afirmar esto! Ya entenderán de lo que hablo a lo largo y ancho de estas páginas.
Doy gracias al Cielo por estar conectada de una forma muy especial con lo divino. Como ya he comentado antes, creo que fui preparada para esta tragedia. Dios sabía la relación tan especial y particular que tenía con mi hijo, por lo que sabía también, que esta pérdida habría sido un golpe definitivo a mi alma, si no me hubiese enseñado desde mi conversión a captar «detalles divinos» que, en el día más difícil de mi vida, me iban a dar la certeza de que Iñaki ya estaba en el paraíso prometido. Lo que pasó ese día y en días sucesivos esfumaron todas las dudas de mi cabeza. La fe que, tan solo cuarenta y ocho horas antes, se había derrumbado como un castillo de arena, volvía a tomar forma de una manera sutil, aumentando con el inexorable correr de los días.
Los tres estábamos sentados en la primera fila de una sala con butacas para cien personas. Al abrir las puertas, en tan solo un par de minutos, se duplicó esa cantidad de personas que se podían sentar, quedando muchos de pie en el pasillo central y en ambos costados laterales. Otro grupo de amigos decidió sentarse en el suelo por falta de espacio, en el pasillo anterior, y aun así, quedaron muchas personas agolpadas junto a las puertas. Era tal la cantidad de gente que se había acercado a despedir a Iñaki, que muchísimos tuvieron que esperar fuera del edificio, para poder entrar después a despedir a mi hijo.
Recuerdo un silencio profundo y respetuoso en medio de la congoja y las lágrimas de nuestro desconsuelo y el de los amigos de Iñaki. También llamó mi atención lo afligidos y tristes que estaban los padres de esos niños, tal que fue así, que varios de ellos lloraban sin poder evitarlo.
Lo que sentí en ese momento es que Iñaki nos quería consolar ante tanto dolor. Nos quería hacer sentir que fue una persona muy amada, querida y, sobre todo, bien valorada por aquellas personas que lo conocieron o trataron, aunque fuese por un lapso corto de tiempo. Dejó una marca muy especial que seguirá latente y no creo que la borre el paso del tiempo, ya que fue hecha con muy buena tinta: la del amor.
Cuando por fin se acomodaron los presentes de la mejor manera que pudieron, teniendo en cuenta la falta de espacio para tanta gente, dio comienzo la ceremonia religiosa. La presidió un sacerdote de raza negra, teniendo palabras justas y acertadas, que se percibían providenciales. Para mí no fue un dato menor o que me diera lo mismo el color de su piel, ya que volví a pisar una iglesia después de toda una vida de «indiferencia total a lo divino», en julio del 2012 y en Camerún, tres meses después de mi fuerte conversión.
Cuatro amigos de Iñaki, con lágrimas en los ojos, leyeron unas palabras que escribieron para él y que encontrarán al final de este libro. Tenían la necesidad imperiosa de compartir con todos los presentes lo especial que mi hijo había sido para ellos.
Entre esas palabras y las que leyó también mi hija, escuchamos unas canciones que, tanto sus amigos como ella, eligieron para esa ocasión: Changes de XXXTentation y See you again de Wiz Khalifa.
«Mi niño pequeño, todavía no puedo creer que te arrancaran de mi lado. Eras la luz de mis días, tu sonrisa la más preciosa de todas, y tu mirada la más sincera que podía existir. Todo lo que hemos pasado… y ahora que volvíamos a estar juntos y mejor que nunca, nos separan. ¡No puedo creerlo, Iñaki! Te recordaré siempre como el mejor hermano, el mejor amigo y cómplice que podría haber tenido. Cada día esperaré con ansias la hora de ir a dormir para poder verte en mis sueños. ¡Ven cada noche, por favor!
El sábado el Cielo ha ganado un ángel, el más hermoso de todos, y aquí abajo hemos perdido a la mejor persona que he conocido nunca. Desde allí donde estés, dame fuerzas para continuar y cuídame mucho, porque te necesitaré más que nunca. ¡Te amo, hermanito! Te has llevado mi corazón contigo, cuídalo. Te extrañaré toda la vida», Sol.
También dijo unas palabras de despedida su papá. Por último, leí estas palabras que había escrito durante el vuelo el día anterior:
«Hablar de Iñaki es muy fácil. Aceptar su pérdida será muy difícil o, mejor dicho, imposible.
Iñaki quedará en nuestros recuerdos como un excelente hijo, un excelente hermano, un excelente amigo.
Iñaki es sabiduría, fortaleza, alegría. Es piedad, templanza, generosidad, humildad, transparencia, pura dulzura. Es empatía, sensibilidad sin límites.
Iñaki fue, es y será por toda la eternidad, AMOR. Esa es la palabra que mejor lo define. Ha sido un ángel en la tierra y, desde hoy, será el ángel que con su sonrisa hará más luminoso el Cielo, porque Iñaki fue desde siempre y será para siempre: LUZ. Por eso, a partir de hoy el mundo quedará un poquito más oscuro sin su presencia.
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