En tiempos oblicuos

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En tiempos oblicuos
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Letrame Editorial.

www.Letrame.com

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© María del Pilar Couceiro

Diseño de edición: Letrame Editorial.

Maquetación: Juan Muñoz

Diseño de portada: Rubén García

Supervisión de corrección: Ana Castañeda

ISBN: 978-84-1114-344-8

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A los amores rotos que tanto me enseñaron.

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…yo te buscaba y llegaste,

y has refrescado mi alma que ardía de ausencias.

Safo.

Prólogo

Misterios literarios verdaderos

J. Ignacio Díez

¿Puede una novela rendir homenaje a las series televisivas —con tan mala prensa en el terreno literario— para, a partir de los juncos que tejen una trama de esas que no dejan respiro al lector (o al espectador), crear una obra sustancialmente distinta… y mejor? En tiempos oblicuos (Kaderim), de María del Pilar Couceiro, contesta de manera muy positiva, con una sabia utilización de los resortes en una sinuosa intriga de amores que no es posible abandonar hasta que nos quedamos excluidos en su conclusión. Ya sabemos, a estas alturas, que el lector y la lectora deben disfrutar de los libros, que una buena parte del encanto de la lectura radica en esa adicción gozosa que los buenos narradores saben alimentar, sin que eso suponga renunciar a otros valores, tan literarios como el placer de una buena trama.

Sin necesidad de ponerse estupendo, cualquier lector empedernido no ignora que adentrarse en una novela es viajar para volver transformado. Sufrir con los protagonistas y alegrarse cuando lo hacen, identificarse con ellos (que a menudo son una pareja, no solo en el sentido numérico), es uno de los ingredientes más clásicos de un relato. Pero también las novelas «enseñan», y no solo las decimonónicas con su pasión por las «lecciones de cosas». El aprendizaje al que el lector se somete es mucho más efectivo cuando se aprende de manera divertida, sin sentir, como quiere la versión más popular. Cuando, junto a una narración intrigante, a una enseñanza tan compleja como alejada de esa tentación del autoritarismo (o de la pesadez, que tanto y tan bien se asocia con los docentes) el autor o la autora disfruta poniendo patas arriba los códigos bien conocidos de un género, el resultado es de lo más gratificante. De la trama no diré nada, pues no debo, pero de las «armas» literarias que la autora despliega con una fuerza tan particular como efectiva quizá merezca la pena adelantar algo.

El lugar y el tiempo son las dos coordenadas fundamentales para incardinar una historia y los tiempos oblicuos de esta historia ocurren en la Turquía actual, un país lejano para los españoles y que como tal se debate entre las imágenes positivas y negativas. En el mundo literario hispano, al menos desde el aún anónimo diálogo renacentista Viaje de Turquía, las diferencias culturales y religiosas han sido con frecuencia motivo para una fascinación que no está nada reñida con un cierto temor. Pero la televisión y algún escritor muy vendido en las ferias del libro han hecho de las pasiones turcas un paisaje mucho más modernamente conocido, aunque también los vuelos de bajo coste han encogido el mundo o acercado los lugares distantes y con ello también han disuelto reticencias seculares. El presente, o el pasado muy próximo, es el momento elegido para dibujar una Turquía moderna, parecida en muchos aspectos a eso que tan pomposamente se llama «Occidente», e inferior y superior en otros, quizá para sorpresa de los más incautos, pero no de los más viajados o leídos. Lejos de los relatos que abusan de localizaciones exóticas para prevalerse de una supuesta superioridad «occidental», María del Pilar Couceiro sorprende por el conseguido intento de trasladar con toda naturalidad al lector español a Esmirna y Estambul (o Izmir e Istanbul), destinos reales, vividos, tan próximos en cuanto al sentido de la historia se refiere como Madrid (o Barcelona, si hubiera que buscar una correspondencia al doblete, aunque En tiempos oblicuos no resulta necesario).

En los dominios turcos, tan cerca y tan lejos, una española, Elena de la Gándara, con todo el bagaje de esa extraña profesión que es la enseñanza, y más si la literatura es su materia, debe impartir un curso en una universidad del Egeo. Desde la Filología, y en concreto desde la poesía, Elena, ya un tanto agée (aunque eso siempre es opinable) y que sigue muy en forma en todos los sentidos, no solo da clases de doctorado (el placer que alguna reforma nos arrebató, ay, hace tiempo), sino que con su sabiduría vital (pues dispone de esa doble universidad que tan pocos alcanzan, la académica y «la de la vida», e incluso también la de la variante escasísima que aportan algunos familiares, como aquí la tita Geli) consigue ver y hacer ver lo que otros ni siquiera pueden descifrar sobre sí mismos («he tenido que sentir cómo me siento para entender cómo me sentía antes»). Pero, además, Elena es escritora (la literatura y la docencia son «mi ancla de salvación») y su acercamiento a la realidad se realiza desde la ficción, en una búsqueda que en esta ocasión resulta más fértil que nunca.

¿De dónde obtienen la inspiración, o las ideas (si somos un poco descreídos para expresarnos con el elevado lenguaje del romanticismo), los escritores? Elena quiere basarse en personas reales para componer sus personajes novelescos. La transmutación no es desde luego desconocida en los reinos de la escritura, pero la peripecia para hallar al elegido sí lo es. Y eso se combina con un triple punto de vista de lo más atractivo. Tres narradores afinan su visión dentro de En tiempos oblicuos (Kaderim) para crear un fino rompecabezas que solo encaja al final, una técnica que puede recordar la de las novelas policíacas pero también la de las telenovelas, turcas o no. Los tres narradores tienen buena memoria y al menos uno, Elena, disfruta mucho con las conversaciones, un verdadero arte, con sus tiempos, sus complementos (casi siempre un buen café con algo más), sus preguntas y, en suma, su organización (lo que no supone envaramiento alguno, sino buena cabeza y algunas estrategias comunicativas —como diría un pedante— para llegar, personaje y autora, a donde saben que quieren llegar). Hay mucho diálogo, suelto, ágil, con un ingenio que desprende un savoir faire que se disfruta mucho («a veces es decepcionante tener razón»). Los tres narradores son capaces de retener frases enteras, del mismo modo que lo hace un lector que se deje llevar tanto por el argumento como por la alada conversación que lo sostiene.

En tierras de la novela es importante no descuidar ese tesoro frágil que es la verosimilitud y En tiempos oblicuos (Kaderim) se comienza y se continúa con distintos y necesarios detalles sobre la distancia de los dos idiomas, español y turco, y sobre las capacidades de los protagonistas para dominar o al menos hacerse entender en ellas. La novela está salpicada de expresiones turcas y de giros coloquiales en español (a veces con explicación, pero no siempre), lo que no solo contribuye a fijar un ambiente creíble, sino que también permite comprobar que una filóloga, como un hipotético homólogo masculino, siempre está de servicio o, más propiamente, que no puede desligarse de esa nunca satisfecha pasión por el lenguaje. Por cierto, los nombres propios, comenzando por el que aparece entre paréntesis en el doble título, están cargados de significado.

Quizá estoy en lo cierto si afirmo que el amor es el componente esencial de casi todas las viejas series, al menos antes del aluvión que ha barrido los largometrajes en favor de esa visión parcelada de una historia, prolongable hasta donde la audiencia decida en un número indefinido de «temporadas». Las telenovelas clásicas se centran en el amor, inicialmente muy imposible, y esa nota está en el origen de la novela llamada bizantina o griega, cuando los futuros amantes tienen que sortear todo tipo de obstáculos. Tradicionalmente los roles masculinos y femeninos no solo estaban muy marcados porque durante siglos parte del encanto de estas historias radicaba precisamente en las diferencias del amor heterosexual, sino porque desde un punto de vista más técnico casi toda novela suponía un diálogo à deux. Que el hombre llevara el papel dirigente y en la mujer se concentraran todos los tópicos de una sentimentalidad eruptiva dependía mucho del grado de evolución de la sociedad. María del Pilar Couceiro, y no es sorprendente, ha dado también aquí otra vuelta de tuerca al asunto («No sé si el amor mueve el mundo, Eli, pero sí lo conmueve») al convertir a Elena en el punto central no de la intriga necesariamente pero sí de la sabiduría, del acierto y de una muy deseable seguridad (aunque a veces la procesión vaya por donde suele: «yo sentía que estaba pensando a gritos inaudibles»). Se enlazan así algunos de los hilos que he ido mencionando pues la profesora y escritora, la filóloga vitalista, la amante de Grecia y que descubre Turquía (que es muy históricamente griega, aunque no suela decirse por ahí) está lejos de los viejos estereotipos. Por eso, en ese conseguido equilibrio de los protagonistas, él, Rashid, tampoco se corresponde con los clichés y se convierte en un hombre sensible (y no creo que haga falta explicar que sin ningún menoscabo de su masculinidad, pues este concepto tan discutido y cuestionado hoy no tiene una sola forma de ser en el mundo), justo y que incluso, con sus años a cuestas, se ruboriza cuando hace falta.

 

Del mismo modo que la autora invierte los tópicos y crea protagonistas de un indudable atractivo sin caer en proclamas o soflamas de ningún tipo sobre los roles sexuales o genéricos, que en una novela sonarían a monserga, del mismo modo, decía, con la misma elegancia, y acierto de un desarrollo natural de personalidades muy creíbles («porque toda literatura es realista, ya que parte de la imaginación real de un creador real»), se acerca también a algunas de las preocupaciones más modernas y lo hace ¡en Turquía! Los occidentales tienden a pensar que ellos viven en el mejor de los mundos posibles y suelen fácilmente mirar por encima del hombro otras culturas supuestamente (y a veces realmente) más conservadoras. ¿Gais y «trans» en Estambul? Pues sí… Y también ancianos e incluso empreñadores compulsivos que carecen de sentimientos no digamos ya de algún tipo de ética, pues las sociedades modernas o con tintes modernos no son monopolio de las democracias en un mundo globalizado. Desde la literatura esa riqueza de personajes no solo recoge y remodela la actualidad de los cambios sociales sino que, sobre todo, se integra admirablemente en una trama absorbente a la que ayuda a avanzar de un modo muy apreciable.

En el discurrir de En tiempos oblicuos (Kaderim) hay una mujer, profesora y culta (los dos términos no siempre van de la mano en el mundo real), viajera, escritora, curiosa que, además de dar clase sobre la excelsa poesía española de los Siglos de Oro, además de conocer y admirar la Grecia clásica, además de empezar a explorar algunas expresiones del para mí impenetrable idioma turco, tiene que enfrentarse a una investigación nada habitual, compleja, con la sabiduría que dan los libros y la propia vida para componer, con la ayuda de otros dos narradores, un relato donde el argumento, como en las mejores novelas, está muy presente, con sus vueltas y cambios, a los que María del Pilar Couceiro añade otros nudos, como el que une la ficción con (como diría un rancio prologuista) la realidad, aunque también esa ficción coquetea con su prima en primer grado y de peor nombre, la metaliteratura («todo está escrito y que solo los estilos cambian. Ese es el reto de la literatura en general y de la poesía, en particular, a través de los siglos»), para rendir un homenaje muy inteligente a la cultura popular, la de las series turcas, y trascenderla de forma divertida y apasionada.

J. Ignacio Díez

(Universidad Complutense)

Incipit

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Cada vez más cerca de la séptima década de mi vida, recuerdo a menudo las palabras que tita Geli, mi tía Ángela, me decía en alguna de tantas conversaciones que comenzando por temas intrascendentes e incluso frívolos, iban adentrándose primero en los recuerdos de su vida, tan rica en aconteceres; después en sus sentires más ocultos; finalmente, en el vuelco, con cierto aire de filosofía, con el que cerraba la conversación: «Nena, ya tengo noventa y seis años, pero Angelita, la niña Geli sigue aquí dentro, intacta». E intacta seguía cuando la tita, ya centenaria, perfectamente lúcida y de la manera más plácida, nos dejó, aunque su legado de amor se quedó en nuestra memoria para siempre.

Nunca tuvo la vida fácil, pero era una luchadora nata y siempre decía que, ante un envite del Destino, sólo hay dos opciones: meterse debajo de la cama o plantar cara. Cuando alguno de sus cuatro sobrinos —todos la adorábamos— le iba a llorar desgracias, ella nos paraba en seco: «Calma, calma. Primero tomaremos café, con unas pastitas riquísimas que tengo aquí, y luego… Ya me lo contarás despacio».

Después venía la confidencia que ella escuchaba con atención, sin interrumpir y según el hábil sistema de dejar hablar. Entonces, tras un silencio que se hacía interminable, la tita iniciaba un comentario generalizado, haciendo ver que lo que ocurría no era nuevo, sino algo repetido en la mayoría de las vidas y en todo tiempo, y que a los problemas había que mirarlos siempre de frente, sin miedo, porque tarde o temprano, más bien temprano, o se solucionaban o se pasaban de moda. Y solía concluir su discurso con una recomendación: «Escúchame, Elena Rosalía. Quiérete a ti misma, mímate y no esperes a que te mimen los demás. Después de un disgusto, vete a la peluquería, o al cine, o cómprate un vestido. Y sobre todo, nunca te lleves a la cama los disgustos. Si has de desayunarte un marrón, cénate un bombón».

Siempre intenté seguir sus pautas y aunque no soy tan valiente como ella, no dejo de intentarlo cuando las cosas se ponen de perfil. A veces lo consigo, aunque otras muchas no. Pero no se puede ganar siempre.

I. Izmir

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Me llamo Elena de la Gándara, Eli para mis íntimos. Para mis respetuosos alumnos de Literatura Renacentista, procedentes del norte de Europa, de América y, sobre todo, de Oriente, soy la Doctora de la Gándara; para los de mi Facultad española, fui simplemente y durante muchos años profe, Elena y de tú. Sólo una persona en el mundo, mi tita Geli, utilizaba siempre mi doble nombre: «Elena Rosalía».

Desde que oficialmente tuve la oportunidad de acceder a la prejubilación, al cumplir los sesenta, el Destino, quizá apiadado por los duros años docentes transcurridos, me permitió el salto internacional a través de Seminarios, Congresos y hasta algún período prolongado, semanas e incluso meses, en algunas universidades que, si bien no eran en su mayor parte de primer nivel mundial, sí ofrecían el atractivo del pequeño lugar investigador, con pocos alumnos y con profesores lejos del relumbrón académico pero de probada honestidad profesional. El contraste de estas clases respecto a las convencionales de Grado en España era abismal, tanto por los horarios como por los contenidos, por lo que mi vocación docente pudo permanecer intacta, pero sin el agobio de los sucesivos Planes de Estudio oficiales, demasiadas veces completamente desatinados.

A través de un contacto procedente de un Seminario impartido en la prestigiosa Universidad de Rochester, en Nueva York, había recibido la proposición de dar un Máster sobre lírica española de los Siglos de Oro, durante diez semanas, en la Filoloji Fakültesi Ispanyol Bölümü1 de la Ege Üniversitesi, la Universidad del Egeo, en Esmirna, Izmir2 para los turcos. Mi amor por todo lo relacionado con la cultura griega me llevó a aceptar la invitación casi sin pensarlo. ¡El suroeste de Asia Menor, nada menos!, la patria de Hesíodo, el origen, la cuna de la mayor parte de los antiguos mitos clásicos.

Conocí Istanbul de joven en un acelerado viaje de cuatro días, con el tiempo justo para las visitas turísticas ineludibles: Santa Sofía; Mezquita Azul; Murallas; Alberca; Palacio Topkapi; Torre Gálata; Gran Bazar… sin que faltara el consabido trayecto en barco por el Bósforo, en zigzag Europa-Asia-Europa, pero sólo Istanbul, así que la oportunidad de dos meses y pico en la zona más griega de Turquía me cautivó desde el primer instante. Podría visitar Éfeso, Antioquía, Pérgamo, Nicea, Tarso, ¡Troya! Incluso sería posible, algún fin de semana, viajar a cualquiera de las cercanas islitas del Dodecaneso, por ejemplo Patmos, y ver allí el Monasterio de San Juan y la Gruta donde la tradición sitúa el inicio de la Revelación de Dios, lo que luego sería el Libro del Apocalipsis. Además, y para mi mayor satisfacción, dispondría de suficiente tiempo para la vía creadora, porque el horario de mis clases, tres horas de lunes a jueves, me dejaba libres las tardes y el fin de semana completo. Todo ello para que el influjo de Oriente en forma de poemas, cuentos, o incluso después de bastantes años sin intentar abordar el género, la que quizá podría ser mi cuarta novela, me ofreciera argumentos, entornos e incluso personajes con suficiente fuerza narrativa o poética.

Lo que no pude imaginar entonces es que aquel peregrinaje académico-literario me iba a conducir también a una experiencia desconocida, intensa y completamente fuera de proyecto, sobre todo cuando acababa de darle la vuelta al sexenio y mis planes a nivel emocional se centraban en poder vivir con calma y de la manera más digna posible, lo que, independientemente de su duración, era, en palabras de Baroja, la última vuelta del camino.

Mi historia sentimental comenzó muy pronto, apenas tenía ocho años y, naturalmente, siendo ya por entonces una compulsiva lectora, con un personaje de ficción como meta, lo que no fue obstáculo para que aquello permaneciera con una intensidad constante, navegando a través de mis sueños de niña. ¿Cómo era posible que al final, en curva fenomenológica, como una espiral que gira sobre sí misma, mi vida llegara a encontrarse en circunstancias paralelas? Aquel amor de infancia se prolongó hasta la adolescencia; éste, cuyos inicios nacieron también a partir de ficciones, será evidentemente el último, por pura cronología, y aunque el Destino nunca garantiza nada, tal vez ¡inşallah!3, este surco emotivo pueda permanecer en mí, como un tesoro oculto, hasta el final.

Comencé, pues, a preparar aquel viaje con mucha ilusión. El inicio de mis clases en la Ege Üniversitesi estaba previsto para la segunda quincena de octubre y pensé que estaría bien marchar a Turquía algunos días antes de ir a Izmir para visitar de nuevo Istanbul, esta vez sin prisas, saboreando la ciudad lejos de los agobios del turismo convencional. Me atraía especialmente sentarme en alguno de los innumerables pequeños cafés, donde podías permanecer durante horas viendo pasar la bulliciosa vida estambulí por delante, lejos de las miradas torvas de los camareros occidentales cuando pretendes alargar el tiempo con una sola consumición delante. Por supuesto, no tenía ni idea de turco y mi inglés siempre fue bastante frágil, pero en la antigua Constantinopla, como también sucede en mi querida Atenas, «huelen» las nacionalidades, y, sobre todo en sitios públicos, puede sorprenderte agradablemente que alguien se dirija a ti en español. De todos modos, unas semanas antes de mi partida me metí en una página web de ésas de «Aprenda mientras duerme», para al menos familiarizarme con las frases más elementales y la gramática más básica de la lengua turca que, en aquellos momentos, me parecía la más enrevesada del mundo.

En principio, sólo pretendía pasar tres o, como mucho, cuatro días en Istanbul, pero dado que era temporada baja, encontré una estupenda oferta: diez días en un hotel de tres estrellas, en pleno centro, por 350 liras turcas la noche (unos 35 euros), incluido además el desayuno. ¡Diez días! Podría aprenderme la ciudad de memoria. Después, en el tren de alta velocidad, recorrería los cuatrocientos setenta y ocho kilómetros hasta Izmir en poco más de tres horas. Lo gestioné sin pensármelo.

Sólo más tarde recapacité en que quizá diez días era demasiado tiempo para andar yo sola por Istanbul donde, después de todo, no conocía a nadie, y empecé a dudar de mi acelerada decisión. A punto estaba de anular la reserva, cuando me vino a la memoria un episodio que sucedió en la Universidad de Rochester, durante el Seminario de Lírica española. Allí conocí a Fairuz.

La profesora Fairuz impartía traducción directa e inversa inglés-turco. Era una mujer muy bella, de unos cuarenta años, y en aquellos momentos con un embarazo casi a término. Destacaban en ella su elegancia y buen gusto que, junto a sus modales exquisitos, denotaban una posición social de primer nivel y una educación elitista. Lo que llamaba la atención, teniendo en cuenta todo lo anterior, era el velo de tristeza que había en su mirada y que se afirmaba en el leve arco descendente de las comisuras de sus labios. Apenas hablaba con nadie si no era para saludar o despedirse, siempre, eso sí, con toda cortesía.

La constante búsqueda de rasgos susceptibles de desarrollar en un personaje literario hace que, cuando el presunto autor, autora en este caso, encuentra en el mundo real alguien que se escapa de los prototipos trillados, se le disparen todas las alarmas, y aquella mujer ofrecía a priori un punto de partida para la elaboración de una figura sugerente en la línea de los perdedores, un tipo de personajes que me atraía especialmente aunque por entonces aún no conocía ni su entorno ni sus circunstancias. Habría seguido elucubrando fantasías poéticas sobre ella si un episodio fortuito no diera al traste con mis ensoñaciones, echándome encima, de golpe, el conocimiento de su realidad, una realidad extraña, dolorosa y de muy difícil solución.

 

En un intervalo entre clases, vagaba yo por el hermoso campus de la Universidad de Rochester, cuando, al pasar por delante de una pequeña glorieta, de ésas que invitan al encuentro furtivo, escuché unos sollozos entrecortados, violentos. Me acerqué alarmada y allí estaba Fairuz, sola, doblada sobre sí misma y deshecha en llanto.

—¡Profesora Fairuz! ¿Qué le ocurre, se siente mal? —Pensé en un posible problema con el parto que se adivinaba cercano—. ¿Aviso a alguien? ¿Quiere que la lleve a la enfermería?

Ella negaba reiterada y vivamente con la cabeza. Cuando pudo articular palabra, sólo repetía: «Perdón, perdón. No es nada, estoy bien», pero los sollozos seguían incontrolables.

Entonces recurrí a una de esas estrategias de la comunicación que no suelen fallar en estos casos.

—Señora Fairuz4, intente serenarse y escúcheme, por favor. Apenas la conozco ni usted a mí. Dentro de tres días acaba mi Seminario y regresaré a España, mi país. Por experiencia, sé que volcar un problema sobre alguien desconocido funciona a menudo. Funciona porque supone un desahogo, en la confianza de que usted no queda comprometida ni por amistad ni por familia. Cuénteme. Lo más seguro es que por mi parte, no pueda hacer mucho por ayudarla, pero es posible que usted quede más calmada. En su estado no es bueno un disgusto como el que tiene en este momento, ni para usted ni para ese niño a punto de nacer, según creo.

Y Fairuz me lo contó todo.

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El hotel era sencillo, muy limpio y acogedor. Además de hallarse en una zona muy céntrica de Istanbul, su mayor privilegio eran las vistas, directamente sobre el Cuerno de Oro. En recepción todo el mundo hablaba español, así que mis pobres frases en turco, con un acento delator, obtuvieron desde el principio respuestas en mi lengua. Fue una suerte que, al llegar del aeropuerto, estaba iniciándose el atardecer y ya instalada en mi habitación del sexto piso, aún tuve tiempo suficiente para contemplar la espléndida puesta de sol de aquel otoño reciente. No era la primera vez que veía un ocaso en la hermosa ciudad, aunque en el viaje de treinta años atrás, mi vida era otra y mis vivencias infinitamente más triviales, aunque con la insensatez propia de los años jóvenes, yo creía saberlo todo.

Pensé en salir a cenar a algún sitio de los alrededores, pero estaba cansada por el trajín y las emociones del viaje, así que pedí que me subieran una cena ligera a la habitación. Claro que el cansancio era sólo físico y aún quedaba tiempo, si me animaba a salir, para sentarme a tomar un delicioso café turco y ver pasar, sin prisas, el bullicio, el movimiento y los múltiples sonidos de una ciudad tan viva.

Finalmente no me decidí, aunque aún podía cerrar mi primer día en el país haciendo alguna videollamada a España sin resultar inoportuna, ya que allí era una hora menos. Pero en aquel momento me vino a la memoria la profesora Fairuz. ¿Qué sería de ella? Después de aquel encuentro en Rochester, sólo la vi una vez, al despedirme de los colegas universitarios. Entonces me comentó brevemente que, estando próxima a dar a luz, iba a regresar a Istanbul muy pronto, y me apuntó sus señas, su mail y su número de móvil. Pensé que no sería correcto hacer una llamada a esas horas, al fin y al cabo, no había vínculos, fuera de aquel momento en el que volcó en una casi desconocida las causas de aquella amargura que tanto me había asustado. Entonces descubrí que aquel episodio, que durante más de un año había postergado de mi recuerdo, volvía ahora con un fuerte deseo de conocer su desenlace. Así que, tras unos momentos de vacilación, envié a Fairuz un whatsapp, en términos corteses, para decirle que estaba en Istanbul y que iba a pasar aquí unos cuantos días.

La respuesta fue instantánea: «¿Cuándo nos vemos?».

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El resto de la semana pasó como una exhalación. Todavía no podía explicarme a mí misma cómo, después del encuentro con Fairuz y de su detallada relación del estado de las cosas, me había metido yo sola en un enredo de tal calibre, detrás de mi manía de buscar personajes raros para elaborar mis cuentecillos o, palabras mayores, para sumergirme en el complicado mundo de otra novela más, cuando mis propósitos al respecto habían sido, desde bastante tiempo atrás, los de abandonar la narrativa definitivamente, para centrarme en mi mayor vocación literaria, la poesía.

Mi sorpresa había sido grande cuando, tras citarnos para comer juntas en el Hotel Carlton, Fairuz me recibió con su mejor sonrisa, un cálido abrazo y una frase que me conmovió: «Gracias, Elena. Nunca, nunca olvidaré lo que hiciste por mí en Rochester».

Poco rastro quedaba de la mujer vencida que conocí un año atrás. Aquella tristeza de sus ojos se había convertido en una mirada dura, metálica, y el rictus de su boca ofrecía ahora una línea firme y apretada. La cabeza levantada, con un punto de altivez, suponía un fuerte contraste comparado con la imagen de desvalimiento que yo recordaba. Era evidente desde luego que seguía siendo una figura golpeada por el destino pero aquella herida quedaba superada por su dignidad personal. Ahora era madre y su hijo estaba por encima de todo lo demás, desplazando hacia cauces más ligados al sentimiento de la Especie el amor incontrolado que sintiera por un hombre, concretamente por quien hasta época reciente fuera su marido y también el destructor de una felicidad que ella había creído poseer. Me dijo que su propósito inmediato era regresar a Nueva York cuanto antes y que quería dejar atrás una historia de amor llena de amargura para educar a su hijo en la certeza de que si tuvo un padre alguna vez, éste había muerto para ella y, por tanto, también para el niño.

Se alegró mucho cuando le conté lo de mis inminentes clases en la Ege Üniversitesi en Izmir y alabó, creo que por pura condescendencia, mis humildes progresos en la lengua turca. Después me puso al tanto de todo lo sucedido desde que ella y su marido, si es que realmente aún lo era desde el punto de vista legal, lo que en aquel momento ofrecía bastantes dudas, regresaron a Istanbul. La «puesta al día» se prolongó hasta bien entrada la tarde. Las explicaciones de Fairuz conformaban una segunda parte de su primera relación, un año antes, en absoluta coherencia, como si fuera un Capítulo II que, eso sí, tenía suficientes puntos añadidos de inverosimilitud como para ser directamente arrojado a la papelera si caía en manos de cualquier editor competente. Y a mí, como escritora, lo inverosímil no me servía, pero lo verdadero tampoco. Fairuz era verdadera, y mi primera idea de personaje de ficción que sobre ella concebí en Rochester, antes de conocer su realidad, quedaba completamente invalidada, tanto por la contundencia de los hechos descritos como por el vínculo afectivo que desde aquel segundo encuentro nos unió.