Buch lesen: «Educar para amar»
SIGLAS Y ABREVIATURAS
AL | Amoris laetitia |
CC | Casti connubii |
DGP | Diagnóstico genético preimplantacional |
DP | Dignitas personae |
EG | Evangelii gaudium |
FC | Familiaris consortio |
FIV | Fecundación in vitro |
HV | Humanae vitae |
IA | Inseminación artificial |
IAC | Inseminación artificial con semen del cónyuge |
ICSI | Inyección intracitoplasmática de espermatozoides |
INE | Instituto Nacional de Estadística |
LGBT | Lesbianas, gays, bisexuales y transexuales |
OMS | Organización Mundial de la Salud |
RMA | Reproducción médicamente asistida |
TRMA | Técnicas de reproducción médicamente asistida |
EDUCAR PARA EL AMOR CRISTIANO:
SANO, FUERTE Y VERDADERAMENTE LIBRE
El Evangelio es un mensaje de alegría que anima
a hombres y mujeres a gozar del amor conyugal;
lejos de reprimirlo, la fe y la moral cristianas
lo hacen sano, fuerte y verdaderamente libre 1.
Somos seres sexuales y sexuados, y eso marca nuestro modo de ser y de estar en el mundo. Asumimos nuestro patrimonio sexual y, con ello, construimos un proyecto de vida. La sexualidad nos viene dada y también la hacemos nuestra, con nuestro nombre y apellido, con nuestro personalísimo sello biológico y biográfico. La sexualidad humana, lejos de ser algo uniforme, tiene tantos rostros como seres humanos habitamos esta Tierra.
En nuestra sociedad occidental del siglo XXI, la sexualidad ha adquirido un protagonismo público nunca antes estrenado. Los grandes poderes que gobiernan este mundo han descubierto que el control sobre la sexualidad humana puede reportar grandes beneficios: económicos sin duda, pero también políticos, sociales, empresariales y demográficos. Todo ello hace que nuestros niños, adolescentes y jóvenes de hoy tengan que descubrir, acoger, integrar y construir su sexualidad con demasiados estímulos, muchos de ellos con mensajes contradictorios y no siempre encaminados a buscar su bien.
Este libro pretende ser un compañero de camino para educadores –padres, catequistas, maestros y profesores– cristianos que, desde la propia experiencia de haber encontrado en la propuesta ética cristiana algo de luz para el propio caminar, desean acompañar a los chicos en esta tarea de aprender a amar. Nunca fue fácil educar para el amor cristiano, para un amor que comporta sacrificio y sufrimiento, fidelidad, generosidad y entrega hasta el extremo.
Hoy, en una sociedad en la que solo parece tener valor lo joven, lo bello, lo sano, lo fácil, lo inmediato, lo que produce placer..., resulta aún más difícil si cabe enseñar el valor del compromiso, la entrega paciente, el esfuerzo, el sufrimiento. No es que todo ello tenga valor en sí mismo, no. Es que el verdadero amor, el que nos hace plenamente humanos, imagen y semejanza de lo divino, significa todo eso. Y todo lo demás que nos quieran vender, aunque también lo llamen amor, no es lo mismo.
Antes de continuar será bueno aclarar al lector qué es lo que tiene entre manos y, sobre todo, aquello que no es.
Este libro no es un tratado de moral sexual ni un manual de ética y buenas costumbres. No es tampoco un elenco de normas morales que nos haga sentir seguros ante la moralidad de nuestros actos o siquiera la corrección ética de lo que enseñamos, sin más discernimiento que reconocer si hemos cumplido o no las reglas del juego moral. Sinceramente, creo que eso no ayudaría a unos chicos que parecen sufrir una suerte de alergia o fobia a cualquier tipo de norma, al menos que no se hayan impuesto a sí mismos. Ese tipo de publicaciones son ciertamente necesarias para tener una referencia clara sobre la enseñanza moral de la Iglesia, pero creo que ya disponemos de buenos documentos que cumplen esa función: el Catecismo de la Iglesia católica y su sistematización en estas cuestiones (1990), Orientaciones educativas sobre el amor humano (Congregación para la Educación Católica, 1983), Sobre algunos aspectos referentes a la sexualidad y su valor moral (Conferencia Episcopal Española, 1987), Sexualidad humana: verdad y significado (Pontificio Consejo para la Familia, 1995), además de los documentos específicos sobre temas desarrollados en este libro 2.
Este libro sí pretende ser un instrumento que ayude sencillamente a responder a la llamada que el papa Francisco nos recordaba no hace mucho: «Estamos llamados a formar las conciencias, pero no a pretender sustituirlas» 3. Formar la conciencia de los educadores y, al mismo tiempo, dotar de algunas estrategias para ayudar a formar las jóvenes conciencias de sus hijos o alumnos. Para ello propongo acercarnos desde una nueva y al mismo tiempo antigua pedagogía, la de Jesús de Nazaret, que han querido recuperar los padres sinodales que participaron en el Sínodo de la familia y que Francisco ha desarrollado ampliamente en Amoris laetitia: «Él [Jesús] miró a las mujeres y a los hombres con los que se encontró con amor y ternura, acompañando sus pasos con verdad, paciencia y misericordia, al anunciar las exigencias del Reino de Dios» (AL 60).
Mirar, acompañar y anunciar. Ese será nuestro itinerario.
1) Mirar con amor y ternura. Es ineludible mirar la realidad, conocerla a fondo y saber reconocer lo mucho bueno que hay en nuestros adolescentes y jóvenes. No es tiempo de lamentarnos ni de pensar que cualquier tiempo pasado fue mejor, porque, entre otras cosas, creo sinceramente que no es así.
Mirar con amor y ternura a nuestros chicos supone saber reconocer, por un lado, sus dificultades, sus límites, sus frustraciones, sus biografías heridas, sus debilidades, en definitiva, sus «adolescencias» de madurez. Pero, por otro, también hemos de mirar el mucho amor y ternura que llevan dentro, sus sueños de autenticidad, sus deseos llenos de vida, sus ilusiones por ser mejores, por ser los mejores, también en el amor.
Ello nos llevará ineludiblemente a iniciar con ellos procesos graduales, con pequeños pasos, para que puedan sentirse comprendidos, aceptados y valorados tal y como son (cf. AL 271). De este modo nos daremos cuenta de que es estéril, además de frustrante, comenzar con grandes ideales que resultan inalcanzables o imponer normas que no se entienden ni se valoran. «Es mezquino detenerse solo a considerar si el obrar de una persona responde o no a una ley o norma general, porque eso no basta para discernir y asegurar una plena fidelidad a Dios en la existencia concreta de un ser humano» (AL 304).
2) Acompañar con verdad, paciencia y misericordia. Acompañar con verdad supone estar al lado de nuestros chicos desde la verdad que somos, sin escudos ni armaduras, sin maquillajes ni photoshop que nos hagan parecer lo que no somos. Es la verdad que nos hace reconocer nuestra propia incapacidad de alcanzar por nosotros mismos los ideales, pero que nos libera hasta poder decir agradecidos: «Todo lo puedo en aquel que me conforta» (Flp 4,13). Pero, al mismo tiempo, hemos de tener cuidado en no imponer aquello que no es verdad: opiniones e interpretaciones gratuitas, juicios de valor cargados de nuestras propias heridas o el recurso tan socorrido al «siempre se ha hecho así». No, mi verdad no es la verdad, pues la única verdad es Jesús de Nazaret, muerto y resucitado.
Acompañar con paciencia nos obligará a respetar los ritmos personales de cada uno, a saber esperar el lento crecimiento que solo se ve cuando, llegados al final, echamos la vista atrás y contemplamos la obra completa. Mientras tanto, sabemos que la planta no crecerá más rápido por tirar de ella; más bien arrancaremos sus raíces. «El discernimiento debe ayudar a encontrar los posibles caminos de respuesta a Dios y de crecimiento en medio de los límites. Por creer que todo es blanco o negro a veces cerramos el camino de la gracia y del crecimiento, y desalentamos caminos de santificación que dan gloria a Dios» (AL 305).
Y, finalmente, acompañar con misericordia requerirá de ese doble ejercicio que supone cada latido: sístole y diástole. Un corazón misericordioso en sístole es el que se acerca a quienes sufren, conoce su necesidad, no condena para siempre y difunde la misericordia de Dios a todos lo que le piden con corazón sincero (cf. AL 296). El corazón misericordioso en diástole se llena del amor incondicional de Dios, quien, a pesar de nuestras limitaciones, nos acoge, sana nuestras heridas y se hace cargo de nosotros.
3) Anunciar las exigencias del Reino. «Anunciar» no es denunciar, ni imponer, ni condenar. A veces somos más prontos a expulsar a los mercaderes del templo que a perdonar a la mujer pecadora. Pareciera que nos es más fácil seguir a Jesús en su momento de «santa ira» que en sus continuos gestos de compasión, acogida y entrega hasta la muerte en cruz. «Comprendo a quienes prefieren una pastoral más rígida que no dé lugar a confusión alguna. Pero creo sinceramente que Jesucristo quiere una Iglesia atenta al bien que el Espíritu derrama en medio de la fragilidad: una Madre que, al mismo tiempo que expresa claramente su enseñanza objetiva, no renuncia al bien posible, aunque corra el riesgo de mancharse con el barro del camino» (AL 308).
Se trata más bien de presentar un camino ideal, pero posible; exigente, pero apasionante, con cercanía amorosa hacia los más frágiles en el camino, como lo hiciera Jesús (cf. AL 38). El papa Francisco nos invita a encontrar palabras que nuestros jóvenes puedan comprender, motivaciones que les hagan salir de sus rutinas y testimonios de vida que les hagan conectar con Aquel que puede dar sentido a todo lo que somos y hacemos, también a nuestro amor y su expresión sexual (cf. AL 40).
Anunciar las exigencias del Reino. Pero ¿qué exigencias? Aquellas por las que estamos dispuestos a venderlo todo para comprar el campo que las contiene, las que nos hicieron dejar las redes para ponernos en camino hacia la cruz y la resurrección, las exigencias de quienes nos sabemos amigos del Señor y no siervos de los nos quieren dominar.
¿Qué exigencias? La libertad, que es siempre libertad crucificada y entregada en servicio al otro. La verdad en lo que somos y expresamos, también en la expresión erótica del amor. La fidelidad de quien reconoce en el otro un sujeto merecedor de la entrega de nuestra vida y no un objeto más para nuestra satisfacción. La vida que se da y se multiplica en el amor. Y el amor... hasta el extremo.
Algunos apuntes metodológicos
En estas páginas presentaré algunos de los grandes temas tradicionales de la moral del amor y la sexualidad, con algún añadido que parece haberse colado de entre los temas bioéticos. Y es que la reproducción asistida –tema al que me refiero– puede ser contemplada desde dos perspectivas fundamentalmente: bien desde la técnica en sí, cuestión sobre la que reflexiona la bioética del comienzo de la vida humana, o bien desde el deseo de ser padres cuando la biología lo niega. Si vamos a preguntarnos sobre qué hacer cuando no queremos tener hijos en determinadas circunstancias, no podemos dejar de preguntarnos qué hacer cuando sí queremos tenerlos y la naturaleza lo hace imposible.
El modo de abordaje de cada cuestión tendrá un esquema similar. Trataremos en un principio de mostrar aquellos principios, valores y bienes que se quieren alcanzar con las ya conocidas normas éticas, mostrando su razonabilidad histórica, antropológica y teológica. De ahí que intentemos responder a esas preguntas tan frecuentes entre nuestros chicos –y no tan chicos– que tan molestas nos pueden resultar en muchas ocasiones. Formular preguntas es el mejor regalo que pueden hacer a un educador, el signo de haber conseguido despertar un interés, y eso ya es medio camino recorrido en el aprendizaje. No desperdiciemos la oportunidad de hacerlo crecer evitándolas o dando respuestas evasivas, con fórmulas aprendidas en las que no nos reconocemos a nosotros siquiera.
Finalmente, presentaré algunos instrumentos que puedan servir de ayuda para pensar, entender, trabajar y orar.
En primer lugar, nos ayudarán a pensar los datos reales de aquello que intentamos comprender mejor. Es el momento de mirar la realidad con amor y ternura, como nos invita a hacer Francisco, como hizo Jesús. Lo que pensamos, deseamos y hacemos los adultos, jóvenes y adolescentes en las diferentes cuestiones que abordaremos. Sin duda, nos darán qué pensar, pues solo desde unos buenos datos podremos hacer adecuadas reflexiones éticas y pastorales.
En segundo lugar, nos apoyaremos en algunos textos magisteriales que nos ayuden a entender la propuesta de vida buena que hayamos presentado. Serán textos elegidos por ser especialmente claros o significativos para comprender lo que torpemente hayamos desarrollado. A veces lo haremos de la mano del Magisterio pontificio, otras veces nos iluminarán Conferencias episcopales que han hecho importantes aportaciones pastorales en ese ámbito, y también nos ayudaremos de discursos, entrevistas o palabras bien certeras del papa Francisco, que con su sencillez ha sabido llegar al corazón de los jóvenes.
En tercer lugar, ofreceré algunos subsidios para trabajar los valores de fondo que subyacen a los grandes temas presentados. La mayor parte de ellos están pensados para trabajarlos con los chicos, si bien en algún caso se ha pensado para que los propios educadores podamos clarificar nuestra reflexión, tantas veces confusa o simplemente no verbalizada. Serán películas, cortometrajes, anuncios, noticias o actividades diferentes que pueden dar lugar a una rica reflexión que nos confronte con nuestros propios deseos y nos revele quiénes somos.
Y, finalmente, terminaremos con algún texto que nos ayude a orar para ponernos delante del Señor en la debilidad de lo que somos y la fortaleza de lo que deseamos. La Sagrada Escritura o la experiencia de fe de tantos hombres y mujeres de nuestra historia nos acompañarán en este apasionante camino de crecimiento en el amor que da vida.
1
EL AMOR Y LA SEXUALIDAD CRISTIANA:
UN TESORO ESCONDIDO, DEMASIADO ESCONDIDO
Uno de los grandes retos en la vida, la más grande aventura quizá, es aprender a amar, a amar mucho y amar bien. Es una lección que durará toda la vida, que, a cada golpe de cincel, nos va descubriendo con dolor y sufrimiento un nuevo rostro del amor nunca antes imaginado. El amor es, sin duda, la lección más importante, pues es lo único que puede dar sentido a toda la vida.
Pero también el amor se puede enseñar. ¿Qué es, si no, lo que hacen todos los padres con sus hijos desde que vienen a este mundo? Cierto, pero, una vez que los pequeños dejan de serlo, enseñar a amar se convierte en un verdadero deporte de riesgo en el que los que más sufren los accidentes son los propios chicos. Padres, maestros, catequistas, profesores, compañeros de camino de nuestros adolescentes y jóvenes estamos llamados a enseñar a amar, y lo hacemos como mejor sabemos y podemos.
Entre nuestras estrategias y programaciones para enseñar esta difícil lección pienso que empleamos habitualmente dos, con diferente acogida y éxito. Por un lado, la mejor lección de amor que podemos ofrecerles es amar, pues la vida y los gestos son siempre fácilmente comprensibles, y ya sabemos que son mucho más poderosos que todas nuestras palabras vacías y desencarnadas. Por otro, históricamente hemos reducido nuestra propuesta ética sobre el amor a la presentación de normas, leyes, reglas, a menudo asociadas a amenazas, culpas, consecuencias nefastas para esta vida o la futura, que, podemos decir desde la experiencia docente, hoy resultan un tanto estériles.
Las normas son necesarias; todos vivimos gracias a normas que nos ofrecen ciertas seguridades en el modo de proceder, basadas en experiencias históricamente acumuladas por la humanidad o simplemente en nuestros propios errores y éxitos en la vida. Normas necesarias, sí, pero solo cuando el camino de vida buena al que apuntan y el sentido que ofrecen para colmar todas nuestras esperanzas son bien conocidos, acogidos con libertad y confianza e integrados, comprometiendo toda la vida en ello. De no ser así, las normas por sí mismas, en personas que comienzan a estrenar la libertad y la autonomía, pueden convertirse en grandes bosques que no dejan ver la maravilla del conjunto de la naturaleza y la vida abundante que de ellas brota. Las normas sin la pasión por aquello que las normas quieren defender pueden esconder el amor.
Y detrás de cada norma hay un tesoro escondido que, de ser conocido en su plenitud, haría que vender todo lo que tenemos para comprar ese campo fuera apenas un requisito menor, fácil de cumplir, a la espera de alcanzar el objeto de nuestro deseo. Es posible que, para alcanzar ese tesoro escondido, lleguemos a asumir normas propias aún más exigentes que cualesquiera de las impuestas históricamente en nuestras sociedades.
Es precisamente lo que quiero presentar en estas primeras páginas, el tesoro escondido que hay detrás de la propuesta ética cristiana en torno al amor y su expresión sexual: sus valores, bienes y principios que las conocidas normas quieren defender y preservar. Desde luego no es mi intención prescindir de las normas, tan necesarias en todo proceso educativo; lo que quisiera subrayar desde el comienzo es la necesidad de ponerlas en su lugar, que no es el primero, ni mucho menos, sino al servicio de aquello que puede dar sentido a la vida, forma a nuestras relaciones y encarnación a nuestra fe.
El amor, la vida, la pareja, la verdad o la felicidad son perlas preciosas por las que somos capaces de empeñarlo todo, sin duda, y no es difícil pensar que esta propuesta pueda ser comprendida por nuestros adolescentes y jóvenes y acogida con la pasión que solo los jóvenes saben poner en todo lo que les mueve desde dentro.
Este primer capítulo no tiene la misma estructura que los siguientes, al no presentar un tema concreto, sino más bien el sentido que trasciende a todos ellos. Pero, con todo, no me resisto a comenzar con un bello texto de Pedro Arrupe, SJ, que seguramente sea mejor comprendido desde las entrañas por nuestros jóvenes que por quienes aún nos dolemos por las cicatrices del amor.
¡Enamórate!
Nada puede importar más que encontrar a Dios.
Es decir, enamorarse de él de una manera definitiva y absoluta.
Aquello de lo que te enamoras atrapa tu imaginación
y acaba por ir dejando su huella en todo.
Será lo que decida qué es lo que te saca de la cama por la mañana,
qué haces con tus atardeceres, en qué empleas tus fines de semana,
lo que lees, lo que conoces, lo que rompe tu corazón
y lo que te sobrecoge de alegría y gratitud.
¡Enamórate! ¡Permanece en el amor! Todo será de otra manera.
Esa, y no otra, es la vocación más profunda del cristiano: en-amor-arse.
1. El otro
«Se dijo luego Yahvé Dios: “No es bueno que el hombre esté solo; voy a hacerle una ayuda adecuada”» (Gn 2,18).
No, no es bueno que el ser humano esté solo, ya lo pensó Dios al crearnos. El ser humano –hâ’âdâm, indiferenciado en su sexo aún– no ha sido creado para estar, vivir, ser en soledad. ¿Qué le falta entonces al ser humano para que su creación sea completa, su existencia sea buena? La respuesta es ‘ézer kenegdô, algo así como «un ser semejante a él para que le ayude»; desde ahí, la tradición occidental, desde san Agustín, lo interpretó como «ayuda» en clave de inferioridad y desigualdad de la mujer frente al varón. Realmente, en español, el término «ayuda» puede expresar más bien un apoyo en sentido instrumental. Pero será mejor que nos acerquemos a esos términos desde las actuales interpretaciones bíblicas, para llegar ciertamente a la mejor interpretación de la expresión que da contenido a aquello que nos hace seres completos en nuestra creación, a imagen y semejanza de un Dios amor, no lo olvidemos.
Por un lado, el término ‘ézer hace referencia al apoyo que brinda el mismo Dios (cf. Gn 49,24; 1 Sam 7,12; 1 Cr 5,20), de tal forma que la ayuda de Dios no es un mero instrumento de apoyo, sino que es el sustento mismo de una persona 4. Así, la pareja que se crea es mucho más que una ayuda para Adán, es una compañera que sostiene ofreciendo algo muy concreto, una necesidad vital sin la cual el peligro de muerte resultaría inminente 5.
Por otro lado, el término kenegdô refleja el campo semántico de lo igual, lo que se encuentra en el mismo nivel, en paridad, que se ha traducido como «semejante a él», «que está enfrente» (en clave espacial), «idóneo». Por eso, en un momento en que la criatura aún no es autónoma y ante su necesidad de sobrevivir, Dios va a procurar una ayuda vital, pero que «esté enfrente», que le marque distancia, que, posibilitando su vida, también se la limite. Es la dinámica que permanecerá a lo largo de todo el relato de la creación –y también en toda la historia de salvación–: el don-límite, que en este caso abre al otro, la función del «tú».
Hasta aquí vemos que la creación del ser humano, para estar completa, conforme al plan de Dios, es ineludiblemente con un tú que, al mismo tiempo, le sostiene y le confronta en el ser. Dios buscará entre los animales, entre todo lo creado, pero solo encuentra soledad para el hombre: es él quien les da nombre, expresando así su dominio sobre ellos. No, no es ‘ézer kenegdô, porque ningún animal es imagen de Dios como él mismo, con ninguno puede comunicarse, ninguno de ellos supone un «tú» para él.
Y Dios forma al tú del ser humano. Pero no lo hará como hizo con los animales, modelándolos del polvo, sino que la materia es el ser humano vivo, tomada de su lado, de su costado, como un igual. No es materia de su cabeza, que estuviera por encima de él, ni de sus pies, que estuviera por debajo; la toma de su costado.
Una vez creado ese tú, ahora sí varón y mujer diferenciados semánticamente en el texto (’îsh, varón, e ’ishshâh, mujer), la respuesta del ser humano a este don no será la esperada: «Entonces este exclamó: “Esta vez sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne. Esta será llamada mujer, porque del varón ha sido tomada”» (Gn 2,23).
Algunos autores ven aquí el primer pecado, y no tanto en la fruta prohibida. Resulta inquietante descubrir que en las primeras palabras del ser humano tras su creación se encuentre el primer pecado: la apropiación de lo que le ha sido dado como don junto a la referencia a ella en tercera persona (se refiere a ella como «esta»), negándole la comunicación que la habría constituido en un tú 6.
Y no olvidemos que ya no es el ser humano el que pone nombre a la mujer, sino que esta «será llamada», sin ejercer así ninguna autoridad ni dominio sobre ella, como se hizo con los demás seres vivos. La igualdad y la complementariedad está en los mismos orígenes del género humano, pues somos de la misma sustancia, regalo uno para el otro, llamados a ser imagen y semejanza de un Dios que es amor, es decir, a realizarnos plenamente amando, y amando hasta el extremo.
En definitiva, la vocación más profunda del ser humano, su ser completo, solo se alcanza con otros, con alguien que nos sostiene y confronta. Todos estamos llamados a hacer un doble descubrimiento vital: por un lado, la vocación de donación, de apertura en amor a los demás, nuestro verdadero rostro humano; y, por otro lado, el otro como regalo, que no hará sino constituirme en plenamente yo. Ese es el reto para toda la vida.
2. El amor
Diecisiete siglos de historia, una fuerte influencia del derecho romano en la vida de pareja, un siglo XX con importantes corrientes personalistas dentro y fuera de la Iglesia, todo un concilio ecuménico y un explosivo mayo del 68 que alcanza hasta nuestros días han hecho que, cuando hablamos de amor de pareja, hoy entendamos algo muy diferente a lo que pudieron entender nuestros abuelos, sin ir más lejos.
Será mejor poner un ejemplo. En 1930, apenas treinta y cinco años antes del final de Concilio Vaticano II, Pío XI escribe su encíclica Casti connubii con el objeto de prevenir ciertos errores que se estaban difundiendo en torno al matrimonio, más concretamente sobre la anticoncepción. En ese contexto hace una definición de «amor» que hoy nos puede resultar cuanto menos curiosa: «Amor [...] radica en el íntimo afecto del alma y se demuestra en obras [...] la ayuda mutua de los cónyuges en orden a la formación y perfeccionamiento progresivo del hombre interior» (CC 23).
¿Quién que haya estado enamorado alguna vez definiría hoy el amor de pareja como «íntimo afecto del alma» y cuyas obras de ayuda mutua son en orden a la «formación y perfeccionamiento del hombre interior»? Décadas de pensamiento filosófico personalista, de desarrollo del saber psicológico, de descubrimiento y valoración de la afectividad humana han hecho hoy prácticamente irreconocible esta definición del amor de pareja. También parece muy alejada del himno al amor de san Pablo (1 Cor 13) y que el papa Francisco ha recuperado en su Exhortación Amoris laetitia. En este mismo documento encontramos un concepto de amor mucho más reconocible, sobre todo por los adolescentes y jóvenes que apenas estrenan sus primeras relaciones libremente elegidas en una amistad que se percibe como eterna y verdadera. Veamos los términos:
Después del amor que nos une a Dios, el amor conyugal es la «máxima amistad». Es una unión que tiene todas las características de una buena amistad: búsqueda del bien del otro, reciprocidad, intimidad, ternura, estabilidad y una semejanza entre los amigos que se va construyendo con la vida compartida. Pero el matrimonio agrega a todo ello una exclusividad indisoluble que se expresa en el proyecto estable de compartir y construir juntos toda la existencia (AL 123).
A menudo nos esforzamos por enseñar –en la teoría– lo maravillosamente divino que hay en el amor de pareja, olvidando mostrar –en lo práctico– lo fantásticamente humano que hay en él, esa inigualable amistad que los llevará de la mano hasta compartir toda una vida, unos sueños, un proyecto, una familia. Hasta llegar ahí, aún queda mucho camino por recorrer, un camino que comienza precisamente en la amistad que ya viven y saben reconocer.
El amor de pareja tiene otra peculiaridad que lo distingue ciertamente de cualquier otra relación interpersonal: necesita expresarse, de mil maneras, pero sobre todo eróticamente. Así lo reflejaba el texto del Génesis al concluir que de la unión del varón y la mujer «se hacen una sola carne». Lo serán, lo irán siendo paulatinamente, en un proceso gradual que durará toda la vida. Un camino que comienza con la autonomía de dos personas que se aman y culmina en la comunión en el amor de quien ya no se comprende a sí mismo sin la otra persona.
Es importante dar a la expresión erótica del amor todo su valor, no caer en la minusvaloración en que ha sido relegada secularmente, como una suerte de embaucadora del raciocinio. Tampoco podemos sucumbir a la sobrevaloración que los medios nos imponen desde hace décadas, como si por sí misma pudiera dar sentido al instante, sin tener en cuenta la totalidad de lo que somos y estamos llamados a ser los dos. El papa Francisco nos recuerda que «un amor sin placer ni pasión no es suficiente para simbolizar la unión del corazón humano con Dios» (AL 142). Si el amor de pareja es reflejo del amor que Dios nos tiene, lo será realmente en toda su estructura y su expresión, también en el placer y la pasión, como han repetido insistentemente los místicos.
La expresión del amor de pareja, como todo lenguaje, deberá expresar con verdad aquello que el corazón lleve y, como no puede ser de otra manera, será un amor en crecimiento, gradual, que culminará con la más íntima expresión de amor que se abre a la vida. Posteriormente, la clave estará en «tener la libertad para aceptar que el placer encuentre otras formas de expresión en los distintos momentos de la vida, de acuerdo con las necesidades del amor mutuo» (AL 142). Eso es: libertad para aceptar lo que la vida nos trae y conformar nuestra expresión de amor al bien mutuo, al bien del otro. Volveremos sobre ello cuando abordemos la cuestión de las relaciones prematrimoniales.
En definitiva, somos seres creados a imagen y semejanza de un Dios que es amor, que solo estamos completos en nuestra creación con «otros», seres humanos que son un regalo tomado de mi propia naturaleza, de mi lado, creados para dar sentido a nuestra existencia y confrontarnos en ella. Somos seres sexuados que, en nuestras relaciones de pareja, estamos llamados a crecer juntos en un camino que durará toda la vida, hasta ser una sola carne en el amor, comunión de vida y amor que se expresa en verdad, también eróticamente.
El amor vivido en las parejas cristianas será el objeto directo de todo este libro, en sus diferentes manifestaciones y ámbitos que pueden generar sentido y confusión al mismo tiempo. Podríamos dedicar muchas páginas a recoger lo que tan extensa y bellamente desarrolló Juan Pablo II en sus catequesis de los miércoles entre 1979 y 1984, o la profunda sabiduría de Benedicto XVI al desentrañar en su encíclica Deus caritas est todas las dimensiones del amor cristiano, también el erótico. Pero no. Si queremos ayudar a los que comienzan a descubrir el amor de pareja, tendremos que hacerlo desde abajo, desde sus dudas y certezas, sus confusiones y claridades, sus paradójicos sentimientos e interrogantes que buscan en nosotros respuesta.