Policarpo

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Los conflictos de Centroamérica —en especial los dos mencionados— son importantes para Policarpo, pues en estos países se ensayaba a la vez un tipo de cristianismo liberacionista con el que la revista se identificaba. Según Anna L. Peterson, El Salvador, Nicaragua, Brasil y Chile fueron los países en los que las relaciones entre religión y política cambiaron más profundamente en la medida en que implementaron las reformas pastorales y teológicas impulsadas por el Concilio Vaticano II y Medellín.117 En estos países surgió un tipo de cristianismo de corte liberacionista o progresista, que solidarizó activamente con lo que comprendían era la causa de los más pobres. Esto llevó a distintos grupos de cristianos a involucrarse activamente con movimientos reformistas y revolucionarios de izquierda, asumiendo que compartían una causa común, que era la causa del pueblo y su liberación.

En el caso de Nicaragua, el proceso revolucionario estuvo acompañado de una revitalización religiosa de gran envergadura, nacida al alero de la opción preferencial por los pobres de una parte importante del clero y la vida religiosa. Inspirados por una relectura del mensaje del Evangelio a la luz de la realidad del pueblo nicaragüense, las comunidades cristianas de base se involucraron directamente en la lucha por derrocar a la dictadura de Somoza. Es más, muchos de los miembros más jóvenes de parroquias y comunidades integraron las filas del FSLN, asumiendo como propia la causa sandinista118. Los distintos movimientos católicos de base compartían la convicción de que la sociedad nicaragüense bajo Somoza estaba lejos de encarnar el mensaje cristiano, y que el rol de la Iglesia era buscar una reestructuración de la sociedad que diera origen a una mayor justicia social. El camino para lograr esto pasaba, para muchos, por apoyar al FSLN, camino que los obispos solo apoyaron tímidamente y por un muy breve tiempo, acrecentando la distancia entre la llamada “Iglesia Popular” y la jerarquía eclesiástica del país119.

La Iglesia salvadoreña vivió un proceso de revitalización y radicalización política similar al de Nicaragua, con la diferencia de que contó, al menos por algunos años, con el apoyo y liderazgo de un miembro de la jerarquía eclesiástica local: monseñor Óscar Arnulfo Romero. Romero, nombrado por El Vaticano debido a su carácter moderado y sus posiciones políticas y eclesiales conservadoras, comenzaría a apoyar los esfuerzos de los sectores progresistas de la Iglesia salvadoreña luego del asesinato del sacerdote jesuita Rutilio Grande, el 12 de marzo de 1977. Este hecho generó un cambio en el liderazgo de Romero, que desde entonces haría propia la causa de los movimientos sociales, defendiendo los derechos del pueblo a organizarse, denunciando la corrupción de la oligarquía y la brutalidad de los militares en sus sermones dominicales120. Esta opción le costaría la vida: tan solo tres años después de ser nombrado arzobispo de San Salvador, monseñor Romero sería asesinado por un suboficial de la Guardia Nacional, el 24 de marzo de 1980. Su martirio lo convertiría en una figura central para el cristianismo liberacionista en general, y para Policarpo en particular, que frecuentemente hace alusiones a su figura en diversos artículos121 (algunas consignadas en las secciones previas).

Al comentar la situación centroamericana, Policarpo reflexiona en torno a la relación entre violencia y compromiso cristiano. En esta zona del continente, “ser consecuentemente cristiano y estar del lado de los pobres es sinónimo de ‘comunista’ y ‘subversivo’; por esto el cristiano ya está condenado a muerte, al igual que los campesinos, obreros, estudiantes, maestros”122. Solidarizar con los más pobres era arriesgarse a sufrir su mismo destino, el de una muerte temprana y violenta. Pero también, era abrazar su lucha revolucionaria, en la medida en que la revolución se había convertido en la única opción viable para alcanzar la ansiada liberación de los pueblos123.

Para muchos de estos cristianos, y en particular para el clero, fue importante enfatizar que su compromiso vital era consecuencia de su opción preferencial por los más pobres, y no de la infiltración de ideologías ajenas a la fe cristiana. Un ejemplo de esto es la carta del sacerdote guerrillero Rutilio Sánchez, que le escribe a los obispos de El Salvador pidiendo su bendición para sumarse a la guerrilla. En esta carta, publicada en Policarpo, Sánchez afirma que “no es Rusia o Cuba quienes alientan nuestra revolución; su raíz está en la larga historia de miseria y represión que hemos sufrido siempre; que nuestro pueblo tiene suficiente inteligencia para comprender la necesidad de sacudirse por sí mismo el yugo, organizándose y combatiendo al injusto agresor”124. Para Sánchez, “acompañar al pueblo es la esencia de ser sacerdote” y por lo mismo, como el buen pastor, no debía huir sino cuidar de las ovejas, especialmente cuando están siendo atacadas por el lobo. Su compromiso con la revolución deriva tanto de su rol sacerdotal de pastor de un pueblo, como de la justicia de la causa de ese mismo pueblo, cuya insurrección no se debe a la infiltración e ideologías extranjeras, sino a la toma de conciencia de la miseria y represión cotidiana que vivían las grandes mayorías125.

Aludiendo por un lado al Reino de Dios, y por otro a la tradición de pensamiento de la Guerra Justa —que se remonta a San Agustín y que fue especialmente desarrollada por De Vitoria y Suárez—, Policarpo reinterpreta conceptos claves de la gramática política del cristianismo, para apoyar la causa de los pueblos centroamericanos y sus esfuerzos históricos por liberarse de la pobreza y la opresión. A su vez, Policarpo observaba los acontecimientos eclesiales y políticos de Centroamérica, como quien se mira en un espejo, encontrando similitudes con lo que ocurría en Chile, e imaginando futuros y esperanzas para todo el continente. Es más, al comparar la situación de Chile con la situación de Centroamérica Policarpo advierte que puede llegar el momento en que los caminos pacíficos para derrotar a la Dictadura de Pinochet se agoten, y la Iglesia chilena “deba admitir que la insurrección armada es legítima”126. En esto, tendría que seguir el camino trazado por Óscar Arnulfo Romero, el ya mencionado arzobispo mártir de El Salvador127, quien como vimos rompió con la Junta Militar de El Salvador y tomó un camino de compromiso con los movimientos populares, que terminaría con su asesinato128. Monseñor Romero se convierte así en un obispo modelo, que sirve a Policarpo de contraste crítico contra la jerarquía eclesiástica chilena, que aparece como más precavida, silenciosa y ambigua en sus posiciones políticas, y menos decidida a optar radicalmente por la causa de los más pobres.

Los comentarios de Policarpo en torno a la situación política y eclesial centroamericana llegan a un punto de inflexión con la visita del papa Juan Pablo II a Nicaragua en marzo de 1983. La visita se constituye en el escenario privilegiado para comentar la polarización de la Iglesia centroamericana, dividida, según Policarpo, entre una Iglesia conservadora de cristiandad, que quiere defender su posición adquirida en la sociedad sin romper con las dictaduras, y un segundo sector de la Iglesia, que se había decidido por un camino de compromiso con el movimiento popular129. La visita de Juan Pablo II a Nicaragua sería una gran decepción para los sectores liberacionistas del catolicismo, pues en ella el papa terminaría aliándose de manera clara con los sectores más conservadores del catolicismo nicaragüense, centrando su discurso en la unidad de la Iglesia, criticando a la Iglesia Popular, y omitiendo temas importantes como la opción preferencial por los pobres, la imagen de la Iglesia como pueblo de Dios, las campañas de alfabetización llevadas adelante por los sandinistas y, más gravemente, evitando hablar de los muertos y de la paz en las fronteras130. Según Policarpo, el pueblo nicaragüense pudo percibir que el papa estaba reprendiendo a los cristianos sandinistas, lo que se hizo más evidente cuando eligió no saludar a los miembros de la Junta de Gobierno y del Frente Sandinista al acercarse al estrado. La revista concluye su comentario de la visita afirmando que esta solo acrecentó la división entre cristianos revolucionarios y contrarrevolucionarios, agrandando las heridas en vez de sanarlas131.

Los comentarios de Policarpo a la situación centroamericana dan cuenta de la existencia de redes de información y solidaridad al interior de los sectores liberacionistas de la Iglesia latinoamericana de la época, que necesitan ser investigadas con más detención para comprender mejor la circulación de ideas, recursos y personas, en este período clave de la historia del continente. En sus artículos, nos podemos asomar a la construcción de una identidad político-religiosa particular, anclada en un modo de vivir la fe cristiana comprometida con el cambio social a favor de los más pobres, y que tiene como protagonistas a las comunidades cristianas de base y a los sectores progresistas del clero y la vida religiosa que trabajaban con ellas. Dicha identidad es la que Policarpo quiere promover dentro de la Iglesia chilena, invitándola a radicalizarse a ejemplo de sus pares centroamericanos.

Policarpo y la memoria de las violaciones a los DD.HH.

Un último aspecto que quisiéramos relevar de la lectura de Policarpo es cómo el seguimiento de los casos de violaciones de derechos humanos que allí se denuncian —y lo mismo vale para NPC—, permite realizar un ejercicio de memoria que se ve complementado por las notas que hemos incorporado y que hacen seguimiento a su secuela judicial, cuando la hubo. Esto último revela que varios casos recién han terminado su tramitación judicial o, incluso, aún siguen tramitándose. Esto no tiene que ver con que no hubiese evidencias que investigar; deriva de acciones u omisiones de otros agentes estatales realizadas para evitar que estos hechos fuesen juzgados o sancionados, sea por la vía del apoyo, del silencio cómplice o de la simple negligencia, destacando entre aquellas acciones el Decreto Ley de Amnistía de 1978132.

 

Como lo señaló el Informe Rettig133, y lo reconoció la propia Corte Suprema en 2013, las violaciones a los derechos humanos de aquella época se vieron favorecidas por la “omisión de la actividad de jueces de la época que no hicieron lo suficiente para determinar la efectividad de dichas acciones delictuosas […] pero principalmente de la Corte Suprema de entonces que no ejerció ningún liderazgo para representar este tipo de actividades ilícitas, desde que ella no podía ignorar su efectiva ocurrencia”, incurriendo en una “dejación de funciones jurisdiccionales”134. La Corte, a inicios de los 90, empezó a matizar en algunos casos la aplicación automática de la Ley de Amnistía siguiendo la llamada “Doctrina Aylwin”, que exigía investigar los hechos e identificar a sus responsables antes de amnistiar. Aplicaría a otros, después, la “tesis del secuestro permanente”, conforme a la cual existiendo personas desaparecidas el delito se seguía cometiendo y quedaba fuera de la amnistía de 1978 cuyo marco temporal se limitaba a hechos previos a su publicación. Este camino de avances y retrocesos paulatinos llevará, a partir de una sentencia de 1988, a establecer la ineficacia de la Ley de Amnistía por contravenir el derecho internacional humanitario y de los derechos humanos135 (algo que en 2006 también declaró la Corte Interamericana de Derechos Humanos)136. Tras la detención de Pinochet en Londres la Corte Suprema nombraría jueces de dedicación exclusiva para acelerar los procesos que seguían pendientes137. En cuanto a las reparaciones civiles, la tendencia inicial de la Corte Suprema fue declarar la prescripción de las acciones, algo que luego rectificó entendiendo que la imprescriptibilidad de los delitos de lesa humanidad se extendía a las indemnizaciones derivadas de ellos (cabe señalar que esa interpretación inicial nos ha granjeado una condena de la Corte Interamericana de Derechos Humanos)138.

Los casos que nos recuerda Policarpo ejemplifican la tardanza de estos procesos. Algunos de ellos ni siquiera estaban sujetos a la Ley de Amnistía, evidenciando que esta no fue la única restricción para obtener justicia. Así ocurre con los homicidios de Juan Ramón Olivares Pérez y Rubén Eduardo Orta Jopia, quienes fueron ejecutados el 7 de noviembre de 1980 por agentes de la CNI139. 40 años después la causa está en la Corte Suprema, que todavía conoce de los últimos recursos interpuestos por los imputados. Lo mismo puede decirse de un asesinato tan emblemático como el de Tucapel Jiménez140 cuya secuela judicial tardó nada menos que 28 años y demuestra cómo un juez diligente (el actual ministro de la Corte Suprema, Sergio Muñoz) puede hacer la diferencia y cerrar en tres años la primera instancia de un proceso penal que antes se arrastraba por diecisisiete. En contraste, los procesos judiciales seguidos contra quienes actuaron contra la Dictadura y sus agentes fueron mucho más expeditos, al punto que al existir condenas los culpables pudieron acceder a los indultos que, excepcionalmente, autorizó la reforma constitucional de 1991141.

Policarpo también nos habla de casos sujetos a la Ley de Amnistía, como las 15 personas, en su mayoría trabajadores agrícolas, cuyos restos aparecieron en la mina de cal abandonada en Lonquén, que recién cerró su arista civil con un fallo de la Corte Suprema en 2018, o la historia de la doctora británica Sheila Cassidy142, detenida y torturada, y cuya captura por agentes de la DINA en 1975 tuvo como “daño colateral” el asesinato de la empleada de la casa de los Padres Columbanos donde ella se encontraba, Enriqueta del Carmen Reyes Valerio, otro caso que solo se cerró judicialmente en 2018 (tras 43 años)143. Sorprendentemente esta última historia ha pasado a ser relativamente desconocida entre nosotros, cuando en su momento implicó una protesta formal del ministro de Relaciones Exteriores del Reino Unido, el retiro temporal del embajador —llamado a consulta a Londres en 1977— y el envío del caso a la Comisión de Derechos Humanos de Naciones Unidas (si bien tras el ascenso al poder de Margaret Thatcher la relación bilateral se normalizó)144.

Evitar la impunidad en estos casos implica sostener que estos agravios afectan los valores que nos definen como comunidad política, reafirma la pertenencia a esta última de las víctimas —lo que puede servirles de reparación— y también la de los perpetradores al ser llamados a responder por sus actos145. Formalizar esta verdad es esencial para evitar “potenciales teorías revisionistas o negacionistas de las atrocidades cometidas”, y porque preservar una historia sobre el pasado influirá en “la forma en cómo pensamos y actuamos en el presente y cómo nos proyectamos al futuro”146. Con todo, es inevitable que estas sentencias que oficializan una verdad judicial dejen, también, una paradojal insatisfacción con su tardanza, en vez de la paz que debiera generar la justicia, pues su demora representa una nueva violación de los derechos de las víctimas. Y aunque hay avances que destacar, nuestra sociedad sigue al debe147.

De algún modo, con este “rescate” de Policarpo pretendemos contribuir con este proceso al permitir que algunas experiencias individuales y subjetivas pasen a ser culturalmente compartidas y compartibles transformando a este libro, también, en un “vehículo de la memoria”, con todas las ambigüedades que tiene esta categoría148.

Reflexiones finales

La lectura de estos artículos nos permite asomarnos a lo que hace 40 años veían y pensaban, de Chile y de Latinoamérica, un grupo de valientes católicos y católicas con un fuerte compromiso social y una visión enérgicamente crítica de las transformaciones que se estaban realizando en Dictadura y de las violaciones a los derechos humanos que esta última ejecutaba. Al trasladarnos a lo que se vivía entonces, como una especie de “cápsula temporal”, la revista nos transmite la incertidumbre del futuro en un momento de clara consolidación del proyecto de la Dictadura. Esta incertidumbre es visible más allá de los deseos que expresan quienes escriben, que no pierden la esperanza de su eventual derrota de Pinochet y su proyecto político. Policarpo nos ofrece una lectura de la realidad que es teológica y política, y que se arraiga en una naciente vertiente del catolicismo popular, que emerge en las comunidades de base de las periferias urbanas de Santiago, y se alimenta de la teología de la liberación latinoamericana. Ubicada en esta experiencia particular de Iglesia, la revista sabe que le habla a una sociedad que comparte en lo básico un enfoque cristiano y desde esos valores religiosos y éticos la interpela y critica. Lo hace, además, en un momento de cambios que continúa definiendo nuestro presente.

Precisamente ese presente nos encuentra hoy con cuestionamientos profundos al ordenamiento constitucional, económico e institucional que se asentó en la Dictadura y que, a pesar de los diversos esfuerzos de democratización política del período de la transición, pervive en distintos aspectos. En ese sentido, la crítica política que se esboza en las páginas de Policarpo es de crucial interés no solo para estudiosos del pasado, sino también para comprender mejor las disputas políticas y valóricas que marcan nuestro presente. Pero, a diferencia de los tiempos de Policarpo, el catolicismo como horizonte valórico parece estar ausente, o al menos silenciado en el debate público. Esto, en gran parte debido a la grave crisis institucional al interior de la misma Iglesia Católica derivada del escándalo de los abusos sexuales del clero y la creciente secularización de la sociedad y la política chilenas. Por ende, la interpretación teológica del presente político que ensayara Policarpo se encuentra no tanto en disputa, como en los años 80, sino enfrentada a un momento de desprestigio institucional que compromete su enunciación pública y la vuelven aparentemente irrelevante. En este contexto, la marginación de las voces del catolicismo progresista en los debates políticos del presente es doble, pues es a la vez una marginación pública debido a los escándalos eclesiales, y una marginación eclesial, dado el giro conservador que asumiera la jerarquía eclesiástica chilena, y cuyos primeros síntomas se dejan entrever en las páginas de Policarpo.

Quizás precisamente por ese silencio la reflexión ético-política y teológica de Policarpo, enraizada en el catolicismo popular, puede nutrir de manera nueva las discusiones políticas del Chile actual y, en especial, la deliberación constitucional de una convención constituyente de gran diversidad, cuyo futuro no está exento de incertidumbres. Tal vez la lectura de estas páginas pueda interpelarnos y contribuir en la reflexión y la acción que necesitamos para aportar en los desafíos democratizadores de estos tiempos.

Selección artículos




Policarpo Nº 1

Julio 1981


POLICARPO149


Así se denominará nuestra modesta publicación. Mientras no podemos mostrarnos nosotros mismos a la luz del día, seremos solamente “Policarpo”. “Policarpo” es, o más bien será lo que hagamos de él, nosotros y Uds., señores lectores.

Cierto es que sabios historiadores dicen que en el siglo segundo del cristianismo existió realmente un tal Policarpo, personaje de barba blanca que fue perseguido por el poder imperial, vivió en catacumba y escribió cartas “subversivas” a las Iglesias de Dios. Dicen que fue entregado a las fieras y murió mártir. Después corrió la voz que solía reaparecer en tiempos de persecución para animar a los cristianos150.

Puede ser que esta historia sea realidad, pero a decir verdad no hemos pretendido con nuestra publicación evocar imágenes del pasado. Queremos crear en el presente y proyectar hacia el futuro la expresión de un pueblo joven de fe vigorosa, que no se acomoda a la injusticia y mentira, que no se doblega ante la amenaza, sino que proclama su mensaje con firmeza, serenidad y hasta —¿por qué no?— con alegría y humor, convocando a reconstruir un Chile nuevo. Ese ha de ser nuestro Policarpo.


EDITORIAL

Nuevas situaciones piden nuevas respuestas


Los chilenos nos hallamos confrontados con un hecho que —por más que nos desagrade— marcará nuestra historia y nuestro futuro: el 11 de marzo se institucionalizó, en forma estable y permanente (por 8 años al menos, y tal vez por 16) un Gobierno no precisamente nuevo sino el que habíamos conocido y sufrido por 7 años y medio. Junto con él se oficializó una nueva Constitución, hechura del propio Gobierno y de los que se mueven detrás de él151. Los pasos que se han ido dando desde entonces, las “racionalizaciones”, “modernizaciones”, los procedimientos represivos (art. 24 transitorio) no dejan lugar a duda sobre el carácter del régimen que se ha querido imponer al país152.

Esta nueva situación afecta muy profundamente la vida ciudadana y el futuro del país. Repercute muy hondamente, mucho más de lo que sospechamos, en la vida de la Iglesia y en la vivencia cristiana de las comunidades. No podemos vivir al margen de un proceso que nos engloba a todos y desde todos los ángulos, en lo económico, social, político y cultural, en lo ético y religioso.

Ya no bastará pues denunciar lo que no podemos callar153. Será necesario analizar juntos esta nueva situación y elaborar estrategias de resistencia y de lucha que permitan no solamente la sobrevivencia de una fe viva y evangélica, sino también su plena expresión en la reconstitución de la convivencia nacional.

Una segunda constatación se añade a esta primera y hemos de ser sinceros en manifestarla. Alrededor nuestro y hasta en respetables jerarquías, encontramos una gran desorientación. Falta exactitud en el diagnóstico de los hechos, claridad en los pensamientos, visión para dirigir la acción. No hablemos de viejos dogmatismos que se quieren aún aplicar, ni de prácticas de cristiandad que se pretende aún mantener no obstante la realidad que pide nuevas perspectivas.

Falta sobre todo una teología. Los espíritus más abiertos a los tiempos buscan en el seno de las comunidades vivas y en el contacto comprometido con los pobres la perspectiva verdadera para leer los caminos del futuro.

Un grupo de cristianos vinculados con sectores vivos de la Iglesia de Santiago y también de Provincias, hemos sentido en esta coyuntura nuestra responsabilidad.

 

No presumimos —ni mucho menos— tener lo que a otros les falta sino que pensamos poder dar, con sencillez y mucha verdad, nuestra contribución para una reflexión común y un común compromiso en forjar nuestro destino.

Nos dirigimos preferentemente a los responsables de nuestras comunidades, a los agentes pastorales y a quienes interesa reflexionar y actuar la tarea de la Iglesia hoy. Queremos alcanzar muy particularmente las Provincias siempre más necesitadas de comunicación.

No podemos, lamentablemente, en el Chile de hoy, salir a la luz con publicidad, ya que toda publicación nueva debe ser autorizada por la Dictadura154. Cumpliremos discretamente con lo que sentimos ha de ser nuestro aporte a la Iglesia y a la Patria. Vendrá un día en que emergeremos de nuestro anonimato y podremos a la luz del día estrechar las manos amigas sin miedo de incurrir en el delito de “asociación ilícita”. Será en un Chile nuevo que una Iglesia nueva, fortalecida en la lucha solidaria, habrá contribuido a hacer nacer.


Moral práctica para tiempos de tiranía.

¿PODÍA ENTREGARSE A LOS ESTUDIANTES AYUNANTES EN LA CATEDRAL?


Informa el Arzobispado: “El día 3 de junio al anochecer llegaron Agentes de investigaciones (unos 30) y presentaron al Párroco de la Catedral una orden de detención con facultad de allanamiento y descerrajamiento, emanada de la Fiscalía Militar para detener a cuatro de ellos que, según una citación del Ministerio del Interior, debían haberse presentado a Investigaciones en el plazo de 5 días. Cosa que los jóvenes no hicieron. En vista de dicha orden se les dejó pasar. Los Agentes descerrajaron la puerta de la habitación que los jóvenes ocupaban y se los llevaron detenidos…” (Información Vicaría Zona Oeste: 16/6/81; Nos. 2 y 3)155.

Declara el Arzobispado: “Nos duele y preocupa que una vez más se haya preferido el recurso a la fuerza en lugar de admitir el análisis de fondo de las situaciones conflictivas que originan este tipo de manifestaciones. Frente a una orden de detención con facultad de allanamiento y descerrajamiento no le es posible a la Iglesia oponerse con los mismos medios. Sus recursos son evangélicos - no violentos, los que en esta oportunidad se ejercieron sin resultados”. (Declaración: 4/6/81; Nos. 1 y 2)

Responde DINACOS (Dirección Nacional de Comunicaciones)156: Rechaza la imputación anterior del Arzobispado pues “los agentes obraron de acuerdo a la legalidad vigente”.

POLICARPO, con toda la tradición cristiana, reflexiona:

¡NO! ¡con el legalismo que se nos ha inculcado a los chilenos!

CIERTO: “Toda ley justa y democrática es sagrada”.

Pero igualmente es cierto: “La ley injusta, por más ley que sea, debe ser resistida y desobedecida”.

ENTONCES: el Párroco de la Catedral no podía abrir las puertas de esta a los Agentes aquel día157. El Consejo de Vicarios debía haber dejado al Párroco instrucciones claras, precisas y firmes al respecto (las mismas que faltaron en esta oportunidad, según ha llegado a conocimiento de POLICARPO).

¿QUÉ SE PODÍA HACER? Negarse a abrir las puertas. Dejar a los “Agentes del orden” la ingrata tarea de derribar las puertas de la Catedral (si es que se atrevían) y mostrar así claramente el espíritu que los anima. La opinión pública y del pueblo podrían, luego, sacar conclusiones claras.

¿QUÉ EXPERIENCIA SACAMOS? No es primera vez que algo semejante ocurre. Antes, solamente el año pasado, se entregó a un dirigente poblacional desde la Vicaría de la Zona Sur de Santiago a los Agentes de Seguridad, a pesar de saberse y declararse que la orden era injusta158.

¡Esto no puede volver a suceder! Ello por el bien y el derecho de los oprimidos y perseguidos; por la credibilidad del Evangelio: “El sábado ha sido hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado” (Mc. 2, 27); “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hechos 5, 29) y por la credibilidad de la misma Iglesia que dice defender al hombre y optar por los pobres y oprimidos. (Puebla159: n.o 13, 90, 134, 169, 475-477).

Jamás entregar un hombre a las autoridades cuando estas lo requieran indebida o injustamente. Resistir todo lo posible, aún con riesgos graves; y hacer evidente, finalmente, que los agresores cometen su atropello contra el parecer y la resistencia por medios no violentos de la Iglesia o los cristianos.




Policarpo Nº 2

Agosto 1981


EDITORIAL

COMUNIDADES CRISTIANAS POPULARES160.

¿Cuál es el rostro que la Iglesia va mostrando en ellas?


En el surgimiento y en la vida de Comunidades Cristianas Populares, cada vez más numerosas en la Iglesia de Santiago, se va concretando y tomando rasgos precisos un nuevo rostro de nuestra Iglesia; se trata de un proceso de dimensiones continentales en la Iglesia latinoamericana: en Centroamérica (en las Iglesias que hoy sufren más cruelmente el martirio), en Brasil, Perú, México, etc., los pobres, ese pueblo oprimido y creyente, está irrumpiendo en la Iglesia y la están marcando profundamente con sus opciones populares, liberadoras y evangélicas. Esto lo vemos también en Chile y de manera muy especial en el camino que van haciendo las comunidades cristianas populares y en el ideal de Iglesia y de Comunidad que van precisando y proyectando hacia adelante.

Este camino lo realizan ciertamente en medio de grandes dificultades y, muchas veces, ante la incomprensión o desconfianza de algunos sectores de la misma Iglesia, igual como ha ocurrido en otras partes en América Latina.

Al llamarse “populares” estas comunidades no están queriendo poner una barrera entre ellas y otras comunidades que también surgen en poblaciones o barrios populares, sino que están subrayando una opción básica en su manera de entender y vivir el compromiso con el Evangelio: los pobres por los que el Evangelio toma partido (y por los que Dios mismo ha tomado partido) tienen una realidad concreta social, política y cultural: son el pueblo oprimido que busca (a veces oscuramente) la liberación. No son pobres aislados y atomizados, sino esa realidad colectiva que es el pueblo. La fe liberadora del Evangelio no puede vivirse entonces de espaldas o al margen de las luchas y esfuerzos del pueblo por liberarse. Se podría así “traducir” el nombre “comunidad cristiana popular” como “comunidad que vive y celebra su fe en Jesucristo desde dentro del compromiso con las luchas del pueblo por su liberación”.

De aquí se desprenden algunos rasgos básicos de este rostro que han ido adquiriendo las comunidades cristianas populares y que ellas le van dando a la Iglesia. Se puede hablar de dos líneas centrales o, mejor dicho, de dos lados de un mismo compromiso: ser un compromiso de fe en Jesucristo y ser un compromiso muy concreto con la liberación del pueblo. De este modo, la comunidad cristiana popular es:

1.- Un grupo de creyentes y, más exactamente, de seguidores de Jesucristo. Es un grupo que como grupo busca asumir el seguimiento de Jesús, con todas sus implicaciones de jugarse radicalmente y sin concesiones por la liberación, por la vida, por el Reinado de Dios prometido a los pobres y débiles.

2.- Y al mismo tiempo, es un grupo del pueblo, nacido del pueblo. Es parte de ese pueblo oprimido y explotado que busca la liberación. Como parte de él, la comunidad se entiende a sí misma y vive en relación estrecha con las organizaciones que el pueblo va creando, en un movimiento popular. Como parte del pueblo, la comunidad comparte sus sufrimientos, su cruz, sus esperanzas y sus luchas.