El anfitrión

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Aguirre, Marcelo Gustavo

El anfitrión / Marcelo Gustavo Aguirre. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2021.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: online

ISBN 978-987-87-1387-8

1. Narrativa Argentina. 2. Novelas. I. Título.

CDD A863

Editorial Autores de Argentina

www.autoresdeargentina.com

Mail: info@autoresdeargentina.com

Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723

Impreso en Argentina – Printed in Argentina

Dedicado a mis salvavidas y amados Katy y Tino, quienes todos los días llenan mi vida de risas, ternura, esperanza y amor. A mi mujer, compañera y amada Marcela. A Cami hija de la vida. A mi amado hermano José y señora, a mi sobrino Benicio compañero de sueños y travesuras de Katy y Tino. A mi viejita Ilda. A los amigos que están y a los que se fueron, a la Logia de los sin Códigos, a Daniel Marquez amigo del alma, a mi querido y alegre compadre Marcelito Casas, al Trompa Paez amigo, bohemio y compañero de tertulias, al gordo Dani quien me enseño un oficio desinteresadamente.

A la música, fiel compañera en todos los momentos de mi vida, y a todas las personas que se cruzaron en mi vida y me hicieron y hacen bien.

Y sobre todo a Dios, quien siempre estuvo conmigo, me acompaño y me dio otra oportunidad en la vida.

La oscuridad cubre mi aterido presente.

Sin embargo, el mediodía es hermosamente cálido

Mis párpados no pueden, o tal vez, no quieren separarse.

Lo intento por última vez, casi no poseo fuerzas, ni ánimos...

Ni vida...

Logro hacerlo... infinitas perlas vienen hacia mí.

La lluvia ha comenzado a caer.

No me molesta ni me disgusta, todo lo contrario...

Me alivia.

La herida que tengo es mortal. No duraré mucho con vida.

Creo que...

He despertado.

Estoy tendido en una calle que desconozco; conjeturo que ha sido un mal sueño, pues no estoy mojado ni me siento herido.

Una atmósfera brumosa cubre mi entorno.

Levanto la cabeza y diviso frente a mí, a través de esta especie de niebla, algo parecido a un bar.

Se hace difícil ver con claridad.

No hay automóviles, ni gente. No hay ruidos.

Solamente silencio, un silencio envolvente y hasta atemorizante.

Me incorporo, dubitativo, voy hacia el único lugar donde he visto luz.

Llego a la puerta e ingreso precavidamente.

Es mayúscula mi sorpresa ante lo que veo...

Tres personas sentadas alrededor de una mesa y una silla vacía parecen esperarme.

Todos miran hacia mí.

Siento la incomodidad del recién llegado, todos miran, sin miedo, ni odio, simpatía ni apatía...

Miran expectantes.

El hombre que se ubica en el centro de la mesa, con un gesto cordial y silencioso, indicando la silla vacía con su mano derecha, me invita a sentarme.

Lo hago.

Es el único que no posee mirada huidiza, el único que parece tener paz en sus ojos de incontables años, lo cual no se relaciona con la aparente juventud de su rostro y cuerpo.

A la derecha está sentado un hombre robusto de barba crecida, fuertes brazos, tez trigueña, cabello negro corto, tendrá quizás entre 35 y 40 años.

A su izquierda un joven de 30 años aproximadamente, con cara demacrada, finas manos y piel blanca, cabello rubio, corto.

Y frente a Él, me encuentro yo.

Tengo 25 años, mi color de piel es trigueña oscura, mi cabello es oscuro y está un poco crecido, mis manos no son finas ni robustas, son normales al igual que mi cuerpo.

Los allí sentados, exceptuándolo a él e incluyéndome, observamos nuestro alrededor, donde no se distinguen paredes, ni ventanas, ni nada... solo brumas.

Nadie se anima a romper el miedo hecho silencio, quizás por el temor de que esto no sea un sueño.

Él nos recorre con su mirada llena de paz, de armonía, lo único que lo hace común a nosotros es el dolor.

Un dolor que también forma parte de él.

—Se ha completado la mesa, es hora de que les explique lo que ninguno de ustedes comprende ni ha querido preguntar. Por qué están aquí.

Deja su asiento y comienza a caminar lentamente.

Advierto entonces su estatura normal, 1,70 metros, tal vez, piel blanca, cabello castaño.

—Cada una de los aquí presentes ha cometido faltas graves, dolorosas. Inconsciente y conscientemente.

“Pudieron haberlas evitado o torcer el rumbo de los acontecimientos vividos. Por razones que ustedes dirán, no han querido o no han tenido el valor de hacerlo. Han peleado por cambiar, pero la comodidad, el miedo, o el pesimismo pudieron más, pesaron más.

Sus valientes acciones y los sentimientos que han sabido resguardar hasta el último suspiro los han empujado hacia este escenario.

Se han amparado en el mal y también lo han hecho en el bien; y no se han decidido enteramente por uno u otro.

Ahora deberán hacerlo”.

Cada palabra pronunciada por él retumbaba como un mazazo en mí. No sonaban ofensivas ni crueles.

Las decía con sabiduría, las pronunciaba con verdad.

Un escalofrío recorrió mi cuerpo, por llamarlo de alguna manera; cuando al ver a los demás vi sus rostros y manos ponerse moradas.

Mi perplejidad fue aún mayor al ver las mías.

Estaban de idéntica manera.

—¿Por qué les asombra verse así?

“Es que acaso les da tanto miedo ver la desnudez de su alma.

Ya no hay cuerpo que esconda su dolor o su miedo ni motivos para hacerlo”.

Nos observamos, oleadas de miedo e incredulidad pueblan el enigmático ambiente, nuestros cuerpos o almas siguen morados.

Nadie rompe el silencio.

Las palabras de “Él” no finalizan allí.

—El motivo de por qué están aquí es por la deuda pendiente que cada uno tiene.

“Esa deuda solamente puede ser saldada por ustedes mismos, han llegado a contar su historia verdadera.

Sin mentiras, sin engaños.

No podrán volver a sus cuerpos; ellos ya no existen en la forma en que los dejaron. Lo que sí podrán hacer es salvar o condenar su alma.

Se requiere de mucho valor para hacerlo, ese que no han tenido para enfrentar su propia debilidad.

El que no desee intentarlo puede retirarse.

No lo detendré”.

Ha caído una gran carga invisible sobre mí; una carga que se asemeja a la vergüenza, la culpa...

Inclino la cabeza, creo que todos lo hacen por algunos segundos.

Pienso que el hecho de haber muerto no es lo principal, esta confusión, estimo que general, se produce por alguien a quien nunca he visto, alguien que con solo mirarme, parece saber todo de mí.

A mis acompañantes quizás les suceda lo mismo.

He decidido.

—Me quedaré —digo.

Todos asienten, todos se quedarán.

No me he quedado por interés, tampoco por curiosidad.

Lo hago por la necesidad de contar mi historia, mi vida, de narrar lo que fui y por qué.

Me siento un piano olvidado en el cual sus palabras se posan sobre las teclas jamás tocadas.

El miedo ha pasado, mi piel como la de los demás ha recobrado su coloración natural.

“Él” se detiene junto al joven de cara demacrada, colocando su mano derecha sobre el hombro del muchacho.

Al retirarla, se ubica nuevamente en su silla.

El joven ha comprendido.

EL DOCTOR

—Mi nombre es Alfred Harris, nací en los Estados Unidos, soy o fui el único hijo de una familia respetada, tradicional y adinerada de aquel país.

“Mi padre era médico, un buen médico, a decir verdad.

Debido a ello había adquirido un gran respeto y prestigio en la ciudad donde vivíamos.

Mi madre se dedicaba a dirigir al personal de servicio de la mansión en que vivíamos, ocuparse de mí y acompañar a mi padre en las reuniones sociales.

Solo me dejaba a cuidado de otras personas cuando salía con él, de lo contrario ella me llevaba al colegio, me vestía y me protegía incondicional y afectuosamente.

Una protección que quizás se extendía demasiado por ser único hijo. A pesar de ello no fue una persona dura conmigo, y eso me permitió tener amigos y una infancia feliz.

En la adolescencia, sus sueños ya explícitos de verme como médico no me intranquilizaban, mis pensamientos y vida solo necesitaban diversión, tenía el cabello largo, miles de sueños que me alejaban de la medicina y un futuro lleno de misterios que quería ir develando a medida que me encontrara con ellos.

Quería ser un aventurero, recorrer el mundo...”.

EN ESTE MOMENTO SU SEMBLANTE SE TORNA CASI ADOLESCENTE, SU SONRISA SE AMPLÍA, SU CABELLO CRECE, TOMANDO LA FORMA A LA QUE HACE REFERENCIA.

 

“Al terminar la preparatoria finalmente decidí hablar con ellos.

Junto a un amigo teníamos planes para comenzar a viajar, a más tardar dentro de un mes.

Caí tarde en la cuenta de que ni tendría que haber apañado los sueños de mis padres con el silencio.

Pero ahora estaba decidido y tendrían que aceptarlo.

Nunca hubiese pensado cuando los reuní, que fueran a reaccionar como lo hicieron.

Mi madre rompió en un llanto incontrolable, mientras mi padre vociferaba a viva voz...

—¡No lo permitiré! Mi hijo no vagabundeará como un maldito hippie. ¡Nunca! ¡Nunca!

Jamás lo había visto tan encolerizado, lo había escuchado insultarme en alguna ocasión, pero esta vez estaba totalmente fuera de sí.

Tomé mi campera y me fui, volvería a la noche, quizás ya no estarían tan enfadados.

Regresé a casa muy tarde, casi de madrugada, seguramente al otro día estarían más calmados.

Esperar sería lo mejor.

Al día siguiente, después de levantarme y asearme, me dirigí como de costumbre a saludar a mi padre.

Estaba leyendo el periódico en la sala de estar, al inclinarme para besar su mejilla extendió su brazo impidiéndome hacerlo, sin mediar palabras.

Su desprecio me hirió, me lastimó...

Quizás si estuviera ejerciendo su profesión mi decisión no lo habría puesto de mal humor, tal vez ni lo hubiese afectado.

Pero la realidad indicaba que se había retirado hace 5 años de la práctica activa de la medicina, ahora teniendo 55 años, viajaba de vez en cuando a distintos estados de la unión para dar conferencias.

Sin embargo, ya no era el mismo.

Su carácter había cambiado, tornándose más serio, más adusto.

Nunca comprendí el porqué de su temprano retiro, conocía médicos de más edad y menor prestigio y aún seguían operando.

Estaba inmerso en esos pensamientos cuando vi a mi madre entrar en la cocina, fui hasta allí con intenciones de hablar sobre lo sucedido.

Al querer saludarla, reacciona de la misma manera que mi padre, negándose a saludarme y también a hablarme.

Salgo de esa cocina totalmente destrozado, si no esperaba una actitud así de mi padre, mucho menos lo esperaba de ella.

Los días transcurren, no me hablan, no me miran, ni siquiera me increpan.

Mi madre solo entra a mi cuarto para dejarme el almuerzo o la cena, mis ruegos para que me dirija la palabra han sido en vano. Por ese motivo casi no permanezco en casa.

Pero sus silencios me persiguen a donde quiera que voy.

Estoy regresando a casa, es de noche. Han pasado 10 días de este atroz silencio, de esta insoportable pesadilla.

Al pasar cerca de su habitación escucho los desconsolados llantos de mi madre.

Esos sonidos me quiebran totalmente.

Ingreso en mi cuarto, debo tomar una decisión, esta situación me ha superado a tal punto que mis nervios están a punto de estallar.

Me quedo en penumbras, pensando, pensando, pensando... hasta dormirme.

Es de día.

En la sala mi padre está leyendo el periódico y mi madre está a su lado, al verme, se incorpora e intenta retirarse de la sala.

—No, madre, quédate, tengo que hablarles.

Sin decirme nada toma asiento, mi padre deja el diario en el apoyabrazos del sillón.

Sus miradas ahora están clavadas en mí, solo esperan algo de su hijo.

Y lo obtienen.

—Está bien. Ganaron... Iré a la facultad de medicina.

Mi madre se arroja sobre mí llorando y diciéndome:

—Gracias, hijo, gracias.

Mi padre solo agrega.

—Te felicito, hijo. Es la mejor decisión que podrías haber tomado, no te arrepentirás.

Luego toma el periódico y lo sigue leyendo inexpresivamente, como si estos diez malditos días no hubiesen existido.

Si mirara mis ojos vería la furia contenida que me embarga, los deseos de quitarle su periódico y decirle que haría lo que quisiera, que no me importaba lo que él hiciera o pensara al respecto.

Pero no lo hago.

Falta de valor, excesivo respeto, no lo sé... pero comienzo a pensar que nunca podré contradecirlo.

Aguardo a que mi madre se tranquilice, después salgo a caminar.

Me siento más abatido que el día anterior, no obstante, busco fuerzas interiormente ideando estar un tiempo corto en la facultad y posteriormente, cuando todo se calme, poder hacer lo que realmente deseo.

Camino hacia lo de mi amigo para avisarle de la nueva determinación; al llegar lo encuentro revisando el motor del “bólido feroz”.

Así bautizamos a su camioneta, con la que recorreríamos “todos los caminos y rutas del país” como solíamos decir alegremente.

—Hola, Sten, ¿cómo se porta el bólido?

—¡Eh! Alfred, ¿cómo estás? Si por él fuera podríamos partir ya mismo.

Esa broma había retumbado en mi interior como una señal de escape, un escape que deseaba como nada en ese momento.

Desecho esa envolvente idea antes que se apodere de mí.

—Sten, debo decirte algo

—Habla, por más que no te vean mis ojos, estos oídos te escucharán.

—No iré contigo, Sten. Han surgido algunos inconvenientes en mi familia... mi madre... ha enfermado...

—Lo imaginaba.

—Qué quieres decir con eso.

Permanece en silencio, solo sigue en ese maldito motor sin pronunciar palabra.

—¡¡ Qué quieres decir!!

Insisto, levantando el tono de voz lentamente, Sten sale de entre el motor y el capó, toma un trapo, comienza a limpiar sus manos y me mira.

—Quiero decir exactamente eso, que lo imaginaba. ¿Acaso si dijera algo más cambiarías de opinión?

No digo nada, pues tiene razón.

Está dolido, lo sé, pero no necesita insultarme, ni pedirme explicaciones.

Tiene mi misma edad, pero se comporta como un hombre, doy media vuelta, poso una mano sobre el principio de la camioneta y camino hasta el final de ella...

Al separar mi mano del bólido también me separo de sueños e ilusiones, de la hermosa rebeldía juvenil, me separo de tantas cosas...

Pasado un mes de estos sucesos, ingreso a la facultad.

Durante la preparatoria he sido un buen estudiante, pero ahora no lo soy, con desgano voy a las clases que se dictan, tomo pocas notas y no me esmero en lo más mínimo.

Quizás teniendo calificaciones malas mis padres entren en razón.

Se produce el primer receso en la universidad, retorno con las peores notas que he tenido en mi vida estudiantil, junto con la intención de abandonar los estudios.

Mis padres me reciben con diferentes estados de ánimo; ella está contenta con mi regreso, él me saluda fríamente.

Los días trascurren entre las renovadas charlas con mi madre y las pocas palabras que cruzo con mi padre.

A pocos días de regresar a la facultad, decido hablar en la cena sobre mi determinación.

Sé bien que, si él acepta mi decisión, mi madre estará conforme

—Padre, debo decirte que no me ha ido muy bien en la facultad. Es más, he confirmado que no serviría para médico.

—Lo sé, Alfred, sé de tus calificaciones.

No debía extrañarme, todavía mantenía amigos en la casa de estudios y seguramente lo mantenían al tanto de mi desempeño como estudiante.

Tal vez por fin me había entendido.

—Y sé también que puedes mejorarlas, solo necesitas esforzarte más.

—No. No necesito esforzarme más, simplemente esta carrera no es para mí.

No volveré a la universidad.

—Tú volverás y te graduarás, eso es lo que harás.

En ese momento me levanté del asiento, y hastiado de su obsecuencia, grité:

—¡Basta! No lo haré, no quiero ser médico y tú no lo entiendes, jamás lo entenderás. Hagan lo que hagan no volveré a la universidad.

Terminadas estas palabras, y sin querer escuchar sus insultos, me dirigí a la habitación.

Tomé un bolso y comencé a empacar, quizás todavía podría alcanzar a Sten en algún pueblo.

Casi terminaba cuando escuché gritos desesperados de mi madre, salí del cuarto y corriendo bajé las escaleras.

En el comedor vi a mi padre tendido en el suelo, inmóvil, sus manos sobre el pecho, con signos evidentes de dolor en su rostro, mi madre estaba arrodillada junto a él...

Al verme grita...

—¡¡LLAMA UNA AMBULANCIA!!

Corro a hacerlo, luego regreso junto a ellos; mis manos tiemblan, no sé qué hacer. Mientras mi madre llora, mi padre sigue tocándose el pecho con la mirada perdida en el dolor.

Al llegar la ambulancia, los paramédicos se hacen paso ente nosotros y comienzan a realizar los primeros auxilios, una vez estabilizado lo suben en la camilla y lo ingresan al vehículo, mi madre lo acompaña.

No hay personal a quien dejar a cargo de la casa, mi padre los despidió hace un par de años... Tomo el automóvil y me dirijo hacia el hospital.

Comienza a insertarse en mí un sentimiento de culpa que se apodera lentamente de todo mi ser.

Juro interiormente una y otra vez que de recuperarse iré a la facultad, no ocasionaré problemas...

Estoy tan asustado por lo que he ocasionado... parezco un niño temeroso, que al ver a su madre en la sala de espera llora desconsoladamente.

Después de calmarme ella me dice que papá ha sufrido un infarto; habrá que esperar cómo evoluciona en terapia intensiva.

Paso toda la madrugada en la sala de espera, mi madre no ha querido volver a casa, le han acondicionado una habitación en el hospital para que descanse.

La mañana casi está muriendo y sigo entre esas límpidas paredes de la sala: esperando novedades...

Buenas novedades.

No he dormido ni he comido. Solo he fumado un cigarrillo tras otro.

Esos cigarrillos fueron mi contaminante compañía durante la madrugada y mañana de espera.

Es tarde, casi está anocheciendo, vemos a un doctor aproximarse, se detiene y nos saluda amablemente, nos informa que papá se ha estabilizado y está fuera de peligro... Nos abrazamos en un alivio enorme con mi madre.

Pese a la buena noticia el Dr. Harrison nos recomienda esperar hasta el día siguiente para poder verlo, por temor a una nueva recaída.

Volvemos a casa, descansamos y al otro día estamos nuevamente en el hospital.

Pasado el mediodía llega hasta nosotros el mismo doctor, con una sonrisa en los labios nos dice:

—El Dr. Harris quiere verlos.

Cuando se alejó, susurré a mi madre:

—Ve tú, debo hacer algo antes de verlo.

Me observa entre asombrada y perpleja, con resignación justifiqué mis palabras con más palabras.

—No te preocupes, haré algo que lo pondrá contento.

Fui hasta el centro de la ciudad, estacioné el auto y entré en una peluquería.

Al sentarme solo dije:

—Bien corto por favor.

Al salir de aquel lugar ya no era la misma persona.

Lo que aún sobrevivía de rebeldía en mí no era solo el cabello, era mi resistencia aferrada a él, mis esperanzas de ser yo mismo...

Mientras subía al automóvil para emprender el regreso, veía al peluquero con su escobillón en mano echar el último bastión de autoestima en la pala de residuos, para después arrojarlo al bote de basura.

Por más que me dejara crecer el cabello nuevamente, presentía que no recuperaría lo perdido aquella tarde”.

DETIENE UNOS INSTANTES SU NARRACIÓN. SU LARGA CABELLERA HA DESAPARECIDO JUNTO CON SU HERMOSA SONRISA.

LA PRIMERA LLAGA AFLORA EN SU ROSTRO.

“Al entrar en el cuarto de terapia intensiva, vi a mi padre; cables y sondas conectan su cuerpo a varios aparatos. Al verme con mi nuevo aspecto una sonrisa hizo paso en su rostro.

Mi madre aferraba una de sus manos, me acerqué y tomé la otra.

—Perdóname, volveré a la universidad, solo te pido una cosa... Recupérate.

Con voz apenas audible susurró:

—Está bien, hijo, lo haré.

Una semana después permitieron que lo llevemos a casa, además de mi madre habría una enfermera cuidándolo.

Al enterarme que no se recuperaría por completo supe que el sentimiento de culpa sería una sombra en mi vida.

Era tiempo de volver a la universidad, lo mejor que me acompañaba era el buen ánimo de mis padres.

Como no me costaba estudiar pronto comencé a mejorar mis promedios, lo teórico no sería un impedimento para avanzar.

En el siguiente receso encontré a mi padre con mejor estado de salud, sus ánimos se elevaron aún más al confirmar mis progresos.

 

Dos años más tarde comenzaron los problemas... otra vez.

Se iniciaron las prácticas.

Eran prácticas que debían realizar todos los aspirantes a médicos. Al comenzar a asistir a ellas no podía evitar desmayarme, por más mentalizado que estuviera en no hacerlo.

Según lo que decían todos era normal... al principio.

Pero mis vómitos al ver sangre no cesaban con el tiempo, tampoco mis desmayos al realizar operaciones de práctica, menos aun cuando era el encargado de hacer cortes o disecciones.

Al asir el bisturí, a pesar de saber que era un cuerpo sin vida, el temor se apoderaba de mí y se extendía a mi brazo actuante temblando este como la hoja más marchita de un árbol seco.

Prefería las risas que habían generado al principio mis desmayos o vómitos a las burlas crueles y ese dejo de desprecio que comenzaba a notarse en el resto de los estudiantes a medida que transcurría el tiempo.

Debía hacer algo.

A pesar de las influencias y contactos de mi padre, quizás por ellos todavía permanecía allí, no tolerarían mucho tiempo mis debilidades.

Había un joven que utilizaba fármacos, todo el mundo lo sabía.

Recurrí a él.

Glen Norris me proveyó de algunas drogas junto con indicaciones sobre sus usos y efectos “tranquilizantes”; previo pago del servicio por supuesto.

Me indicó además a quién comprárselas “afuera”, ya que este había sido solo un favor, según él, no se dedicaba a vender y no quería que nadie se enterara de nuestra transacción.

Estuve de acuerdo... me convenía.

Esas primeras drogas más otras que fui conociendo con el correr de los meses me ayudaron a mantener el pulso firme y a soportar estoicamente las prácticas. Solo debía luchar contra los repentinos ataques de risa que me causaban algunas situaciones que antes eran normales a mis ojos y ahora no.

También reprimía imágenes alucinantes y miedos persecutorios que sentía, generalmente en la oscuridad o ante alguna mirada que se me antojaba muy fija sobre mí.

Poco a poco las burlas y las risas se fueron acallando, mis movimientos se volvieron firmes, dejé de descomponerme y desmayarme.

Las prácticas estaban siendo superadas y mis miedos contenidos, varios compañeros tomaban alguna clase de fármacos, legales o ilegales, pero por distintos motivos nadie lo admitía.

Algunos lo hacían para soportar la presión, otros para mantenerse alertas o despiertos y unos pocos para dormirse

Sí, las causas eran diversas, pero el fin solo uno... terminar la carrera.

Costase lo que costase.

En los días en que no tenía prácticas intentaba descansar mi cuerpo de los diversos fármacos que consumía, aparte de los cigarrillos; ello me producía una terrible fatiga corporal y mental.

De vez en cuando algún estudiante explotaba en el transcurso de las prácticas o de las clases teóricas, rompiendo en un incontrolable llanto o en furiosos ataques de risa.

Comencé a sentir temor de terminar como ellos, o peor aún...

Finalmente pude terminar los estudios.

El día de la graduación estaban mis padres presentes, alegres como hacía tiempo no los veía, en cambio yo me encontraba extrañamente desanimado...

Sin reflexionar demasiado decidí drogarme para estar más acorde con el ambiente festivo que allí reinaba.

Al recibir el honorable título pude ver por primera y única vez el orgullo que invadía los ojos del Dr. Harris, mi padre.

Hasta ahí debí haber llegado con la farsa.

Pero el miedo y la culpa pudieron más.

Pasados unos días, estando en casa, mi padre me aconsejó hacer residencia en el hospital donde él había atendido hasta su retiro, asentí sumisamente, parecía él quien comenzaría; no yo.

No quería volver a usar fármacos, comenzaba a sentir los primeros síntomas de adicción.

Decidí presentarme lo más “limpio” posible en el hospital.

Llevaba 2 semanas sin droga y todo marchaba sin complicaciones hasta que me tocó asistir a un médico titular en una operación.

Fui sin temor, creyendo que las drogas consumidas anteriormente habían desterrado el miedo de mi mente.

Estuve 5 minutos en el quirófano y cerca de 20 en el baño.

Al intentar ingresar nuevamente al quirófano, una enfermera corta mi paso.

El Dr. Johnson, quien operaba, mandó a decir que lo esperara en su consultorio. No bien finalizara la operación iría a mi encuentro.

Transcurridas dos horas de espera Johnson apareció sonriente, avergonzado como un adolescente, me adelanté a sus palabras.

—Lo siento mucho, Dr. Johnson, no sé realmente qué es lo que me ocurrió. Le aseguro que no volverá a suceder.

—No te excuses conmigo, Alfred, estaba dentro de mis cálculos que algo así podría suceder. No te he dejado ingresar a la sala de operaciones, pues lo más seguro es que hubieses tenido otra “recaída”. Y no podía permitir distracciones. Ni a mí ni a mis asistentes nos hubiese hecho bien desorientarnos. Pero no te preocupes, todo salió bien allí dentro, esta vez... La amistad que me une a tu padre me obliga también a ser sincero contigo. Generalmente indico que me asista un médico residente para poder evaluar su capacidad, si no quedo conforme con su rendimiento pido que lo trasladen a algún hospital público o a otro centro asistencial. Pero contigo haré una excepción. Te daré la oportunidad que los demás no tienen conmigo.

Ojea su agenda; estoy tan avergonzado que no soy capaz de hablar.

—Dentro de 2 semanas tengo una cirugía programada, tú me asistirás. Si no pasas esa prueba lamentablemente solicitaré tu traslado. ¿Estás de acuerdo?

—Sí, gracias, doctor Johnson... muchas gracias.

En ocasiones hasta yo mismo sentía lástima de mí.

Voy a cambiarme, ni siquiera me aseo, huyo hacia mi casa y me encierro en el cuarto.

Han pasado dos semanas y he vuelto a hacerlo.

Me he drogado otra vez.

Asisto tan exitosamente al Dr. Johnson que de aquí en más seré su asistente hasta terminar la residencia.

Siento que me coloco una máscara al drogarme, una máscara que impide a los demás ver mis miedos y debilidades, que les da lo que ellos piden de mí.

La seriedad crea una imagen falsa de sobriedad y humildad en torno a mi persona. Nadie sabe que tomo esa postura para no estallar a veces en una incontrolable risa o decir estupideces sin sentido.

He finalizado mi residencia, también me he mudado de casa. Tenía temor de decírselos a mis padres, pero para mi sorpresa, han reaccionado bien. Lo han aceptado de buena manera, quizás esta vez mis 25 años juegan a favor.

Lo único que mi padre pide es que no los abandone y, de ser posible, los visite todos los días.

Este requerimiento hace que el nuevo hogar no esté a más de 20 minutos de su mansión.

He conseguido una confortable casa, dos habitaciones, cocina, baño y sala de estar.

Contrato a una mucama para que la asee tres veces por semana, a excepción de un cuarto, el cual convierto en mi refugio.

Por lo demás, ya ni poseo amigos, almuerzo en el hospital y ceno periódicamente en lo de mis padres.

La señora que realiza la limpieza me agradece el poco trabajo que tiene y ha dejado de insistir en asear la habitación que siempre permanece cerrada.

Ese cuarto solo alberga un colchón, un televisor y un equipo de música; la seriedad que me acompaña durante el día se transforma en liberación allí.

Miro TV y rio o simplemente permanezco recostado sobre el colchón idiotizado por los efectos del alcohol y los narcóticos...

Creo que estoy al borde de la locura.

Una noche, después de despedirme de mis padres, decido no volver a casa y me dirijo hacia el centro de la ciudad.

Tengo miedo de mí mismo.

Al pasar por una calleja semioscura observo a un hombre tirado sobre la acera, continúo la marcha como si no lo hubiera visto.

No... no debo huir... no puedo huir. Algo dentro de mí no lo permite.

Doy la vuelta a toda velocidad, detengo el auto y voy en su auxilio

Es un vagabundo... al revisarlo advierto que de su abdomen está manando sangre, no dudo y lo subo al vehículo; el hospital donde trabajo está muy lejos, voy pensando qué hacer mientras conduzco, diviso entonces un pequeño centro asistencial, casi junto a una iglesia.

Acelero y casi atropello a una pareja al subirme a la acera con el automóvil.

Al descender veo que se acerca el joven al que casi embisto con intenciones de golpearme.

—Perdóneme, soy doctor y traigo un herido grave.

Dije sin perder tiempo en una posible discusión, el joven se hace a un lado.

Del centro sale un enfermero, más por el bullicio que por la emergencia en sí.

—¡¡¡AYÚDAME!!! Está mal herido.

—No, no, no, llévelo a otro sitio, aquí estamos completos.

—Soy doctor, maldito estúpido, y este hombre se está muriendo, si no me ayuda haré que lo encarcelen por abandono de persona.

Maldiciendo por lo bajo, coopera conmigo y entramos con el vagabundo al pequeño centro.

Solo bastó abrir las viejas puertas rechinantes para sentir el nauseabundo hedor que allí reinaba; me dolieron los ojos al ver el espectáculo involuntario y tétrico de gente en los pasillos.