Papelucho detective

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Aus der Reihe: Papelucho #4
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Papelucho detective
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Papelucho detective

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Querida Mamá:

1º No estoy perdido así que no se ponga nerviosa.

2º Tampoco se enoje porque lo que pasó es pura fatalidad.

3º Si tiene quinientos pesos puede venir a buscarme a la policía de Renca. Si no los tiene véndale mi rifle al lechero, que lo quiere comprar.

4º Yo estoy tranquilamente detenido, pero no preso.

Y le voy a explicar lo que pasó porque a usted le habría pasado lo mismo. También piense que si usted estuviera detenida, su mamá la iría a buscar, aunque le costara quinientos pesos. Usted dice que la media suela de un zapato vale quinientos pesos, así que no es mucha plata.

El sargento Neri, que es amigo de la Domi, me prestó papel y lápiz para que le escriba a usted y él mismo le va a llevar la carta esta noche.

Hay bastante gente en este calabozo así que no da miedo.

Todos están durmiendo y roncando, menos yo. Hay un ratón sin cola que le come el pan duro al Chirigüe, y aunque lo tiene en el bolsillo ni lo siente.

A lo mejor usted ni se acuerda de quién es el Chirigüe.

Las cosas pasaron así:

Esta mañana, cuando usted salió, yo me fui a la puerta a esperarla porque le iba a pedir permiso para algo que no me acuerdo. Y cuando la estaba esperando pasó por ahí el Chirigüe y nos pusimos a conversar. ¿Se acuerda de ese amigo mío que vivía en el fundo de la tía Rosarito? Ahora vive en Santiago, porque estaba durmiendo en un tren y cuando despertó, el tren estaba en Santiago. Y resulta que él se había encontrado en la calle una cosita de oro pero no sabíamos ni para qué servía. Pero tal vez valía como un millón de pesos. Y yo le dije que si la vendía, él se podía comprar una motoneta, pero él me dijo que si la llevaba a vender lo tomaban preso porque iban a pensar que se la había robado. Y yo le dije que él era un pesimista y él me dijo que no entendía lo que era eso, pero que él sabía muchas cosas que yo no sabía. Y así nos fuimos discutiendo y discutiendo y de repente llegó su micro y él subió. Y yo también me senté en el parachoques porque lo quería convencer. Pero era tanta la bulla y el humo del motor que no había caso. Y ni nos dimos cuenta cuando llegamos a la población y nos bajamos.

Entonces él me vendió la cosita de oro en cincuenta pesos y yo me la eché al bolsillo para regalársela a usted y le di mis cincuenta pesos. Y nos fuimos a un almacén y comimos unas galletas blandas como género y un pedazo de jamón color café y seco.

—Quiero ver tu casa —le dije al Chirigüe.

—Es un rancho por allá... —y me apuntó con la pera un montón de casuchas hechas de palos, cartones, latas y sacos.


La cuestión es que lo convencí de que me la mostrara y fuimos a verla.

La población era como una cancha de fútbol, pero sin cancha y no tiene ningún peligro. Son toda gente conocida. Y hay que caminar miles de kilómetros al sol y pasar un zanjón lleno de cáscaras de sandía. El Chirigüe me contó que ahí se ahogó una guagua y también siete mujeres de amor. Hay un árbol viejo sin ninguna rama porque se usan de leña y hay un basural inmenso que sirve para encontrar cosas perdidas y juntar latas, papeles, trapos que se venden, etc. Y lo que no sirve se vende como tierra de hoja. Así que no importa que sea un poco fétido porque es como una verdadera mina.

Pero lo que pasó fue bastante terrible y casi no sé cómo empezar a contárselo.

Cuando íbamos caminando a la casa del Chirigüe, había un tremendo boche en la puerta de un rancho y un hombre le pegaba a otro y una mujer gritaba como una verdadera radio. A nadie le importaba mucho porque parece que en esta población la gente discute así. Lo único malo era la mujer que gritaba, pero como nadie le hacía caso, la mujer se calló. Resulta que el que ganó la discusión se fue y el que perdió quedó tendido en el suelo con su sangre. Yo le dije al Chirigüe:

—A lo peor está muerto...

Pero él se rio.

—Está borracho, como todos los días —contestó.


Yo no me convencí y me acerqué a él.

—Oiga —le dije al hombre—. ¿Quiere una aspirina?

Pero él me miró con ojos de rinoceronte y escupió sangre. Yo sabía que escupir sangre es lo más grave que hay. Después revolvió los ojos y los dejó arriba y yo me aseguré de su muerte.

Me fui donde el Chirigüe, que estaba jugando con otros cabros, pero no podía pensar más que en el muerto. Yo sentía que era mi obligación ayudarlo, pero ahora pienso que tal vez era una tentación del demonio. Porque todo lo que pasó fue por culpa de eso.

—Oye, Chirigüe —le dije—, si ese hombre no está muerto, está agonizando.

Resulta que otro chiquillo se interesó y nos fuimos los ocho a verlo. Y le hicimos cosquillas y le tiramos el pelo y no pestañeó. Entonces nos convencimos de su muerte.

—Hay que esconderlo —dijo el Rubio, que era el más grande—. Porque si no va a haber rosca...

Así que lo pescamos entre los ocho y lo llevamos al basural y lo dejamos bien tapadito con basura. Estaba completamente muerto porque ni chistó. Y lo más raro es que a nadie le importó nada que lo enterráramos sin coronas. Ni preguntaron por él. Solo que en ese momento al Chirigüe lo llamó su tía y entramos al rancho. Ella le dio un coscacho en la cabeza y lo insultó.


—Pelusa... qué te llevai palomillando en vez de hacer lo que te mandan —le dijo.

—Pero si jui onde me dijo —alegó el Chirigüe.

—¿Y cuál es que lo trajiste?

—Pero si no estaba el julano...

—¿Y quién te manda a ponerte a jugar con ese pijecito?

—Pero si apenita llegué no má...

—¿Trajiste algo pa’l desayuno?

El Chirigüe se dio la vuelta los bolsillos rotos y se rascó un pie con el otro.

La tía le dio otro coscacho y empezó a hablar de que no tenía ni azúcar para una agüita ni pan duro. Había un mocoso bien gordito con romadizo colgado que empezó a llorar. La tía le pasó un choclo amarillo y lo sentó en el suelo. El chiquillo se calló y chupaba y chupaba la coronta.

—Oye —le dije al Chirigüe—, ¿por qué no vendemos algo mío? Tu tía no ha tomado desayuno.

El Chirigüe me miró de arriba a abajo, como si nunca me hubiera visto y después me pellizcó la camisa.

—Yo sé quién te puede comprar tu camisa —dijo.

Fuimos a otro rancho y negociamos la camisa. Nos dieron veinte pesos y una polera usada. Me quedaba chica y rota pero ya no me dirían “pijecito”. En el almacén compramos azúcar, pan y dos pirulines y le llevamos las cosas a la tía. Ella no nos dio ni las gracias y se puso a hacer fuego y hablaba todo el tiempo mal del Chirigüe. Después nos dio una agüita de azúcar tostada bien calentita y el gordito con romadizo dejó la coronta y también tomó. Cuando de repente la tía se puso más furiosa y nos preguntó:

—¿Y ustedes qué andan haciendo con el Chato? ¿Quién los manda meterse en roscas?

El Chirigüe no contestó, así que yo le expliqué:

—Ese señor estaba muerto, por eso lo enterramos...

—¿Muerto? —y puso los ojos bien redondos mirando al Chirigüe. Él le dijo que “sí” con la cabeza y siguió tomando agüita, pero la tía metió una pelotera de cosas.

—Si está muerto —decía— va a venir el autopatrulla y toditos a declarar. Ustedes los primeritos. Y al Bonito lo van a secar en la cárcel si no lo matan... ¿Estás bien seguro de que está muerto el Chato? —le volvía a preguntar al Chirigüe.

En fin, que en eso el niño con romadizo metió una manito gorda al fuego y comenzó a chillar y la tía se olvidó del muerto buscando aceite para curarlo.

Aproveché para irme y de repente divisé al Bonito, que era el hombre que discutía con el Chato, y fui corriendo donde él.

—Oiga, señor —le dije—, sería bueno que usted se escondiera o tal vez se desapareciera porque el Chato se murió y lo van a tomar preso.

Me tapó la boca con su mano negra y me llevó a un lado.

—¿Quién te dijo eso? —me preguntó con voz de trueno.

—Yo lo vi y todos los vimos. Pero ya está enterrado...

—¿Enterrado? ¿Quién lo enterró?

—Nosotros con el Chirigüe.

—¿El Chirigüe? ¿Dónde está ese?

El Chirigüe se había desaparecido, pero allá lejos, corriendo por el puentecillo del zanjón se veían sus piernas. El Bonito me pescó de un brazo y echó a correr conmigo. Corríamos como a cien kilómetros por hora y no lo agarrábamos. Por fin llegamos a una calle, justo a tiempo para verlo subirse a una micro. El Bonito me soltó y acezaba y acezaba más que una locomotora antigua.

 

Apenas me moví, él me pescó de nuevo con su garra.

—¿Quién erís tú? —me preguntó.

—Papelucho —le dije.

—¿Erís de aquí?

—No. Vine con el Chirigüe.

—¿Tenís familia?

—Claro... y ahora mismo quiero irme a mi casa.

—No tan ligero, amigo. Tú te quedas conmigo.


Yo traté de soltarme de su garra, pero él apretaba más y más.

—Me duele —le dije.

—Andando —ordenó como un militar. Y comenzamos a caminar por una calle y fuimos a dar a un bar oscuro. Él no me soltaba y yo pensando todo el tiempo cómo me podría escapar. Porque el Bonito me daba un poco de miedo por lo callado. También yo quería saber lo que íbamos a hacer.

Se sentó en una mesa y pidió un chacolí. Le trajeron un vaso grande de tinto. Y me acordé de la sangre del Chato. Me revolvía el estómago verlo tomar.


Yo no sabía lo que él pensaba, siempre pescado de mi brazo. Yo quería conversar para saber algo.

—Oiga —me salió como carraspera—. Yo le vine a avisar lo del Chato para que usted se escape. ¿Por qué no me deja ir?

—Porque tu boca es habladora. Tendrás que ser mudo por unos días...

—Es que yo le prometo no decirle nada a nadie —le dije.

—Es que yo no me fío.

—Es que yo le avisé a usted para que se salvara. Porque usted no había pensado matar al Chato. Estaban discutiendo...

El Bonito se puso a pensar de nuevo. Tenía la cara como ploma y la nariz colorada. Le temblaban las manos y le costaba respirar.

—Me gustaría irme a mi casa —le dije.

—Cállate —bufó—. Déjame pensar...

Se abrió la puerta del bar y él dio como un salto. Sus ojos parecían dinamita. Entró un hombre chato y chorreado y se acercó a la mesa.

—Vine a avisarte —le dijo. ¿Sabes ya?

El Bonito dijo que sí con la boca apretada.

—¿Es cierto entonces?

—Cierto.

—¿Quién lo descubrió?

—La Roja. Cuando te vio correr con este cabro detrás del Chirigüe le dio la corazonada y averiguó. Armó la gritería y ya fueron a dar el aviso...

El Bonito se paró de un salto y me apretó el brazo. Sacó un billete y lo tiró sobre la mesa. Los tres salimos muy ligero del bar.

—¿Qué vas a hacer?

—No sé. Por ahora esconderme. Hablar con Santelices después. Él conoce abogados.

Nos subimos a una micro. Los dos se sentaron y yo parado con la mano del Bonito en mi brazo. ¿Dónde nos iríamos a esconder? —pensaba yo. Y se me ocurrían muchas ideas, pero no me atrevía a decirlas. Tal vez lo mejor era irnos a mi casa. Nadie pensaría buscarlo allá.

—¿Tenís plata? —le preguntó el otro.

—Poca. ¿Para qué?

—Para tomar un tren. Irme bien lejos...

Nos bajamos de repente. Era cerca de la estación. Yo pensaba que íbamos a viajar. El Bonito hablaba en voz baja con el otro y de repente sentí otra mano en mi otro brazo. Pensaba dejarme preso con el amigo. Di un tirón y me solté de los dos, pero antes de correr mucho me habían alcanzado.

Un feroz pellizco me asomó lágrimas a los ojos.

—Si volvís a tratar de escapar te va a doler toda la vida —me dijo el Bonito. Y a su amigo—: Tú te encargas de él y del Chirigüe. Creo que lo encontrarás en la pastelería... —y se apartó de nosotros. Lo vi irse a la estación y me habría gustado más bien irme con él porque era más conocido. Este otro hombre era muy antipático.

—Andando —me dijo y caminamos como un año sin hablar palabra. Su garra era menos dura pero más firme.

Por fin llegamos a una pastelería. Los pasteles tenían moscas y unas cosas como cortinas encima. No daba hambre. Vi al Chirigüe que desaparecía detrás de una cortina, pero el hombre me arrastró y lo seguimos. Era un cuartucho lleno de cajas sucias y una cocina con humo.

—Tú vas a venir conmigo, Chirigüe —le dijo el hombre—. Los dos se quedan conmigo hasta mañana. Nadie les hará nada si no tratan de escapar... si hacen algo, verán lo bueno...

No parecía tan malo después de todo. Nos compró un caramelo y nos llevó a su casa. El Chirigüe no me hablaba y miraba enojado todo el tiempo.

La casa del Orocimbo era como sala de espera. Tenía suelo de tablas y una mesa con florero. Había un mueble con tres copas de campeonato y un retrato hinchado con marco y el Orocimbo adentro vestido de campeón.

La señora de él era gorda y colorada y de una sola pieza. Nos miró como con rabia pero después se le olvidó. Le echó llave a la puerta, se la guardó en el bolsillo y siguió haciendo sus cosas. El Orocimbo se sentó en el patio a leer el diario. La señora picaba cebolla y más cebolla.

—Te dije que no te metieras —habló por fin el Chirigüe.

—Pero así se va a salvar el Bonito. A nosotros no nos pasará nada...

—Ojalá —el Chirigüe miró al patio.

—Me gustaría llamar por teléfono a mi casa para avisarle a la Domi que me voy a atrasar... —le dije. Soltó la risa.

—¿No entendiste lo que te dijeron? Pareces caído del catre... De aquí no nos movemos hasta quién sabe cuándo...

—Yo tengo que avisarle a mi mamá.

—¡Cuidado! Yo no quiero pagar por ti. Quietecitos los dos.

Me puse a pensar. Todavía era la mañana y la cebolla frita me hacía sonar las tripas. Me dieron unas ganas tremendas de almorzar. La señora de Orocimbo estaba transpirando.

—Si quiere yo le frío la cebolla —le dije. Me miró un poco y me pasó la cuchara. Yo empecé a revolver y ella sacó un pedazo de carne y lo picó. La cebolla frita era deliciosa. Se me caía el jugo de la boca y tuve que probarla. Me quemé un poco y por suerte nadie me vio. Yo ya ni me acordaba de por qué estaba ahí y se me había ido el susto y lo único que tenía era hambre. Y como ya no aguantaba más le pregunté a la señora:

—¿A qué hora almuerza usted?

—¿Y qué le importa al mocoso insolente? —me contestó.

—Es que si quiere que le lave los platos —dije— y si sobra un poco...

—El pobre siempre tiene que dar —dijo—. Si tienes hambre, siéntate y sírvete...

Los dos con el Chirigüe nos sentamos con un buen plato cada uno y los dejamos limpiecitos. El Orocimbo y ella se comieron toda la fuente y ni hablaban por comer. Pero cuando acabaron de limpiar el plato con el pan, ella se tiró un buen flato, y con la llave en el bolsillo, se acostó de boca en la cama. La llave quedó debajo de ella. El Orocimbo se estiró no más, sacó un tremendo revólver del bolsillo, lo dejó sobre la mesa, puso los brazos encima y se durmió como en su almohada.

Resulta que no pude terminar mi carta porque también me quedé dormido. Y por culpa de eso no se la mandé tampoco. Así que pienso que usted debe estar confundida de no saber de mí, pero supongo que se estará acostumbrando.

Mientras ellos roncaban, el Chirigüe se puso nervioso.

—Tenemos que irnos —me dijo.

—Yo estoy listo —contesté—. Pero, ¿cómo salimos?

—Haz lo que yo te diga.

El Chirigüe estaba muy serio y hablaba en secreto. Yo lo miré que salpicaba unas gotas de parafina con el depósito de la cocina, después mojaba papeles en la ídem y los repartía por todo el cuarto.

—¿Qué vas a hacer? —le pregunté.

—Lo tengo muy pensado —me dijo—. Es el único modo de escaparnos. Hay que asustar a estos gallos...

—Cuando yo le iba a preguntar si iba a hacer fogata, el Chirigüe sacó fósforos y a todo escape prendió los papeles y la parafina por todos lados.

Se llenó el cuarto de llamas y de humo: —¡Incendio! —gritó el Chirigüe, y don Oro se despertó como loco.

Se armó el boche, tiraba agua, maldecía, tiraba todo y gritaba dando patadas. Ella no se despertó, pero él manoteando y tosiendo abrió la puerta de un tirón para que saliera el humo. Junto con el humo salimos el Chirigüe y yo, corriendo por la calle como un cohete. No paramos hasta llegar a la orilla de un zanjón y nos dejamos caer por una pasada de agua y llegamos a una especie de cueva con piedras.

El Chirigüe se sentó a descansar, escupió y se sobó un pie. Yo tenía puntada.

—Aquí no nos encontrará —dijo—. Esta es la cueva del Soto.

—Yo prefiero irme a mi casa —le dije. Pero el Chirigüe se había puesto como furioso y sus ojos estaban tan negros como una sartén.

—Tú no te muevas —dijo y sacó del pantalón el revólver de don Oro.


—¡Chitas! —dije yo—. ¿Y está cargado?

Lo empezamos a examinar, pero él no me dejaba ni tocarlo, como si fuera suyo. Era un revólver macanudo, de los antiguos y con cinco balas. Pero el Chirigüe no me tenía confianza.

—¿Lo vas a vender? —le pregunté—. ¿O se lo vas a devolver a don Orocimbo?

—Lo voy a guardar —me dijo—. Puedo necesitarlo algún día. Por lo demás yo sé que don Oro se lo robó al Quemao...

Y lo escondió entre las piedras. Después tapó todo con papeles y basuras y se puso a pensar.

—Yo quiero irme a mi casa —le dije otra vez.

—Tú te irás a tu casa en la noche. Y no vas a soplar ni media palabra de todo esto porque te costaría bien caro.

—¿Y qué vamos hacer hasta la noche? Es apenas después de almuerzo... —le dije.

—Tú no me dejas pensar —contestó y volvió a poner los ojos terriblemente negros.

Mientras él pensaba, yo empecé a mover las piedras para ver los tesoros de la cueva de Soto. Había un montón de cosas sucias y viejas, y también un reloj, cubiertos y una máquina fotográfica. Se veía que Soto era ladrón. Y el Chirigüe debía ser su amigo si conocía la cueva.

—Oye —le dije—. ¿Tú eres amigo de Soto?

—Es mi padrino —dijo.

—¡Chitas! —dije yo—. ¿Y cómo es?

—Bien macizo —contestó.

—¿Es ladrón, no?

—No, es cogotero —dijo y soltó la risa. Pero se puso serio de repente y me preguntó—: ¿Sabrías llegar hasta aquí solo?

Meneé la cabeza. No me acordaba palabra por dónde habíamos corrido tan ligero. El Chirigüe me miraba todo el tiempo.

—En mala hora me metí contigo —me dijo rabioso—. Ahora no sé cómo zafarme...

—Si me voy a mi casa no me ves más —le respondí.

—¡Tú eres un bocón! Vas a llegar contando todo lo que has visto. Si Soto estuviera aquí, no volvías a hablar...

—¿Me mataría? —pregunté tragando saliva. Se encogió de hombros y escupió lejos.

—Oye, ¿a qué hora llega tu padrino? —le pregunté. No tenía ni gota de ganas de conocerlo. También pensaba que el Chirigüe no debía haberse bautizado. Después de un rato le pregunté:

—¿Qué estás pensando?

—De cómo hacer que se te olvide todo lo que has visto... Yo sé que hay una manera. Si yo te dejo aturdido, no te acuerdas más. Pero me da miedo meterme en un lío. Como eres un niño rico, te van a buscar hasta que te encuentren y a mí me llega.

—Yo te doy mi palabra de quedarme callado —le dije.

El Chirigüe se rio con cara de aviso. Ya no parecía ser mi amigo. Yo me sentía como un pijecito idiota y me dio mucha rabia que me hiciera sentirme así...

—Tú te crees que yo no cumplo mi palabra de hombre —le dije—. Ahora te doy mi palabra de que vas a arrepentirte —y le pegué una bofetada en plena nariz y a toda fuerza.

Rodamos por las piedras, pero a él le salía tanta sangre de las narices, que paramos de pelear. A mí me dolía el cuerpo, pero como fue él el que me dijo que hiciéramos las paces, yo me sentía macanudo.

Resulta que tuve que parar de escribir porque tenía como rabia de tanta hambre. Y me sonaban las tripas de arriba a abajo. Y me puse a morder el lápiz y mascarlo. Y uno de los compañeros de calabozo se compadeció de mí y me regaló un paquete de alfeñiques. Dice que él siempre anda trayendo algo por si cae preso. Es regia idea. Y también son los más ricos que he comido porque estaban casi deshechos. Con el cuchillo de este amigo le saqué otra punta al lápiz y ahora es pura punta no más. Parece que lo demás me lo comí.


Cuando salimos de la cueva éramos amigos otra vez con el Chirigüe. Pero estábamos pensando que si ya toda la población sabía de la muerte del Chato, nos iban a hacer tantas preguntas por haberlo enterrado que era mejor desenterrarlo.

 

Así que nos fuimos a la población y derechito al basural para que nadie nos viera.

Como el sol estaba muy fuerte, el olor era bastante terrible, pero con una mano nos agarramos las narices y con la otra escarbamos.

Lo que pasó es que el Chato había desaparecido. No estaba en ninguna parte...

Este era un misterio. O sea que alguien se lo habría robado.

Caramba que robarse un muerto es mucho peor que robarse un vivo. Y no podía ser el Bonito porque iba en viaje quien sabe si a Europa. Y tampoco la Roja, porque estaba llorando a gritos en la puerta de su rancho. Y don Orocimbo estaba apagando el incendio. Entonces, ¿quién?

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