Papelucho en la clínica

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Aus der Reihe: Papelucho #5
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Papelucho en la clínica
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Papelucho en la clínica

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Y ahora sí que casi no escribo nunca más mi diario. Porque por culpa del Casimiro casi muero. Yo estaba en la clínica acompañando a mi mamá y a mi hermana de un día, y mientras ellas dormían estaba obligado a pasearme por el famoso pasillo. Eran puras puertas iguales, todas cerradas, todas blancas y con números.

Tantas puertas iguales dan sueño y aburrimiento o si no una curiosidad tremenda. Entonces inventé un juego para no quedarme dormido. Cerraba los ojos y caminaba ciego hasta una puerta. La abría y al abrirla abría también los ojos. El juego era adivinar si el enfermo era hombre o mujer y si era quebrado o no. Los enfermos eran casi todos viejos o señoras con guagua y yo les decía “disculpe” y cerraba otra vez la puerta.

Resulta que en el número 15 había un niño como yo y estaba solo y me convidó a entrar. Y era el Casimiro.

—¿Qué te pasa? —le pregunté.

—Estoy en observación —me dijo.

—¿Es grave?

—No me quieren decir nada hasta que no llegue mi papá, que viene de Osorno.

—Así que ¿tú no tienes a nadie aquí?

—No. Estaba en el colegio y me enfermé y el médico y el rector me trajeron a la clínica a hacer exámenes mientras viene mi papá...

—La cuestión es que no te mueras hasta que él llegue... —le dije.

Y así conversando y conversando nos pusimos a jugar y él inventó que hiciéramos las “cambiaditas”. Y el cambio era que yo me metiera en la cama de él y él se vistiera con mi ropa. Y justo cuando yo me había metido en su cama con su pijama, abren la puerta y nos pillan jugando.

Era una enfermera con cara de “no me haga perder tiempo” y sin decir palabra, tac me clavó una inyección en el brazo que ni sentí el pinchazo.

Casi y yo nos miramos un poco asustados, pero después nos dio risa, sobre todo cuando la enfermera me levantó la ropa y me untó todo el cuerpo con una cosa color café y me tapó con una tremenda gasa y algodones como si fuera un herido. Y antes de poder preguntarse nada, ya se había ido.


Casi y yo nos reíamos por haber engañado a esa enfermera tan creída y Casi se veía recómico con mi ropa, y estábamos en lo mejor riéndonos cuando de nuevo se abrió la puerta y entró otra enfermera con la ídem de la inyección y sin decir palabra pescaron el catre mío (el de Casi) y lo sacaron como si fuera un carretón.

Yo me iba muriendo de risa y el Casi se quedó con la boca abierta, pero a medida que pasábamos por los pasillos a todo escape y me metieron con catre y todo en un ascensor, me comenzó a dar un susto de no sé qué. Y mientras bajábamos, me enderecé en el catre y quise explicar, pero la enfermera me sujetó, me echó atrás y me dijo: “Quietecito y calladito” y no me dejó ni hablar.

Dice Casi que él corrió detrás para explicar, pero le dieron un empujón y lo dejaron fuera del ascensor y ni supo más de mí.

Cuando yo vi que entrábamos en el otro piso a un lugar lleno de puertas anchas y un letrero que decía “Prohibida estrictamente la entrada”, y otro “Pabellón de operaciones”, me dio un tilimbre en el estómago y pensé gritar. Pero justo en ese momento me vino una borrachera y un sueño raro con música de fondo y todas las caras se borraban y flotaban y era como la muerte.

Y dice el Casi que él subió todos los pisos por la escalera y preguntaba por mí y por su catre y al fin supo que me estaban operando. Y entonces se acordó de que él tenía apendicitis y se dio cuenta de que me estarían operando a mí de su apéndice.

Y era una confusión tremenda para él, porque ni siquiera sabía quién era yo; y si me moría, ¿a quién le iba a avisar? Y tampoco se atrevía a decir lo del cambio, porque le daba una cosa terrible pensar que le hicieran a él lo que me estaban haciendo a mí, y sin permiso de su papá que no llegaba todavía de Osorno. Así que por fin decidió irse de la clínica antes de que lo pescaran y se volvió al colegio. Y cuando lo vieron entrar el portero le preguntó:

—¿Y ya no se opera, joven?

—No —le dijo él.

Y el rector le dijo:

—¿Te dieron de alta, Silva?

—Sí, señor —y entró no más a clase.

Pero dice que todo el tiempo estaba pensando en su operación y en su apéndice que me habían sacado a mí y ni siquiera se atrevía a comer de miedo al otro ataque ni tampoco se atrevía a contarle a nadie las cosas...

Por fin en la noche decidió contarle todo a su papá cuando llegara y también se juró regalarme su bicicleta y así se pudo dormir.

Resulta que mientras tanto en la clínica mi mamá se despertó y me mandó llamar con la enfermera y nadie me pudo encontrar. Cuando llegó el papá ella le contó que me había ido a Concón, a casa, pero cuando él se volvió en la noche y no me encontró allá empezó la pesquisa. Y se fue a la policía, y a la parroquia, y a la caleta de pescadores y, por fin, a los autopatrullas.

Parece que la pesquisa duró toda la noche y pienso que los faros buscaban en el mar y las radios decían: “¡Atención, atención, señores auditores! Se ha perdido un niño de pantalón café y camiseta, etc.”.

Resulta que el papá estaba amargado al otro día con la cabeza grande de ideas y sin ninguna noticia.

Entretanto, yo desperté en la cama del 15 sin saber de dónde venía y era de una parte muy lejos y también de ese “lejos” se venía acercando un dolor de estómago.

Había una enfermera al lado que me decía todo el tiempo: “Quietecito”.

Por fin, poco a poco, me empecé a acordar del Casi, de la inyección, del paseo en catre, del letrero: “Pabellón”, etc. Y traté de explicarle:

—Es una equivocación —le dije—. Yo no soy el que van a operar. Soy solamente el amigo...

—Pobrecito —dijo la enfermera—, delira todavía con la anestesia...

—No estoy delirando nada —le contesté—. Es otro el enfermo —y entonces no más me acordé que ni sabía su nombre.

Ella se puso a discutirme y yo me iba a levantar para demostrarle su equivocación, cuando ¡tac! otro jeringazo y me dormí hasta el otro día.

Así pasó un día más y la pesquisa de mi “yo” perdido se iba poniendo color de hormiga. Y mi mamá en la luna porque no le decían ni palabra.

En fin, que en la noche desperté con un señor raro, muy gordo, que me miraba mucho.

—¿Quién es usted? —le pregunté. Si es el doctor voy a explicarle una cuestión que nadie me cree...

—¿Quién eres tú? —me dijo con cara de domador de leones. ¿Dónde está Casimiro?

—Yo soy Papelucho y no sé dónde está ese señor que usted busca —le dije con rabia.

—Lo has suplantado —me insultó—. Aquí en la clínica figuras tú con su nombre, operado de apendicitis como si fueras mi hijo. ¿Qué significa todo esto?

—¡Yo qué sé!

Pero apenas había dicho esto, entendí todo y traté de explicarle. El señor era muy duro de entender, pero al fin pudo. Y entonces llamó al colegio y habló con el rector y llegó de nuevo a verme, pero con otra cara.

—Casimiro está muy bien en el colegio... —dijo como si se hubiera sacado el gordo en la lotería.

—¡Me alegro! —le dije, picado. Entonces él se fue a buscar a mi papá, que seguía rotundamente despistado. Pero cuando me encontró se le rio la cara.

Y parece que el papá de Casimiro pagó la clínica y la operación y todo con tal que su hijo no fuera acuchillado, porque él odia a los médicos desde que le sacaron las amígdalas.

Y mientras tanto yo quedé en la clínica sin apéndice, para siempre jamás...

Y ahora dicen que es muy bueno estar operado de apendicitis porque así uno ya no puede tener más apendicitis.

Han venido treinta y siete personas a verme, y ninguna era conocida, pero ahora soy amigo de todas. Parece que soy como campeón de algo y las enfermeras, los practicantes y hasta los médicos entran al 15 y dicen: ”¡Hola, amigo!” y me traen revistas y hasta flores. Se ve que a todos los remuerde algo de mi dolor de estómago injusto...

A mí no me gusta que me compadezcan y me quedo mudo cuando me dicen cosas. Y muchos me preguntan si me operaron de la lengua. Y yo quiero estar solo para poder pensar y saber qué voy a hacer sin mi apéndice y justo cuando empiezo a pensar, entra alguien.

Por fin decidí cerrar los ojos y hacerme el dormido y parece que me dormí de verdad y todo el sueño mío era con un atornillador en el hoyo que me hicieron.

Cuando desperté estaba oscuro, pero había una lucecita roja encima de mi cama. Yo tenía un calor salvaje y un hambre y una sed ídem. Miré a todos lados y no vi a nadie y me empezó a dar la furia de que estaban abusando conmigo ahí solo y a lo mejor me creían muerto y se habían ido todos... Igual como me operaron, si me volvía a dormir a lo mejor me enterraban y, ¡listo!

Entonces me bajé de la cama y salí afuera al famoso pasillo.

Todo estaba en perpetuo silencio, y las puertas con sus números y unas lucecitas rojas haciendo misterio y nadie a la vista. Pensé si sería la otra vida, o el limbo o qué sé yo... Me dolían la cabeza y el hoyo de mi apéndice, pero tenía un hambre de esas que uno se muere de verdad si no come. Así que seguí caminando por el pasillo rojo y llegué a una puerta más misteriosa porque no tenía ni número. Y la abrí. Y había un refrigerador. Era la maravilla. Adentro medio pollo y miles de cajitas y tubos de inyecciones y jaleas y frutas.

 

Me comí el pollo y armé los huesitos otra vez y los dejé ahí. Estaba rico aunque sin sal. También me comí dos peras y un pedazo de sandía que encontré. Ahora no me creerían muerto y nadie me enterraría, porque “enfermo que come no muere”.

Resulta que apenas me dije esto, se me agrandó tremendamente la cuestión del atornillador de mi no apéndice y aunque trataba y trataba de pensar en otra cosa, ¡inútil!


Andando por el pasillo, bailaban las luces rojas y eso debe ser lo que llaman “ver estrellas”. Las veía y me mareaban... Los números de las puertas también bailaban. ¿Dónde habría un cuarto de baño? No estaba seguro si quería vomitar, pero es el colmo que en las clínicas se olviden hacer cuartos de baño. Tuve que entrar en ese cuarto porque se dio vuelta la perilla y me fui para adentro. Había en la cama un fantasma seco y amarillo (a pesar de la luz roja), y daba miedo. Pero el fantasma sonrió y me alargó su mano de raíces:

—Angelito, vienes del cielo a verme —dijo.

—Quiero ir al baño —le expliqué apurado y él sonriendo con pocos dientes me dijo:

—¡Ahí, bienvenido! —y me mostró una puerta. Entré y era un baño. ¡La suerte mía de abrir esa puerta!

Cuando salí aliviado, ya sin ver estrellas, el fantasma amarillo me llamó a su lado.

—¡Ven acá, Bienvenido!

—Disculpe, señor, pero soy Papelucho.

—Papelucho Bienvenido —repitió. Eres un ángel enviado a hacerme compañía en mi soledad... Yo no duermo, y se me olvidó el pasado, así que no tengo en qué pensar.

—Eso se llama magnesia —le dije—. De repente alguien va a descubrir quién es usted. ¿Está operado?

—No. En realidad, no sé... Acércate.

Me acerqué y lo vi tan amarillo al caballero, con su pellejito tan pegado a la calavera, que me di cuenta de que tenía miles de años. Así que entonces lo reconocí, y no era raro que se le hubiera olvidado su nombre siendo tan requete viejo.

—¿Le gustaría saber quién es usted? —le pregunté—. Porque yo creo que puedo ayudarlo.

—Me gustaría —dijo—, y también me gustaría ser niño y sano como tú.

—Yo no soy sano —le contesté—. Soy operado y me duele bastante mi herida.

—A ver si me dices quién soy —dijo cerrando sus ojos de fantasma.

—Yo creo que usted es Elías. El profeta Elías —le dije—. El que se fue en el carro de fuego. ¿Se acuerda?

—Claro que me acuerdo... ¿De modo que soy Elías? Ya pensaba yo que no era un cualquiera. Pero, ¿por qué estoy aquí?

—Tal vez se ha caído del carro... o bien ya le llegó la hora de que vuelva a la tierra. Y como hace tanto tiempo que se fue, ya no conoce a nadie. Hay pura gente nueva.

El decía que sí con la cabeza como tratando de aprender una lección. Y no me daba miedo que fuera un fantasma, porque el profeta Elías es alguien bien conocido en la historia sagrada.

—Papelucho Bienvenido, me vas a jurar que no me dejarás nunca solo.

—Eso de jurar no me gusta.

—¿Por qué?

—Porque el que jura tiene que cumplir su juramento... Le prometo mejor.

—Eso quiere decir que no vas a cumplir tu promesa. No; me vas a jurar —y diciendo esto su mano de raíces se me enroscó en el puño como un garfio de fierro. A mí me volvió el dolor, el mareo, las náuseas y me sentí grave.

—Déjeme ir, don Elías. Me siento mal —supliqué.

—Cuando me hayas jurado.

—Es que tengo que ir al baño. Estoy muy enfermo —le expliqué.

—Tanto mejor, así tendrás que jurarme...

—¡No me gusta jurar! —grité haciendo fuerzas para librarme.

—Aunque no te guste. Jura que no me dejarás nunca.

Y juré. Y apenitas tuve tiempo de llegar al baño. Y me corría una transpiración por la cabeza y era como la muerte. Cuando salí de ahí me daba lo mismo haber jurado o no, quedarme toda la vida con Elías o que me volvieran a operar. Era terrible.

—Te sientes mal, Bienvenido —me dijo Elías—. Bébete esa agüita que hay en mi mesa de noche y te sentirás mejor.

Me la bebí y me tendí a sus pies. El cuarto daba vueltas con su luz roja. Elías y su catre. Era atroz.

—Pobrecito —decía la voz del viejo cada vez más lejos. Sentía como si yo estuviera dado vuelta al revés, es decir, las tripas afuera y la cabeza adentro.

Parece que lo peor fue comer la sandía recién operado. Dice la enfermera que cuando me encontraron en el 13 estaba mal de gravedad y el profeta Elías me había tomado tanto cariño que no dejaba sacarme de su cuarto. Y yo estaba entre que me moría y lo contrario.

Parece que llegaron todos los doctores a examinarme y discutían qué hacer. Y después de cada discusión me llevaban al pabellón y me hacían alguna cosa y a papá no lo tomaban ni en cuenta. Pero al profeta sí. Y dice la enfermera que dos doctores decían que me dejaran morir tranquilo, y dos que “había que luchar” y otros dos “que hay que salvarlo a toda costa”.

Yo no le tenía miedo a la muerte, ni al juicio final. Todo me daba igual y hasta los doctores, mirándome todo el tiempo con caras raras, poniéndose máscaras y guantes y llenos de aparatos atómicos. Yo me sentía así como la mona del satélite. Hablaban de mí como si ya me hubiera muerto. Y eso era lo que me preocupaba, porque yo no me había muerto nunca, y no podía saber si ya estaba ídem o no, si esto era antes o después, si seguía en este mundo o entraba al otro.


Dice la enfermera que costó millones volverme a la vida, pero había que hacerlo porque el profeta Elías prometió darle al hospital dos salas nuevas si me salvaban. Y como el señor Rubilar es de lo más millonario que hay en Chile, había que darle gusto. Porque el profeta Elías no era más que el señor Rubilar, un millonario viejo y solitario y tullido y avaro que vive en esta clínica hace años. Y dice la enfermera que a ella la llama a cada rato y le pregunta cómo estoy yo, y le dice: “Cuídamelo como a un rey” y le cierra un ojo, lo que quiere decir que le va a pagar muy bien.

Pero a mí todo me da igual, por eso de no estar bien seguro si uno está vivo o muerto. Y mi papá dale con mirarme con esa cara que tenía cuando estaba cesante; y Javier que ni buscaba pelea y estaba muy patero conmigo, y mi mamá besándome a cada rato. A uno le cuesta convencerse de que está vivo, y también cuando ve lo mucho que lo quieren de muerto, no sabe si le conviene resucitar. En fin, que para saber de una vez, decidí que si me ponían coronas estaba y si no, no estaba.

Pero cuando me dieron agua y la tragué, me di cuenta de que iba a sanar. Y también pensé en la gente que vive en el desierto sin agua y en los que no saben hablar y no pueden pedirla y apenas se me despegó la lengua y le dije a mi mamá: —Dale agua a la guagua. Es terrible la sed... Y cuando yo sea grande voy a dar orden de que en los hospitales haya una llave de agua en cada cama, y también en cada esquina de las calles.

El señor Rubilar me manda flores todos los días, como si yo fuera artista y cada vez que me llevan al pabellón a hurguetearme, hace que le abran la puerta para verme pasar.

La enfermera dice que lo que yo pida él lo hace, así que le mandé decir con ella que le diera diez mil pesos y se los dio altiro. ¿Cómo puede ser avaro, digo yo? Ahora que estoy mejorando me dan tentaciones de pedirle un rifle alemán con mira y todo, pero me vienen el dolor y la sed y lo único que pido es agua. Y me acuerdo de Pecos Bill y de todos los operados del mundo también.

La enfermera se llama Berenice y es enfermera solo cuando está cesante del Bim Bam Bum y dice que si ella consiguiera que se levantara el señor Rubilar, lo llevaría a la representación y se mejoraría hasta de su vejez. Y quiere que yo me mejore para que lo convide y vayamos los tres juntos.

Lo malo de Berenice es que aunque yo no le hable, ella sigue y sigue hablando, y a ratos le da con que yo soy un pobrecito mártir de los médicos que siempre se equivocan de enfermo y de remedios, y después le da con que ellos me llevan abriendo y cerrando para sacarle más plata al señor Rubilar. Se ve que ella tiene el complejo del dinero. Porque me cuenta tantas cosas tremendas que hace la gente por dinero y dale y dale.

Y yo me quedo dormido y entonces sueño con el juicio final y Dios Padre contando dinero y es gente conocida y yo soy una moneda de oro. Pero moneda y todo me abren y me hurguetean y me sueldan con un soplete y despierto gritando.

Pero ayer tuve un sueño profético, algo así como el de José en la historia sagrada. Y todo está pasando igual que en el sueño...

Yo era un cerro de la cordillera, un cerro grande y pesado completamente inmóvil, de esos que esconden el sol y todo. Y llegaron unos mineros y descubrieron que yo tenía uranio y oro y empezaron a sacármelo de mí. Era doloroso, tremendamente doloroso y cuando uno es cerro ni puede defenderse. Y sentía un calor de volcán, y una rabia con los intrusos... Pero de repente uno de ellos se convirtió en ángel y tenía alas de plástico y ojos de mar con olitas, y mirándome, decía: “Si quieres recobrar tu apéndice, debes ser santo (hablaba con voz de trompeta celestial) y subir al cielo en el carro de fuego del profeta Elías...”.

Y junto con decir esto apareció el señor Rubilar ardiendo en llamas y con ruedas y una huasca de fuego. Yo me subí a su carro y en ese mismo instante desperté bañado en traspiración.

La Berenice me ponía el termómetro y dos doctores me miraban con cara de premiados.

—Te hemos salvado —dijo el más creído—. Te ha bajado la fiebre y ya estamos del otro lado.

—¿De cuál lado? —pregunté.

—Mañana estarás mejor y en una semana más, levantado y en el colegio.

—¿Eso quiere decir que me han devuelto mi apéndice?

—Y mejor que eso: la vida.

No pregunté más. Ellos no podían saber de mi sueño que era puramente mío. No podían saber lo que me dijo el ángel ni iba yo a decirles que yo era un santo tampoco. Ahora la cuestión era guardar mi secreto y tratar de hacer milagros sin que los demás se dieran cuenta. Porque me daba horror que me sacaran reliquias, me hicieran promesas o me fueran a poner en la iglesia para que me besaran.

Tenía que disimular. Tenía que parecer el mismo de siempre...

Cuando entró mi mamá se me ocurrió hacer un milagro, pero me dominé, y le dije que me sentía mejor y nada más.

Al poco rato llegaron todos los demás médicos y se veía en sus caras que les iban a dar las dos salas nuevas del hospital.

La Berenice me contó que se volvía al Bim Bam Bum porque el señor Rubilar le había dado una propina que le servía para no trabajar y me contó también que ojalá no me fuera demasiado luego a casa porque al irme, la mina de oro de la pieza del 13 iba a cerrarse para siempre.

Cerré los ojos y me dormí como un ángel guardando mi secreto y mis milagros.

Cuando uno está grave ni sabe si es día o noche, ni si es una semana cada ídem o un año entero. Pero mi mamá estaba muy poco más vieja así que no había pasado mucho tiempo.

El operado grave no cambia ni el pellejo, ni el pelo ni las uñas, pero cambia el carácter. Porque cuando se mira tanto el techo de un solo cuarto, y en ese techo no hay más que una araña, y esa araña está muerta ¡no hay caso! Y todo lo que pasó fue raro y tremendo...

Mi mamá se había vuelto a casa con la guagua y yo estaba ya “fuera de peligro” y me llevarían en dos días más en la ambulancia nueva que regaló el señor Rubilar y que tiene hasta televisión. La Berenice seguía cuidándome, pero me tenía hasta la coronilla porque es de esa gente que se cree trineo con cascabeles, y dale con cantar o reírse, así que le dije que iba a dormir para que se fuera un rato.

Apenas se había ido, se abrió la puerta y apareció en mi cuarto el propio profeta Elías en un carro de plata. Tenía cara de dibujo animado y parecía muy feliz. Cerró cuidadosamente la puerta y se acercó a mi cama con carro y todo.

 

—Papelucho Bienvenido, has hecho el milagro de mejorarme —dijo— y yo tenía que verte...

Sus manos de raíces pescaron la mía y yo lo saludé con mucho gusto porque era mi mejor amigo, ya que yo lo había sanado.

—Yo vivía tullido desde hace muchos años —me dijo— y no tengo parientes que me cuiden, por eso estoy aquí. Algunas veces me sientan en esta silla de ruedas y me llevan al sol. Pero esta mañana, he sido yo solo quien se ha bajado de la cama, yo el que he tomado mi silla y la he traído hasta aquí. ¡Ese es un milagro tuyo!

Yo me sentí raro. Nunca había hecho un milagro antes.

—¿Está seguro de que puede andar? —le pregunté.

—Totalmente seguro —dijo—, y para probártelo, ahora mismo me verás caminar...

Al decir esto, el señor Rubilar puso las manos en los brazos de su carro de plata, bajó los pies al suelo y se puso de pie. Era más alto y huesudo que un mástil de velero y su cabeza de calavera casi topaba con el techo. Quiso empujar el carro, pero se enredó en la manta y el pobre se vino al suelo como un florero y creo que se quebró también. Yo salté de la cama para recogerlo, pero ¡no había caso! Era una cosa inmóvil. Lo tapé con su manta y me metí a la cama otra vez. La herida me dolía rabiosa y yo con esos dos sustos —el del profeta quebrado o muerto, y mi peritonitis otra vez— me puse a rezar con furia...


Y rezando y rezando, se me pasó el dolor, pero el señor Rubilar ni se movía. ¿Qué clase de milagro había hecho yo si el pobre viejo iba a morir por mi culpa? Entonces me acordé del timbre que nunca tocaba de miedo a que llegara la Berenice con sus cantos, y le enterré el dedo... Nadie vino, y yo seguía tocando. Por fin me di cuenta de que su famoso alambre colgaba de mi catre sin meterse en ninguna parte. Había que hacer otra cosa para tocar alarma. Cualquier cosa que no fuera levantarme de nuevo por mi famosa herida. No podía gritar, por eso mismo. Si hubiera pedido el rifle alemán con mira, habría disparado. Eso me dio la idea de reventar la ampolleta estrepitosamente. La desatornillé de mi lámpara y la tiré contra la puerta. Sonó como el ruido seco de un disparo. Y al momento se oyeron voces y carreras en los pasillos. Decían:

—¡Fue un balazo! Por aquí... —y pasaban de largo.

—Hay que llamar a la policía —decía una voz—. Debe ser el 9, el que se suicidó antes...

—¡Yo no entro a verlo! —decía otra—. No quiero meterme en líos...

—¿Descubrieron dónde fue el disparo? —dijo la voz de un médico. Y nadie contestó.

—¡A revisar todos los cuartos, uno por uno! —ordenó él y empezaron a zumbar los portazos. Yo contaba cada puerta que cerraban, y cuando sentía acercarse los pasos a la mía me latía el corazón de la esperanza que abrieran..., pero... nada. Se pasaban de largo. Se oyó una voz de trueno. Debe haber sido el Dr. Soto, el jefe:

—¿Han revisado todos los cuartos? —preguntó.

—¡Sí, profesor! —dijeron las muy mentirosas en coro.

—¿Está todo en orden? ¿Los enfermos sin novedad?

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