Mi hermano hippie, por Papelucho

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Aus der Reihe: Papelucho #10
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Mi hermano hippie, por Papelucho
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Mi hermano hippie, por Papelucho

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¡No puedo soportarlo! —clamó el papá tirándose las mechas—. ¡Un hijo mío hippie...! —y dio un puñete en la mesa. Tuvo que chuparse los dedos por el dolor y también para enredar los garabatos que le arrancaba ese dolor.

Javier venía llegando de vacaciones con una pinta harto inflamable. Traía el pelo largo y crespito, un cintillo a lo indio, pantalón verde con lagartijas blancas y en lugar de camisa, una cadena de lavatorio de la que colgaba una estrella de mar que se enredaba en unos pelos colorines que le habían salido en el pecho. En lugar de zapatos sus patas gordas y casposas se agrandaban silenciosas en el suelo y cada uña de los dedos del pie tenía pegado un caracol de algún color cataclíptico.

Al verlo entrar, la Domi quedó putrefacta. La mamá se desmayó y el papá se puso tan sulfuroso que no acababa nunca de pasearse, aletear y dar puñetes en los muebles con frases maquiavélicas.

Yo no me convencía bien de que era el mismo Javier-cadete de marina, hermano mío. Este me daba etiqueta, aunque a los otros les daba lo contrario. Porque a la Ji le bajó una risa que no pudo parar hasta que el pobre Javier se fue a encerrar al baño.

Esto pasó el domingo por la tarde.

El lunes nadie vio a Javier ni preguntó tampoco.

El martes ídem.

Y el miércoles se armó la crema...

—Que ¿dónde está este niño?

—Que algo le ha sucedido...

—¡Que dar aviso a la policía!

—¡Que hay que llamar a los amigos, a los tíos, a todo el mundo!

El papá partió a todas las casas conocidas y volvió acezando y con cara de otro. La mamá llegó a despintar el teléfono de tanto marcar números. A la Domi le dio por llorar y llorar y amontonar gente en la calle para contarles que Javier se había hecho humo... Esas cosas de la Domi, que hasta las jaquecas las arregla con humo.

La puerta de calle no se cerró jamás porque dale y dale con entrar gente y vecinos a preguntar o contar cosas.

—La cuñada de mi sobrina lo vio en el aeropuerto —decía una.

—Don Tito, de la botillería, dijo que estaba haciendo una barricada.

—Mi tía jura que lo vio pasar volando espirituado —dijo otra.

Y las mellizas Achondo, que lo aman de verdad, instaladas aquí todo el día en la casa, lloran y lloran y sin poderlas echar...

Yo le hallaba razón a Javier de irse, con ese recibimiento. Total no había hecho nada malo. Se había dejado crecer el pelo igual que yo me dejo crecer las orejas. El pelo de él es suyo y mis orejas son mías. Y cuando uno ha sido cadete tanto tiempo y obedecer y obedecer, le tienen que bajar ganas de hacer lo que se le antoja, aunque se le antoje usar caracoles en las uñas.

Pero ¿dónde estaría?

La casa parecía ascensor, llena de gente y sus tremendas ideas.

—Que búscalo en la morgue —decía doña Auristela.

—Que deben hacer secar el canal San Carlos —la tía Lala.

—Hoy día hay que buscar entre las cenizas. Se suicidan a lo bonzo —decía don Silvio.

Hasta que no aguanté más y me fui a la calle, para poder pensar.

Tenía una pila de ideas, pero igual que los teléfonos cruzados. Eran de que Javier partía furiundo hasta salirse de este mundo y que a lo peor lo habría secuestrado una de sus enamoradas.

Por fin, para pensar mejor, miré al cielo y me estrellé contra un tarro basurero. Fue uno de esos canillazos con calambre que a uno le llega al se-so... Y se aclaró el asunto: perdido o secuestrado, desaparecido o pulverizado, ¡yo era quien lo iba a encontrar! Estaba decidido.

¿Qué tanto cuesta rastrear el mundo de tierra o el del agua, el subterráneo o el aéreo? En mis horas libres bien podía olfatear el universo y encontrar huella o pista.

¡Qué tremenda alegría les iba a dar a las Achondo, a la mamá, al papá, a los curiosos de mi calle al verlo aparecer! Seguramente me tomarían en andas y hasta me pasearían por la ciudad... No me caía tan bien el salir en T.V. y menos que me pusieran corona y trono o cosas por el estilo. Un buen apretón de manos, y alguna medalla de oro era bastante... Un almuerzo con empanadas, pavo, pollo y salchichas, harta mantequilla con pan y Coca-Cola y helados al paladar. Y si les da por premiarme, una bicicleta con motor sería chora...

Con tal que Javier no apareciera solo antes de que yo lo encontrara...


Para saber lo que hacen los desaparecidos es lógico tratar de desaparecer. Así que, apenas me encontré una de esas tapas de cemento que hay en las calles medio corridas a un lado, tapando algún hoyo misterioso, me metí paulatinamente en él.

Y a medida que iba desapareciendo de este pícaro mundo, iba viendo más lindo y más azul el cielo, más transparente el aire, más desconocido y chirimpoya el oscuro universo bajo tierra... Había un ruido de aguas profundas, de sapitos solitarios, de ranas hipodérmicas. Ninguna voz mandona o asustada; ni motores, ni afanes, ni inquietudes.

Mis pies tocaron una agüita helada, pero siguieron bajando hasta que la ídem me llegó a las rodillas. ¡Lástima no haber tenido equipo de hombre rana! ¡Así quizá habría podido llegar hasta el Japón!

La suave agüita subterránea me traía ideas acuosas y geniales.

Tan geniales que ya ni me acordaba del Javier. Así que seguía caminando en la dulce compañía de los gorgoritos con eco de ese mundo secreto. Hasta que de repente, refulgió sobre el agua una estrellita de luz con tiritones. A medida que avanzaba, más cositas y monos animados brillaban en el agua irrumpiendo preciosos con mi andar. De ellos salió de pronto un cometa como una flecha apuntando hacia arriba y una fuerza tremenda me arrolló las rodillas como si bajo el agua hubiera un gigante haciéndome zancadillas... Creo que me caí. El salto de agua me arrastraba iracundo llevándome consigo para ir a juntarse con algo como un río, lleno de luz y sol. El ruido de tanta agua me aturdía, su fuerza maquiavélica me hacía sentirme un fósforo rodante en esa capa inmensa, espesa, gorda como una cazuela. Ahí flotaban cáscaras, cajones, raíces, palos, zapatos y demases. También un cajón frutero haciendo olitas y dándome puntazos a cada rato.

Sin pensar, lo pesqué y me trepé en él, pero me hundí hasta el cogote. Pasó un tablón amigo y lo abracé. Pero era tan relargo que se atascaba en los lados y hacíamos de taco a cada rato. Yo lo ayudaba a salir; no quería cortarle su carrera genial.

El agua se iba poniendo café y cada vez más espesa y con más olas. El asunto se parecía mucho a un tobogán, aunque montado a caballo en el tablón. Elevarse y... Caer, cada vez más violentas las olitas.

De pronto me di cuenta de que algo como un culebrón me perseguía. Y empecé a hacerle el quite. Y otra vez y otra y otra, dale con perseguirme esa culebra maldita. Así que hundí la cabeza para escapar de ella. Era inútil...

La culebra era flaca, larga, larga, ondulante, como sin fin. Con la mirada la recorrí toda entera y vine a pillar su fin en las manos de un hombre que me la disparaba como lazo. Junto a ese hombre había muchos; uniformados, bomberos, curiosos y hasta intrusos que corrían jugando a echarme el lazo. Y seguí haciendo el quite. Era un juego y yo tenía que ganarlo.

Pero resulta que al revés, lo ganaron ellos. El cargante lazo se metió por la cabeza y me apretó hasta los brazos. La tabla siguió su carrera, corriendo por el agua, pero sin mí. Y yo quedé colgado viendo pasar las cáscaras y demases que sacándome pica me machucaban.

Maniado no me quedaba otra que dejarlos hacer... Me elevaron por la orilla como si fuera un náufrago o un cordero con dueño...

Y entonces me aturdieron a preguntas, estupefacientes.

Yo los dejé contestarse solos y por fin me sacudí el agua como los perros, los salpiqué a todos y les dije:

—Yo me voy a mi casa y ustedes a la suya. Si quieren que les dé las gracias se las doy, pero fregaron mi aventura. ¡Chao! —y partí muy rotundo.

Tal vez serían scouts haciendo su buena acción, pero estropearon lo que yo quería saber: lo que es ser desaparecido. Necesitaba saberlo para estudiar lo que siente Javier, mi hermano hippie. Otra vez me penaba, repercutivamente. Tenía que encontrarlo. ¡Pobre gallo!

Seguro que él, como yo, sentía hambre. La cuestión del estómago. Yo creo que a los hippies les da rabia ser esclavos del hambre. Si Javier se comía dos chorizos mientras yo apenas mordisqueaba uno, ¿qué haría ahora con sus tripas?

Las mías parecían orquesta de guitarras con arpas y un poquito de instrumentos de viento. Javier con su hambre de hipopótamo seguro que se comería el pelo...

Cuando llegué a la casa, ya estaba seca mi ropa y había en la cocina un pan quemado y otros chicharrones. Nunca comí una cosa más rica en toda mi vida.

Y esa noche ni pude dormir. Soñaba en teletipo, porque Javier se comunicaba conmigo vía satélite, y se entendía bien claro: estaba secuestrado.

 

—¿Para qué lo secuestran —decía yo— si nadie va a pagar por él ni cinco lucas por des-secuestrarlo?

Pero un hermano secuestrado, por muy hippie que sea, es peor que un dolor de muelas. No hay aspirina que lo libre a uno. Porque si no lo ve encañonado y con mordaza, lo está viendo colgado de las mechas sobre una parrillada. Y no es fácil ayudarlo sin saber dónde está. ¡Y esa hambre de Javier que me retuerce las tripas!

Antes de irme al colegio, me pegué un trote donde el Chorizo Zamora. Y me costó despertarlo, porque el Chorizo duerme con Nerón, un perrazo del porte de un caballo que tiene su casita donde apenas hay hueco para el Chorizo. Di tres golpes y gruñó el Nerón, pero ni se asomó.


Una regia patada hizo temblar la casucha y despertó hasta el Chorizo. Nerón abrió su hocico inmenso, pero el Chorizo se lo cerró automático.

—Tengo que hablar contigo —resoplé secretoso.

—Yo te tengo advertío que no vengái a mi motel... —empezó rezongando. El Nerón nos miraba como esperando una orden del Chorizo para darme un mordisco.

—Oye —le dije—, quiero pedirte ayuda para encontrar a Javier.

—¿Y cuándo se perdió ese tarao?

—Hoy hace cuatro días... Yo creo que es un secuestro.

—Yo no trabajo en secuestros —me dijo con desprecio— ¡na’ que ver con esa gente!

—Creí que eras mi amigo. Si a ti se te perdiera alguien, te ayudaría a buscarlo.

—¡Claro! Porque sabís que no tengo nadie...

—Tú siempre estás hablando de la banda. ¿No puedo yo entrar también? Con una banda tan chora como la tuya, será fácil encontrarlo...

—Habría que hablar con el Soto —y se quedó pensaroso. Luego se volvió donde el Nerón, le explicó que tenía que salir y cuando él se metió en su casucha, nos fuimos caminando.

—¿Está cerca el Soto? —pregunté.

—A dos micros lo menos. Tú siempre con tus apuros...

—La custión del colegio —le expliqué.

—Ni pensar que alcancemos en la mañana. Juntémonos a la tarde...

Y al salir del colegio me encontré con el Chorizo en la plazuela.

Una micro, otra micro y después más calles desconocidas hasta llegar a unos cerros de tierra y una especie de túnel brujuriento.

—Tú me esperái aquí —y partió a buscar al Soto.

Pasó un rato y otro tremendo de largo. Pero al tercer rato me dio la tentación de entrar al túnel choriflái y caminé a su dentror como si yo fuera una hormiga tragada por un culebrón gigante. A medida que andaba se iba oscureciendo y tropezaba con peñascos y charcos. Quién sabe cuántos entierros de oro iba pisoteando sin verlos... Había voces susurrosas de animales subterráneos, goteras infernales muy heladas y silbidos de ultratumba. ¿Dónde estaría el fin? No divisaba luz... Mis zapatos se iban quedando pegados en el barro, y se ponían cada vez más pesados. Era muy distinto al agua chora en que anduve ayer y que me llevó a juntarse con un río o canal. Era un mundo diferente con otro olor y otro aire, algo nuevo para mí. Yo seguía avanzando para saber si aquello tendría o no algún fin.

Pero entonces sonó un chiflido inmenso, largo, duro y con rebote que se fue dando tumbos, como trompeta de juicio final. No me dio susto. Era el chiflido amigo, muy conocido de mis orejas grandes: el llamado del Chorizo.

Me di vuelta ipso flatus y contesté el silbido con mis dedos metidos entre los dientes. Mi chiflazo retumbó en todo el túnel y salió con su eco alejándose de mí. Y yo corrí tras él porque se divisaba claridad. Al fondo había luz, justo donde él terminaba de sonar. Y bajo un arco redondo se recortaban las piruetas negras del Chorizo y el Soto y otro amigo.

Me estaban esperando.

Por correr tropecé y me caí en un charco. El barro me rellenó las narices y también las orejas. Pero el barro no duele, y pude seguir corriendo y goteando hasta llegar donde ellos.

—Soto dice que la banda quiere ayudarte —me dijo el Chorizo sin criticarme el barro—. Entremos a la guarida.

Era una cueva, a la entradita del túnel, a la izquierda. Había piedras-asiento para muchos, todas formando rueda, para las reuniones. Yo me sentí distinto, más capo, más hombre. Nos sentamos y Soto pasó revista.

—¡Cero! —clamó con voz casi de insulto.

—¡Uno! —gritó el Chorizo.

—¡Dos! —dijo la voz áspera del Pitico.

—El tres y el cuatro no están. Tienen una peste —dijo el Chorizo.

—¿Crees que se morirán de eso? —preguntó alguien.

—Casi. Tienen harta fiebre. En todo caso ni hablan ya...

—Bien —dijo el Soto—, quedan borrados para siempre de la banda. En vez de ellos probaremos a... ¿Cómo te llamas, matamoscas? —me dijo.

—Papelucho —dije—, y si creís que no sirvo, allá va la prueba... —y le mandé un moquete que lo tiró sentado. El Soto se levantó despacio y me miró como si jamás me hubiera visto.

—Bien, te aceptamos. Tu nombre ya no importa. Desde ahora eres Tres y nada más. Y lo que pasa aquí o lo que se dice es secreto mortal. ¿Entendiste? Ahora explica tu caso...

—Yo tenía un hermano... De esos hermanos mayores de uno y que apenas hablan con uno y...

—Acorta el cuento. ¿Qué pasó con tu hermano?

—Desapareció.

—¿Tienes alguna pista?

—Si la tuviera ya lo habría encontrado.

—No somos detectives —dijo el Dos.

—Tú te callas —la voz del Soto daba miedo—. Yo hablo.

—Yo no quiero detectives —dije—, quiero una banda que me ayude. ¿Banda de qué son ustedes?

—Banda de Avance —dijo el Soto.

—¿Avance? —pregunté.

—Ir adelante. Avanzar por el mundo, por el mar, por el aire, por selvas o desiertos, montañas o ríos, aviones o cápsulas espaciales. Viajar y conocer. Na’ que ver con desaparecidos.

—¿Han avanzado algo?

El Soto no contestó, pero meneó la cabeza. Se veía que el pobre estaba medio perpetuo.

—Si no tienen otra pega, podríamos encontrar a un desaparecido, mientras llega el avance...

—Claro. No perdemos nada —dijo el Soto—. ¿Tiene novia tu hermano?

—¡Dos! —dije con orgullo.

—Entonces no sirve que una lo hubiera secuestrado. Lo encontraría la otra. ¿Cuándo lo viste por última vez?

—El domingo, cuando entró al baño y nunca más salió.

—¿Echaron la puerta abajo?

—¿Para qué? La dejó abierta...

—¿Dónde crees tú que podemos buscarlo? ¿Tienes algún plan?

El propio Soto me estaba pidiendo ideas. Todos querían ayudar pero ni se atrevían con el Soto-Cero, capitán de la banda.

—No tengo plan —dije, ya que a mí me preguntaba—. Pero podemos planear juntos. Y formar un equipo con cuestiones como radar, detector, brújula, etc.

—Mi tío tiene un carretón —dijo el Pitico.

—Mi primo trabaja en una bomba bencinera —dijo el Soto.

—Un amigo mío sabe hacer tinta invisible —dijo el Chorizo.

—Entonces lo único que falta son ideas —dije yo—. ¿Por qué no nos juntamos aquí mañana y cada uno trae un plan para encontrar a Javier?

—¿Quién es Javier? —preguntó el Pitico.

—¡Mi hermano desaparecido! —dije furiundo.

—¡Se levanta la sesión! —dijo el Soto, y se pararon todos. A la salida me atajó Cero y me dijo en secreto.

—Esta cuestión de aparecer a tu hermano, voy a dejar que la dirijas tú. Pero apenitas lo encuentren, ¡yo vuelvo a ser jefe de la banda!

—¡Sí, Cero! —contesté a lo milico juntando los talones, y lo dejé feliz.

Cuando llegué a mi casa no había nadie. La radio daba noticias a nadie y las ollas en la cocina tamborileaban sulfurosas su olor de cochayuyo y coliflor. Cuando la Domi sale de la casa la deja cuidando con esos olores y radio. Nadie se atreve a entrar, ni el más ladrón.

¿Dónde se habrían ido todos con su desesperación de no encontrar a Javier? Paseé por todos los cuartos de la casa y grité en cada uno para ver si había eco. Pero ni eso. Esta casa, cuando la gente sale, se les queda su espíritu y no se siente vacía. Es inútil; no tiene independencia. La única parte es el cuarto de baño. Empezando porque es para estar solo y segundeando porque mientras uno está ahí es completamente propio y uno es su único dueño. Ahí escribo yo mi diario y ni me importa si me irrumpen o golpean apurándome. Por algo Javier entró al cuarto de baño y no se lo vio en jamás de los jamases...


Entré al inflamable baño sintiéndome Javier.

Quizá encontraría una salida secreta, alguna impresión vegetal, un rastro o una pista del hippie incomprendido... Me senté en el water y barrí con los ojos murallas, techo y suelo. El cálifont con sus saltaduras y sus fierros ancianos no servía tampoco de escapatoria. Las baldosas del piso siempre estuvieron sueltas y tuve la idea genial de levantarlas: una por una. Aunque no encontrara la salida secreta, me serviría para entretenerme armándolas otra vez... Hice un cerro, mejor dicho una torre de esas que se vienen abajo porque los ladrillos tienen cada uno su cototo, pero al caer, de no sé cuál de ellos se desprendió un papel. Era un papel de algún cuaderno mío, pero doblado como carta chica y con letra perfectamente anónima.

Decía: “No me busquen. No me encuentren. Piensen... ¿Por qué tenemos que vestir, peinarnos y fregarnos haciendo lo mismo que los antepasados? Yo vivo mi verdad. Javier”.

Había encontrado la clave. La pista que buscaba. Aunque ni entendiera mucho lo que él quería decir, ese papel era un mensaje del propio Javier.

Salí corriendo en busca del papá y me acordé de que no estaba. Ni la mamá ni la Ji, ni siquiera la Domi. Es tremendo tener una noticia de último minuto y no encontrar a quién dársela... Afuera era la noche. Los autos corrían indiferentes y atrasados mientras el papel me quemaba las manos.

Ahí estaba yo como un autógrafo en la puerta de mi casa mientras el mensaje caliente se me iba enfriando entre las manos... Me tentaba correr donde los de la banda y contarles mi descubrimiento, pero, ¿de qué servía si yo tenía que dirigir la pesquisa?

De pronto me acordé de que el lujuriento papel estaba ahí desde el domingo, la tarde en que desapareció Javier y tenía más de tres días de fiambre. Entré en la casa y me senté a pensar... Y ahí me vino la idea. ¿Y si Javier hubiera vuelto ayer u hoy para dejar su papel? La casa estaba sola y bien podía entrar él o cualquiera...

Yo tenía que contestarme todas las preguntas que me venían.

Y hay que ver que es difícil contestarse solo. Uno llega a pensar que es subdesarrollado, pero se consuela de saber al menos que no es superdotado, porque eso sí que es verdaderamente cataclíptico.

La cabeza se me enredaba sola. Hasta que decidí irme haciendo las preguntas y contestarlas por radio. Así que la apagué un momento e hice mi primera pregunta:

1º ¿En qué momento dejó Javier su mensaje?

Encendí la radio y contestó perfectamente:

“Las ocho en toda la República”. Y apagué la radio.

2º ¿Este mensaje era secreto, o para mí o para cualquiera?

Volví a encender la radio y dijo:

“Para usted y los suyos: Asociación de Ahorro y Préstamos”. La radio iba contestando a la perfección. Volví a apagarla.

3º Eso de que no quiere que lo busquen ¿es en serio? Y la prendí.

“Chubascos y precipitaciones”. Cambié de onda y la radio dijo:

“El seleccionado”, y se largó con el fútbol. Todas las ondas iguales. No servía. Me di cuenta de que era malo el sistema. ¿Por qué inventará la gente aparatos molestosos? Si al menos inventaran una pastillita de sabiduría y así uno no tuviera que pensar, ni adivinar, ni estudiar... Y justo cuando la iba a inventar se abrió la puerta y entraron como un asalto los vecinos, la Domi, las mellizas Achondo, el papá, la mamá y por fin la Ji.

Venían radiantes, alborotados, refulgentes, hablando todos a un tiempo.

Yo guardé mi mensaje. Primero tenía que saber por qué eran tan felices.

—¡Papelucho! —chilló la mamá—. Gran noticia. No hay que preocuparse más por la desaparición de Javier. Es típica...

—¿Típica? —repetí sin entender mucho.

 

—Me lo dijo el psicólogo —explicó con cara cosmonáutica.

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