Diplomacia y revolución

Text
0
Kritiken
Leseprobe
Als gelesen kennzeichnen
Wie Sie das Buch nach dem Kauf lesen
Diplomacia y revolución
Schriftart:Kleiner AaGrößer Aa



Diplomacia y revolución. Intervención, conflicto y reclamaciones entre México y Estados Unidos (1910-1923)

se terminó de editar en agosto de 2020 en las oficinas de la Editorial Universidad de Guadalajara, José Bonifacio Andrada 2679, Lomas de Guevara, 44657 Guadalajara, Jalisco.

En la formación de este libro se utilizaron las familias tipográficas Minion Pro, diseñada por Robert Slimbach, y Ronnia, diseñada por Veronika Burian y José Scaglione.

Índice

Introducción

Capítulo 1. Las relaciones México-Estados Unidos a principios del siglo xx

Capítulo 2. La controversia diplomática durante las primeras semanas del estallido revolucionario

Capítulo 3. La diplomacia estadounidense frente al derrumbe de la democracia mexicana

Capítulo 4. Diplomacia en tiempos de guerra: las múltiples caras del intervencionismo estadounidense

Capítulo 5. La intervención armada como la solución final al conflicto revolucionario

Capítulo 6. La Casa Blanca y el constitucionalismo

Capítulo 7. El obregonismo y la diplomacia de Estados Unidos

Capítulo 8. Consideraciones finales

Referencias

Anexo documental

Introducción

La relación de México con Estados Unidos es históricamente compleja, caracterizada por importantes asimetrías económicas, políticas y militares. En consecuencia, para explicar las dinámicas de enfrentamiento y negociación desarrolladas por ambas naciones es necesario considerar los múltiples cuerpos diplomáticos, los cuales han sido claves para evitar la unilateralidad.

Esta obra analiza cómo las relaciones entre México y Estados Unidos durante los años revolucionarios fueron resultado de una interdependencia compleja, pues en los años de mayor violencia, ninguna nación logró imponer totalmente sus intereses, aun cuando existieran importantes asimetrías en su economía, sociedad y poderío militar. Para ello se parte de una reconstrucción de los debates políticos, académicos y mediáticos que contemplaron una posible intervención estadounidense en México en el periodo de 1910 a 1923. A su vez, se analizan las estrategias de política exterior que los distintos grupos revolucionarios establecieron para alcanzar el reconocimiento y la legitimación de la Casa Blanca. Ambas perspectivas son fundamentales para explicar la relación que existió entre la diplomacia estadounidense y el mundo revolucionario.

El estallido de la Revolución mexicana fue una de las noticias que ocuparon las primeras planas de la prensa nacional e internacional a finales de 1910. En Estados Unidos se discutió la posible acción intervencionista, la cual, similar a otros casos latinoamericanos, buscaría resguardar sus intereses comerciales, así como garantizar su influencia política continental. Contra todos los pronósticos, el gobierno de Estados Unidos tomó una postura neutral, actitud que generó controversia entre distintos círculos de opinión. Sin embargo, esta postura no fue monolítica, pues el arribo y caída de los distintos caudillos revolucionarios fue uno de los principales argumentos con que se sustentó el cambio de la conducta diplomática hacia México en 1913. No obstante, las acciones armadas tuvieron que esperar, especialmente ante el contexto de la pugna electoral que generó una actuación moderada por parte de la Casa Blanca. Desde el llamado a las armas en 1910 en Estados Unidos, se comenzaron a organizar estrategias diplomáticas y militares para planear una intervención rápida y efectiva. Los ejercicios “preventivos” de tropas, las evacuaciones de sus ciudadanos y el retiro de la representación diplomática fueron la antesala de la intervención armada.

Un aspecto medular de esta obra es el análisis de la actitud de la diplomacia estadounidense frente a los acontecimientos políticos y armados que se desarrollaron en México desde 1910 hasta 1923, cuyas acciones estuvieron encaminadas por el intervencionismo. El interés estadounidense de influir sobre el destino de México marcó significativamente el rumbo y los discursos con los que las facciones revolucionarias identificaron su movimiento. Las presiones económica, diplomática y militar se entrelazaron y se instauraron de manera concomitante. La acción intervencionista diplomática se legitimó desde la Casa Blanca, aun cuando se violó la soberanía y capacidad de autodeterminación de la nación vecina.

No es posible entender la complejidad de la interrelación entre ambas naciones a lo largo del siglo xx si no se atiende al conflicto armado revolucionario. Esta investigación propone una mirada crítica a la compleja relación de vecindad desde la perspectiva de la diplomacia. Los interesados en el estudio del comercio, la seguridad transnacional y la frontera México-Estados Unidos podrán encontrar en este trabajo algunos antecedentes, aclarando que la diplomacia sólo es uno de los múltiples rostros de la interdependencia que sustenta la relación de ambas naciones desde principios del siglo xx.

Capítulo 1. Las relaciones México-Estados Unidos a principios del siglo XX

Décadas después de que se firmó el acta de independencia de México, el cuerpo diplomático mexicano inició una tradición de convenciones que buscaron atender los reclamos que resultaron de los conflictos políticos, territoriales, bélicos y económicos en los que se vio involucrada la joven nación a lo largo del siglo xix.

Paralelamente, en Estados Unidos se discutió si debían dar a la diplomacia mexicana el mismo trato que a las potencias europeas. Los temas de los privilegios y las concesiones comerciales fueron objeto de acalorados discursos y debates, especialmente después de la intervención de 1847.1 Específicamente, un tema que se puso en el centro de la discusión política estadounidense fueron las diversas pugnas fronterizas, las cuales iban desde ranchos fraccionados hasta desviaciones naturales del río Bravo, a las que se sumaron los problemas binacionales causados por grupos de asaltantes, contrabandistas y apaches. Para atender las desavenencias y conflictos entre ambas naciones se acordó la instauración de juzgados o convenciones que atendieran y resolvieran los reclamos. Ello permitió a la Casa Blanca negociar la anexión de porciones del territorio mexicano a cambio del desistimiento en ciertas reclamaciones.2

Durante la presidencia de Andrew Jackson (1829-1837) se solicitó ante el Congreso la aprobación de la Comisión de Represalias, una práctica diplomática combativa que amenazaba con la intervención en caso de que el gobierno mexicano no aceptara sus reclamos.3 Esta coyuntura fue aprovechada por México mediante la Secretaría de Relaciones Exteriores (sre) a fin de reclamar los saldos por la intromisión estadounidense en Texas.4

Después de este periodo de tensión y negociación siguieron cuatro coyunturas político-militares, que fueron resueltas por la vía diplomática mediante la instauración de tratados y convenios. El primero se firmó en 1843, cuando se estableció en la Ciudad de México la comisión que atendió “todas las reclamaciones del gobierno y ciudadanos de Estados Unidos contra la república mexicana que no fue decidido por la última Comisión [1839]”.5 Por su parte, el gobierno mexicano negoció las deudas adquiridas con los demandantes estadounidenses.6

El Tratado de Guadalupe-Hidalgo (1848) es uno de los documentos más célebres en la historia del conflicto entre ambas naciones, ya que en él se propuso poner fin a la invasión estadounidense a México. Aunque el gobierno mexicano firmó la cesión de una buena porción de la superficie nacional, logró renegociar la liquidación de los saldos que aún no se pagaban por causa de los reclamos pendientes de 1839. Por su parte, el gobierno estadounidense se comprometió a resolver a la brevedad los daños causados por las comunidades de indios americanos a propietarios asentados en la región de la frontera norte.

Es importante señalar que la relación más prolífica entre los gobiernos estadounidense y mexicano se implantó por vía del bando liberal, con quienes a lo largo de la segunda mitad del siglo se estableció un mayor número de tratados y convenios, ello de frente a los conservadores que privilegiaron las relaciones con estados europeos. Desde el restablecimiento de las relaciones bilaterales en 1848, se vivieron momentos de estabilidad diplomática, aunque con graduales niveles de cooperación.

 

Otro de los convenios diplomáticos más estudiados por la historiografía es el Tratado de McLane-Ocampo (1859), diseñado por los liberales mexicanos. Su objetivo fue otorgar al gobierno de Estados Unidos derechos de perpetuo tránsito, tanto por el istmo de Tehuantepec como por los puertos de Matamoros, Mazatlán, Nogales y Guay­mas, en reciprocidad se recibirían cuatro millones de dólares, de los cuales casi la mitad serviría para saldar los reclamos estadounidenses pendientes de los convenios signados en décadas anteriores.7

Finalmente, en julio de 1868 se firmó en la ciudad de Washington D. C. un convenio con el que se pretendió atender las reclamaciones de los ciudadanos de ambas naciones; fueron considerados casos de presuntos daños o atentados a propiedades, tierras, animales, negocios e inversiones.8 En una primera etapa, las funciones de este convenio se extendieron hasta 1874, prorrogándose a 1876 a fin de solucionar el total de los casos presentados. No obstante, aun con los trabajos de ambas cancillerías, fueron pocos los casos resueltos y mucho menos los saldados. Cuando Porfirio Díaz tomó el poder se interrumpieron definitivamente los tratados, negociaciones y pagos pendientes.9

Durante el siglo xix las relaciones México-Estados Unidos consistieron en una combinación de reclamos, presiones y convenciones que por momentos parecieron la antesala de una invasión. El gobierno de Díaz tampoco escapó de esta dinámica, pues el tema principal de su cuerpo diplomático ante Washington fue el establecimiento de tratados de frontera (julio de 1882, noviembre de 1884, febrero y marzo de 1889, agosto de 1894 y diciembre de 1899), comerciales (enero de 1883, febrero de 1885 y mayo de 1886), combate a los indios transfronterizos (julio de 1882, octubre de 1884, octubre de 1885, noviembre de 1892 y junio de 1896) y varios tratados sobre el aprovechamiento del río Bravo (marzo de 1905, mayo de 1906 y junio de 1910).10

Con el cambio de siglo, el régimen de Díaz se posicionó frente a Estados Unidos como uno de los más sólidos en Latinoamérica; México fue considerado un ejemplo de paz y disciplina al que otras naciones debían aspirar, como Cuba, Venezuela, Haití y Nicaragua. El éxito del porfiriato, según algunas voces desde el extranjero, fue su similitud con la forma de gobierno estadounidense, pues su “constitución es muy similar a la de los Estados Unidos, la constitución de muchos [de sus] estados está cercanamente parecida a la de los estados americanos” (The Alamogordo News, 18 de enero de 1900: 1).

El intervencionismo fue sustancial para la política diplomática estadounidense durante la primera década del siglo xx, especialmente en Latinoamérica donde la intervención se justificó por el interés de garantizar el bienestar e inversiones de sus connacionales. El reconocimiento o desconocimiento de la legitimidad de las naciones fue una de las estrategias de presión diplomática que privilegió el Departamento de Estado para establecer condiciones favorables a los intereses de Estados Unidos.

El cuerpo diplomático estadounidense evaluó que el principal reto hacia México era afrontar la distancia cultural entre el mundo anglosajón y el latinoamericano, por ello los representantes desplegados en Latinoamérica fueron encomendados para atender los desencuentros provocados por la actitud de algunos estadounidenses. Según algunos informes de cónsules, sus ciudadanos en el extranjero “olvidaban que ellos eran, en un sentido, invitados del país en el que residían, abusaban de los habitantes, injuriar instituciones, innecesariamente enfrentarse a oficiales gubernamentales, formular complots, presentar reclamos dudosos, y obligar a las legaciones (representaciones diplomáticas) a lanzar ultimátum” (Marshall Brown, 1912: 156).

Eran tiempos de prueba para la diplomacia estadounidense. Cuidar el desarrollo de la política exterior fue fundamental para extirpar del continente la influencia europea y lograr que las naciones latinoamericanas siguieran la ruta trazada desde Washington. México fue uno de los casos de especial interés para la administración estadounidense, especialmente porque ahí se emprendieron ambiciosos proyectos comerciales que involucraron un importante número de capitales.

La relación entre la administración del presidente Porfirio Díaz y la de Theodore Roosevelt fue cercana, pues ambos fueron conscientes de la interdependencia de sus intereses. Los representantes estadounidenses en México se concentraron en la exploración de recursos y mercados para que fomentaran la inversión extranjera. Sin embargo, no siempre se condujeron por el mismo sendero, ya que Díaz pretendió que la diplomacia mexicana tomara un papel protagónico en el ámbito internacional, lo que generó rupturas, particularmente en el caso de Nicaragua.11

A pesar de las pequeñas desavenencias, la diplomacia entre ambas naciones se condujo de manera cercana, resolviendo cualquier desencuentro comercial, fronterizo o territorial. La prensa estadounidense informó que su vecino del sur vivía una nueva era; algunos viajeros que regresaban a Estados Unidos declaraban que “en ninguna porción del mundo es la vida o propiedades más seguras que en la república tde México […] El testimonio universal de extranjeros es que México es bien gobernado como ninguna nación en el mundo” (The Alamogordo News, 18 de enero de 1900: 1).

La diplomacia porfirista privilegió sus relaciones comerciales con Europa y especialmente con Estados Unidos mediante la resolución de las cuentas pendientes respecto a las pugnas territoriales heredadas por sus antecesores. Como resultado de las negociaciones se impulsó la llegada del ferrocarril, lo que a México al comercio exterior y facilitó el intercambio comercial. Esta innovación tecnológica “permitió que un comercio que alcanzaba un valor de nueve millones de pesos en 1870, ascendiera a 36 millones en 1890 y a 117 millones en 1910” (Zoraida Vázquez y Meyer, 1994: 111).

Fue tan exitosa la política comercial exterior de Díaz que a fines de la primera década del siglo xx Estados Unidos “absorbía 76% de las exportaciones totales mexicanas, básicamente de metales” (Zoraida Vázquez y Meyer, 1994: 116). México avanzaba a la modernidad mediante vínculos con el mercado estadounidense, así como una sólida red de intereses y dependencias que duraría algunas décadas más.

Uno de los periodistas que más publicaron sobre la situación mexicana fue John Kenneth Turner, reportero de The Mexican Herald, quien escribió una serie de artículos denominada México Bárbaro. Su lectura generó furor en Estados Unidos, y fue tan controversial que el Congreso de Estados Unidos intentó prohibir su publicación al considerarlas difamatorias.

Turner denunció que la sociedad mexicana era víctima de la voraz economía estadounidense:

Hoy México es virtualmente una colonia de este país […] después de la liberación de los esclavos negros, el Tío Sam, al final de medio siglo se ha vuelto esclavista nuevamente […] Díaz es el presidente de México porque puede ser controlado y por la misma razón seguirá como presidente hasta su muerte […] el momento que se encuentre imposible controlarlo, de otras maneras se controlará con el ejército (Scott County Kicker, 16 de julio de 1910: 9).

Este periodista calculó que los intereses estadounidenses en México ascendían a 900 millones de dólares entre capitalistas de las empresas Morgan-Guggenheim, Standard Oil Company, American Sugar y Wells Fargo; intereses que justificarían una intervención armada ante cualquier conflicto interno. Denunció que los capitalistas americanos tenían la fuerza para impulsar una acción que “destruirá la última esperanza de México para una existencia nacional […] revolución significa intervención; intervención significa aniquilación; por tanto, revolución significa aniquilación” (Scott County Kicker, 16 de julio de 1910: 9). También declaró que, si estallaba una revolución, podría interpretarse como una conspiración de Wall Street para ampliar su influencia continental.

Durante los primeros meses de 1910 se vivió un clima de agitación política como consecuencia del proceso electoral presidencial; pese a ello, la paz y estabilidad era incuestionable, México seguía considerándose un ejemplo continental. La American Press Asociation declaró en un mensaje editorial que “el gobierno de México es hoy muy diferente de lo que era cuando este estado vivía en estado revolucionario, aún común en América Central. Había un tiempo cuando no era seguro para nadie en este turbulento país. Fue entonces cuando los bandidos florecían” (Montour American, 14 de abril de 1910: 8). Pero con el transcurso de los meses se desmoronó el optimismo estadounidense sobre México, ante la posibilidad de que el conflicto político desembocara en un estallido armado. Las noticias sobre la situación mexicana fueron contradictorias entre los principales diarios estadounidenses; algunos auguraron un negro desenlace para el maderismo, mientras otros lo consideraban el principio de la caída de Díaz.

En resumen, por casi un siglo (desde principios del siglo xix hasta el estallido revolucionario) la diplomacia entre Estados Unidos y México se centró en atender y resolver todas las controversias que había entre los ciudadanos de ambas naciones. El vigor de las relaciones fue consecuencia de una agitada relación diplomática, la cual a principios del siglo xx alcanzó un grado de madurez que ni siquiera un conflicto electoral interno parecía perjudicarla.

Aun cuando la amenaza revolucionaria estaba presente, los cuerpos diplomáticos de Estados Unidos y México mantuvieron una relación estable, pues una interrupción de sus relaciones impactaría en la interdependencia económica y social. Mientras en el norte de México se alzó el maderismo, el gobierno de Díaz procuró atender las promesas, deudas y reclamos formulados por grupos de interés extranjeros. No obstante, entre algunos sectores populares permeó una actitud nacionalista que rechazó cualquier acuerdo con los gobiernos extranjeros, y se tradujo en motines y ataques violentos hacia la población extranjera.

Miradas desde Estados Unidos: entre la barbarie y la incertidumbre

El 8 de noviembre de 1910 una turba de pobladores de la Ciudad de México atacó con piedras las instalaciones del diario The Mexican Herald,12 manifestación que requirió la intervención policiaca porque se temía que impulsara un motín. Este acto causó un escándalo diplomático, pues las oficinas del diario afectado se ubicaban a espaldas del Consulado General de Estados Unidos, por ello el cuerpo diplomático se sintió amenazado (véase imagen 1).


Imagen 1. Croquis enviado por Arnold Shanklin al secretario de Estado mostrando la ubicación del Consulado General estadounidense y The Mexican Herald. Ciudad de México, 27 de mayo de 1911.

Fuente: nara, M275, 812.00, p. 2048.

Los disturbios fueron consecuencia de las noticias que circularon sobre la nula acción gubernamental ante el linchamiento de Antonio Rodríguez en Rock Springs, Texas, el 3 de noviembre de ese mismo año. Este mexicano fue golpeado y quemado tras ser acusado del asesinato de su esposa, una ciudadana estadounidense. Las protestas que se organizaron en México por este caso alcanzaron tintes de violencia, pues se vandalizaron algunas propiedades estadounidenses como muestra de repudio. Algunos sectores de la prensa extranjera difundieron la noticia de los disturbios y acusaron a algunas publicaciones mexicanas, como el Diario del Hogar, de hacer declaraciones xenófobas, caricaturizando en sus páginas a los estadounidenses como “gigantes del dólar, pigmeos de cultura y bárbaros blancos del norte” (The Arizona Republic, 10 de noviembre de 1910: 1).

Las persianas de muchos negocios, tanto mexicanos como estadounidenses, cerraron a toda prisa ante el estallido de las protestas. Aunque no se tuvo noticia de muertos o heridos, el embajador David Eugene Thompson exigió respuesta de las autoridades, pues la turba dejó “insultos a la bandera americana, y asaltos hechos abiertamente contra ciudadanos americanos en las calles […] ventanas de una docena de negocios americanos rotas” (The Arizona Republic, 10 de noviembre de 1910: 1). Estas noticias llegaron por vía telegráfica a Washington, con el fin de que el cuerpo diplomático fuese instruido sobre cómo proceder.

Durante la noche del 9 de noviembre nuevamente se organizaron protestas en las calles de la capital mexicana; en esta ocasión las oficinas del diario El Imparcial13 fueron el objetivo de la turba. Igual que el día anterior, la multitud apedreó el edificio, y una vez que se rompieron las puertas, esta se abalanzó a su interior. El primer piso quedó devastado; se atacaron las oficinas editoriales “abriendo las puertas con maderas pesadas [a manera de arietes] y esparciendo los restos” (The Arizona Republic, 10 de noviembre de 1910: 1).

 

Horas más tarde, un grupo de estudiantes de la Escuela Nacional de Medicina reunidos en la Alameda Central lanzaron algunas injurias contra los extranjeros y marcharon por la avenida San Francisco hasta llegar a algunos negocios de propiedad estadounidense. Al intentar saquear algunos establecimientos derribaron y mancillaron una bandera estadounidense izada en el frente de una dulcería. Esta escena fue relatada con detalle en el Diario del Hogar un día después.

Las noticias describieron a una multitud furiosa y sin control, destacando “muchas personas ondeando la bandera hecha harapos” (The Arizona Republic, 10 de noviembre de 1910: 1). El contingente se nutrió de personas que iban caminando, lo que llevó al descontrol de la multitud que exacerbó las muestras de xenofobia afuera del Departamento de Relaciones Exteriores. Los manifestantes a su paso apedrearon las ventanas del hotel San Francisco, y una docena de mexicanos se enfrentó a golpes contra Jack Davis, un mecánico estadounidense que impidió que “intentaran romper el techo de su automóvil y que entraran a su establecimiento” (The Arizona Republic, 10 de noviembre de 1910: 1). El resultado de la pelea fue de varios mexicanos noqueados sobre la acera y la expulsión de la turba del taller. Otros asaltos que destacaron fueron los sufridos por William Marshall, empleado de los Ferrocarriles Nacionales de México, y John Vajen Wilson, hijo del embajador Henry Lane Wilson; ambos fueron atacados a pedradas al ser sorprendidos mientras caminaban por las calles de la capital, como consecuencia Marshall quedó malherido por un golpe contundente en la cabeza.

También la furia de las piedras se descargó al paso de un tranvía procedente de una escuela americana local, que tuvo como consecuencias “un niño golpeado y severamente herido. Las ventanas del carro fueron destrozadas” (The Arizona Republic, 10 de noviembre de 1910: 10). En el trayecto final de la marcha, se unió al contingente el gobernador de la capital, Guillermo de Landa y Escandón, quien, aunque amonestó a los manifestantes por la violencia, les externó su simpatía y les pidió retirarse a sus casas.

Como resultado del tumulto, al día siguiente se reportó una cantidad indefinida de detenidos, así como un manifestante muerto a manos de la caballería local. La violencia en la Ciudad de México causó una fuerte indignación en la embajada estadounidense, particularmente por la parca reacción de las autoridades locales y la explícita simpatía del gobernante. El embajador Wilson envió una nota de reclamo a las oficinas de Relaciones Exteriores de México, en la que expresó su decepción pues pese a que “su oficina advirtió con antelación de las manifestaciones, las autoridades mexicanas no tuvieron, o parecieron no tener intención de actuar” (The Arizona Republic, 10 de noviembre de 1910: 10).

En respuesta, el ministro de Relaciones Exteriores, Creel, declaró que se castigarían a los culpables de insultar a la bandera estadounidense, además de asegurar especial protección a los negocios que lo requirieran. El 11 de noviembre, Wilson llamó a la población estadounidense en México para que estuviese alerta ante cualquier posible acto de violencia. Días después Wilson afirmó su confianza sobre la capacidad del gobierno mexicano para extinguir cualquier otro disturbio. Para Wilson los disturbios parecían terminar, sin embargo, solicitó insistentemente se castigara con todo el peso de la ley a los responsables de “rasgar la bandera americana en piezas y asaltar a ciudadanos americanos” (The Arizona Republic, 10 de noviembre de 1910: 10).

Wilson aseguró al Departamento de Estado en Washington que la embajada capitalina era protegida las 24 horas del día por las autoridades locales y además confirmó “el arresto de cincuenta y cinco alborotadores” (The Arizona Republic, 12 de noviembre de 1910: 1). Algunos días después las cifras de detenidos se incrementaron hasta sumar casi doscientas personas, aunque también aumentó a tres la cifra de mexicanos muertos “que fueron alcanzados por la policía montada con sables en mano” (The Cooper Era, 18 de noviembre de 1910: 1).

Evidentemente, las violentas manifestaciones populares antiestadounidenses afectaron la cotidianidad capitalina. Al respecto surgen las siguientes preguntas: ¿Qué detonó estos disturbios? ¿Por qué la población estadounidense fue el objetivo de los ataques? Aunque se podría deducir que el llamado maderista a las armas influyó, es importante considerar que la participación del gobernador y la acción de las autoridades desligan a este evento con un acto revolucionario. Este motín fue detonado por manifestaciones de carácter nacionalista que explotaron la animadversión a la injerencia estadounidense en México. A todo ello se sumó la participación improvisada de estudiantes, ciudadanos y autoridades.

Unos días después todo regresó a la normalidad gracias a las conferencias celebradas entre el secretario de Estado Philander Chace Knox y el embajador León de la Barra. En este encuentro las autoridades mexicanas garantizaron la seguridad de los estadounidenses y sus bienes, aclarando que se consignaría conforme a la ley a los implicados en los disturbios. Los diplomáticos estadounidenses condenaron la participación del gobernador Landa y Escandón y del exembajador Joaquín Diego Casasús, pues “tomaron parte de las demostraciones contra los americanos en la Ciudad de México el miércoles en la noche” (The Arizona Republic, 12 de noviembre de 1910: 1). Se solicitó un castigo ejemplar contra ellos, acorde con el resto de los detenidos que comparecían ante las autoridades judiciales; además, se exigió el cierre de la Escuela Nacional de Medicina, pues en este espacio se organizó un grupo importante de manifestantes. Finalmente, la escuela fue clausurada, aun cuando los estudiantes organizaron nuevas protestas por la libertad de los arrestados.14

En reciprocidad, las autoridades estadounidenses garantizaron el respeto a la seguridad de los mexicanos en Texas, sobre todo ante las represalias que empezaron a ocurrir a partir de las noticias sobre los motines en México. Respecto al caso de Antonio Rodríguez, el gobernador Campbell declaró “no se esperan mayores problemas, y el linchamiento ha sido investigado” (The Arizona Republic, 12 de noviembre de 1910: 1). Se prometió trabajar de la mano con el embajador mexicano en Eagle Pass para identificar a la turba y garantizar un castigo ejemplar contra los implicados en el linchamiento.

Las comunicaciones del ministro de Relaciones Exteriores, León de la Barra, con la Casa Blanca se centraron en dar seguimiento a los juicios que enfrentarían los manifestantes detenidos; además, descartó “que exista peligro de una ruptura de las relaciones amistosas entre ambas naciones porque ambos gobiernos están deseosos de ver la justicia” (The Arizona Republic, 12 de noviembre de 1910: 1). Por otra parte, agradeció que se facilitaran al gobierno mexicano los trámites necesarios para lograr la repatriación de los restos mortales de Antonio Rodríguez. A partir de entonces en toda la capital se desplegó un número importante de soldados en las calles, con el fin de garantizar la seguridad de los estadounidenses y sus negociaciones. Sin embargo, las consecuencias de los disturbios continuaron estremeciendo al público estadounidense, pues se informó en la prensa sobre la muerte de dos estadounidenses, entre los que se encontraba el niño apedreado a bordo del tranvía (The Cooper Era, 18 de noviembre de 1910: 1).

Para la prensa estadounidense estas noticias revelaron el florecimiento de sentimientos antiamericanos entre la población; aunque se autonombraban como “demostraciones patrióticas”, algunas voces relacionaron directamente estos episodios al estallido revolucionario. El cónsul general en México, Arnold Shanklin, condenó los motines en la ciudad y atestiguó que “estudiantes mexicanos bajaron e insultaron la bandera ayer […] derribaron y pisotearon una bandera mexicana, el mensaje continuo, y la turba amenazó al consulado de los Estados Unidos” (The Daily Capital Journal, 10 de noviembre de 1910: 4).

Las manifestaciones antiestadounidenses encendieron las alarmas en la capital al punto que el ejército porfirista distrajo su total atención en el norte para intervenir en entidades como Tepic y San Blas, donde se tuvo noticia de “preparativos de estudiantes para hacer manifestaciones similares como las presentadas recientemente en Guadalajara y la Ciudad de México” (The Marion Daily Mirror, 21 de noviembre de 1910: 5).