SEXO ORAL, Relaciones carnales entre Sexualidad y Lenguaje

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SEXO ORAL, Relaciones carnales entre Sexualidad y Lenguaje
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MALENA ZABALEGUI

SEXO ORAL
Relaciones carnales entre Sexualidad y Lenguaje


Zabalegui, Malena Silvia

Sexo oral : relaciones carnales entre sexualidad y lenguaje / Malena Silvia Zabalegui. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2021.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: online

ISBN 978-987-87-1748-7

1. Ensayo. I. Título.

CDD 649.65

EDITORIAL AUTORES DE ARGENTINA

www.autoresdeargentina.com

info@autoresdeargentina.com

Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723

Impreso en Argentina – Printed in Argentina

PLAN DE ESTUDIO

Portada

Créditos

Plan de estudio

LENGUA I

Juego preliminar

Sustantivos y sinsentidos

Examen parcial

MATEMÁTICA

Juego preliminar

Medidas y mentiras

Examen parcial

LENGUA II

Juego preliminar

Adjetivos y agresiones

Examen parcial

LITERATURA

Juego preliminar

Poesía y poderío

Examen parcial

LENGUA III

Juego preliminar

Verbos y venenos

Examen parcial

GRAMÁTICA

Juego preliminar

Orden y ordenamiento

Examen parcial

LENGUA IV

Juego preliminar

Discursos y disparates

Examen parcial

FONOLOGÍA

Juego preliminar

Sonidos y segregaciones

Examen parcial

LENGUA V

Juego preliminar

Evoluciones y esperanzas

Examen parcial

Examen Final

CLÍMAX

Referencias bibliográficas

Notas

Sinopsis

ADVERTENCIA

En este libro analizamos el discurso sexual heredado (que es binario y sexista) y no el discurso sexual ideal (que debería ser diverso e inclusivo). Por lo tanto, en este trabajo, las palabras “varón” y “mujer” deben entenderse como “varón hétero-cis” y “mujer hétero-cis”, así como lo “femenino” y lo “masculino” deben interpretarse como aquellas expresiones de género que el patriarcado impone y espera de la mujer hétero-cis y del varón hétero-cis, respectivamente.

Introducción

Sexo, sexo, sexo. Pensamos en él, fantaseamos con él y alardeamos de él. A veces –incluso– lo hacemos. La sexualidad está tan presente en la vida humana que la consideramos "natural" y no suponemos que haya nada nuevo por descubrir en la materia.

Sin embargo, un análisis de nuestro discurso sexual cotidiano puede revelar aspectos insospechados. ¿Por qué nos importa tanto el tamaño? ¿Qué relación existe entre las malas palabras y la sexualidad? ¿Es posible valernos de la lengua para mejorar nuestra vida íntima?

Para responder a estas y a muchas otras inquietudes, presentamos este PLAN DE ESTUDIO apócrifo, anárquico y agitador; un aporte a la currícula informal, con la propuesta de repasar nuestros saberes incuestionados y desaprobar aquellas prácticas lingüísticas que obstruyan el camino hacia una sexualidad sana, libre de prejuicios y plena de alegrías.

Por lo tanto, saquen una hoja… pero ¡relájense y gocen!

LENGUA I - Sustantivos y sinsentidos
Juego preliminar: Antes de empezar a leer el primer capítulo, hagan una lista con todas las palabras que se les ocurran para nombrar a los genitales y a las zonas erógenas. No lo piensen demasiado: sólo dejen que vengan sustantivos eróticos/sexuales a sus mentes.

Al pan, pan; y al vino, vino. Cada cosa por su nombre. Sin embargo, cuando se trata de sexo, el diccionario se nos vuelve turbio y nos demuestra que hablar de “esas cosas” todavía supone cierta incomodidad. Por más natural que sea la sexualidad, mencionar genitales y zonas erógenas en el siglo XXI sigue siendo de lo más complicado. Y no por eso menos fascinante.

Veamos. Algunas partes del cuerpo humano sólo cuentan con el frío nombre grecolatino que la ciencia les legó, mientras otras zonas de la geografía corporal ostentan un inacabable vocabulario que se reproduce al infinito, como si quisieran convencernos de las bondades de la multiplicación. Así, por ejemplo, una misma parte de la anatomía puede presentarse como pito, pelado, pija, pistola, pilín, poronga, pedazo o pitulín. Aunque a veces dudemos de cuál es la acepción que corresponde usar en cada circunstancia, identificamos claramente de qué órgano estamos hablando: en general, son palabras que empiezan con la letra p y designan al pene, a esa parte del cuerpo del varón que, cuando está erecta (cuando se para, cuando está al palo), puede penetrar como un punzón.

En términos fonéticos, el sonido de la p se articula cerrando los labios, juntando aire en la cavidad bucal y luego liberando de golpe la sustancia contenida. (Tómense unos segundos para probar.) Por lo tanto, en cada acto de habla, la consonante de papá se expele de la boca, tal como el esperma se expide durante el acto sexual: a través de la retención temporaria y la expulsión repentina. Tan varonil es el carácter de la letra p que –si la acostamos panza abajo– notamos que representa el perfil de un pene erecto con un testículo muy cargado, dispuesto a disparar y procrear:


A la sombra del pene, en efecto, habitan testículos, bolas, terlipes, pelotas o cojones, todas palabras que definen inequívocamente a cierto par de glándulas, pero que no responden en este caso a ningún patrón fonético, probablemente porque la actividad que se desarrolla en el escroto (en la huevera) no resulta evidente desde el exterior del organismo, como sí ocurre con el pene. Sin embargo, aunque sea de manera intuitiva, bien sabemos de su importancia porque existe una variedad apreciable de modos de llamar a las gónadas masculinas, y tanto afán por nombrar algo sólo puede ser señal de algún genuino interés. Además, el popular mandato “no rompas las bolas” advierte que se trata de una zona de vital importancia que el varón protege con especial esmero. El mito criollo de cubrirse un testículo para ahuyentar la mala suerte (cuando se menciona a alguien que es yeta, por ejemplo) o que los futbolistas se lleven las manos a la entrepierna cuando forman una barrera son actitudes inconscientes que revelan que –en esa parte de su anatomía– se esconde un tesoro de valor incalculable para la especie humana. En caso de peligro físico, el varón no protege su corazón ni su cerebro: el hombre protege su fábrica de espermatozoides.

El discurso científico también nos provee, por ejemplo, la palabra vagina que –según la etimología– significa vaina, o sea: el lugar donde se envaina el pene. Con esta definición, la lengua académica parece divulgar que la vagina no tendría vocación propia y que su única razón de existir sería la de actuar como solícita anfitriona del miembro viril. Pero lo que se suele poner dentro de una vaina –lo que se suele envainar– es un cuchillo o una espada, con lo cual estaríamos asimilando el pene a un objeto filoso diseñado para utilizarse como herramienta o como arma. ¿Será que el falo es una herramienta porque sirve para construir una familia? ¿O acaso debemos aceptar que el pene se envaina porque puede causar daño, como cualquier pistola?

 

Fuera del ámbito científico, en cambio, el voto unánime argentino elige la palabra concha (o sea: caracola) para referirse a las partes privadas de la anatomía femenina, y –desde ya– resulta llamativo que para nombrar una zona corporal humana se utilice una palabra alusiva al mar y no a la tierra, que es donde se desarrolla la mayor parte de nuestra actividad. Sin embargo, esta curiosa elección de vocabulario estaría justificada por ciertas características que hermanan a vaginas y caracolas de manera asombrosa.

En principio, las conchas marinas tienen una textura exterior rugosa y una textura interior suave y rosada, tal como tienen las vulvas. Pero, además, una caracola es cualquier estructura que protege el cuerpo de un ser vivo, y podríamos pensar, entonces, que el saber patriarcal homologa la vagina al útero, a aquella estructura que protege al embrión cuando ocurre un embarazo. Por otro lado, la humedad, la blandura y la viscosidad del molusco que habita una caracola son fácilmente comparables a la humedad, la blandura y la viscosidad del ambiente vaginal. Pero, también, las conchas marinas habitan las profundidades del mar, lo misterioso, lo oscuro, lo desconocido para los simples mortales. ¿Podríamos suponer, tal vez, que las conchas humanas todavía representan para el varón promedio un mundo igual de profundo, misterioso, oscuro y desconocido?

En cualquier caso, lo más llamativo de la vagina es que también puede llamarse cachucha, chuchi o pochola en nuestro país y champa, chichi, chimba, chocha, choro, chumino, loncha, cuchumina, micha, perrecha, pucha, churruca, chepa y panocha en otros países hispanohablantes. Con melodiosa elocuencia, el sonido /ʧ/ (el de las letras c y h cuando aparecen juntas en castellano) se repite en los sinónimos de vagina como una marca distintiva, casi como un mantra religioso. ¿Por qué será?

Según el emblemático diccionario de María Moliner (1998), el sonido que representan las letras c y h juntas “… es en alto grado expresivo o imitativo: es decir, forma palabras que no son o no son sólo, representativo-objetivas, sino que expresan una actitud afectiva o intencional del sujeto (sirven, sobre todo, para despreciar o para llamar) o imitan o sugieren un sonido, un movimiento, etc.”. ¿Qué denota, entonces, el sonido /ʧ/ en nuestra cultura vaginal? ¿Es una inocente onomatopeya que imita o sugiere el chapoteo que producen los genitales y sus fluidos durante la penetración? ¿Es un invento masculino para llamar/invocar a una vagina? ¿O esconde una actitud despectiva como ocurre con las palabras cháchara, chirusa y chuchería? Evidentemente, este no es un tema para tomar a la chacota y, sin embargo, la palabra cuchufleta –que en Argentina es otro modo de nombrar a la vagina– significa broma o chanza. ¿Cómo es posible que la concha sea un chiste, un chasco, y esté para el cachetazo?

A pesar de que esta parte del cuerpo femenino es una de las más mencionadas en el vocabulario erótico regional, la vagina no constituye la parte más sensible del cuerpo de la mujer ni la más susceptible de goce para ella, ya que cuenta con pocas terminaciones nerviosas. Por el contrario, las partes íntimas más importantes para el disfrute femenino son el clítoris y la vulva y, sin embargo, en nuestro idioma no existen sinónimos populares para estos vitales sustantivos. En general, bajo la designación concha se pretende aludir a todas las partes íntimas accesibles de la mujer, sin necesidad de distinguir entre clítoris, vulva y vagina.

De todos modos, lo más llamativo en este terreno es la ausencia de nombres familiares para las áreas sexuales externas femeninas. ¿Por qué será que el castellano premia con innumerables sinónimos al sector genital interno, al de menor sensibilidad y –por lo tanto– al menos importante para la mujer en términos de disfrute? Si de disfrute se trata, el órgano ultra gozoso es el clítoris, gracias a sus más de 8.000 terminaciones nerviosas sólo en su diminuta parte exterior. Pero, ¿qué significa clítoris? Según la incierta etimología disponible, el kleitoris griego es un pequeño monte o –mejor aún– una llave (como key en inglés o clé en francés). A través de la lengua, entonces, confirmamos que esta pepita de oro femenina se alza visible por encima del horizonte corporal (es un monte) y sirve como herramienta para abrir los portales del placer (es una llave). Aun así, todavía no parecemos divisar con claridad su ubicación geográfica ni su importancia estratégica.

La palabra vulva, por su parte, deriva del latín volvere (que significa envolver) y hoy en día designa a los labios mayores y menores que abrazan (envuelven) al pene durante el coito. Pero esta palabra describía originalmente al útero, al órgano que contiene (envuelve) al feto durante la gestación, de modo que no sorprende que haya quienes –por extensión– llamen "vulva" a la vagina, dadas su ubicación cercana y su capacidad envolvente (del pene, claro).

Como vemos, entonces, la palabra vulva y la palabra vagina –pese a que designan territorios identitarios típicos femeninos– remiten con su etimología exclusivamente al mundo masculino (envuelven y envainan al pene), como si la entrepierna de la mujer fuera para los varones una simple colonia de ultramar en la cual ellos pudieran desembarcar a voluntad.

Así, nos encontramos con que el clítoris, la vulva, la vagina y el útero todavía no establecieron sus fronteras exactas en la psiquis popular ni en el discurso sexual. Aunque podemos separar con absoluta precisión pene de testículos, aún no somos capaces de identificar con claridad las distintas zonas femeninas y sus diferentes funciones. Porque fueron varones auto-referenciales quienes bautizaron a las cosas y también a las zonas erógenas, el vocabulario sexual vigente no considera todavía a los genitales femeninos como una fuente de placer para ellas, sino como una útil cavidad donde volcar los fecundos fluidos de ellos. Este hecho lo confirman los diccionarios al informarnos que una cachucha es tanto una vagina como una vasija pequeña, y comprobamos así que la vagina sería solamente un recipiente pequeño, un recibidor minorizado. ¿Recibidor de qué? De semen.

En línea con todo lo anterior, nos encontramos con que la palabra genitales significa fecundo, relativo a la reproducción animal y propicio para un nuevo nacimiento. Esta definición y su esencialismo procreativo nos confirman que el pene y los testículos sí serían genitalia (y merecerían, por lo tanto, ser mencionados en el discurso sexual patriarcal), pero la vulva y el clítoris no entrarían en esta categoría porque no cumplen ningún papel en el acto de fecundación, razón por la cual el patriarcado no encuentra motivos que justifiquen su enunciación y divulgación.

Si nos alejamos un poco de las partes más “pudendas”1 pero siempre hablando de sexualidad, nos encontramos con el pecho, esa palabra que sirve tanto para designar pectorales bien de macho como senos bien de hembra. Quizá porque la sílaba /pe/ –con su sonido /p/ eyaculador– remite a lo masculino y la sílaba /ʧo/ –con su sonido /ʧ/ despectivo– recuerda lo femenino, o tal vez porque todas las personas lucen pezones y cierta protuberancia en el área, pecho es una palabra ambigua en materia de género. Sin embargo, los hombres han sabido inventar apodos exclusivos para esta zona femenina, aunque con una clara distinción: tetas o lolas para las mujeres delgadas “decentes”, y gomas o globos para las exuberantes, para aquellas mujeres infladas/inflamadas/encendidas, que despiertan en ellos más deseo y –por psicología inversa– resultarían “indecentes” ante sus ojos.

Ahora: es interesante notar que, dentro de este grupo de sinónimos, la palabra teta –heredada de la biología– es la que lleva la menor carga erótica. Tal vez sea la proximidad con la zoología la que des-erotiza a esa palabra, pero lo cierto es que tanto la teta como su diminutivo tetilla son sustantivos que comienzan con /t/, un sonido clasificado en fonética como "sordo" porque su articulación exige pasividad en las cuerdas vocales, o sea: ausencia de vibración y –quizá por eso– ausencia de connotación sexual. En cambio, las palabras lola, goma y globo resultan voluptuosas al oído por diversas razones. En principio, estos tres sustantivos ponen el acento en una letra o que –por su redondez– recuerda no sólo al pezón y a la mama, sino a una boca abierta dispuesta a encastrar y succionar. Pero, además, aquellas tres palabras incluyen consonantes etiquetadas fonéticamente como "sonoras" porque exigen la vibración (¿la sacudida?) de las cuerdas vocales. La l libidinosa de lamer (lascivia, lujuria), la m mimosa de mamar (mamá, amor) y la b burbujeante de besar (baba, bombón) se presentan como sensuales arrullos que incitan al deseo: (leer lento, con erotismo) “lalála”, “mamita”, “bebota”.

Resulta oportuno destacar también que los sinónimos de teta que encierran la idea de exuberancia (goma, globo) comienzan con la gloriosa g, consonante que suele dar inicio a palabras relacionadas con la garganta profunda, tales como ganglio, gárgara, glotón, golosina, grito o gruñido. Así, los pechos femeninos exuberantes llevarían al varón sexista a asociar gomas y globos con penetración (encastre, otra vez), y –entonces– todas las letras mencionadas (o, l, m, b, g) y sus sonidos asociados estarían recordándonos la reproducción humana: el ancestral instinto de succión, deglución y alimentación universalmente ligado al pecho femenino, y el coito pene-vagina que asegura la permanencia de la especie en el planeta.

No debe sorprendernos, por lo tanto, que no exista vocabulario erótico para aludir a los pechos del varón, pese a que la infinidad de terminaciones nerviosas con que cuenta el hombre en sus pezones los convierte en una importante zona erógena en potencia. Porque el placer se encuentra tan desestimado en el modelo social patriarcal, el discurso sexual vigente relaciona la natural sensualidad de los pezones exclusivamente al género femenino, al acto de amamantamiento y, por ende, a la reproducción.

Si damos vuelta la lámina del cuerpo humano, la zona donde la espalda cambia de nombre puede llamarse también de múltiples formas: cola o nalgas (en biológica definición mamífera), traste o trasero (por su ubicación en la retaguardia), posaderas o asentaderas (dada su práctica función acolchonada) o simplemente culo. Pero es sólo este último sinónimo el que tiene connotaciones eróticas en Argentina porque es la misma palabra que usamos para hablar del ano (aludido también como culito) y ya sabemos que los orificios corporales despiertan en el hombre todo tipo de emociones sexistas: se trata de agujeros a través de los cuales el varón puede marcar territorio a la manera de un macho alfa, derramando su simiente e impregnando el orificio con sus espermatozoides, aun cuando un embarazo no sea factible.

Al repasar el vocabulario que vimos hasta el momento, notamos que las palabras que más sinónimos eróticos suscitan son –en general– las que designan aquellas partes del cuerpo humano más directamente involucradas en el coito desde el punto de vista masculino heterosexual patriarcal: pene en erección y vagina a disposición. Es fácil comprender que el hombre primitivo se haya dedicado a nombrar las zonas que mejor respondían a sus intereses ontológicos y que haya ignorado o subestimado a todas las demás, propias o ajenas. Pero resulta muy contradictorio que los sustantivos sexuales más eróticos y juguetones no sean los que se refieren a las áreas de mero placer –como podría esperarse– sino a aquellas partes humanas que a simple vista parecen cumplir una función esencial en el proceso reproductivo: el pene y la vagina. En cambio, las zonas que resultan inútiles para la procreación y que en la cama sólo se prestan –felizmente– para la recreación (tales como el cuello, las tetillas masculinas o el clítoris) cargan con nombres muy poco lúdicos y no cuentan con ningún tipo de sinónimo. Vayamos pensando por qué.

 

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