Cuando mueran los reyes

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Cuando mueran los reyes
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Letrame Editorial.

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© Luis Serrano García

Diseño de edición: Letrame Editorial.

Maquetación: Juan Muñoz

Diseño de portada: Antonio Fernández

Supervisión de corrección: Ana Castañeda

ISBN: 978-84-1386-610-9

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

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Dedicado a todas aquellas personas que

por fuerza mayor no podrán disfrutar

de este libro.

PRÓLOGO

No me da miedo el ruido del poder, me da miedo el silencio del pueblo.

Julio Anguita

¡No me gustan los hospitales! Si pudiera elegir un sitio al que no ir jamás en la vida serían los puñeteros hospitales. Odio ese color blanco que está por todas partes, esa luz brillante y esa sensación que transmite tranquilidad cuando no la hay por ningún lado.

Otra de las cosas que más odio es esperar, las largas colas y el tiempo desperdiciado en las salas de espera. Horas y horas sin perder la paciencia para que al final te manden para casa en cinco minutos. «Tómese esta pastilla»; «Tómese este jarabe». Medicinas de nombres impronunciables, tratamientos que con una llamada nos ahorrarían horas de espera.

Sobre todo, lo que más me pone de los nervios son los señores y las señoras de la recepción, charlando y charlando mientras me desespero, como si no les importara mi aburrimiento, en mi asiento, que más que una silla es un castigo tras llevar media hora ahí sentado.

También me disgustan esas señoras mayores que parece que viven en el hospital. Venga a hablar todo el rato, contándose cotilleos y riéndose como unas locas y dejando claro que ellas siempre van antes que tú.

La comida, los aseos, los compañeros de habitación y sus visitas, la sensación de poco espacio, las noches sin dormir… En fin, odio los hospitales. Será porque he pasado mucho tiempo en ellos desde que era bien pequeño y, quieras o no, al final o lo odias o lo amas. En mi caso, es lo primero.

Eso sí, la sanidad en este país es de lo mejorcito, según dice mi madre.

20 de noviembre de 2019, acaba de salir del hospital tras un fuerte ataque de asma.

PRIMERA PARTE

CAPÍTULO 1

Perdido en el léxico

Tres clases hay de ignorancia: no saber lo que debiera saberse, saber mal lo que se sabe y saber lo que no debiera saberse.

François de La Rochefoucauld

Odio levantarme temprano. No hay cosa que más me moleste que madrugar. ¡Es desesperante! Incluso después de haber dormido durante diez largas horas. Mis padres dicen que debo irme a la cama todos los días antes de las once. Papá dice que para ser un «español de bien» debo levantarme con energías. La verdad es que no sé a qué se refiere con eso de un «español de bien». Supongo que lo dirá porque he nacido en España. También suele decir que tengo que esforzarme y trabajar, estudiar y aplicarme, ir a misa y rezar y jugar menos a videojuegos, que si no acabaré siendo un «perroflauta». Tampoco sé qué es eso de un «perroflauta» al que se refiere.

Llevo varios días dándole vueltas a todo esto que dice mi padre. No dejo de pensar en lo que sufre el pobre. Siempre se está quejando de que nadie le ayuda, que los inmigrantes se llevan todo el dinero y que para los de «aquí» nunca hay nada. Yo no sé qué decirle la verdad, me da pena que esté triste. Últimamente, cuando viene del trabajo después de un largo día, se marcha para el bar. La verdad es que trabaja mucho y que no nos falta de nada, por eso es que me gustaría verle más contento, en casa, con mamá, con nosotros.

Mi padre se llama Santiago y tiene treinta y siete años. Es fontanero y siempre está de aquí para allá. Trabaja mucho, incluso fines de semana. Siempre dice que no puede parar de trabajar, que las cosas no le fueron bien cuando vino la «crisis» y que ahora tenemos que ahorrar. Cuando le pregunto por la «crisis» me dice que los socialistas y los etarras se cargaron el país, que si no llega a ser por la derecha no habríamos levantado cabeza. Hay un político que le gusta mucho a mi padre y que a mí me hace mucha gracia. Siempre que salía por televisión decía cosas muy raras y mi madre se reía. Yo preguntaba que si era «humorista». Papá nos pedía silencio, que quería escucharlo, pero mamá seguía sin poder parar de reír y yo también. Su risa es la más contagiosa que he conocido.

Por otro lado, siempre está diciendo que a los autónomos les hacen la «puñeta» estos del gobierno, pero últimamente lo noto más enfadado que nunca. No entiendo si es que siempre les hacen la puñeta o es que ahora se la hacen más que antes. No lo sé la verdad.

Tampoco sé que es eso del «caudillo». Llevamos unos meses hacia atrás que no oigo a mi padre más que decir «el caudillo esto», «el caudillo lo otro». Mi madre dice que fue un dictador muy malo que tuvimos en España hace mucho tiempo y que ahora lo iban a sacar de su tumba para llevarlo a otro sitio. Mi padre, sin embargo, dice que no fue tan malo.

Y yo me pregunto: «¿Por qué tienen que sacarlo de ahí?». Sigo pensando que seguramente tendrán que hacer obras en su tumba y mientras se la arreglan lo mandan a otra provisional, como cuando nosotros nos fuimos al piso de la tita Mari Carmen mientras nos arreglaban el suelo y las goteras de la casa.

Mi padre se empeña en que los rojos se están vengando del «generalísimo». La verdad es que últimamente me encuentro en mi casa una serie de palabras que no consigo descifrarlas. A veces, ni mis padres se aclaran. Antes no solían discutir, pero ahora parece que siempre que se levanta la voz mientras comemos es por culpa de la política. No sabría decir por qué otra cosa podría ser. Creo que mi padre se ha enfadado un poco con mi madre porque dice que se ha vuelto una «feminista» de esas.

Mi madre se llama Irene y tiene treinta y cinco años. Últimamente la noto un poco triste. Ella siempre está en casa limpiando, cocinando, ordenando… Desde que tengo uso de razón puedo recordarla aquí metida, con la mirada perdida la mayoría de las veces, como si estuviera desconsolada. La verdad es que no sé qué decirle, siempre que puedo le doy un abrazo y le digo que la quiero. Ella me aprieta los mofletes y me dice «yo también, mi pequeñín».

Y bueno, perdonadme, se me había olvidado presentarme. Me llamo Francisco, o Fran, como me llaman mis amigos. Tengo diez años, mido uno cuarenta y cinco, tengo el pelo castaño claro y los ojos azules; soy un poco bajito para mi edad, pero mi madre dice que pronto pegaré el estirón. Soy hijo único, iba a tener una hermanita, pero mi madre me dijo que se la llevó el Señor antes de que naciera y que ahora estaba en el cielo. Supongo que en parte su tristeza viene de que mi hermanita no esté con nosotros. A mí me hubiera gustado tenerla aquí, creo que hubiera sido más feliz. No es que no lo sea, tampoco puedo decir que me aburra, la verdad. Tengo muchos amigos y puedo jugar con ellos todos los días a videojuegos y en el patio del colegio, pero me hubiera gustado tener un hermano pequeño al que cuidar, ayudar a hacer los deberes y jugar con él o con ella. Antes les insistía mucho a mis padres. Yo quería tener un hermanito, pero me di cuenta de que eso le molestaba bastante a mi madre y que la ponía triste y por ello paré.

La verdad es que no me puedo quejar, mi vida es bastante divertida, dentro de lo que cabe. Puedo salir al parque casi todos los días, quedar con mis amigos, ver la tele y pasar tiempo con mis padres, con mis primos y con todos mis amigos.

Hoy es 7 de enero de 2020, empezamos el nuevo año y el nuevo trimestre. Estoy satisfecho, ya que mis regalos de Reyes Magos han sido bastante buenos, aunque sé que ha sido cosa de mis padres, ya que no soy tan pequeño. Me han traído varios tickets de dinero para la Play, unos cómics de Deadpool de Salva Espín que había pedido y un juego de Spiderman y, bueno, también algo de ropa, que nunca está de más, aunque hubiera preferido otra cosa. He de decir que siempre me porto bastante bien, saco buenas notas y ayudo en casa todo lo que puedo.

Mi padre estaba sentado en la mesa de la cocina cuando me levanté a desayunar, viendo las noticias y quejándose, algo que últimamente se había vuelto una costumbre. No paraba de decir cosas como «gobierno bolchevique» y «bolivariano». Siempre decía palabras que nunca entendía. La última vez que se me ocurrió buscar en el ordenador algo que le escuché decir casi me castiga un mes sin jugar a la consola.

Estaba pegando gritos en el salón, quejándose de que le llamaban fascista por decir que no quería que los inmigrantes le quitaran el trabajo y que deberían mandarlos a su país. Además, decía que los comunistas iban a quitarnos la casa y se la iban a dar a los moros. Yo busqué qué significaba eso de «fascista» y eso de «comunista» en el diccionario, encontrando una definición tal que así:

 

Comunismo: movimiento y sistema político, desarrollados desde el siglo XIX, basados en la lucha de clases y en la supresión de la propiedad privada de los medios de producción1.

La verdad es que no tenía ni idea de qué significaba esto, así que indagué más aún, buscando una definición acorde para mi edad. Tengo tan solo diez años y tres cuartos, pero soy bastante avispado. Busqué en Google «comunismo para niños» y la verdad es que tampoco pude sacar nada en claro.

Había gente que decía que era lo mejor que le podría pasar a la humanidad, que nos volvería a todos más humildes y más solidarios los unos con los otros. Otros hablaban de la revolución del «proletariado» —que tampoco sé qué es lo que es— y otros decían que los comunistas eran unos asesinos. No me quedaba nada claro.

Tras esto, busqué la definición de «fascismo», lo cual tampoco tenía ni idea de qué significaba y me salió algo tal que así:

Fascismo: movimiento político y social de carácter totalitario que se desarrolló en Italia en la primera mitad del siglo XX, y que se caracterizaba por el corporativismo y la exaltación nacionalista2.

Tampoco sabía qué significaba esto, la verdad es que estaba bastante confundido. Seguí indagando por Internet y solo encontraba mensajes malos como «muerte a los fascistas», «los fascistas son una lacra», «los putos nazis son una basura». No entendía nada. Conforme buscaba y buscaba, aparecían nuevas palabras que me resultaban desconocidas. No sabía qué era un nazi, no sonaba malo, pero tampoco sonaba malo fascista o comunista.

Decidí preguntarle a mi padre qué era eso de la propiedad privada y la lucha de clases y que por qué los fascistas eran totalitarios. Se enfadó de tal manera que todavía a día de hoy, cada vez que lo recuerdo, me pongo nervioso. Se tiró un tiempo diciendo que los videojuegos volvían comunistas a los niños y que me iba a sacar del colegio al que iba porque allí nos adoctrinaban y nos obligaban a rezar el Corán. Otra cosa que tampoco sabía qué era.

Familia: grupo de personas emparentadas entre sí que viven juntas3.

CAPÍTULO 2

Cosas de niños

La única costumbre que hay que enseñar a los niños es que no se sometan a costumbres.

Jean—Jacques Rousseau

Cada vez que oigo la sirena del recreo se me ponen los pelos de punta. Se me había olvidado deciros que tengo asma y, por lo tanto, insuficiencia respiratoria. Varias veces he tenido la mala suerte de perder mi inhalador, me he puesto muy, pero que muy nervioso y casi me he asfixiado. Bueno, sería un poco exagerado decir eso, pero sí que lo he pasado un poco mal. La ambulancia ha tenido que venir en un par de ocasiones a por mí y me ha llevado al hospital. Por eso, cada vez que suena la alarma del recreo me suben las un poquito las pulsaciones.

Supongo que esto del asma vendrá de mi padre, ya que él también lo tiene. Es muy gracioso vernos a los dos, viendo partidos de fútbol y que cuando el equipo contrario marque gol, empecemos a hiperventilar buscando nuestro inhalador. ¿Veis?, he tenido que pasarlo muy mal varias veces para conocer estas palabras tan raras.

Asma: enfermedad de los bronquios caracterizada por accesos ordinariamente nocturnos e infebriles, con respiración difícil y anhelosa, tos, expectoración escasa y espumosa, y estertores sibilantes4.

Normalmente, durante el recreo solemos jugar al fútbol, pero hoy, como era el primer día de vuelta a clase, los mayores de sexto tenían la pista cogida. A veces nos dejan hacer triangulares con ellos, pero hoy parecía que querían jugar solos.

Nos sentamos en los escalones frente al campo a ver cómo jugaban y comernos el bocadillo. Estábamos todos: Esther, Antonio, Juanfran, Eva, Sofía y Carlos. Este era mi grupo de amigos con los que mejor me llevaba. En parte se debía a que casi todos vivíamos relativamente cerca y eso nos permitía poder quedar en el parque que estaba junto a nuestros edificios. Todos mis amigos tenían móvil, excepto Juanfran y yo. Mi padre decía que era muy joven todavía para tenerlo y que no debía meterme en redes ociales, que lo único que podían hacerme era convertirme en un merluzo. Mientras se enseñaban las fotos los unos a los otros, hacían comentarios sobre esta u otra persona que salía en la pantalla de su móvil.

—Pues yo he escuchado que a Pedro Belando le hicieron una paja —dijo uno de ellos.

—¿Qué es una paja? —pregunté.

Esther y Carlos me miraron y se rieron en silencio. Yo no sabía qué era lo que había dicho.

—Pues cuando alguien te coge la picha y te la mueve —dijo Antonio.

—Eso es como cuando haces pis y la mueves para que se quede más limpia —dije, creyendo haber dicho algo inteligente.

—¡No! ¡No es lo mismo! —dijo Carlos riéndose—. Eso es cuando alguien lo hace en plan «pervertido» y mientras lo hace se ríe. Tú cuando la mueves después de mear no te ríes.

—Pues yo a veces he estado mucho rato y me ha dado como un escalofrío —dijo Antonio.

—Qué cosa más rara —dije yo—. ¿Y se puede saber quién le hizo eso? Y más importante: ¿Quién leches es Pedro Belando?

—Es el hermano mayor de Alberto, que ya va al instituto —señaló Eva—. Mi hermano, que va un curso por encima de él, dice que fue una compañera suya de clase, pero no me quiso decir nada más porque dice que no son cosas para bebés. Lo que no sabe él es que yo me entero de todo.

Eva era la chica más lista y más guapa de la clase. Antonio, que era mi mejor amigo, decía que no era tan guapa. Yo podía pasar muchas horas mirándola mientras hablaba, no me cansaba de mirarla, y la verdad es que no sabía muy bien por qué, pero me encantaba todo lo que decía. Era mi mejor amiga. Estaba embelesado mirándola hasta que Juanfran la interrumpió.

—Yo he escuchado a mi hermana decir que Pedro es mariquita y que tiene un novio que va al Felipe II.

—¿Cómo que es mariquita? —dijo Esther.

—Pues creo que cuando eres mariquita es porque te gustan otros chicos —dijo Juanfran.

—Eso es como los padres de Maya, que se llaman Rafa y José. Ella tiene dos padres. Es curioso, siempre me he preguntado cómo pudo nacer ella siendo los dos hombres —decía Antonio con expresión de duda.

—Yo creo que, recordando las palabras de mi padre, es por una «iserminación» de esas raras —apunté sin tener muy claro lo que estaba diciendo.

—¿Qué es una «iserminación»? —preguntó Sofía.

—Pues la verdad es que no lo tengo muy claro —dije con firmeza—. Hay tantas cosas que desconozco últimamente… Mis padres solo hablan de cosas raras en casa y la mayoría son de política. Una vez le pregunté a mi padre por qué Maya tenía dos papás y me dijo que porque algo malo habría hecho. Y lo curioso es que los llamó degenerados. No sé por qué lo dijo, la verdad. Maya es tan alegre y buena y sus padres parecen buena gente. Siempre me han tratado genial cuando hemos ido su casa.

—Eso es porque sus padres serán de esos pervertidos que hacen pajas —dijo Carlos, interviniendo con un tono cortante.

Todos miramos extrañados a Carlos por la intensidad de sus palabras. Parecía molesto por los comentarios que estábamos haciendo al respecto. Carlos era otro de mis mejores amigos. Era un chico muy alegre y divertido y casi nunca levantaba la voz o se enfadaba con ninguno de nosotros, por eso nos extrañó a todos el tono con el que hizo aquella contestación.

—Bueno, chicos, ¿qué os han traído los Reyes Magos? —dijo Eva intentando quitarle un poco de hierro al asunto.

—A mí dinero para la Play —dije la mar de contento.

—¡A mí también! —dijeron los demás al mismo tiempo.

Todos jugábamos a la videoconsola, o casi todos, cuando terminábamos nuestros deberes y hacíamos nuestras tareas. Era otra forma de estar en contacto los unos con los otros después de vernos en el parque o por la mañana en el colegio.

—A mí mis padres no me han querido regalar la consola como les pedí —dijo Juanfran.

Bueno, cuando digo casi todos, siempre excluimos al pobre Juanfran; sus padres no le han podido comprar una videoconsola todavía, aunque él se esfuerce en sacar buenas notas para que puedan compensarle. Dice que su padre está en el paro y que lo que saca su madre en el supermercado les da para pasar lo justo.

—Lo siento, Juanfran, ya verás como en verano te la compran —dijo Esther.

—No lo tengo yo tan claro… Además de que mis padres no tienen dinero para regalármela, creo que a mi madre no le hace gracia esto. Dice que los videojuegos les lavan la cabeza a los niños y por mucho que le diga que hay chicos pocos años mayores que yo que ganan mucho dinero jugando, no me creé —explicó Juanfran.

—Mi padre dice lo mismo. Es más, dice que es cosa de rojos y vagos. Menos mal que mi madre piensa lo contrario y me deja disfrutar del poco tiempo libre que tengo entre el colegio y la cantidad de tareas que nos mandan —le dije yo.

—¿Qué son los rojos? —preguntó Miriam, que se acababa de unir a la conversación.

—Son esos que se pintan la cara y hacen fuegos a los contenedores de basura —dijo Antonio.

—Mi padre dice que los rojos son esos del gobierno que vinieron de Venezuela —apuntó Juanfran—, que robaron todo el dinero que tenían allí y ahora quieren hacer lo mismo con nosotros.

—Entonces, ¿los que nos gobiernan son «venezolianos»?

—pregunté.

—Eso dice mi padre —sentenció Juanfran.

—¿Y dónde está Venezuela? —preguntó Sofía.

—Venezuela está en América —dijo Eva—. Allí es donde nacieron mis padres.

—Pero entonces, ¿tus padres son «venezolianos», Eva? —pregunté yo.

—¿Cómo van a ser sus padres «venezolianos», cabezón? —dijo Antonio—. ¿Acaso los has visto quemando contenedores?

—¡Nooo! Pero como ha dicho que nacieron en América.

—Mis padres nacieron en Bolivia —aclaró Eva—. Como ya sabéis, vinieron hace tiempo en busca de trabajo, encontraron estabilidad y entonces nacimos mi hermano y yo.

Me sonaba lo de Bolivia por las veces que había escuchado mencionar a mi padre algo parecido, así que pregunté. Me extrañaba mucho, la verdad. Siempre que había ido a los cumpleaños de Eva, sus padres me habían tratado de una forma estupenda, eran súper agradables y simpáticos.

—Entonces, ¿tus padres son «bolivarianos» de esos? Mi padre siempre se está quejando de los comunistas bolivarianos.

—No sé qué decirte la verdad —dijo Eva, extrañada—. Es la primera vez que escucho eso de «bolivariano». En mi casa mis padres no suelen hablar de política. Alguna vez que ha ido alguno de sus amigos allí a cenar, siempre hablan de otras cosas. Puede que a veces no entienda lo que dicen, pero eso que has dicho no lo había escuchado nunca.

Mientras seguíamos hablando, el profesor de guardia, Santi, el de matemáticas, se acercó a nosotros para avisarnos de que se estaba acabando el recreo, que termináramos porque iban a empezar las clases.

—Venga, chicos. Id terminando, que entramos de nuevo a clase —dijo el profesor.

—Profesor —dijo Antonio mirándolo—, ¿qué es un «bolivariano»?

—Pues —Santi el de matemáticas nos miró dubitativo—… pues, un «bolivariano» es una persona que vive en Bolivia.

—¿Y por qué dice mi padre que son malos? —pregunté—. Los padres de Eva son «bolivarianos» y no son «bolivarianos» de esos malos.

El profesor estaba un poco desconcertado ante nuestras preguntas, parecía un poco nervioso.

—A ver, niños —tuvo que tomar unos segundos para responder—, igual que hay gente buena en España, también hay gente mala. Eso ocurre en todos los países del mundo y, Fran, no todo lo que diga tu padre tiene por qué ser verdad, igual que no todo lo que yo te pueda decir tiene por qué serlo. Los adultos también nos equivocamos, no solo los más pequeños hacéis travesuras. A veces nosotros, con nuestras palabras y nuestros hechos, también nos comportamos mal.

—Pues mi padre dice que las únicas buenas personas son los «españoles de bien» y que si nos portamos mal es por culpa de los inmigrantes y de los comunistas —dijo Antonio.

—A ver, niños —intentó mediar, que no sabía qué decir—, esto no son temas apropiados para chicos de vuestra edad. Un día que tengamos más tiempo, os explicaré qué es eso de los comunistas. Ya hablaremos también de los inmigrantes, que para nada son todos malos. Vuelvo a repetiros, siempre habrá personas buenas y malas vengan del país que vengan. Ya tendréis tiempo de hablar de estas cosas cuando seáis mayores y vayáis al instituto.

 

Todos lo miramos pensativos. A mí, además de a mis amigos, no nos gustaba que nos tomaran como a niños pequeños y, si había algo que nos molestara, era que nos trataran como tal. Santi pareció percatarse de nuestra mirad insatisfecha y tampoco pareció hacerle mucha gracia.

—Vamos a ver, ¿por qué queréis saber todas estas cosas? ¿De qué estabais hablando antes de que yo llegara para tener semejantes dudas?

Y entonces, como si fuera un juego de globos de agua, uno a uno empezamos a decir todas las cosas acerca de las que habíamos estado hablando, convirtiendo los ojos interrogantes de nuestro maestro en unos gemelos totalmente impresionados.

—De pajas —dije yo.

—De «pervertidos» —siguió Antonio.

—De «iserminación» —continuó Eva.

—De «venezolianos» que queman contenedores —afirmó Carlos.

—De «venezolianos» que nos roban y nos gobiernan —remarcó Juanfran.

—De comunistas «bolivarianos» que nos llevan a la ruina —terminó Sofía.

Sorprendido, y sin saber qué decir, nos miraba Santi, el de matemáticas, mientras nosotros, expectantes, esperábamos una respuesta. La espera hizo que terminara el recreo y sonara el timbre que indicaba el momento de volver a entrar en clase. Había terminado nuestro tiempo de descanso y nos tocaba volver a trabajar. Santi nos miró y dijo:

—Ya hablaremos de esto otro día. ¡Vamos! ¡Entrad en clase!

Otro día más repleto de interrogantes. Estoy deseando llegar a ser adulto para saber qué significan todas estas cosas que se nos omiten a los niños, tan solo por ser niños. De momento tenía bien claro que cuando llegara a casa buscaría qué era eso de «venezolianos» pervertidos.

Infancia: período de la vida humana desde el nacimiento hasta la pubertad; conjunto de los niños; primer estado de una cosa después de su nacimiento o fundación5.

Capítulo 3

Las veces que sueño

Todo gran sueño comienza siempre con un gran soñador. Recuerda siempre: tienes en tu interior la fuerza, la paciencia y la pasión para alcanzar las estrellas y cambiar el mundo.

Harriet Tubman

Últimamente estoy teniendo unos sueños la mar de raros. Antes, nunca, o casi nunca, solía recordar las imágenes que veía, pero ahora puedo acordarme de todo como si fuera una película que he visto más de cien veces. Mamá dice que suelo hablar mientras duermo, y que a veces hasta ronco, según me ha comentado en varias ocasiones. Yo no me la creo, porque cuando lo dice se ríe silenciosamente.

Bueno, dejando mis supuestos ronquidos a un lado, volvamos a lo extrañas que han sido las últimas noches. Ayer soñé que papá se compraba un perro y lo sacaba a pasear todos los días. Mira que siempre que le he sacado el tema se ha puesto hecho una furia conmigo en cuanto le he insistido que me regalara uno. Es curioso, con lo poco que le gustan los animales a mi padre, que yo vaya y sueñe que se compra un perro para sacarlo a pasear todos los días. En el sueño, se justificaba diciendo que era la única forma que tenía de poder salir a la calle, que estábamos encerrados por algo de un confinamiento. De hecho, la conversación con él fue así:

—Papá, ¿es qué te vas a comprar un perro para poder salir a la calle? ¿Es que vamos a estar encerrados sin salir como si estuviéramos en una cárcel? Yo no quiero que me encierren papá.

—¿Pero qué estás diciendo, Francisco?

—No sé, papá. Es que he soñado que te ibas a comprar un perro para sacarlo a pasear.

—Mira, hijo, te lo he dicho cien veces: mientras viva yo en esta casa, no entra ningún perro. ¿Ha quedado claro? Y deja de decir cosas tan raras, hombre. ¿Cómo nos van a dejar encerrados sin salir? Aunque con el gobierno de «progres» asquerosos que tenemos, ya no me extrañaría nada…

—Vale papá —le había dicho, decepcionado.

—Corre a hacer tus deberes, hijo, y a ver si haces algo de provecho, anda, que en este país los únicos que salen adelante son los que se esfuerzan y trabajan, los españoles de verdad: los auténticos patriotas.

Pues fijaos si son raros mis sueños, que esta noche he visto cómo mis padres volvían del supermercado con dos carros de la compra llenos de papel higiénico. Si aquí no solemos usar tanto, un paquete nos dura casi tres semanas. Además, cuando nos falta, tenemos el bidé para limpiarnos. No entiendo nada. Entre mi día a día de querer aprender cosas nuevas y no descubrirlas y encima soñar estas cosas tan raras, creo que me estoy volviendo loco.

Era el fin de semana del 11 de enero, el primero tras la vuelta a clase. Me habían mandado una redacción para hacer como tarea de casa. Debía buscar una profesión que me gustara y escribir una exposición sobre ella. Era, básicamente, una forma de motivarnos a encontrar aquello a lo que nos querríamos dedicar cuando fuéramos mayores.

Salí del cuarto de baño, mirando el rollo de papel higiénico con curiosidad mientras cerraba la puerta, y me dirigí hacia la cocina, donde mis padres, por lo que parecía, mantenían una de las típicas discusiones del fin de semana. Se escuchaban voces, me pegué a la puerta sigilosamente y me puse a escuchar.

—¿Has visto, Irene? Te lo estoy diciendo. Estos de las noticias nos esconden cosas. Mira los chinos cómo se están muriendo —lo decía con tono divertido, parecía estar disfrutando—. Seguro que han sido los americanos. Mi cuñado Miguel me ha dicho no sé qué de una «guerra comercial» y que los americanos se están vengando de los chinos lanzándoles un virus.

—Anda, anda —contestó mi madre—. No digas tonterías, Santiago. Seguro que es una enfermedad pasajera, pronto pasará y volverán a la normalidad. Además, te tengo dicho que no le hagas caso, que la mayoría de cosas que dice las lee en esos periodicuchos que no hacen más que crear bulos para sembrar desconcierto.

—¿Crear desconcierto? —le reprochó mi padre—. Son los únicos que tienen valor de decir la verdad. No como los periódicos esos y televisiones chavistas financiadas por el gobierno que tenemos en este país. Además, yo me alegro de lo que les está pasando a los chinos. Luego se vienen para acá a no pagar impuestos y a aprovecharse de nosotros.

—¿Eso dónde lo has leído? ¿Te lo ha dicho también tu cuñado Miguel? —Mi madre parecía descontenta.

—No lo recuerdo, creo que fue mi hermano Juan el otro día en el bar. La cuestión no es esa, sino que esos chinos comunistas se lo tienen bien merecido por todo el daño que nos han hecho. Su comunismo tiene millones de muertos a sus espaldas.

—Te recuerdo que tú vas a comprarles cosas casi todos los días. La mayoría de lo que tenemos son del «Alimentación» de la esquina o del «Súper Alimentación» que está frente al parque —contestó mi madre, victoriosa.

—Es una cuestión de dominación, cariño. Yo voy a comprarles y ellos me atienden, hasta me sirven lo que les pido. Es poder. ¿Es qué no lo ves? ¿Por qué piensas que el tío ese de la ropa que es tan rico monta sus fábricas en China y en otros países? Por superioridad y por «mataos» a los que se les paga poco.

—Lo que tú digas… Tú siempre tienes la razón…

En ese momento, entré en la cocina e interrumpí la conversación.

—Papá, ¿qué es eso del virus de China?

—Nada, hijo, no te preocupes. Los chinos, que se están muriendo.

—¿Pero nos va a llegar a nosotros?

—¡Qué va! Eso solo les va a afectar a ellos y puede que a los otros coreanos comunistas.

—¡Ah, vale! —respondí satisfecho, aunque sin entender muy bien el motivo.

De fondo sonaba la televisión. Salía un señor que parecía americano hablando. No lo podía entender, ya que hablaba en su idioma. El periodista hacía referencia a una serie de hechos: