Asesinato en el Reina Sofía

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Asesinato en el Reina Sofía
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Letrame Editorial.

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© Luis Sanchidrián Velayos

Diseño de edición: Letrame Editorial.

Maquetación: Juan Muñoz

Diseño de portada: Rubén García

Supervisión de corrección: Ana Castañeda

ISBN: 978-84-1114-813-9

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A María, mi compañera, y a Carlos, mi hermano.

1. Villalba. La mujer muerta

Se habían mudado de residencia huyendo de la ciudad para buscar el remanso de paz de un pueblo de la sierra de Madrid. No lo habían hecho exclusivamente por razones naturalistas o ecológicas, sino porque la vivienda en los pueblos cercanos era bastante más asequible. Recién casados fueron inquilinos de un piso por la zona de Vallecas, pero, al pasar un año y encontrarse con un dinero ahorrado, decidieron, sobre todo ella, comprar una casa unifamiliar e ir pagándola en plazos asequibles, cuyo importe no superaba en demasía a las mensualidades que abonaban al casero. Escaleras, como lo llamaban los compañeros de academia, confiaba en su esposa para el desempeño de las funciones domésticas, sin embargo, cada vez dudaba más del acierto de comprar la casa. Sí, era espaciosa, estaba bien rematada y no compartía el ascensor con ningún vecino, pero cada vez se le hacían más cuesta arriba los madrugones y el montón de caras somnolientas y de mal humor que se tragaba a diario en el tren de Cercanías para llegar a la comisaría.

El paisaje serrano era maravilloso, pero no lo disfrutaba en su plenitud porque nunca le había gustado la vida campestre, pero las necesidades lo habían llevado a entrar en contacto con la naturaleza. Así surgió en él una preocupación ecológica que lo impulsó a extinguir su hábito de fumar, a no tirar lo inservible en las cunetas y a no usar espráis con aerosoles.

Cada mañana miraba esa mole oscura que rompía el frío viento del norte y se consolaba pensando en que ese espectáculo no lo podían contemplar sus compañeros, pero lo que más le atraía era la caprichosa distribución morfológica de los montes, parecida a la postura yacente de una mujer.

Cuando se desplazaba en coche, se introducía en la inmensa urbe de Madrid con volantazos, acelerones, frenazos, insultos, ademanes procaces y palabras malsonantes, buscando un hueco vacío de una hilera de coches que no avanzaba. Un día se le ocurrió que sería un magnífico invento convertir las carreteras en una gran escalera mecánica, como las que existen en las estaciones de metro. Habría unas paradas a los lados de las pistas y unas cabinas en las que la gente se subiría y marcaría el destino; se acoplarían a la carretera movediza y trasladarían a los viajeros hasta las direcciones seleccionadas. Para detenerse —igual que las cabinas se incorporaron y aceleraron su desplazamiento—, el proceso sería al contrario: se situarían en una especie de carril de desaceleración hasta detenerse en el destino solicitado. Obviamente, este funcionamiento debería ser controlado por un sistema informático. Mientras el proyecto no se convirtiera en una realidad, Escaleras disponía de dos opciones: el coche, con los inconvenientes de los enfados matutinos, el estrés y los elevados costes de la gasolina, o el tren de Cercanías, con sus aglomeraciones, olores a sudor y gestos ceñudos.

Ambrosio Escaleras Arriba era inspector de policía. Un joven inexperto dentro del Cuerpo, como frecuentemente le recordaba el comisario cuando lo veía ejercer su oficio con una energía desmesurada, justificándolo, pero vaticinándole a la vez la mella del desdén y del desengaño en cuanto pasara un poco de tiempo.

Ese día de la recién estrenada primavera se decidió por el transporte público. Lo habían llamado a las seis de la mañana de la comisaría para que se presentara ipso facto en su puesto. Le sentó como un tiro. Pensó que, si ya se levantaba de mal humor, cuando se montara en el coche ese cabreo se multiplicaría, así que, prudentemente, eligió el tren.

—Ten cuidado con el tráfico —le espetó su esposa a modo de salutación.

—Cariño, me voy a ir en el Cercanías.

—Pues mira a ver si no eres tan calzonazos y te sabes defender, que parece que siempre te toca a ti la gorda. Te tienen como al pito del sereno; que hacen falta refuerzos, al que llaman primero es a Escaleras; que alguien está de baja, no hay problemas, se telefonea a Escaleras y asunto concluido.

—No te enfades, cariño. Cuando me llaman de comisaría es porque mi presencia es necesaria. ¡Algo habrá pasado!

—Sí, eso es lo que siempre dices y luego resulta que lo urgente es que hagas el turno del Pacense porque de la borrachera que se ha pillado la noche anterior no se tiene de pie.

—¡Qué exagerada eres!

Ambrosio era consciente de que su esposa estaba más cargada de razón que un santo; sabía que, a fuerza de ser bueno, los demás se aprovechaban de su generosidad mas, por el momento, no podía tomar ninguna resolución. Solo aguantar y soportar la acusación de su mujer, cuyo carácter se agriaba a medida que la fecha de la boda se alejaba.

Como acto de rebeldía contra su jefe, resolvió no apresurarse e ir caminando hasta la estación de Villalba. Si se retrasaba, allá penas. No se podía salir de servicio a las diez de la noche y entrar a las ocho de la mañana. «¡No sé para qué coños están los sindicatos si no pueden conseguir que respeten nuestros turnos!», pensó. En un quiosco compró el periódico para que los tres cuartos de hora que duraba el trayecto se le hicieran más amenos. Antes leía más prensa, pero de un tiempo acá se había cansado de ella; le aburría y, además, era cara. Oyó el pitido de la máquina que se acercaba e involuntariamente se dio prisa para alcanzarlo. Mala suerte. Al buscar el bono de transportes comprobó que lo había olvidado en casa y, mientras sacaba un billete sencillo en taquilla, el convoy partió sin él y sin otros viajeros que, a pesar de un acelerón supino, no habían podido alcanzar el tren.

Buscó un asiento donde hojear cómodamente el periódico, pero todos estaban ocupados y la mayoría de los viajeros esperaban de pie.

En poco más de cinco minutos que tardó en llegar el nuevo tren, los andenes se cubrieron con los zapatos de hombres y mujeres que se disponían velozmente a subir para conseguir un asiento vacío y no viajar colgados de una barra. Era una de esas formaciones de coches nuevos diseñados pensando en los trabajadores y empleados de la gran ciudad: asientos y revestimientos acrílicos, cristales ahumados, aire acondicionado, música clásica para amainar los malos humores de la mañana y letreros luminosos que alternativamente anunciaban la hora, la temperatura y el nombre de la estación próxima.

Rara vez se dormía cuando viajaba, pero esa mañana, viendo a algunas personas roncar y percibiendo la fatiga que la noche y la cama no habían mitigado, pensó que si hubiera podido sentarse habría echado una cabezada. Desplegó el diario con ánimo de leer aunque solo fueran los titulares, si bien no pudo. Siempre le habían llamado la atención los viajeros que estando de pie eran capaces de escudriñar los artículos y, más todavía, los que conducían con el periódico desplegado sobre el volante. Él era incapaz: las letras le bailaban y su cuerpo se tambaleaba a la menor sacudida. Los vagones estaban repletos y en cada parada subía más y más gente: oficinistas trajeados, funcionarios pulcros, secretarias elegantes junto a albañiles y peones malolientes y fumadores, empleados municipales con olor a anís, estudiantes madrugadores…, todos formando una amalgama incoherente, inarmónica de colores y aromas.

Al llegar a la estación de Chamartín, el coche de Escaleras se quedó medio vacío. Él continuaba hasta Atocha, para allí coger el metro. El suburbano también estaba repleto. Las mismas personas, las mismas caras, los mismos oficios, los mismos olores que en el tren, pero mucho más acentuados porque el aire estaba más viciado allí, en la oscuridad de las galerías subterráneas. Ambrosio se admiraba de la obra de ingeniería que suponía la excavación de tan ingentes masas de tierras y rocas y de la apertura certera de túneles. Si se paraba a reflexionar detenidamente en la envergadura de las obras del metro, se desazonaba, pues el paso siguiente era considerar los grandes inventos y conquistas de la humanidad en el siglo xx: las expediciones al espacio, los desplazamientos en avión, la capacidad de flote y navegación de los mastodónticos buques, el mismo automóvil; los progresos técnicos, como la televisión, la radio, el teléfono, la luz; los avances científicos en medicina, en robótica, en mecanización… Se volvía loco de pensar en lo que el hombre había logrado en tiempo tan breve, pero se entristecía de inmediato al darse cuenta de que comprendía muy pocos de esos adelantos. Seguía reflexionando y se acongojaba, procurando no dar libre cauce al raudal de descalificaciones que se hacía al recapacitar que, si hipotéticamente el mundo sufriera una hecatombe, tal como una guerra nuclear masiva, y solo quedaran él y unos cuantos más, difícilmente sería capaz de reconstruir ninguna de las mejoras que había utilizado, volviendo casi de seguro a una etapa próxima a la Edad de Piedra. «¡Qué inutilidad! ¡Vaya formación! ¡No sé nada!», se reprochaba sin clemencia.

 

Los pasillos que comunicaban unas paradas con otras eran un hervidero de transeúntes que se desplazaban ordenadamente en sentido contrario. Iban deprisa, con soltura, mirando el cogote del que marchaba delante. No les hacía falta consultar los carteles donde se marcaban las direcciones; se sabían el camino, los pasos que debían dar, las escaleras que subían o que bajaban, los giros a la izquierda o derecha. Sin embargo, realizaban esas maniobras inconscientemente; bastaba con seguir a quien los precedía, ya que todos desembocaban en el mismo punto.

Ambrosio se consoló al pensar en la barbarie de la masa de hombres y mujeres que se apresuraban para no perder el transbordo y no tener que esperar cinco minutos cruciales para el objetivo de ser puntuales y fichar a las ocho en punto: no antes, causa de descontento, ni más tarde, motivo de sanción. ¿Cuántas de esas personas eran diferentes a él?, continuaba cavilando. Quizá eran tan ignorantes o más. ¡Vaya humanidad! «Menos mal que de este grupo de borregos sale de vez en cuando un prodigio o un genio que con su sabiduría logra desarrollar inventos y técnicas novedosas de las que nos aprovechamos todos. Pero incluso esos sabios son especialistas en algo muy concreto, en su parcela, y unos negados para otras, con lo cual son un poco más listos, pero, en comparación con el conjunto de conocimientos que el ser humano ha creado, no dejan de estar tan limitados como nosotros, los pobres. Aunque, claro, podrían responder que ellos, al fin y al cabo, ya han logrado algo transcendente», pensaba el joven inspector. Llevaban razón; sin embargo, él, como policía, como guardián del orden, colaboraba a que otros, los científicos, desarrollaran su labor sin ser perturbados por maleantes, ladrones y gente de mal vivir y peor querer.

Cuando salió a la calle, una luz limpia inundaba la plaza. Las tiendas aún permanecían cerradas y las aceras, medio vacías. De las puertas de los bares emergía un vocerío apagado y opaco del que se distinguía el enérgico y alegre «¡marchando!» del camarero. Contraviniendo sus normas habituales, se permitió el lujo de entrar en una cafetería y degustar un café con leche caliente y ver de cerca el trajín del camarero. El agradable regusto del café lo acompañó hasta los aledaños de la comisaría. Al cruzar el umbral, se percató de que todavía llegaba unos minutos adelantado, cuando expresamente se había propuesto llegar tarde.

2. El Reina Sofía

No sería la única vez que ese día Ambrosio Escaleras descendería a los túneles del metro. Esa misma mañana tuvo que hacer de nuevo el trayecto y volver a tomar el suburbano en dirección a Atocha, ahora a la estación vieja. Cuando subió a la superficie, los tímidos rayos de hacía un rato se habían convertido en una imponente luminosidad cegadora cuando escasamente eran las nueve y media de la mañana.

Al salir de la boca del metro, preguntó dónde se encontraba el museo Reina Sofía; nunca había pisado ese lugar.

—Ahí mismo, torciendo a la derecha —le indicaron dos jubilados que paseaban ya a esas horas de la mañana.

Al girar, se encontró de sopetón con una cola ingente que se prolongaba más allá de los cien metros. Le dio la impresión de que esas personas esperaban para entrar en el centro de arte. Se acercó y preguntó a la última, una mujer madura y elegantemente vestida que miraba con impaciencia a la cabeza de la fila con el fin de comprobar si avanzaba. Ambrosio se quedó perplejo ante la avalancha de personas que visitaban exposiciones. No se lo podía creer. Así, incrédulo y molesto por tener que esperar, volvió a preguntar a la dama. Esta, desengañada quizá por sus juicios precipitados sobre el desconocido, al que había juzgado como un amante del arte, al percatarse de que este se tomaba a mal la demora, le replicó:

—Sí, todos esperamos a que abran; hasta las diez no lo hacen. Hoy, no crea usted, la cola no es muy larga. Los primeros días había gente que llegaba antes de amanecer.

Escaleras dudó si usar sus prerrogativas profesionales. Le hubiera bastado acercarse al portero y enseñarle su identificación policial, pero, armado de paciencia y resignación, esperó como el resto de los parroquianos. La cola era variopinta: jóvenes estudiantes de Bellas Artes, profesores, visitantes provincianos, turistas extranjeros, jubilados… En general, gente madura con ansias inconmensurables de arte y cultura, personas que aceptaban con alegría y gusto la espera. Unos leían el periódico, otros hojeaban catálogos; los de más allá comentaban la originalidad de las torres que albergaban los ascensores, aquellos intercambiaban impresiones generales sobre las posibilidades turísticas que ofrecía la capital. Los jubilados manoseaban y se jactaban de su tarjeta dorada, que los acreditaba como pensionistas y de su derecho al acceso gratuito al museo; algunas esposas habían dejado a los maridos guardando el puesto mientras ellas aprovechaban para mirar los escaparates de las tiendas próximas…

El inspector se arrepintió de haberse vestido formalmente con ese traje horripilante que su esposa le hacía poner porque le favorecía mucho y porque estaba de moda, una indumentaria horrenda formada por una chaqueta azul con unos pantalones verdes. Sonrió al acordarse de cuando aún eran novios y una tarde, hablando del color preferido de la mirada, salió en la conversación «la niña de los ojos» y ella no lo entendió. Creía que describía a alguna mujer a la que su prometido quería encarecidamente. Se puso farruca y se le arrugó el entrecejo y él le preguntó qué le sucedía. Ella no decía nada, pero su semblante reflejaba enfado. «Lo de la niña de tus ojos», confesó al final. Él se quedó perplejo. «Por favor, explícate, no comprendo lo que me dices». Hasta que por fin se enteró de que ese cambio de humor se debía a que había interpretado la expresión de forma literal. Se echó a reír con ganas, a carcajada plena, y entonces sí que ella se enfadó de verdad ante la actitud lacerante y la risa de él, y más cuando le explicó que esa frase se refería a las pupilas…

Lamentó haberla obedecido y no haberse puesto unos vaqueros para sentarse en los peldaños de piedra para leer relajadamente la prensa. Comenzaba a estar un poco harto de las formalidades de la profesión: la discreta elegancia, el pelo arreglado, las composturas… En cambio, el vocabulario procaz que utilizaba la tropa no llamaba la atención de los mandos. Seguramente, si algún compañero lo viera sentado, lo miraría malencarado y más si descubriera que leía un periódico político tildado de izquierdas y no se recreaba con las crónicas deportivas de los diarios As y Marca, manuales informativos que sustentaban las conversaciones de sus colegas de profesión entre pasillos y en la cafetería.

Nunca había visitado ese museo, que había abierto al público hacía poco. Un domingo fue al Prado con su esposa, pero no les había gustado. «¡Demasiado cansancio!». Era la expresión que a modo de conclusión emitían cuando surgía la oportunidad de comentar la excursión cultural de aquella mañana dominical innominada.

El edificio no era nuevo y alguien aseguró que antes había sido un hospital. Casi todos los grupos o corrillos comentaban la oportunidad excepcional de poder contemplar una muestra única de un pintor llamado Antonio López, que representaba a un movimiento denominado realismo. Ahora comprendía la expectación levantada y por qué la gente aguantaba tan larga cola.

Sintió curiosidad por visitar la exposición y poder contar algún día que él había admirado la colección de cuadros del máximo exponente de la escuela realista española… En ese momento, se acordó de que, cuando aún era un mozalbete, también había guardado fila para contemplar los restos mortales de Carrero Blanco y, si surgía alguna conversación acerca de aquellos años de la Transición, al menor resquicio metía baza para soltar que él había visto la caja de Carrero Blanco, sintiéndose un testigo significativo de la historia reciente de España… Una sensación parecida percibió en esos momentos al esperar a que los minutos se desgranaran y franquear la entrada al blanco templo de las galerías de arte. Se le enturbió el don de la clarividencia al ponderar la construcción mental que acababa de realizar. Sentía admiración por las gentes cultas o por las personas listas. Cuando veía a algún científico o médico o abogado perorando en un programa de televisión se le caía la baba. «¡Pero, hijo, si parece que estás en Babia!», le decía su mujer cuando se dirigía a él y no se percataba de que le estaba hablando. Tenía ambición de superarse intelectualmente, porque su cota de sapiencia se elevaba muy pocos metros del mar de los conocimientos. En los momentos de relax, sentado en el sofá, con la luz a su espalda, bien de la lámpara de pie, bien, si era de día, a través de la luz tamizada de las cortinas color hueso que entraba por los grandes ventanales del salón, consultaba la enciclopedia, la Espasa-Calpe, adquisición realizada motu proprio, sin contar con su mujer. Escogía el tomo a cierra ojos, lo abría al buen tuntún y devoraba con avidez el pliego. Lo mismo le daba que fuera un personaje, que un árbol, que un pueblo, que un adverbio. Rara vez retenía algo de lo que leía a trompicones, por eso se consideraba un ignorante. Siempre le habían dicho que no era listo, que no servía para el servicio de las letras. «Lo tuyo es ser un buen policía, o un guardia civil, o un funcionario de prisiones, como lo es tu padre», le aconsejaban. No obstante, aunque respetó la voluntad paterna y seguía creyendo que era del pelotón de los torpes, no cejaba de hacer guiños a los libros, a los periódicos y a los programas de debate y documentales de la segunda cadena de televisión, no por afán de aprender, sino de admirar a los listos. Únicamente un programa le sacaba de quicio: El tiempo es oro, que presentaba un calvo con un pico también de oro. No le gustaba porque le recordaba a los acertijos que le planteaban los mayores para reírse de él. «A ver, chaval, qué tal os enseña el maestro en la escuela, a ver si sabes qué no pudo hacer Dios en la creación del universo». Eran preguntas o problemas prácticos que creía poder resolver, pero la respuesta nunca llegaba más allá de la punta de la lengua. Y, en ocasiones, de lo que se lamentaba era de su mala cabeza, porque se los habían planteado mil veces, pero siempre olvidaba las respuestas. «So burro, pues una cuesta arriba sin una cuesta abajo». Se tiraba de los pelos, pero si era evidente y, por supuesto, no era la primera vez que lo ponían a prueba con ese enigma.

Lo que no sabía hasta aquella mañana delante del Reina Sofía era que la pintura también era una manifestación cultural que entraba dentro de la extensa parcela del saber. Quien admiraba un cuadro y se recreaba extasiándose con la belleza que desprendían los colores era una persona culta. Con este nuevo afán decidió, antes de cumplir con su cometido profesional, visitar la magna exposición de ese manchego universal y se cabreó seriamente consigo mismo porque ya no lograba recordar ni el nombre. Antonio López. Alguien lo pronunció por enésima vez y como apuntándolo a él. «Por cierto —se espabiló el joven inspector—, no debo despistarme de mis obligaciones y desempeñar mi misión como me ha sido encomendada».

La tarea que le habían encargado con urgencia no era otra que inspeccionar in situ el lugar de un asesinato cometido la mañana del día anterior en una de las salas del museo. Una visión ocular que no tenía demasiado sentido porque, además, tampoco sabía muchos datos sobre el fallecido ni las circunstancias del fatal desenlace. «Como ahora se trabaja en equipo…», se decía el policía consolándose. Alguien superior, el comisario jefe, era el que manejaba los hilos de todas las investigaciones sin moverse del «despacho ovalado», dependencia de la que rara vez salía, si no era para visitar las instalaciones recreativas de la comisaría, es decir, el bar. A uno lo mandaba a por los resultados de la autopsia; a otro, que interrogara a los conocidos; a otro, que indagara qué chorizos lilis se dedicaban a tal especialidad… Así, hasta atar cabos y, si al final veía con cierta base que las pesquisas eran certeras, se detenía al sospechoso. Aunque, a veces, hacía lo de las averiguaciones más por pura formalidad y por tener entretenidos a «los chicos» que por necesidad, pues sabía quiénes eran los responsables de casi cualquier delito que se cometiera en su circunscripción. En esto, Escaleras se había sentido decepcionado con su profesión. Cuando anhelaba entrar en el mitificado cuerpo armado, se había hecho a la idea de que el policía era un ser solitario que realizaba sus labores desde el principio hasta el arresto final del criminal, cuando se lo esposaba.

 

De sopetón la cola se puso en movimiento. «Bueno, menos mal que no nos han hecho esperar mucho». No sabía si habría de pagar entrada, aunque ese detalle lo tenía claro, ¡faltaría más! Si le cobraban, sacaría su carné de funcionario del Estado. Quería pasar desapercibido y que no supieran que era policía o «un madero», como despectivamente eran conocidos entre los maleantes. En su mente no cabía la posibilidad de que la gente, en general, los considerara mal; empero, a medida que fueron corriendo los primeros meses de su ejercicio, comprobó con estupefacción que muchas personas los evitaban cuando se enteraban de que eran agentes policiales.

Con la presentación del DNI le franquearon la entrada. Tomó unos folletines de los distintos pintores que exponían y se dirigió a la exposición estrella.

3. Los cuadros blancos

Le sonaba el nombre y no sabía de qué, pero en el momento en que vio un póster de una escultura en barro de un individuo muy feo y desnudo se pegó una palmada en la frente y se dijo entre dientes: «¡Claro, hombre! Este es el que salió hace poco en el periódico, en algún suplemento dominical». Estuvo a punto de darse media vuelta e ir a cumplir el cometido encargado. «¡Vaya tío más memo! ¡A quién se le ocurre representar a un tío en pelotas y encima feo y tristón!». Sin embargo, Escaleras era de aquellos que rara vez cambiaban de idea cuando se había propuesto algo y, sobre todo, si era de jaez intelectual. Si, por ejemplo, abría la Espasa-Calpe y sus ojos topaban con alguna palabra que no le decía nada y se le ocurría cerrar el volumen, luego le entraban una desazón y un remordimiento que le impedían continuar buscando ninguna otra hasta que encontraba el vocablo abandonado. Entonces lo leía con fruición, como si de su lectura dependiera la felicidad y el placer que pudiera encontrar en esta vida. Así, aunque de mala gana, se encaminó a la sala de exposiciones siguiendo los carteles indicadores de la muestra.

Buscó unas escaleras para llegar a la tercera planta, donde se encontraba la colección. Todo el personal subía en los ascensores, pero a él le daban miedo; no sabía si era aprehensión o si tenía vértigo. No le quedó más remedio que ascender en el artilugio que se elevaba en un tubo acristalado. Entró el último e inmediatamente se volvió hacia la puerta, pues no deseaba mirar al exterior. Cuando arrancó, las tripas se le subieron al cuello y se enervó. Al pararse en el tercer piso, aventuró un vistazo rápido a los edificios colindantes y comprobó que la altura era considerable.

Antes de iniciar la visita examinó la distribución de la exposición. Ocupaba por completo la planta tercera. La colocación de los cuadros en las distintas salas seguía un orden cronológico. Antonio López comenzó a pintar en los años cincuenta y las pinturas de esa época representaban motivos de su pueblo manchego, Tomelloso. Había retratos de personas que tenían toda la pinta de ser paisanos; también familiares del pintor y personajes diversos, como una pareja de novios. Esos óleos mostraban una técnica variopinta, propia de los tanteos iniciales de un joven. Las pinturas eran dramáticas, sólidas, quietas y graves; hasta se podría decir que poseían un carácter hierático y frío, igual que si fueran momias.

En la década siguiente, los motivos más importantes eran banales y cotidianos: objetos familiares, bodegones, cuartos de baño, cocinas, neveras…, a los que había añadido unos bajorrelieves con escenas en un lenguaje simbólico. En su etapa de madurez, es decir, en ese momento, estaba en plena época creativa y los modelos se repetían. Era una obsesión apasionante, fruto de la reflexión y de la relación del artista con los motivos que pintaba. La otra faceta del autor era la escultura, a la que se dedicaba con apasionado ímpetu, obsesionado por la problemática de acercarse a la realidad desde todos sus ángulos.

El policía se quedó anonadado ante su trabajo. No le gustaban lo más mínimo los motivos, ni los colores, ni la tristeza sombría que emanaban las telas, no obstante, reconocía el arte y, sobre todo, la técnica. ¡Muchos de sus cuadros parecían más fotografías que pinturas! Admiraba la paciencia que suponía la labor de años y años para dar por concluida la obra. Antonio López era conocido por su tenacidad y aguante para rematar los lienzos. Escaleras sacó la conclusión de que incluso el hombre, hasta orgulloso, se vanagloriaba de sus cualidades. Algunos cuadros de la exposición se encontraban sin acabar, otros únicamente esbozados, con el expreso deseo del protagonista de que el público pudiera comprobar todas las facetas de la composición; se convenció aún más al contemplar que varias pinturas eran bocetos. Pero Ambrosio desconocía que eso era algo frecuente.

Con lo que no comulgó fue con las esculturas. Casi le daban miedo al asemejarse a cadáveres fríos o, quizá, a figuras de cera, impresión que aumentaba porque los cuerpos estaban desnudos, como si estuvieran esperando la entrada de un forense para practicar los cortes de una autopsia. Además, muchos tenían ojos de cristal, con lo que aún conseguían intimidar más. No le cabía en la cabeza que el artista malgastara su valioso tiempo en aquellas estatuas horripilantes. «Si es que son feas con ganas. Si por lo menos fueran de gente joven y bien proporcionada, como las Venus y los Apolos de los clásicos… Pero este no, modelos chaparros, mediocres y con cara de pocos amigos».

Salió de la muestra con más preocupaciones estéticas que detectivescas. Era una impresión desdibujada, insustancial y casi sin peso, pero agobiante por ser inabarcable en los límites necesarios para dilucidar si le había gustado o no. Escaleras se paró de repente. «Si alguien me preguntara lo que me ha parecido la exposición, ¿qué le contestaría?». Avanzó unos pasos y se detuvo de nuevo, con los ojos perdidos en las altas bóvedas del claustro del antiguo hospital. «No sé. Había un montón de gente viéndola. No te imaginas la cola para entrar. Y expone un mogollón de cuadros. Están muy bien dibujados. Algunos casi se asemejan a fotografías. Hay esculturas que se parecen a las figuras de los museos de cera. Me quedé anonadado con lo que es capaz de dibujar. Pero muy triste. No me ha gustado. Demasiada frialdad y oscuridad y tristeza. Mira que ir a pintar retretes y lavabos sucios y guarrindongos. Eso no se le ocurre a nadie en su sano juicio. Algo pirado sí que debe de estar este tío». Reinició la marcha. No. No le gustaba esa respuesta. Él no era un entendido en arte y su formación cultural era autodidacta pero muy exigua para el nivel medio de la población en general; sin embargo, era consciente de la vulgaridad y simpleza que emanaban de una valoración tan sincera. Sintió malestar consigo mismo. Era un desgraciado que no tenía derecho ni al aire que respiraba. ¡Cómo era posible que existiera alguien más burro que él! Ni siquiera en esa ocasión podría lanzar a ralentí su argumento preferido y último de que él, como policía, contribuía a crear una calma, una paz social que era el caldo de cultivo de intelectuales, científicos, escritores y artistas. Todo el mundo salía extasiado de los pabellones, con cara de una satisfacción mayor que si les hubieran dado hostias benditas y él, palurdo, que muy bien debería andar a cuatro patas, pensaba que los cuadros eran tristes. ¡Qué tendría que ver la tristeza con la expresión artística!