La sombra del mañana

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La sombra del mañana
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Letrame Editorial.

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© Luis Guerrero

Diseño de edición: Letrame Editorial.

Maquetación: Juan Muñoz

Diseño de portada: Rubén García

Supervisión de corrección: Ana Castañeda

ISBN: 978-84-1386-859-2

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

Letrame Editorial no tiene por qué estar de acuerdo con las opiniones del autor o con el texto de la publicación, recordando siempre que la obra que tiene en sus manos puede ser una novela de ficción o un ensayo en el que el autor haga valoraciones personales y subjetivas.

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

Prólogo

En este libro se presentan diferentes historias que reflejan lo mejor y lo peor de la sociedad mexicana. Son relatos que, poco a poco, se van conectando de una forma casi mágica para dar sentido a esa realidad que tanto y tan rápido evoluciona, para bien y para mal.

Tenemos, por un lado, el caso de Sebastián, un capellán que decide enrolarse en el ejército y debido a una mala experiencia inicia una transformación interna y se aísla con un grupo de la etnia náhuatl. Con el tiempo duda de su fe y comienza a aceptar su dualidad para defender a inocentes.

Por otro lado, se desencadena un virus creado por el ser humano que destruye todo cuanto hay a su paso, los intereses económicos y políticos que hay detrás del propio virus y la creación de la vacuna, así como las consecuencias de jugar a ser dioses.

Es interesante también el relato sobre la niña milagro, Ela, el eje central de la novela y sobre la que desarrollan directamente los acontecimientos finales.

En definitiva, La sombra del mañana es un libro que nos muestra la cara buena y mala de la sociedad en México, pero que bien se podría extrapolar a la humanidad en general.

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Hunab Ku

«Yo soy tú, tú eres el otro yo».

Capítulo 1— El ANCIANO—LA SIERRA MADRE, MONTERREY, NUEVO LEÓN

Un anciano subía lentamente por el camino de la montaña en el noreste de México. Su cabello blanco y limpio, todavía abundante, recogido hacia atrás con un pedazo de cuero curtido. Su barba totalmente blanca recién recortada enmarcaba una cara con semblante duro, recio, con profundas arrugas alrededor de unos ojos claros que emitían tranquilidad y paz interna con destellos de tristeza.

El amanecer se había convertido en una mañana soleada y fresca de los meses de octubre. Dirigiendo su vista hacia la cumbre podía distinguir la gran «M» que la coronaba y que solo podía verse desde este lado del valle de Monterrey. Algunas aves lanzaban su canto acompañando paso a paso su lento avance invitándolo a seguir, a llegar hasta la cima. Había pasado ya mucho tiempo desde que volvió a tomar el camino, aún recordaba cuando lo hacía todos los días y lo mucho que significaba en su vida, desde los momentos más felices de su existencia hasta aquellos eventos que lo llevaron a un sufrimiento tan terrible y profundo que lo habían tenido sujeto a la obscuridad en un sueño sin fin, sin dejarlo despertar, sin dejarlo salir. En su sueño, interminables escenas sucedían una a una, en donde se contaba la historia que él ya sabía a medias, atrapándolo en un marasmo de emociones intensas. Tan reales que le hacían rechinar los dientes, gemir y llorar en su comatoso sueño. Al revivir el final de la historia, despertó. Abrió los ojos lentamente, caras conocidas lo rodeaban con gestos serios y solemnes. Ahora todo estaba más claro. El dolor nublaba su mente, entumecía su cuerpo, desgarraba lo más profundo de su ser. Otra vez al presente… al camino, no quedaban muchos como él, tal vez sería el único. Ahora empezaba a comprender su misión, le habían permitido levantarse, lo alimentaron, lo vistieron y ayudaron a salir.

Lo guiaron a través de intrincadas veredas hasta el camino de la montaña, donde cariñosamente se despidieron y lo dejaron solo con su misión y un nudo en el corazón. Un ave voló frente a él y dejó caer unas plumas azules como el cielo, las recogió y el contacto lo llenó de felicidad, aminorando la carga de sufrimiento y dolor sobre sus hombros.

Comprendía su misión. Tenía que contar la historia completa, la debía contar una y otra vez y transmitirla a las nuevas generaciones. Debía sobreponerse al dolor de revivir la historia que lo había traído a ese día, el camino lo había llamado desde tiempo atrás. «Es necesario contar la historia es lo más importante, se lo encargaron a él, es su misión…».

Capítulo 2— EL PODER Y LA AVARICIA—CIUDAD DE MÉXICO, DISTRITO FEDERAL

El tiempo vuela en la capital de México, en un país en vías de crecimiento con mucha riqueza por robar, pobreza y hambre que dejar en el camino. Un hombre se encontraba hincado rodeado de lujos, se debatía entre su insomnio y la impaciencia por el nuevo día.

—Este es un buen día. Daba gracias ante la imagen de una de las tantas e incontables deidades y santos en el cuarto—. Permíteme hacer lo mejor para mi familia y para todos los que me rodean, perdona mis pecados, prometo que daré a la iglesia suficiente dinero para una nueva capilla. El padre Doroteo me confesó, estoy listo.

Rayos del sol se dejaron entrever por la ventana, se incorporó y se vistió lenta y, meticulosamente, ajustó su corbata de seda. Se coloca sus mancuernillas de brillantes piedras que por sí solas valían más de lo que un jornalero podría ganarse en toda su vida de trabajo y sacrificio. Ya estaba listo para la entrevista con altos empresarios extranjeros, las cartas estaban ya sobre la mesa. Utilizando prestanombres, invertiría su dinero en terrenos ejidales estafando a sus propietarios legales, revendiéndola a su país a muchas veces su valor. Llevándose una inmensa fortuna que reinvertiría con los empresarios extranjeros para su nuevo negocio. Solo una cuestión le preocupaba: los propietarios fácilmente podrían negarse a vender los terrenos.

La nueva refinería que era prioritaria para el crecimiento del país le serviría de cobertura. Sintió un vacío en su estómago, la anticipación y la codicia lo invitaban a una vida de poder infinito y de riqueza fácil, solo existía el placer de tener y tener hasta el fin de sus días.

«El país me debe mucho, desde hace años le hice crecer, de una manera u otra siempre he tenido el poder, es tiempo de cobrar en grande y pasar a otro nivel…». La voz le habló otra vez, esta vez más clara y cada vez más frecuente:

—Sigue así, nada podrá parar tu éxito, tú eres el elegido, tienes todo para lograrlo, nada importa, solo tú y yo.

Capítulo 3— LA MONTAÑA—SIERRA MADRE, MONTERREY, NUEVO LEÓN

El camino trasladaba a los hombres y mujeres desde la base de la montaña hasta la cúspide llena de frondosos pinos y encinos. Lo que empezó como cuartel de un general disidente de la época de la revolución se convirtió en una especie de paseo. Un refugio para los habitantes de la vida rápida y caótica que transcurría día a día en la metrópoli, que se reconocía como la ciudad de más alto crecimiento y de mayor riqueza en el país.

Invitaba a ser recorrido para algunos como prueba de resistencia, para otros como refugio y lugar de meditación. Lo recorrían para tener el tiempo de pensar y buscar respuestas a su vida o simplemente para descansar. Durante siglos, había sido testigo de esfuerzo, esperanza, motivación, espiritualidad, pero también de remordimiento, odio, autocompasión, venganza y egoísmo. Había estado presente para generaciones y generaciones, absorbía de los humanos sus emociones, estaba ahí invitando a todos a llegar a la cúspide. Ofrecía apoyo, aire limpio, sensaciones de pureza y olores penetrantes de abeto y flores que limpiaban el físico y el alma. Un reto, un cambio, mejorar su vida.

Había recibido lágrimas, sudor, sangre, pero siempre fiel a su naturaleza, guiaba a sus visitantes hasta la cumbre. Dependía de cada uno de ellos como tomaban el camino y el aprendizaje que esta experiencia les dejaba. Últimamente, el camino sentía muchos cambios en la naturaleza humana, los hombres estaban cada vez más ausentes en su caminar por la montaña. Sentía más rencor, más incertidumbre, más dolor, menos esperanza, más dudas sobre el bien y el mal; más desesperación.

Capítulo 4— LOS RECHAZADOS —SIERRA MADRE, MONTERREY, NUEVO LEÓN

La joven mujer caminaba hacia la cima de la montaña, titubeante, se veía abatida y muy triste, el camino recibía angustia. Llevaba otra vida en su ser, otra vida que estaba siendo juzgada por el solo hecho de existir, como si en realidad fuera indeseable. Dependía de aquella mujer…, su madre. «¿Por qué tengo que cargar con esto? Yo no quería que sucediera, el hombre también tiene la culpa, pero no lo quiere... ¿Por qué yo? ¿Qué hago? tengo toda la vida por delante y esto me va a apartar de todo lo que quiero. Autos, novios y la comodidad de mi casa. En la sociedad en la que vivo ya nadie me va a querer con un bastardo».

Un hombre pasó a su lado con un paso rápido y decidido, su mirada fija sin emoción alguna, sin voltear a ver a la guapa mujer que pasaba a su lado. El camino sintió emociones de odio, muerte, rencor y miedo… mucho miedo. «Me voy a meter con estos güeyes, el dinero es fácil y la vida corta, es todo lo que importa. Necesito calmarme, tengo trabajo por hacer». Pensaba recordando su niñez de maltratos, violencia, promiscuidad, sin esperanza de vida. Con esfuerzo, terminó los estudios hasta preparatoria, empezó la carrera de Leyes, pero la vida lo jaló inexorablemente otra vez al lodo, a la desesperación, al odio. «El que quiere, en nuestra democracia y gobierno crece, les damos todas las facilidades, nuestro país es de iguales oportunidades para todos. Somos un gobierno nuevo». Estos eslóganes de la propaganda de los partidos políticos para las próximas elecciones retumbaban en su cabeza. «¡Mentira!», se respondió a sí mismo en voz alta.

 

Su padre vivió de obrero ganando cincuenta pesos diarios hasta que murió de borracho, su madre se prostituyó con los vecinos y trabajó de doméstica sin parar hasta que murió mal atendida en un hospital del gobierno donde compraban medicinas piratas para poder robar más dinero para sus directores. Su hermano el mayor continuó estudiando y trabajando para mantener a sus hermanos. Algunas veces salían a la calle para buscar sustento hasta el día en que sus hermanas de diez y trece años terminaron secuestradas…, no volvieron a saber de ellas. De sus hermanos, el menor murió de neumonía un invierno en una alcantarilla, el mayor se fue de banda y murió en un enfrentamiento con los guachos.

Ahora le tocaba a él vivir así, sin dinero para pagar la escuela y sin poder mantenerse. Con odio, rencor y desesperanza inundando su ser, no le quedaba más que unirse con los mismos que reclutaron a su hermano, por una lana más la droga que él quisiera. Era mejor que muchos que sí estudiaban y no tenían ni para pagar la renta. «Tal vez me ayudan a encontrar a los que secuestraron a mis hermanas, tal vez, una vez dentro, algo se pueda hacer. Pinche gobierno y su propaganda hipócrita, ya vendieron al país una y otra vez y lo seguirían haciendo, no importa si son unos o los otros, todos quieren lo mismo, dinero fácil. Al menos, yo estoy dispuesto a dar mi vida y arriesgarlo todo por vivir mejor. ¡Chinguen a su madre, mal nacidos!».

Capítulo 5— El FRAILE—CIUDAD DE MÉXICO, DISTRITO FEDERAL

Desde niño su educación fue de la mejor, estudió en los colegios religiosos más caros donde sintió el llamado de Dios y de la iglesia católica. Sebastián de la Ría nació en una de las familias más ricas de la ciudad, fue entregado a una orden religiosa para iniciar su camino hacia el más alto nivel en el escalafón de la Iglesia. Muy joven, fue ordenado sacerdote, dada su inteligencia y dedicación. Donde no lo llevara su fe, preparación y fervor religioso, la fortuna de la familia le complementaría su destino.

«No menos que cardenal», profetizaba su padre político y empresario de abolengo, orgullosa cabeza de la fortuna familiar. Roberto de la Ría ya figuraba en la secretaría de energía, su ambición y agudeza lo habían llevado a incrementar su fortuna familiar de manera escandalosa. Solo él sabía cuántas manos ensució, cuántas almas corrompió para lograr su cometido. La corrupción, sobornos y manipulación de poder que esparció en el mundo para no tener que trabajar denodadamente como otros empresarios más conservadores, tal vez menos afortunados que él. «Ahora que mi compadre el candidato va a ganar la presidencia, me va a ratificar en mi secretaría y le voy a llenar los bolsillos, de pasada me convierto en uno de los más influyentes empresarios a nivel mundial. Es infalible,».

Con su hijo las cosas no iban nada bien, Sebastián insistía en irse a África, a las misiones, y vivir una vida dedicada a los demás. Roberto seguía presionando quería que siguiera su carrera política en el vaticano, pero él se negaba rotundamente.

Después de una ríspida y acalorada discusión en donde Roberto perdió el control y tomó a Sebastián del cuello azotándolo contra la pared le ordenó:

—Sebastián, haces lo que te digo… ¡Para eso soy tu padre! Donde quiera que vayas, mi poder es suficiente para encontrarte y hacerte regresar hasta que comprendas y sigas mis órdenes, no desperdicié a mi único hijo dándoselo a la iglesia sin recibir nada a cambio —gritaba con las venas de la cara y cuello hinchadas y palpitando. Sus ojos a punto de salirse de las orbitas. Su saliva expulsada en pequeñas gotas con cada palabra bañaba la cara de Sebastián.

Sosteniéndole la mirada, lentamente, Sebastián tomó las manos de su padre entre las suyas grandes y fuertes y apretó sus muñecas hasta que lo obligó a soltarlo.

—Hasta luego padre, espero poder volver a verte alguna vez en diferentes circunstancias… te quiero mucho. —Salió del despacho de su padre sin volver a dirigirle una mirada.

Todos los queridos empleados de su padre se encontraban reunidos en la entrada principal esperaban a Sebastián, sabedores de que partiría después de la discusión con don Roberto. Al salir del despacho, Sebastián fue a su habitación, y tomando su pasaporte norteamericano y un poco de dinero que tenía ahorrado, dirigió una mirada por última vez al espacio en el que había vivido los mejores años de su vida. Deteniendo la mirada, tomó el retrato de su madre, en el que aparecía abrazando un niño rubio y sonriente. Le recordó cuánto la extrañaba desde su muerte, cuando él aún era un niño. Decidió utilizar el pasaporte de la nacionalidad de su madre que todavía conservaba y huir a los Estados Unidos para ejercer su sacerdocio en el ejército de este país y así quedar fuera del alcance del poder y dinero de su padre. Al salir, se despidió de sus nanas, de la cocinera y del jardinero, quienes lo habían cuidado desde la muerte de su madre. Sin más preámbulos, Sebastián de la Ría se fue directamente al aeropuerto tomando el primer vuelo que encontró y sin despedirse de nadie más voló a Texas y se enlistó como capellán en el ejército de los Estados Unidos.

Después de seis meses de entrenamiento, donde se distinguió por su fortaleza física, resistencia, carácter amable y servicial, se ofreció de voluntario para ejercer su sacerdocio en el Medio Oriente, en el atribulado país de Afganistán. Partió una noche en un avión de transporte militar junto con un batallón de infantería y un equipo de fuerzas especiales Delta, con los cuales había convivido y compartido los sacrificios y retos de su entrenamiento.

Capítulo 6— EL HOMBRE EN LA MONTAÑA—SIERRA MADRE, MONTERREY, NUEVO LEÓN

El camino se encontraba desierto, solo el trino de los pájaros y el chachareo de las ardillas rompían el silencio que se escuchaba cuando el ensordecedor canto de los grillos lo dejaba surgir de entre las sombras del atardecer y permitían al hombre disfrutar del maravilloso embrujo de la montaña. Seguía con la mirada en el camino y, como era su costumbre de muchos años, al encontrar ya fuese papel o aluminio que algún otro caminante tiraba sin pensar, se inclinaba y lo recogía dándole las gracias a la montaña, como un pequeño tributo a la madre naturaleza por lo mucho que le había dado en sus diarias caminatas.

Recordaba el día lluvioso que al bajar la mirada en un pequeño arrollo encontró un cuarzo perfectamente cortado y translúcido que desde ese día atesoraba, o el día que caminando se encontró con una serpiente venenosa, el coralillo, que por sus hábitos de vivir bajo tierra es, por demás, difícil de ver, era grande y, para su asombro, se quedó quieta durante mucho tiempo hasta que se alejó y se introdujo en la tierra para no volver a verla.

El camino recibía del hombre su energía, respeto a la naturaleza y alegría cuando encontraba sus pequeños regalos. En una ocasión, el hombre se recostó en un gran pino inclinado, perpendicular a la falda de la montaña, en su tronco se formo un hueco que había rellenado con hojas secas y, muchas veces, recostado ahí, pasaba el tiempo meditando en lo que la vida le había dado. Admiraba en silencio la majestuosidad de la naturaleza y el cielo. La Madre Tierra podía sentir la paz interior que el hombre emanaba y transmitía al camino que le esperaba para llegar a la cúspide.

Capítulo 7— INICIACIÓN—MONTERREY, NUEVO LEÓN

Un joven miraba desconfiado al grupo de sicarios armados con caras que no denotaban ninguna emoción. Ojos negros y vacíos lo observaban detenidamente, midiéndolo de arriba abajo. Lo que veían era un hombre joven de unos 20 años, grande y fuerte, de cabello negro rizado, ojos claros color miel, cara cuadrada con un bigote delgado delineando su labio superior, ancho de hombros, delgado de caderas de unos 1,80 metros de altura.

—A ver, pendejo, ¿por qué chingados quieres unirte a nosotros? Pareces una bonita niña, pero aquí de esas sobran —rieron mientras le lanzaban besos y burlas.

Se encontraban en una casa vieja y maltrecha que utilizaban para reunirse de cuando en cuando. Nunca estaban más de unos pocos días en un solo lugar, vivían en sus camionetas a salto de mata, a diferencia de grupos de guerrilleros urbanos, no tenían ningún ideal político ni lucha de liberación o justicia. Sus objetivos eran simples; ellos estaban en el tope de la cadena de suministro de drogas y tomaban lo que necesitaban para subsistir y vivir lo mejor posible. Tenían que escoger entre ser piaras de la sociedad o la vida del cártel.

En este mundo lleno de podredumbre e injusticia, nunca tuvieron la oportunidad de estudiar, a duras penas hablaban un español lleno de maldiciones y coloquialismos. Su dios era la muerte, su religión las armas y su alimento el odio. Sin embargo, casi todos ellos, nacidos con la educación de la Iglesia católica, fueron bautizados y rezaban con devoción a Cristo, a la virgen y les pedían protección y ayuda.

—¡Vamos! ¡Contesta! ¿Quieres la vida fácil, puñetas? Aquí no la vas a encontrar, no me sirve de nada pagarte para que te maten el mismo día los «marines» y sus fuerzas especiales o los pinches sicarios del sur que vienen a invadir Monterrey. Nosotros somos los que nadie quiere, los indeseables, le entramos a todo, tomamos lo que queremos y ponemos nuestras reglas. Lo único que tenemos es un chingo de armas y dinero. Así que órale, a ver cuánto aguantas, esta es la prueba —le decía mientras apuntaba en dirección a las sombras.

Un hombre con la cara desfigurada y una permanente boca abierta se mantenía en la sombra, su nariz cortada al ras escurría una maloliente mezcla de mocos y saliva. Su cuerpo deformado era impresionante, aún encorvado era más alto que Pedro, tenía una masa de músculos llena de cicatrices que le daban una imagen de miedo para cualquiera. Su constante sonrisa y mirada triste le daban una dimensión perturbadora denotando una locura salvaje, una ira contenida, un odio listo para explotar contra quien se convirtiera en su blanco.

—Ándele, mi Retorcido —exclamó el jefe riendo—. Si lo tumbas, te lo coges, te lo regalo para que juegues con él. —Al que llamaban el Retorcido se movió lento hacia Pedro.

Comprendió que debía enfrentarlo y vencerlo para poder pertenecer a la banda, años de luchar en la calle le daban la experiencia. Creció siendo golpeado indistintamente por hombres de diferentes edades hasta que un día aprendió de un viejo callejero que le enseño todas las mañas para pelear, a sus veintitantos años pocos podían o querían enfrentársele.

Pedro midió a su contrincante, atacó buscando el punto débil conectó un vicioso golpe con el codo a la sien derecha del energúmeno, pero para su sorpresa, el retorcido ni lo sintió y con reflejos felinos como un rayo contraatacó con un golpe que alcanzó a Pedro en el pecho y lo envió de espaldas sin aliento y casi sin sentido. El miedo lo hizo reaccionar, sintió un pánico extremo, no podía creer que su mejor golpe ni siquiera le había desviado la mirada al monstruo frente a él.

Retorcido, al ver el pánico en los ojos de Pedro, remarcó la sonrisa con una mueca asquerosa. Pedro retrocedió dándose tiempo para aclarar su mente y recuperar el aliento. Repentinamente, atacó de nuevo, dirigiendo sus golpes alternando a la cara y los testículos del deforme ser. Todos los golpes acertaron…, mas no pasó nada. Ni un gesto de dolor ni un sonido salió de la garganta del Retorcido, solo esa mueca constante en forma de sonrisa.

De nuevo atacó, pero esta vez solo pudo acertar el primer golpe antes de recibir uno en la cabeza con el puño de martillo lanzado por el Retorcido. El golpe retumbó en su cerebro, casi perdió el conocimiento, pero su instinto de conservación le hizo reaccionar y cubrirse como pudo la cabeza. Solo para ver con la vista nublada como aquel energúmeno le caía encima y empezaba a golpearlo con las dos manos por todo su cuerpo mientras soltaba aullidos de placer. De pronto, varios de los hombres ahí presentes entraron en acción y sujetaron con fuerza al Retorcido, sin poder contenerlo, hasta que el jefe, utilizando un bastón eléctrico, logró controlarlo.

 

—¿Entonces qué, princesita, todavía quieres entrarle…? —dijo el jefe con una carcajada.

—Sííí —la voz de Pedro salió como un resoplido de sus pulmones, que buscaban oxígeno desesperadamente.

—Déjenselo ir ¡otra vez! —dijo el jefe pensando. «Se va a rajar y pedir clemencia… nadie aguanta dos veces».

Retorcido sacudió su cabeza de lado a lado, escupió moco y sangre producido por los certeros golpes de Pedro y avanzó con la locura reflejada en sus ojos. «Lo va a matar», pensó el jefe. Pedro lo vio venir, pero ya nada le importaba, si no podía pertenecer al cártel, no podría ser nadie. Sacando fuerza de su miedo desde su posición con la espalda en el piso, tiró una patada.

Con la punta de la bota tejana adornada con una vista de acero impactó en lo que quedaba de la asquerosa nariz causándole un terrible sangrado que aturdió al energúmeno por unos pocos segundos antes de lanzarse como bestia salvaje. Atacándolo con las largas y asquerosas uñas, rasgándole la camisa y arrancando pedazos de piel del pecho y brazos. Después, cambió su atención y dirigió su ataque para arrancarle la piel de la cara y los ojos. En ese momento, el Retorcido quedó paralizado.

El jefe le aplicaba un choque eléctrico con la mayor intensidad posible. Con la vista perdida y resoplando de excitación, se detuvo. El Retorcido le dirigió una larga mirada al jefe, se dio la vuelta y salió de la habitación, seguido de sus inseparables guardias que lo cuidaban noche y día.

—Estás iniciado, Pedro, pocos han aguantado dos veces a este cabrón, la mayoría llora pidiendo que lo pare y aun así los dejamos entrar. Tú demostraste que aguantas más que casi cualquiera de nosotros, solamente el Moncho lo pudo aguantar. —Señalando un hombre que se encontraba recargado vigilando la puerta—. Tú serás parte del grupo de ejecución… ¡a chingar cabrones Ja, ja, ja.

Capítulo 8 —RETORCIDO—MONTERREY, NUEVO LEÓN

Cuando todo termino, llevaron a Pedro a lavarse y a curar sus rasguños y ponerse una camisa camuflada estilo militar, tomando aire preguntó entre labios hinchados y sangrando profusamente

—¿Quién chingados es ese cabrón? Hijo de su puta madre… ¿el Retorcido? —dijo escupiendo sangre y bilis.

Los dos hombres que lo acompañaban respondieron con una carcajada.

—Da miedo el hijo de su madre…, casi te cagas cuando se te vino la segunda vez… Ja, ja, ja.

Uno de ellos responde, un tipo flaco y correoso.

—Yo cuando lo vi la primera vez salí hecho madre y si no es porque estábamos en el desierto, no regreso nunca…, me dicen el Correlón, siempre me mandan por delante para wachear al enemigo.

El más pesado de los dos, un hombre con físico de refrigerador añadió:

—Yo le tiré un golpe que le dio en la nariz y, en lugar de atacarme, estornudó, me llenó el pecho de un moco verdoso y apestoso como calzón de semanas, vomité hasta que perdí el sentido, después, supe que se rieron tanto que me aceptaron.

—Tú eres el Pedro, pero ya te dicen el Piedra, como aguantas y pegas como patada de mula.

—Gracias, compas por la introducción, pero ¿quién chingados es este pinche loco?

El Flaco llega a la penumbra del cuarto acompañado del Moncho y le contesta:

— Retorcido es el mejor amigo del jefe, empezaron juntos cuando él era un chavito, crecieron de banda hasta convertirse en los jefes de más de doscientos como nosotros divididos en grupos independientes. No aceptan ni expolis, ni exguarros, dizque que muy entrenados, quieren pura raza de los barrios de huevos sin conciencia ni madre. Ahora ya controlamos en nuestro territorio la mota, la coca y las pinches pastillas. Se las chingamos a los del gobierno, que están encubiertos y trafican con los compas de los cárteles. Pero a los traficantes de blancas los ejecutamos para robarles las extranjeras y, de vez en cuando, para cambiarlas por alguna niña o niño regio para regresarlos a su casa, a los secuestradores los colgamos de los puentes o los descabezamos.

Pedro recordó a sus hermanas, ¿dónde estarán?

—Bueno, cabrones, ¿pero qué pasó con este loco… fue alguna vez normal?

—Ponche era a toda madre hasta que los sureños lo agarraron y lo torturaron durante semanas, meses. Pero el jefe no cedió el territorio, ellos tenían un acuerdo: al que lo agarraran, se aguantaba, no había para atrás. Lo madrearon bien feo, el Ponche era grande y fuerte de puro Sonora, le decían así por que pudo ser un buen pitcher de ligas mayores dicen que se lo querían llevar de chavo a las ligas profesionales a jugar, pero su papá era travieso, se vino a Monterrey y se lo chingaron los rivales. Ni modo, cosas de la vida, pero aparte se chingaron a su mamá y hermanos mientras él los veía asustado desde una noria, tenía 15 años. El jefe llegó dos días después y de casualidad lo encontró amarrado a la cuerda medio muerto de hambre, desde entonces lo entrenó y enseño a pelar y usar el cuerno de chivo.

»A él le gustaban las escopetas…, tenía una pinche escopeta rusa que salía lumbre de verdad, y si te pegaba de rozón te volaba pedazos de carne y hueso, si es que no te arranca una pata o un brazo —continuaba mientras prendía un porro de buena mota colorada—. Siempre andaban juntos durante los años siguientes de la guerra del narco hasta que los quisieron venadear y por salvar al jefe, el Ponche le cubrió la retirada cuando ya toda la escolta que traían estaba muerta o moribunda. Lo agarraron cuando se quedó sin parque y se le olvidó que la última bala siempre es pa’ uno y volarte la mollera es mejor a que te agarren y te torturen o te corten la cabeza en vida.

Aspirando fuerte el porro lo pasó y siguió:

—Como te decía lo torturaron, con él practicaron todas las que se sabían e inventaron nuevas, ácido en la cara apenas diluido para que quemara y deformara, le rompieron los brazos y después lo colgaron para que soldaran chuecos, lo caparon, lo conectaron con cables eléctricos y le pasaron corriente sin matarlo poco a poco. Mierda... —Con un gesto de disgusto toma una gran bocanada de humo de fuerte sabor—. El jefe lo rescató de pura casualidad, una prostituta que nos robamos le dijo donde tenían al grande, como ella le decía. Lo conoció cuando iba a coger al campamento donde lo tenían y lo oía aullar de dolor y rabia. El jefe supo de inmediato quién era. Los rodeamos una noche y los atacamos y matamos a todos los que pudimos, unos cuantos se escaparon por el monte, desarmamos a otros antes de que pudieran utilizar sus armas. Al final matamos como 25 cabrones de esos, a los 5 restantes, entre ellos su jefe, se los llevó la chingada de la manera más lenta y dolorosa posible —se quedó callado mientras le pasaban el cigarro de mota y aspiraba una vez más de su humo. Continuó, recordando aquella noche de matanza y venganza.

»Cerca del rancho había unos hormigueros enormes de pura hormiga arriera. El jefe, con un material que tenían ahí almacenado, mandó hacer unos cuartitos de lámina sobre cada hormiguero, metió a cada uno de estos pendejos hincado y amarrado de pies y manos desnudos y sangrantes de la madriza que les dimos. Les cortó el pellejo del cuerpo en rebanaditas y, por fin, el pellejo que cubre los huevos de los cabrones estos. Los huevos sin el pellejo colgaban hasta el piso sangrantes… suplicaron y lloraron.

—Y ustedes no tuvieron piedad de mi muchacho? El jefe los miró fijamente, pero ninguno se atrevió a contestar.