Historia e historiadores

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Historia e historiadores
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HISTORIA E HISTORIADORES

Luis Felipe Valencia Tamayo


ISBN: 978-84-15930-68-6

© Luis Felipe Valencia Tamayo, 2015

© Punto de Vista Editores, 2015

http://puntodevistaeditores.com

info@puntodevistaeditores.com

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ÍNDICE

EL AUTOR

INTRODUCCIÓN

EL PASADO EN CUESTIÓN

CONCIENCIA DEL PASADO, INCONSCIENCIA DEL FUTURO

MIRANDO LA SOMBRA DE LA OBJETIVIDAD

BIBLIOGRAFÍA

El autor

Luis Felipe Valencia Tamayo (Manizales, Colombia) es profesor de Literatura y Humanidades en la Universidad de Manizales. Historia e historiadores es su primer libro de ensayo. Precisamente la reflexión sobre la narración y las formas en las que se puede ver el pasado ha sido uno de los terrenos en los que más ha destacado en su quehacer intelectual. Combina frecuentemente la escritura de obras de ficción con la indagación en ensayos y artículos acerca de los elementos que componen el estudio tanto de la literatura, como de la historia, el cine, el arte, la filosofía, la sociedad y el mundo contemporáneo. Sus cursos universitarios permiten a numerosos jóvenes periodistas e investigadores apropiarse de conceptos y reflexiones que les permiten ser profesionales mucho más responsables y rigurosos. Dirige un programa de radio sobre cultura contemporánea y libros en la radio universitaria UMRadio y asiste la formación de jóvenes hábiles con la pluma con un semillero de escritura creativa, también desde la Universidad de Manizales. Ha obtenido diversos reconocimientos por su obra de ficción, entre los que se pueden destacar los premios de Cuento La Monstrua de Literatura Fantástica (Vavelia, Guadalajara-México, 2007), El Camino de los Mitos (Evohé, Madrid–España, 2007 y 2010) y Ciudad de Barrancabermeja (Alcaldía de Barrancabermeja-Colombia, 2012), así como el Premio de Ensayo sobre arte Alenarte (Revista Alenarte, Madrid-España, 2008), y ha sido finalista de los certámenes literarios Palabra sin Fronteras (Bruma Ediciones, Córdoba-Argentina, 2012) y Narrativa Breve Canal de Literatura (Murcia-España, 2012). Tiene en preparación su primera novela y colabora activamente en la publicación de artículos, cuentos y reseñas literarias en diversos suplementos y revistas culturales.

INTRODUCCIÓN

En el avance del presente siglo y del llamado nuevo milenio, asistimos a una de las más dinámicas situaciones en los estudios históricos. Entre las muchas características de lo que hoy la disciplina vive, se mantienen latentes la revisión del pasado y el examen constante de las obras clásicas y de las fuentes como premisas fundamentales con las cuales los historiadores se motivan a actuar en su disciplina. Hay por supuesto una suerte de intenciones que son difíciles de sondear a cabalidad, y aunque se parte del hecho de que se realiza un honesto trabajo, no es extraño que todavía se atribuyan a historiadores y a historias acusaciones que indican engaños, inexactitudes, faltas de claridad y, lo que puede sonar aún más pecaminoso, ausencia de objetividad. Como nunca antes, nuestra generación es testigo de encendidos debates en torno a la profesión del historiador, sus intenciones, sus presupuestos sociales y políticos, su raza, su sexo, lo que pretende defender y lo que oculta al decir ciertas cosas en lugar de otras. Revisar el pasado ahora, que es un lugar común de todos los amantes de la historia, es entrar en una palestra en la que se ponen de relieve situaciones, épocas y personajes que antes no tuvieron cabida y que se resistieron durante muchos años a la idea de que tenían un relato interesante que pudiera ser contado, una anécdota que favoreciera otras explicaciones de la realidad, en últimas, una versión de la historia que ofrecer. Y todo ello no hace más que invitar a nuevas reflexiones en torno al panorama de la disciplina; a su carácter influyente en la educación; a su forma de conectar con pueblos y héroes cada vez más lejanos pero, de todas maneras, vigentes como antepasados de la humanidad; a los intereses de quienes narran, y a las herramientas con las que estos se arman para emprender el camino de sus objetivos. Nos hemos alejado de la leyenda de la historia como un territorio en el que los debates se daban sobre asuntos que solo representaban banalidades porque la religión o la ciencia ya habían mostrado el verdadero camino de sus propósitos y hemos, no solo retornado, sino despertado a la verdadera problemática de unos estudios que, a pesar de radicales diferencias y, a la vez, amén de ellas, se han diversificado profundamente.

Las personas que hoy nos sentimos atraídas por la historia tenemos más de un lugar desde el cual presenciar el espectáculo. La palabra espectáculo, es cierto, no está lejos de caracterizar lo que la disciplina es en la actualidad. Son diversas y hasta contrarias las opiniones que pueden tenerse no solo del ejercicio del historiador sino también de la idea de la historia y, como cuestión de interés público y cultural, termina habiendo para todos los gustos. Lejos de los dictámenes clásicos, decimonónicos casi todos, acerca de los contenidos de las obras de historia, la disciplina vive hoy en la abundancia de las disparidades. En primer lugar, el libro y el manual han dejado de ser los únicos puentes que se tienden sobre el pasado. El cine, los documentales, los canales de la televisión por cable que asumen la historia como su agenda, Internet, revisan los acontecimientos y hasta los anecdotarios de las personalidades de acuerdo con otros métodos y bajo la sombra de cuantiosas inversiones en producción. Podemos documentarnos en torno a cualquier tema, como por ejemplo la historia de las frituras, las papas con sabor a pollo y las crispetas en los Estados Unidos, por medio de un ameno espacio televisivo de menos de una hora. Si a alguien le interesa, es seguro que otro puede hacer la investigación y sacarla en televisión. No es extraño que entre las series y miniseries, de lengua inglesa sobre todo, se nos narre una versión actualizada y cinematográfica del pasado de los pueblos y se caracterice para la posteridad una nueva fisonomía de los hombres y mujeres que mayor interés pueden despertarnos. Todo esto porque, muy amigable con la narración, la historia también puede ser un guion digno de resolverse en la trama de una película.

En segundo lugar, como lo que el libro de historia y el manual dicen a los fanáticos de la disciplina no es nunca suficiente y contamos hoy con recursos apenas si soñados en otras épocas, vivimos el apogeo de las publicaciones periódicas, las revistas en la red, los reclamos y cuestionamientos en foros tanto eruditos como semiprofesionales. Respiramos, además, los vientos de un género literario como la novela histórica que trae novedosos y también interesantes vistazos sobre el pasado. Día a día se publican en el mundo una gran cantidad de obras que tienen lejanos tiempos como asunto, muchas ya no solo con el interés académico o profesional sobre la historia, sino también en tono familiar y entretenido, como las poco discretas presunciones de los novelistas en torno a la Edad Media y los hombres del Renacimiento. Ya no queda tiempo para leer todo lo que se dice y dirá sobre un tema cualquiera que nos intrigue. Alguien que se siente tentado a hacerlo tendrá que disponer de más vidas que un gato. La Historia, esa que Hegel y toda una generación de idealistas veneraban como territorio del Absoluto, está hoy expuesta en cientos de manifestaciones de diversa índole. Hegel hubiera dicho que ello era también una forma más del desenvolvimiento del Espíritu. Cabe librarnos anticipadamente del problema hegeliano porque no es nuestra intención hablar en tan engolados términos de la filosofía de la historia. Es preferible dejar la historia, con minúscula, como una disciplina que asume con gusto y cada día sus propias victorias y derrotas frente al pasado; puede tratarse de la derrota ideológica o espiritual, como se quiera, en contraste con las victorias que alimentan el interés de los historiadores por comprender a su manera una parcela de la humanidad y llevar sus investigaciones a un público no menos avezado. Aunque si logran o no librarse de ideologías, de tendencias o de intereses ya no propiamente profesionales es un asunto que debe examinarse con cuidado.

Se resalta, en todo caso, este hecho, porque aún en nuestras facultades de Filosofía se miran con más que simple frugalidad las reflexiones en torno a la historia. Como si el tiempo se hubiera detenido en las argumentaciones hegeliano-marxistas, los atisbos más incautos echados sobre la filosofía de la historia conllevan inmediatamente preguntas por el fin de la historia, el desenvolvimiento de las ideologías, el papel de las clases sociales, la lucha de clases, en fin, toda una sarta de conceptos que hacen presa a esta disciplina de unas ya poco reconocidas características particulares, rasgos que, aunque populares, solo ofrecen el pasado de la propia filosofía de la historia. Si así fueran las cosas, tendríamos la querida disciplina como un capítulo más —si no un peón— del idealismo hegeliano o del materialismo histórico marxista. Pero el paso del tiempo, el mismo desesperanzador desarrollo de la historia en las manos de quienes han sido heraldos de aquellas versiones de ella y el aumento de las reflexiones críticas han mostrado que el siglo XXI se inició con nuevas disposiciones mentales, conceptuales y argumentativas a la hora de hablar de la filosofía de la historia. A lo largo del siglo XX también algunos historiadores de izquierda despertaron a los reales debates en torno a la disciplina que les daba pábulo. E. P Thompson, E. Hobsbawm, son solo dos de los nombres más importantes que dieron un viro en la forma en que se actualizó la crítica radical en torno al papel de los historiadores y sus obras. Polémicos, como muchas de sus buenas obras, sus textos fomentaban un espíritu distinto en torno a las clásicas ideas de la filosofía de la historia. Con todos los retos que ha representado hacerlo en una época en la que los ideales se disipan y se recogen los testimonios de sus víctimas, aparecieron historiadores que respaldaron con la crítica, el debate y la reflexión una invocación de sus antiguos sueños.

 

Sin embargo, grandes obras del siglo XX que continuaron sosteniendo la idea de un plan en la historia, que reconocían un grupo de leyes que debía ser descubierto por los historiadores, fueron examinadas bajo la mirada supremamente crítica de las recientes generaciones de estudiosos. El Estudio de la historia, de Arnold Toynbee, y La decadencia de Occidente, de Oswald Spengler, obras mayores en la historiografía de principios del siglo XX y que se permitían el impulso de los trascendentales requisitos de los teóricos del siglo XIX, han sido llevadas al juicio de los nuevos historiadores. El telón ha caído, como la cortina, como el muro, y nuestras facultades gustan de mantenerlo puesto con irrefrenable ímpetu hablando solo de la filosofía de la historia de Hegel y la dialéctica marxista como las obras que mayor sustento han dado a las disquisiciones en torno a la disciplina hoy tan versátil. Mucha agua ha corrido bajo el puente y lo que se mostraba antes seco hay que verlo hoy mojado. Algunos pueden incluso sentir rabia, que no es más que el dolor del abandono, cuando se dice que mirando la historia no se ha descubierto ni su plan, ni sus leyes, ni aquel entramado que tan alentador fue en otras épocas. En otras palabras, no se ha visto la Historia, pero empezamos a reconocer la difícil tarea de tomar el aliento de las muchas historias que han aparecido alrededor de ella. Aunque confundidos con las presentes manifestaciones, después de notables vicisitudes, y ante las incertidumbres que despiertan las nuevas posibilidades de hablar del pasado, la desolación del gran relato, la gran Historia, nos ha dejado ver las múltiples formas que adopta todo lo que ha dejado de ser. ¿Quiere usted hablar ahora del progreso? Cree su historia. ¿Quiere hablar de la decadencia? Cree su historia, a despecho de que se ciernan sobre su interés las duras sospechas de querer ser un historiador dulcemente tendencioso.

Hubo un tiempo, es cierto, en que cada cual iba presentando su versión del pasado a la luz de requisitos casi institucionales: un dogma de fe, una idea de la ciencia, una idea de la vida, en fin, para construir una idea de la Historia. Pero durante el siglo XX todas las instituciones han sido sometidas a un remezón que ha alentado no solo notables discusiones sino obstinadas incertidumbres. A la par de la diversificación de las publicaciones y el amparo de las clásicas lecturas históricas en la televisión y el cine, la historia enfrenta una etapa de crisis de la que se espera salga, si no más madura, por lo menos más concreta en sus propósitos. Tras las incursiones en los más oscuros terrenos del pensamiento del siglo XX, se la enlistó por una temporada en las filas de las disciplinas científicas queriendo hacer de ella una nueva herramienta de presentación del mundo. Nadie discute los nobles objetivos que han sostenido los hacedores de ciencia, pero sí se discute, y mucho, la determinación de hacer a la historia una más de sus profesiones insertándola en el camino de los designios científicos. Y si tales dudas se tienen en torno a los programas de acercamiento y formas de trabajar sobre la historia, nada raro es que muchos desesperen de la profesión en que se han formado y asuman la crisis con alguna lamentable decisión, si no es que se devuelven a las versiones clásicas o se dirigen al camino de la posmodernidad más radical negando toda posibilidad de conocimiento al estudio del pasado. Una de las primeras impresiones que debemos mantener en pie, entonces, es la de una historia que se ramifica y produce como obra de sus deudos una gran cantidad de trabajos en forma y fondo completamente dispares y, a la vez, una disciplina que en su misma dinámica aparición se ve inmersa en un buen número de asuntos por esclarecer.

Abandonado el gran relato y el interés por explicar los hechos y los acontecimientos históricos en aras de una versión in extenso de la vida del hombre, los problemas de la filosofía de la historia son hoy completamente distintos de los problemas que llegaron a plantear filósofos e historiadores tanto del siglo XIX como de la primera mitad del siglo XX. De hecho es en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial en la que se empiezan a publicar obras de un tono distinto, ni más faltaba: crítico, sobre las fórmulas con las cuales se había trazado una idea de la historia que comprometía incluso el porvenir. No debe olvidarse que en aquel periodo se está generando un profundo interés sobre la obra de Toynbee, pero los reales llamados de atención sobre la historia los generan textos como los de Collingwood y Popper, a la sazón penetrantes reflexiones críticas en torno a la realidad política y social de Europa impregnada de singulares prejuicios por las versiones que cada estadista socorría y quería llevar a cabo. No había que dar muchas vueltas para que la realidad dejara de ser tan contundente: la historia debía revisarse en sus propósitos, prácticas, métodos, lo que se traduce en qué hacen en verdad los historiadores, cómo investigan, cómo escriben y cómo el público se encuentra con ellos. Se pasó de pensar en la ontología de la historia —por usar un término también en desuso— a pensar en la práctica de una disciplina que, como todas las experiencias humanas, tiene muchos problemas teóricos que resolver. Si miramos bien el asunto, no se ha dejado de hacer historia un solo día, y desde que los primeros escritores griegos tuvieron ganas y tiempo para realizarla no se ha parado de escribir a pesar de que no sean claras las condiciones de trabajo en las que un escrito de historia se desarrolla. Las últimas décadas han sido las que preguntan por el enfoque, el empleo de la lengua, el uso y abuso de las metáforas, el estilo por el que se escriben las historias y en ello se ha encontrado el nuevo desarrollo de una filosofía que puede resultar fascinante en sus debates.

Sin embargo, no basta el notable incremento en las reflexiones teóricas que cuestionan todos los asuntos que rodean la vida de los historiadores. A la hora de abordar la realidad chocamos instantáneamente con las ideas que durante tanto tiempo han mantenido a la historia como un gran relato que palpita detrás de todos los hechos. Digo instantáneamente porque basta la vida cotidiana para que nos demos cuenta que no es fácil deshacerse de las sombras de las versiones trascendentes. Frente a lo inexplicable y absurdo de la vida del hombre, es mucho más sencillo sostener, por ejemplo, que Dios quiere así las cosas a tratar de dar una explicación racional. Si se desatan guerras y la muerte ronda en los campos de batalla, es mucho más fácil sostener que se hace a favor de una meta mucho más importante que la misma vida, llámese esa meta libertad, democracia o hasta civilización, todo esto como contrapartida de aterradores ideales como la esclavitud, el totalitarismo o la barbarie. Queda la sensación de que podemos retraernos académicamente, teóricamente, de los acontecimientos que definen las obras de los historiadores, para actuar, como profesionales, en aras de los principios de una disciplina que se libera de los megarrelatos a partir de los cuales se ha dado explicación a los acontecimientos; pero, inmediatamente caemos en la cuenta de que no es suficiente tal ejercicio si en la realidad y en las comunidades humanas la historia y las explicaciones de los hechos se siguen amparando en una dirección, sea esta religiosa o política. Uno podría pensar que la gente debería ser más propensa a las explicaciones racionales de sus actos, que a lo mejor debe preferir escuchar que lo que va a pasar no está determinado o que las explicaciones que se dan de todos los acontecimientos son tan solo plausibles; no obstante, en la práctica los grupos humanos siempre han preferido mantener su confianza en certezas irracionales, sean voces del más allá que se aprovechan de algún buen hombre u horóscopos y signos del zodíaco que proyectan el acontecer de cada día.

El contraste resulta, más que llamativo, azaroso, ya que pone en consideración las metas de los historiadores, a la hora de dar las explicaciones, con lo que los hombres, los grandes protagonistas de la historia, hacen en el transcurso de sus vidas. Y jugadas así las cartas es justo resaltar el hecho de que detrás de esos mismos protagonistas se esconden razones oscuras y misteriosas para realizar los actos. Como territorio de todos los elementos de la acción humana, la historia no ha sido ajena al trato con hombres enamorados que hacen lo que hacen porque su corazón así lo dicta; brujos que asesoran los movimientos de los campos de batalla y amantes que en un otoñal fin de semana definen el contorno de los pueblos. No es lo mismo en este sentido hablar de la historia de la ciencia que de la historia de la humanidad, aunque aquella no carezca tampoco de algunos datos sobradamente anecdóticos. Pensemos en los hechos luctuosos estadounidenses del 11 de septiembre de 2001. Material para la historia a la disposición de los disciplinados investigadores habrá por mucho tiempo sobre el asunto. Hay quienes resaltan que detrás de todo no hay más que intereses económicos, petroleros o, cuando más, geográficos, y muestran un grupo de pruebas que favorecen sus apreciaciones; hay quienes construyen el relato del acontecimiento a partir de la idea misma de religión y Dios que hay detrás de los involucrados; así sucesivamente, lo que se hace es ir completando un abanico de posibilidades para las cuales cada historiador irá tomando partido de acuerdo con lo razonables que puedan ser las fuentes esbozadas. La pregunta que aparece es, entonces, ¿qué tan razonables pueden ser si las actuaciones de los hombres no son, como se puede exagerar, del todo racionales?

El espacio de estas disertaciones en torno a la filosofía de la historia va, pues, medido por distintos horizontes reflexivos que esperan despertar algunas ideas en los lectores. Tal vez es lo que honestamente puedo esperar, además de las críticas que, sobra decir, también pueden ser buenas ideas. La historia, una disciplina que inicia el siglo XXI con grandiosos desafíos en el panorama, sin hacer pausas en su repertorio de aventuras, se revisa con mayor celo a sí misma; y los historiadores, las figuras que hacen las notas marginales de la gran aventura que es la vida del hombre, han tenido que asumir también su oficio con la propiedad que lo hace un filósofo, preguntándose, dudando, en otras palabras: tratando de resolver el misterio que cada época y cada generación de hombres dejan en su paso. El reconocimiento de tales dudas labra un camino de reflexiones inquietantes en torno a lo que dicen los historiadores y las formas con las cuales narran el pasado. Claro que en medio de las reflexiones están los historiadores natos que toman las dudas teóricas como asuntos irrelevantes que deben resolver los filósofos, también están los pensadores que asumen que los historiadores no tienen competencia para comprender cómo es que se efectúa el encuentro con la historia y, por último, aparece recientemente un grupo de historiadores que se determinan no solo a obrar en su disciplina sino a dar algún indicio sobre cómo es que trabajan.

Allí donde se graban las dos fechas claras, las del nacimiento y la muerte, las del principio y el fin, lo que queda es un texto por hacerse y una madeja de cuestiones no muy sencillas de resolver. No es justo diezmar las fuerzas en estos intentos por esclarecer las condiciones de la investigación, escritura y producción de textos históricos cuando todo lo que rodea la disciplina ya sobrepasa el simple vistazo. El debate sigue abierto y se enriquece notablemente con el diálogo que sostienen disciplinas y profesionales dispuestos a poner sus herramientas discursivas a la orden de la explicación de lo que se esconde detrás de las historias y la comprensión que nosotros podemos tener del pasado.