El escocés dorado

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El escocés dorado
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LOURDES PRADO MENDEZ

EL ESCOCÉS

DORADO

¿Están listos para liberar Escocia?


Editorial Autores de Argentina

Lourdes Prado Mendez

El escocés dorado : ¿Están listos para liberar Escocia? / Lourdes Prado Mendez.- 1a ed.- Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2021.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: online

ISBN 978-987-87-1411-0

1. Novelas. 2. Narrativa Argentina. I. Título.

CDD A863

Editorial Autores de Argentina

www.autoresdeargentina.com

Mail: info@autoresdeargentina.com

Imagen de tapa: iStock.com/solarseven (ID 1144604246)

Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723

Impreso en Argentina – Printed in Argentina

1

Las manos de Lidia estaban enterradas en el barro, en un atardecer que yacía prolongado, un último soplo de aliento, el final del rayo de sol, aquel único que tenía para poder ver en la oscuridad que comenzaba a devorar todo lo que su alrededor la rodeaba. Ella insistía con sus hinchadas manos, esas mismas que como todo verano se tornaban dolorosas e inflamadas, decidió aun así continuar escarbando en aquel descampado abandonado donde una gran roca antigua se posaba al frente del profundo hoyo.

Oyó unos truenos acompañados de varios relámpagos que de manera continuada se proyectaban haciéndole vibrar en su interior no solo el imponente sonido, sino también el temor y respeto. Miró el cielo que ya se volvía temible y negro, la última débil proyección de luz fue devorada con el último trueno. Sumergida en la total oscuridad del sitio sin ningún tipo de luz que la guiara, sin caminos ni senderos a la cercanía, bajó su rostro a la tierra decidiendo continuar con su búsqueda. Continuó con esas pesadas y agotadas manos escarbando mientras rogaba en su interior que no se largara aún la lluvia.

La concavidad del suelo ya era algo profunda, ella ahora lo sabía sin poder visualizar como un no vidente, lo confirmaban sus codos que pasaban cada vez más y más debajo de la sucia tierra, carraspeó con su garganta nerviosa intuyendo que algo podía salir mal, pero una parte de ella sabía que aquello que necesitaba de manera ansiosa, muy probablemente alguien hace añares lo enterró allí; esa idea la mantenía con esperanzas en la temible oscuridad. Quedó petrificada solo por un instante cuando sus manos dieron en la profundidad con algo duro y frío.

Lidia se recuperó del breve shock que la paralizó balanceándose de manera ansiosa en la profundidad para terminar de quitar la tierra de su hallazgo, descubrió un pequeño cofre de un metal extraño y oxidado, con dificultad lo sacó quitando los restos de tierra que llevaba adheridos hacía años. Con sumo cuidado tanteó con sus manos dónde estaba la abertura, una vez descubierta la abrió con esmero. Observó el interior emocionada quitándose con el abultado hombro las lágrimas que asomaban de sus ojos no permitiéndole ver el interior.

Sin saberlo estaba a punto de cambiar su vida para siempre, pero como todo cambio en las vidas de las personas no implica solo a uno, siempre se afecta a los que nos rodean, aunque no los toquemos, aunque nos separe el tiempo, los actos cometidos por alguien a lo lejos pueden afectar de manera significativa a todos. Y en el caso de Lidia fue más allá. No tenía idea de que no solo su vida sería afectada, sino que podría cambiar la vida de una nación entera y para siempre.

A sus cuarenta y siete años, sumergida en su profesión de antropóloga, no dio oportunidad a su vida amorosa, siempre fueron primero sus libros, sus descubrimientos, su trabajo científico. Tenía tan marcado ese estilo de vida que, junto a las horas de trabajo que le corrían, también le corría su belleza, esa que se perdía cada vez más con el tiempo, de la joven sonriente y esbelta que fue al inicio de su carrera, solo quedó un ceño fruncido que pensaba constantemente y muchos kilos ganados en horas y horas de investigación. Tan dejado se volvió su aspecto que ella misma se había olvidado de cómo era.

Pero ahora, en el medio de ese monte en la nada misma, recuperó la sonrisa, esa que tan hermosa la hacía lucir.

Con mucha cautela sacó del viejo cofre un añoso papel, tan amarillo y desdichado en su aspecto que temió por un momento que se rompiese en sus manos.

De lo más profundo de su interior se hizo un bloque y comenzó a sacar internamente la luz que necesitaba para poder ver, llevando al máximo esfuerzo el foco de su vista, estudió el papel con cautela, descubrió en el objeto mucho más de lo que esperaba, la humedad de sus lágrimas retornó y esta vez sin borrarlo comenzó a llorar.

— Dios, esto no puede ser posible— dijo para sí misma con voz quebrada.

Con manos temblorosas por la emoción y con un gran esfuerzo por dejar el papel en un sitio seguro, tomó el bolso donde guardó celosa su gran descubrimiento.

Ya a salvo con sus cosas aprontadas, pero aún con su respiración agitada y emocionada, Lidia, en el medio de la oscuridad, se puso en marcha a paso ciego buscando el camino para abandonar el hoyo que había cavado con tanta insistencia. Mientras se alejaba, un nuevo relámpago fue acompañado por un trueno que se impuso sobre ella, este era aún más fuerte y aterrador que los anteriores, pero esta vez no la asustó, habría jurado que ni lo oyó, mientras continuaba de regreso pensando en la hoja que llevaba a modo triunfal.

La ansiedad seguía cubriéndola mientras arribaba a su casa, un hogar pintoresco con todas las comodidades que cualquier trabajador anhelaría, por un momento olvidó el intenso calor que azotaba ese verano, así como no recordó el dolor que le producía la hinchazón de sus dedos por la retención de líquido que le sostenían los sofocantes últimos cuatro días de treinta y nueve grados en Buenos Aires. En el único momento en que sintió aquella molestia fue cuando tomó las llaves y giró en la cerradura, la compresión de los pequeños músculos inflamados de las manos se hizo sentir, pero solo por ese instante.

Apenas cerró la puerta buscó con la mirada cuál sería el mejor lugar para colocar el bolso. Impaciente lo dejó en un cómodo y refinado sillón de cuero blanco sin importarle los restos de barro que se posarían ahora allí, se sintió por primera vez tranquila al encontrarse en el refugio de sus paredes, suspirando profundo, ya aliviada de hallarse en su hogar. Sonrió levemente cuando se arrimó a ella su viejo gato negro, ese mismo gato que llenaba la casa con un fuerte olor felino junto a los otros cuatro que estarían por algún otro rincón del hogar, ese aroma que su madre siempre detestó acusando de mugriento y mujer solterona. Esto último inquietó a Lidia y maldijo por dentro el viejo recuerdo, no sabía si maldecía su vida o lo que su madre le regañó mientras vivió, pero pronto lo olvidó y continuó con lo suyo cuando se recordó a sí misma cuánto amaba vivir con esos cinco gatos, no necesitaba más que eso y su solitario trabajo para ser feliz. Pensando en ello miró al gato que le acariciaba la pierna con el cuerpecito felpudo de un lado a otro y observó el bolso donde tenía el papel que le cambiaría la vida. Surgiendo el miedo de que alguno de sus gatos lo pusiera en riesgo con sus filosas garras, se dirigió al sillón, tomó el bolso y lo llevó con ella.

Perseguida en el poder que otorgaba a esa hoja, analizó cuál sería el mejor lugar para depositar un tesoro tan valioso; mas ninguno le transmitía seguridad, miró la puerta de calle y por un momento imaginó qué sucedería si entraban ladrones. Esa idea la preocupó sobremanera, tanto que fue a la puerta y le echó llave del lado interno olvidando que se encontraba en uno de los countries más seguros. No conforme Lidia siguió pensando cuál sería el lugar más acertado para dejar su bolso, pensaba que si entraba algún ladrón lo primero que haría sería revisar en él, por ese motivo decidió sacar el folio con la vieja hoja llevándola a la cocina, lo depositó debajo de una boleta de gas convencida de que ningún ladrón hurgaría entre las facturas pendientes de pago de su víctima, y por más que lo hiciera no tendría idea de qué era lo que decía ese viejo trozo de papel que estaba escrito en gaélico escocés.

Dejándolo allí, respirando ahora tranquila, Lidia se fue a duchar, sabía que al otro día llevaría esa magnífica reliquia al lugar de sus sueños.

Vistió sus mejores ropas luego de descansar impaciente por la noche, esa mañana a primera hora se dirigió con su papel sagrado a la Sociedad Argentina de Antropología; cuando traspasaba su fachada e iba al ingreso del edificio aspiró hondo orgullosa de su logro, pensó en las caras que pondrían las personas que la esperaban luego de sus insistentes llamadas la noche anterior para que la recibieran. Pensó cuán felices los haría con la noticia e imaginó que la felicitarían por su esfuerzo y mucho más.

Permaneció de pie por un prolongado tiempo en la gran sala en la cual toda su vida soñó pisar, repasó por su mente unas cuantas veces el prolijo discurso que les tenía preparado; cómo sacaría el papel y la forma en la que se los estrecharía a aquellas eminencias con las que anheló trabajar toda su vida. Lidia no tenía tiempo de estar nerviosa porque allí se sintió en su casa, con alegría aguardó a que llegasen los directivos y doctores con quienes comenzaría a fortalecer relaciones. Este era el momento que Lidia esperó toda su vida y por dentro sentía que valía la pena.

 

Estaba tan orgullosa de sí misma que no llegó a notar que pasaron veinte minutos esperando sin mover su postura perdida en pensamientos. Se volteó y por primera vez le surgió nerviosismo y tensionó su cuerpo cuando oyó una voz masculina y anciana cruzando la gran puerta.

— Buenos días— dijo un hombre canoso entrado en muchos años que se dirigió a ella—. Espero que su insistencia por vernos valga la pena, no es usual irrumpir pidiendo este tipo de citas a altas horas de la noche— dijo el anciano que hizo una pausa mientras la miraba, se dirigió a una antigua y gran silla de roble oscura que parecía sacada de al menos doscientos años atrás.

Lidia bajó la mirada algo avergonzada, en su interior sabía que estaba en lo cierto, no pudo evitar sonrojarse con el llamado de atención de alguien a quien ella admiraba tanto.

Cuando Rafael se sentó en aquella mesa rectangular de madera oscura, la cual parecía dominar el centro de la sala de manera imponente, ingresaron tres personas más de las cuales una era una mujer mayor.

Lidia comenzó a abrir el bolso y mientras procedía a sacar del folio la hoja miraba cómo todos tomaban un lugar en la solemne mesa que se encontraba recubierta con un grueso vidrio de punta a punta; eso la puso algo nerviosa sintiendo su corazón palpitar más rápido de lo usual, experimentó la inseguridad de que sus dedos sudorosos tocasen la delicada hoja que debía proteger.

— ¿Qué nos trae, señora?— preguntó la mujer mayor de la sala.

— Mi investigación se basa en James Thompson1, más conocido como Diego Thompson.— Extendió la hoja con la misma seguridad con la que todo el tiempo ella lo imaginó.

El anciano miró la hoja amarillenta y sin dudar hizo un gesto a su asistente que se encontraba de pie a un metro y medio de distancia, este que observaba atento sin palabras de por medio se dirigió a un mueble cercano, tomó unos guantes blancos y se los acercó. Rafael se calzó los guantes, a continuación, extendió la mano y miró serio a Lidia reprendiéndola con la corta mirada.

La tez blanca de Lidia no pudo ocultar la vergüenza que la recorrió por las mejillas poniéndola en evidencia. Ella sabía que cualquier profesional debía usar guantes si estaba en contacto con algo antiguo y más si se trataba de algo importante.

Odió por dentro su grave error y teniendo en cuenta frente a quiénes lo cometió. Intentó volver a concentrar su mente en lo que debía decir y con gran esfuerzo para corregir su torpeza le cedió al anciano la hoja.

— Estuve detrás de una fuente que sugería la posible ubicación de algunos manuscritos antiguos, y en varios años de investigar y buscar, llegué a la conclusión de que Thompson nunca extravió el primer manuscrito que realizó motivado por el general San Martín2 entre 1822 y 1824. Creo que está oculto en algún lado.

Rafael observó atento la hoja que tenía entre sus manos y giró a mirar a la mujer que estaba a su derecha, esta, seria, se calzó los lentes y se colocó unos guantes que fueron de inmediato facilitados por el joven hombre que los asistía. Rafael le pasó la hoja a Dora, quien la miró un largo instante, luego se la alcanzó a los otros dos hombres para que la inspeccionaran debidamente ya con sus guantes calzados. Lidia observó las manos enguantadas pasar la hoja y no pudo evitar volver a martirizarse con su embarazoso error, ese error estaba allí para embriagarla en pesar.

— Es sin duda muy antiguo, ¿dónde lo halló?— preguntó Dora.

La hoja volvió a Rafael que esta vez inspeccionó en detalle la reliquia con una lupa intentando descubrir algo más. Lidia en ese momento se sentía más observada que la hoja en cuestión, sabía que lo que dijera determinaría el camino de su investigación.

— Cuando Thompson terminó de traducir el nuevo testamento al quechua, viéndose rodeado por el nuevo resurgimiento de las fuerzas reales estuvo obligado a huir de Lima— dijo Lidia.

— Eso lo sabemos— afirmó Rafael mientras la observaba con seriedad aguardando un dato más significativo.

— Claro, como también sabemos que dejó el manuscrito a un amigo para que sea publicado posteriormente en Lima— dijo Lidia acercándose un poco más a la mesa.

— Pero lamentablemente ya se sabe que ese manuscrito lo extravió— dijo uno de los hombres que se encontraba sentado al lado de Rafael.

— Y ahí comenzó mi investigación, comencé a analizar la hipótesis de qué sucedería si ese amigo de Thompson en realidad nunca perdió el manuscrito y lo guardó celoso para ponerlo en resguardo. Investigué a su amigo y sus familiares más cercanos. Un familiar de su amigo huyó en esa época a la Argentina, traía un mensaje para el general San Martín que dicen que nunca fue entregado, eso levantó mi sospecha— dijo Lidia, ahora con más seguridad, entrando en su relato.

Los hombres y la mujer que tenía frente a ella comenzaron a oírla de manera más compenetrada, y con un gesto de mano Rafael por primera vez invitó a Lidia a sentarse en la silla vacía.

— Allí obtuve pistas que me llevaron a un viejo terreno perteneciente al amigo de Thompson, mejor dicho, de su familia— dijo Lidia mientras se acomodaba en la cómoda silla antigua—. Y en el lugar encontré abandonada una tumba, su lápida era una gran piedra que tenía tallada en quechua un nombre, solo un ojo entendido sabría que eso era una tumba— relató Lidia tragando saliva.

Ahora sabía que comenzaba lo más duro de su relato, debía reconocer frente a esas eminencias que se dejó llevar como una novata inexperta, a las cuales ella siempre aborreció tanto, o mejor dicho que se dejó llevar por la intriga y pasión por su investigación, dejando de lado todos los protocolos y permisos que debía realizar, las ansias que tenía por descubrir eran tan fuertes como la misma necesidad de respirar, sabía que si no cavaba en esa tumba moriría sobre ella allí mismo.

— Por eso convencida de que esa lápida tendría alguna pista decidí... cavar y descubrir...— dijo interrumpiendo su relato, algo avergonzada, mientras clavaba su mirada tímida en la hoja que tenía Rafael entre sus manos.

Dora y los hombres se miraron un instante entre ellos con sorpresa por la osadía, el delito cometido por la mujer que tenían frente a ellos, por embarcarse a un descubrimiento infringiendo tantas reglas que bien debía conocer cuando estudió la carrera de antropología hacía muchos años. Dudaron algo tensos un momento sobre cómo continuar mientras analizaban con sus ojos la bendita hoja en cuestión hasta que Rafael con determinación rompió el silencio.

— La escritura de este papel es gaélico escocés— dijo Rafael mirando el escrito entre sus manos—. ¿Por qué habría una antigua carta de origen escocés en una tumba supuestamente quechua, y además en la Argentina a nombre del general?

— La carta es para el general San Martín, eso es lo que deseo seguir investigando. Creo que el manuscrito de Thompson fue entregado por su amigo y traído a la Argentina para ocultarlo, y el supuesto mensaje al general en realidad se trataba del lugar donde fue guardado el manuscrito para mantenerlo a salvo hasta que pudiesen publicarlo— dijo Lidia mientras todos la oían atentos en la sala mientras proseguía con tono seguro—. No es casual que encuentre en un viejo terreno del amigo de Thompson una tumba no habitual, oculta, con una piedra como lápida escrita en quechua, para que nadie más que un entendido sepa, y bajo ella no hay restos óseos sino un antiguo cofre con una nota en idioma escocés, del lugar donde nació, del origen del mismísimo Thompson.

— Thompson era escocés— dijo pensativo uno de los hombres a Rafael.

Todos coparon la sala con un majestuoso silencio, algunas miradas quietas y pensativas, otras cómplices, se alertaban comunicándose entre ellas sin palabras. Reinaba la intriga, un posible descubrimiento que mantenía a todos con la duda de si podría ser real o solo se trataba de una farsa bien plantada, pero todos viejos antropólogos atrapados en la perplejidad se replanteaban internamente si esa mujer regordeta con quince kilos de más, bien vestida, de baja estatura y cabellos cortos estaba en lo cierto o no. Rafael se levantó de su sitio dirigiéndose a un mueble donde su asistente, como si le leyese su mente, a paso rápido avanzó para llegar primero, abrió una puerta con una llave y sacó una pequeña caja de vidrio donde Rafael, al llegar a su paso tranquilo, guardaría el descubrimiento dentro.

Ansiosa Lidia intentó imponer su presencia en la sala y se decidió a ser la primera en quebrar el silencio de aquella perturbadora complicidad que se percibía en el aire.

— Sé gaélico escocés y comprendo lo que dice allí— dijo Lidia, que fue luego interrumpida por Dora, quien sin perder tiempo arremetió en tono autoritario.

— También comprendo algo de esa lengua, señora Rodríguez, soy la antropóloga viva más grande de Sudamérica, algo aprendí en estos años.

Lidia se levantó de su sitio para acercarse a Rafael que permanecía de pie, sabía que ahora ya no debía perder más tiempo.

— Si la Asociación me permite me gustaría viajar a Escocia para continuar la investigación, si ustedes me avalan podríamos hacer un gran proyecto para develar el misterio, hay mucha documentación en ese país sobre Diego Thompson que podría ser esencial.

Rafael la estudió por un momento y cruzó una mirada cómplice con Dora.

— La Asociación agradece su interés y el haber traído este hallazgo— dijo Rafael.

Lidia se sintió orgullosa por esas palabras y percibió cómo su pecho se inflaba de emoción.

— Pero entenderá, señora Rodríguez, que ahora pertenece a la nación y quedará bajo nuestro resguardo para ser estudiado como corresponde, como merece todo documento histórico con su debido tiempo y expertos en el tema; ante cualquier novedad la llamaremos— terminó de sentenciar Rafael, mientras Lidia comenzaba a sentir que el pecho lleno pasaba a exhalar súbitamente, similar a un globo que pinchan a un niño, se quedó helada con las últimas palabras que oyó de manera eterna en el salón.

El latir del corazón tomó conciencia de que otra vez estaba allí latiendo asustado, defraudado. Sus regordetes e hinchados dedos comenzaron a hacerse sentir de manera molesta, y como si no fuera poco, comenzaron a sudar al compás de su respiración que era cada vez más acelerada; se preguntó por un instante mientras se sentía traicionada y dejada a un lado, si las personas que la rodeaban eran también conscientes de ello.

Debía actuar rápido antes que el asistente que parecía leer las mentes abriese la puerta para acompañarla a la salida, pero en vez de encontrar palabras inteligentes y justas para defender su logro solo encontró una emoción que salió de su interior dispuesta en una ola que llega para romper en la orilla, lista para defenderse como víctima ante un ladrón en un arrebato, cuando le robaban nada más que el proyecto que siguió toda su vida. Con un impulso que no fue capaz de detener, las facciones pacíficas de su rostro se tornaron rojas de ira, sobresaliendo en su delicada piel un estímulo que ella hasta ese momento desconocía o había olvidado, y descargó con palabras en un tono furioso lo que sentía.

— ¡No! ¿Acaso no me expliqué? ¡Es mi hallazgo! ¡Y quiero continuarlo yo! ¡Soy la persona más entendida en este tema, llegué a esta información!

Se vio interrumpida por uno de los hombres de la sala que se dirigió de manera firme y plantada.

— Señora Rodríguez, vamos a evaluar lo que sea mejor para el caso, ahora le incumbe al Estado— dijo el hombre en tono firme.

Lidia, consternada y sin saber qué hacer, miró uno a uno a quienes la observaron fríos y la invitaron a abandonar su hallazgo con un gesto de mano cordial señalando la puerta.

1 James Thompson, conocido como Diego Thompson, fue un educador y pastor bautista escocés, que recorrió Latinoamérica en el siglo XIX para promover el sistema de educación lancasteriano. En su labor como misionero, Thompson trajo la Biblia en la lengua de los pueblos americanos.

2 En 1822 el general José de San Martín llamó a Thompson para que aplicara en Perú el mismo sistema de educación lancasteriano que promovía. El primer manuscrito que tradujo Thompson en quechua fue realmente perdido.