Canción del ocaso

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Canción del ocaso
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EL AUTOR

Lewis Grassic Gibbon es el seudónimo literario de James Leslie Mitchell (1901-1935), uno de los escritores más destacados de las letras escocesas. Nacido en Auchterless, en el noreste de Escocia, creció rodeado de un paisaje rural de verdes colinas y tierras fecundas. Empezó a trabajar como periodista en el Aberdeen Journal y en el Farmers Weekly; tras haber servido en la Real Fuerza Aérea británica, se instaló en Welwyn Garden City para dedicarse a la escritura a tiempo completo. A pesar de su muerte prematura, cuando tan solo tenía treinta y tres años, su obra, compuesta de novelas, relatos y ensayos, es prolífica. Grassic Gibbon combinaba en sus historias el flujo de conciencia, el realismo social y un lirismo genuinamente escocés. Su Trilogía escocesa, de la que Canción del ocaso (1932) es la primera parte, se ha erigido en una obra cumbre de la literatura escocesa del siglo xx y fue elegida como el libro favorito de los escoceses en una encuesta de la BBC.

EL TRADUCTOR

Miguel Ángel Pérez Pérez nació en 1963 en Valencia y ha vivido siempre en Alicante, en cuya universidad se licenció en Filología Inglesa; luego fue profesor de Traducción Literaria y Literatura Inglesa durante veinte años en esta misma institución. Asimismo, desde 1988 es profesor de instituto. Ha traducido, entre otros, a Jane Austen, Charles Dickens, Anthony Trollope, Henry James, Thomas Hardy, Oscar Wilde, Wilkie Collins, H. G. Wells, Henry Fielding, Tobias Smollett y Anne Brontë.

CANCIÓN DEL OCASO

TRIOLOGIA ESCOCESA 1

Primera edición: marzo de 2021

Título original: Sunset Song

© de la traducción: Miguel Ángel Pérez Pérez

© de la nota del editor: Jan Arimany

© de esta edición:

Trotalibros Editorial

C/ Ciutat de Consuegra 10, 3.º 3.ª

AD500 Andorra la Vella, Andorra

hola@trotalibros.com

www.trotalibros.com

ISBN: 978-99920-76-05-7

Depósito legal: AND.371-2020

Maquetación y diseño interior: Klapp

Corrección: Raúl Alonso Alemany y Oriol Gálvez

Diseño de la colección y cubierta: Klapp

Impresión y encuadernación: Liberdúplex

Bajo las sanciones establecidas por las leyes, queda rigurosamente prohibida, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.

LEWIS GRASSIC GIBBON

CANCIÓN DEL OCASO

TRIOLOGIA ESCOCESA 1

TRADUCCION DE

MIGUEL ÁNGEL PÉREZ PÉREZ

PITEAS - 3


Para Jean Baxter


PRELUDIO

EL CAMPO SIN ARAR

Las tierras de Kinraddie las ganó un joven noble normando, Cospatric de Gondeshil, en tiempos de Guillermo el León,1 cuando los grifos y otras bestias semejantes todavía recorrían la campiña escocesa y la gente se despertaba en sus camas al oír a los niños gritando porque un enorme lobo que había entrado por una ventana cubierta por un pellejo les estaba rajando el cuello. Una de esas bestias tenía su guarida en la cañada de Kinraddie, y de día se tumbaba en los bosques, y su asqueroso hedor se olía por todo el campo, y en el ocaso algún pastor lo veía con sus grandes alas medio plegadas sobre su enorme barriga, y su cabeza, que era como la de un gran gallo, pero con orejas de león, se asomaba vigilante por encima de un abeto. Y se comía ovejas, hombres y mujeres, y sembraba el terror, y entonces el rey dijo a sus heraldos que ofrecieran una recompensa a aquel caballero que acudiera y pusiese fin a las maldades de la bestia.

Y así el noble normando, Cospatric, que era joven y sin tierras, valiente y con buena armadura, se montó en su caballo en la ciudad de Edimburgo, y desde esos lejanos lares del sur subió al norte atravesando el bosque de Fife, adentrándose en los pastos de Forfar y pasando por la Gran Piedra de Aberlemno, la que se erigió cuando los pictos derrotaron a los daneses; y en ella se detuvo y contempló las figuras, en su momento brillantes y entonces apenas desvaídas, de los caballos y las cargas, y la derrota aplastante de esos toscos extranjeros. Y tal vez rezara una breve oración ante esa piedra y luego siguiera hacia los Mearns, pero la historia no cuenta más de su recorrido a caballo, salvo que al final llegó a Kinraddie, un lugar atormentado, y le dijeron dónde dormía el grifo, allá abajo en la boscosa cañada de Kinraddie.

Sin embargo, de día el grifo se escondía en los bosques y únicamente de noche, bajando por un sendero entre los carpes, podría encontrarlo Cospatric, agachado sobre un montón de huesos en su cubil. Y Cospatric esperó a que se hiciera de noche y cabalgó hasta el borde de la cañada de Kinraddie y encomendó su alma a Dios, desmontó y cogió su lanza para jabalíes, bajó a la guarida y mató al grifo. Y mandó recado a Guillermo el León, que estaba bebiendo vino y acariciando a sus hermosas amancebadas en la ciudad de Edimburgo, y Guillermo lo nombró caballero de Kinraddie y le entregó toda la amplia parroquia para que fuese su heredad, y le concedió permiso para construirse un castillo allí y para que tuviera una cabeza de grifo como emblema, y para que él y su descendencia contuviesen a todas las bestias y a la gente ordinaria y díscola.

Así que Cospatric le dijo a los pictos que le construyeran un resistente castillo en un lugar protegido de las colinas, con los montes Grampianos inhóspitos y oscuros detrás, y drenó la cañada y se casó con una dama picta y tuvo hijos y vivió allí hasta su muerte. Y su hijo, que tomó el nombre de Kinraddie, miró un día desde la muralla del castillo y vio que el Conde Mariscal subía marchando desde el sur para unirse a los hombres de las Highlands en la batalla que se libró en Mondynes, donde ahora se encuentra el molino de harina; y llevó a sus hombres y allí combatió, y aunque no se dice en qué bando tal vez fuera en el ganador, pues eran muy astutos los Kinraddie.

Y el bisnieto de Cospatric se unió a los ingleses contra el forajido Wallace, y cuando a continuación este subió marchando desde las tierras del sur, Kinraddie y otros nobles de entonces alojaron a los ingleses en el castillo de Dunnottar, que se alza sobre el mar más allá de Kinneff, bien construido y resistente, y alrededor del cual el mar rompe en pleamar y el estruendo de las gaviotas resuena día y noche. Muchas armas, harina y carne llevaron con ellos, y allí se instalaron bien fortificados, ellos y sus campesinos, y arrasaron los Mearns2 para que el Forajido que osaba rebelarse contra el buen rey inglés no encontrase provisiones para su ejército de hombres toscos y sin tierras. Pero Wallace llegó por el valle rápidamente y, al saber lo de Dunnottar, lo sitió, pero era un lugar muy resistente y él no tenía paciencia con esos lugares. Así pues, a altas horas de la noche, mientras el estruendo del mar ahogaba el ruido de su estratagema, escalaron las rocas de Dunnottar y la muralla, sus bandoleros escoceses y él, y tomaron Dunnottar, masacraron a los nobles allí reunidos y a todos los ingleses, se hicieron con su carne y sus armas y se marcharon.

Cuentan que ese año en el castillo de Kinraddie solo había una joven recién casada que aún no tenía descendencia, y pasaron los meses, y ella fue a caballo a la abadía de Aberbrothock, cuyo buen abad, John, era su primo, y le contó su problema y que era probable que la estirpe de los Kinraddie se extinguiera. Así que él yació con ella, lo cual fue en septiembre, y al año siguiente la joven recién casada tuvo un niño, y a partir de ahí los Kinraddie hicieron caso omiso de guerras y peleas, y en su lugar permanecieron en su castillo de un lugar protegido de las colinas con sus armas y sus amancebadas hermosas y jóvenes, y los villanos3 que tenían castrados para que fueran sumisos.

Y cuando llegó la Primera Reforma y las que la siguieron, y unos gritaban ¡Whiggam! y otros ¡Roma! y otros ¡El rey!, los Kinraddie continuaron tan tranquilos, decentes y pacíficos en su castillo sin que les importaran un comino las peleas de la gente, pues las guerras eran una cosa nefasta. Pero entonces llegó el holandés Guillermo4 y, al quedar bien claro que de allí nadie lo iba a echar, los Kinraddie se volvieron totalmente partidarios de la Alianza y dijeron que en el fondo siempre la habían defendido.5 Así que construyeron una nueva iglesia presbiteriana donde antes había estado la capilla, y también la casa de un pastor protestante junto a ella, en medio de los tejos en que el forajido Wallace estaba escondido cuando finalmente los ingleses lo derrotaron. Y un Kinraddie, John Kinraddie, se fue al sur y se convirtió en un gran hombre de los tribunales londinenses, y se hizo compadre de esas eminencias, Johnson y James Boswell,6 y una vez los dos, John Kinraddie y James Boswell, subieron a los Mearns en busca de diversión y aventura, y estuvieron bebiendo vino y diciendo ordinarieces hasta bien tarde noche tras noche, hasta que el viejo terrateniente se hartó de ellos y entonces se escabulleron y, como James Boswell escribió en su diario conseguimos llegar al desván en que estaban las doncellas y había una tal Peggi Dundas de nalgas gordas con la que yací.

 

Pero el principio del siglo xix mal tiempo fue para la aristocracia terrateniente escocesa, pues el veneno de la Revolución francesa cruzó los mares, y los campesinos y gente ordinaria de esa ralea se alzaron y gritaron ¡Al infierno! cuando desde los púlpitos de la Vieja Iglesia les predicaron que fueran sumisos. Y hasta Kinraddie llegó el veneno, y el joven señor de entonces, de nombre Kenneth, se dijo jacobino e ingresó en el Club Jacobino de Aberdeen, y allí en Aberdeen casi lo mataron en las revueltas en aras de la libertad, igualdad y fraternidad, como él las llamó. Y lo llevaron lisiado a Kinraddie, pero él siguió defendiendo que todos los hombres eran libres e iguales, así que decidió vender la heredad y enviar el dinero a Francia, pues tenía muy buen corazón. Y los campesinos marcharon sobre el castillo de Kinraddie y destrozaron las ventanas, pues pensaban que la igualdad debía empezar en casa de uno mismo.

Más de la mitad de la finca se fue perdiendo por adarmes mientras el tullido leía sus groseros libros franceses, pero nadie lo supo hasta que murió, y entonces su viuda, pobre mujer, se encontró con que solo poseía las tierras que se extendían entre las toscas colinas y los montes Grampianos y las granjas de al lado de Bridge End, sobre el río Denburn, a ambos lados del camino exterior. Tal vez hubiera en total entre treinta y cuarenta, arrendadas por adustos campesinos de antigua descendencia picta, gente corriente sin historia que malvivían en sus casas apiñadas en medio de los largos campos en declive. Los arrendamientos eran por un año o dos, y trabajabas desde que despuntaba el día en que nacías hasta que se apagaba la noche en que te amortajaban, mientras los terratenientes inmundos se sentaban a comerse tus arriendos, pero, eso sí, tú eras tan bueno como ellos.

Así pues, eso es lo que le dejó Kenneth a su dama, que lloró con amargura porque las cosas hubieran llegado hasta tal extremo, mas las cosas se fueron arreglando antes de que también a ella le ataran la mandíbula con una tela y la metieran en la cripta de Kinraddie al lado de su señor. Tres de sus hijos se ahogaron en el mar mientras pescaban en la pendiente del Bevie, pero el cuarto, el joven Cospatric, el que murió el mismo día que la Vieja Reina,7 era formal, ahorrador y sensato, y se propuso arreglar la situación de la heredad. Echó a la mitad de los pequeños arrendatarios, que se marcharon a Canadá, Dundee y otras partes como esas, pero a los demás solo pudo desalojarlos lentamente.

No obstante, en las tierras que quedaron libres construyó granjas más grandes y las arrendó a precios más altos y por más tiempo, pues dijo que había llegado el momento de las granjas buenas y grandes. Y plantó bosques de abetos y alerces y pinos para resguardar las largas e inhóspitas laderas, y bien podría haber devuelto su gloria a los Kinraddie de no ser porque se casó con una chica de Morton que era muy mala y le hizo mucho daño y lo empujó a la bebida y la muerte, que fue la mejor salida para él. Pues su hijo era totalmente idiota y al final lo encerraron en un manicomio, y ese fue el final de la familia Kinraddie, y la Gran Casa que se alzaba en el mismo lugar en que los pictos habían construido el castillo de Cospatric se fue desmoronando, mientras los fiduciarios solo tenían dos o tres habitaciones abiertas para trabajar en ellas y la finca estaba hipotecada hasta el cuello.

Así que en el invierno de 1911 no quedaban más que nueve lugares pequeños en la finca Kinraddie, de los que los Mains, que en los lejanos tiempos pasados fue el principal proveedor del castillo, era el mayor. Un irlandés, de nombre Erbert Ellison, llevaba esa granja para los fiduciarios, o eso decía él, pero de creernos todas las historias que corrían se llevaba una cantidad más considerable de dinero a su propia bolsa que a la de ellos. Y bien que cabía esperarse algo así, pues en su momento solo era camarero en Dublín, decían. Eso fue en la época en que lord Kinraddie, el idiota, se tiró a la bebida. Estuvo en Dublín, lord Kinraddie, de borrachera, y Ellison le ponía el whisky, y según algunos también compartió su cama con él; aunque claro está que la gente dice muchas cosas.

Así que el idiota se llevó a Ellison a Kinraddie de sirviente suyo, y a veces, cuando estaba muy borracho y los monstruos salían del whisky y se metían en él, le arrojaba una botella a Ellison y gritaba ¡Fuera de aquí, criado de mierda!, tan alto que se oía hasta en casa del clérigo y ofendía a la mujer de este. Y el anciano Greig, el que fue el último pastor de allí, miraba con el ceño fruncido a la casa Kinraddie como John Knox8 a Holyrood, y decía que ya llegaría el momento en que se hiciera la voluntad divina. Y vamos que si llegó, igual que llega la muerte, pues al idiota lo metieron en el manicomio, al que fue con una cofia de niñera puesta en la cabeza, que sacaba por la parte de detrás del carromato y decía ¡Quiquiriquí! cuando pasaba por delante de escolares que se iban corriendo a sus casas muy asustados.

Sin embargo, como Ellison se había avezado en cuestiones de labranza, venta de ganado y sobre todo en la compra de caballos, los fiduciarios lo hicieron administrador de los Mains, y él se mudó a esa granja y se puso a buscar esposa. Algunas no querían saber nada de él, un pobre desgraciado que era irlandés, no hablaba bien y no pertenecía a la Iglesia presbiteriana escocesa, pero Ella White no era tan exigente y también estaba ya entrada en años. Así pues, cuando Ellison se le acercó en el baile de la cosecha de Auchinblae y le gritó ¿La puedo acompañar a su casa esta noche, querida mía?, ella dijo Ah, pues sí. Y de camino hacia su casa yacieron entre las garberas, y tal vez Ellison le hiciera esto y aquello para asegurarse de que sería suya, de lo desesperado que estaba por conseguir a la mujer que fuera.

Se casaron el siguiente día de Año Nuevo, mientras Ellison empezaba a considerarse un hombre importante de Kinraddie y quizá hasta uno más de los señores terratenientes. Sin embargo, a los hombres de las cabañas, los labradores y temporeros de los Mains, les daban igual los señores terratenientes, salvo para burlarse de ellos, y la víspera de la boda de Ellison lo cogieron cuando entraba en su casa y le quitaron los calzones y le pusieron alquitrán en el trasero y en las plantas de los pies, y lo emplumaron y después lo arrojaron al abrevadero como era la costumbre. Y él los llamó Malditos salvajes escoceses presa de una ira espantosa, y cumplido el plazo hizo que los despidieran a todos de lo muy ofendido que estaba.

Pero después de eso les fue bastante bien a él y a su señora, Ella White, y tuvieron una hija, una chica muy flaca que pensaron que era tan distinguida que no debía ir a la escuela de Auchinblae, así que la mandaron al instituto de Stonehaven, donde le enseñaron a ser muy valerosa y a balancearse en el gimnasio de allí con unos calzones negros pequeñitos debajo de las faldas. El propio Ellison empezó a echar mucha barriga y tenía la cara roja, grande y fatua, y ojos verdes como un gato, y el mostacho le colgaba a ambos lados de la gran boca, que tenía llena de dientes postizos, muy caros y bonitos y cubiertos de oro. Y llevaba medias y pantalones de montar, pues ya era un señor terrateniente para entonces, y cuando se encontraba con algún amigacho en el mercado le gritaba ¡Ah, pero si eres tú, andrajoso!, y el hombre se ponía muy rojo de vergüenza, pero no se atrevía a decirle nada, porque era mejor no ponerse a malas con él. En cosas de política decía que era conservador, pero todo Kinraddie sabía que eso significaba que era muy tory, y los hijos de Strachan, el que labraba Peesie’s Knapp, le gritaban Caca negra de nariz azul. Das asco como la Turra Coo9 siempre que veían pasar a Ellison, pues había enviado un donativo al tipo de Turriff al que le habían vendido la vaca para pagar su Seguridad Social, pero la gente decía que no era más que una fanfarronada, lo del de la vaca y lo de Ellison, y se reían de él a sus espaldas.

Así que en los Mains, debajo de la Casa Grande, Ellison cultivaba las tierras a su modo irlandés, y justo enfrente, ocultas entre los tejos, estaban la iglesia y la casa del pastor presbiteriano; la iglesia era un lugar viejo con corrientes de aire donde en invierno, a lo mejor justo a mitad del padrenuestro, de pronto oías un estallido de toses que parecía que fuesen a levantar el tejado, y la señorita Sarah Sinclair, la que iba de Netherhill a tocar el órgano, estornudaba en su cantoral y se le escapaban algunas notas, y entonces el pastor, el que era viejo, le echaba una mirada fulminante con más cara de John Knox que nunca.

Al lado de la iglesia había una antigua torre, construida en tiempos de los católicos romanos, esos tipejos ordinarios, que estaba muy vieja y ya no usaban salvo las palomas torcaces, que entraban y salían por las estrechas rendijas de la planta superior y anidaban allí todo el año, y dejaban el lugar todo blanco con sus excrementos. En la parte inferior de la torre había una efigie de Cospatric de Gondeshil, el que mató al grifo, tumbado boca arriba con los brazos cruzados y una sonrisita de bobo en la cara; y la lanza con la que mató al grifo estaba guardada allí en un cofre, o eso decían algunos, pero otros decían que no era más que un viejo pedazo de hoz de tiempos del príncipe Carlos el Hermoso.10 Esa era la torre, pero no formaba parte de la iglesia; la verdadera iglesia estaba dividida en dos partes, la nave principal y la pequeña, que algunos llamaban el establo y el cobertizo de los nabos, y el púlpito estaba en medio.

En su momento, la nave pequeña era para la gente de la Gran Casa y sus invitados y hacendados de ese estilo, pero ahora casi todo el mundo con suficiente descaro se sentaba allí junto a las ancianas que pasaban la bolsa para la colecta y el joven Murray, el que le movía el fuelle del órgano a Sarah Sinclair. La nave pequeña tenía unas bonitas vidrieras, antiquísimas, con las figuritas de tres chicas que no es que quedaran muy decentes en una iglesia. Una de ellas era la Fe, y a fe mía que parecía una mujerzuela medio boba, porque levantaba las manos y la mirada como una vaquilla que se estuviese atragantando con un nabo, y la mantita que llevaba sobre los hombros se le caía sin que a ella pareciera importarle, y tenía un barullo de pergaminos y zarandajas a su alrededor.

La segunda chica era la Esperanza, casi tan rara como la Fe, pero esta tenía el pelo muy bonito, pelirrojo, aunque a lo mejor fuese caoba, y en invierno, durante el servicio matutino, la luz entraba a chorros en la nave pequeña a través de los tejos del cementerio de fuera y del pelo pelirrojo de la Esperanza. Y la tercera chica era la Caridad, que tenía un montón de niños desnudos a sus pies y parecía una mujer distinguida y decente, pese a llevar atados unos trapos tan tontos.

Pero las vidrieras de la nave principal, aunque eran de colores, no tenían imagen alguna ni había ninguna por ningún lado. ¿Para qué? Solo la gente ordinaria como los católicos querían que una iglesia pareciese el calendario de una tienda de ultramarinos. Así que era un lugar decente y desnudo, con sus antiguos asientos tallados, algunos con cojín y otros sin él, pero si no estabas acolchado por naturaleza y te sobraba el dinero podías poner todos los cojines que se te antojase. Justo debajo del púlpito, en ángulo con el resto de la iglesia, estaban los tres asientos en que se sentaba el coro a cantar los himnos, y a los que algunos llamaban el puesto de las vacas.

Por la puerta trasera, la de detrás del púlpito, se llegaba cruzando el cementerio a la casa del párroco, construida en tiempos de la Vieja Reina, y bien bonita que era, pero con demasiada humedad según todas las mujeres de los párrocos. Claro que las mujeres de los párrocos son muy dadas a quejarse, con el dinero que ganan sus mariditos por dar uno o dos sermones los domingos, y tan orgullosas que ni te conocen cuando se encuentran contigo por el camino. El estudio del pastor estaba en lo alto de la casa y desde él se divisaba todo Kinraddie; de noche veía desde allí las luces de las granjas como gotas de brillantes arenas bajo su ventana, y la luz del asta del tejado de la Gran Casa muy alta entre las estrellas. Pero ese diciembre de 1911 la casa del pastor estaba vacía, como hacía muchos meses lo estaba, pues el viejo pastor había muerto y todavía no habían elegido al nuevo; y los pastores de Drumlithie, Arbuthnott y Laurencekirk iban los domingos por la mañana y daban el servicio allí en Kinraddie; y bien sabe Dios que para lo que decían se podían haber quedado en sus casas.

 

Sin embargo, si salías de la iglesia por la puerta principal y cogías el camino un poco hacia el este, que era el que pasaba por la iglesia, la casa del párroco y los Mains, entonces estabas en el camino de peaje. Iba de norte a sur, pero enfrente había otro que atravesaba Kinraddie por la granja de Bridge End. Así que había allí un cruce, y si seguías hacia la izquierda por el camino de peaje, llegabas a Peesie’s Knapp, uno de los lugares más antiguos, que no era más que una pequeña granja de quince o veinte hectáreas con algún terreno agreste para pastoreo, pero bien sabe Dios que poco pasto tenía, pues solo era un cenagal de tojos, retamas y porquería, lleno de conejos y liebres que salían de noche y se comían las cosechas y volvían loco a cualquiera. Pero la mayoría de las tierras del Knapp no es que fueran malas; contaban con el duro esfuerzo de dos mil años, y el gran campo de detrás de las casas era de marga negra y no de la arcilla roja que abundaba en el subsuelo de medio Kinraddie.

Las edificaciones de Peesie’s Knapp no tenían más de veinte años, pero, aun así, eran bastante espantosas, pues aunque la casa daba al camino —y eso era práctico siempre que no te diera rabia que no pudieras ni cambiarte la camisa sin que algún zopenco maleducado se te quedara mirando—, justo entre el establo, la cuadra y el granero a un lado y la casa al otro, estaba el cobertizo del ganado, y justo en medio de él, el muladar, alto y amarillo de boñigas, paja y estiércol, por lo que la señora Strachan nunca perdonaría que Peesie’s Knapp oliese tan mal.

Pero Chae Strachan, el que llevaba la granja, solo decía Bah, ¿qué más da ese hedor?, y entonces se ponía a hablar de los malos olores que había padecido en el extranjero. Pues había viajado mucho ese muchacho, Chae, antes de volver a Escocia y que le pagaran el último sueldo en Netherfield. Había estado en Alaska buscando oro, pero que me aspen si llegó alguna vez a ver ni una migaja, así que luego estuvo de campesino en California hasta que se hartó tanto de la fruta que nunca quiso volver a ver una naranja o una pera ni en pintura o ni siquiera en una lata. Y luego se fue a Sudáfrica y se lo pasó muy bien allí, pues se hizo muy amigo del jefe de una tribu de negros, que pese a eso era un hombre muy decente. Chae y él lucharon tanto contra los bóers como contra los británicos, y los vencieron, o eso decía Chae, pero la gente a la que este no le caía bien decía que la única lucha que había librado en su vida era con la lengua, y que en cuanto a lo de vencer a alguien, no podría vencer ni a la nata de un tazón de leche cortada.

Pues no caía muy bien a los que iban de señores terratenientes, ya que Chae era socialista y pensaba que todos deberíamos tener la misma cantidad de dinero y que no debería haber «ricos y pobres», y que un hombre era tan bueno como cualquier otro. Y lo del dinero era una gran bobada, por supuesto, porque si todos tuviéramos el mismo dinero un día, ¿qué pasaría al siguiente? Pues que otra vez habría ricos y pobres. Pero Chae decía que los cuatro pastores de Kinraddie, Auchinblae, Laurencekirk y Drumlithie habían ganado lo mismo el año anterior, y ¿qué tenían este año? Todavía el mismo dinero. Tendrás que levantarte muy atento por las mañanas si quieres encontrar a un socialista que meta la pata, y a mí no me repliques o te pego un tortazo, muchachito.

Así que a Chae se le daban muy bien las discusiones, pero no era de los pendencieros salvo cuando lo provocaban, por lo que era muy querido, aunque la gente se riera de él. Pero bien sabe Dios que no hay nadie de quien no se rían. Era un hombre apuesto, bien plantado y de grandes hombros, buen pelo rubio, frente ancha y nariz pequeña y afilada, se enroscaba el bigote hacia arriba con cera como el káiser alemán ese, y podía detener a un novillo por los cuernos de lo fuertes que tenía las muñecas. Y era de los hombres más mañosos de Kinraddie, que lo mismo castraba a un ternero que domaba a un caballo o mataba a un cerdo, todo en un momento, o te embaldosaba la lechería o le cortaba el pelo a los niños o cavaba un pozo, mientras todo el rato no dejaba de decirte que estaba a punto de llegar el socialismo, o de lo contrario habría un crac espantoso y todos volveríamos al salvajismo. ¡Que sí, hombre, maldita sea!

Pero la gente decía que más falta le hacía empezar a volver sociable a la señora Strachan, la que antes era Kirsty Sinclair, de Netherhill, que intentar cambiar a nadie. Ella tenía una lengua temible, decían, muy afilada, y a la que le daba tanto que podría sacar con ella el clavo de una puerta, y si de vez en cuando Chae no echaba mucho de menos estar en su cabaña de Sudáfrica con una chica negra bien guapa, entonces es que nunca había tenido ni cabaña ni chica. Al volver del extranjero se puso a trabajar de pastor en Netherhill, donde solo tenían dos hijas, Kirsty y Sarah, la que tocaba el órgano en la iglesia. A las dos ya se les iba pasando un poco el arroz y estaban desesperadas por encontrar un hombre, y encima Kirsty se había llevado un buen chasco, porque parecía que un médico de Aberdeen quería juntarse con ella, pero yacieron y la dejó preñada, y su madre, la vieja señora Sinclair, casi se vuelve loca de vergüenza cuando Kirsty se echó a llorar y se lo contó.

Eso ocurrió en época de contratar a alguien para la siguiente temporada, y resultó que el viejo Sinclair de Netherhill llevó del mercado a su casa a Chae Strahan, que tenía la sangre caliente de vivir en esos lugares del extranjero y estaba pendiente del menor guiño que le hicieran. Pero, aun así, estuvo muy parado a la hora de cortejarla, y solo rondaba a Kirsty como una comadreja a una trampa con un poco de carne, sin estar seguro de si valía la pena correr tanto riesgo por la carne, y mientras iba pasando el tiempo. Había que tomar alguna medida drástica.

Así que una noche, después de que hubieran cenado todos en la cocina y el viejo Sinclair se fuera pisando charcos a los establos, la vieja señora Sinclair se levantó, le hizo una seña a Kirsty y le dijo Bueno, me voy a acostar. Tú no tardarás mucho, ¿verdad, Kirsty? Y Kirsty contestó No dirigiendo a su madre una mirada maliciosa, y entonces la vieja señora se subió a su cuarto y Kirsty empezó a reír y tontear con Chae, que era de sangre caliente, y, como estaban solos, lo mismo habría yacido al minuto con ella allí en la cocina, pero Kirsty le susurró que no era seguro. Así que él se quitó las botas, y ella las suyas, y subieron con sigilo al cuarto de Kirsty, y su buen rato de regodeo que estaban pasando cuando de pronto se abrió la puerta y entró la vieja señora Sinclair con una vela en una mano y la otra levantada del espanto. No, no, dijo, esto no puede ser, Chakie, buen hombre, así que te vas a tener que casar con ella. Y Chae no tuvo escapatoria, el pobre, con Kirsty y su madre fulminándolo las dos con la mirada.

Así que se casaron, y el viejo Sinclair, que tenía algún dinero ahorrado, arrendó Peesie’s Knapp para Chae y Kirsty y les compró animales, y allí se fueron a vivir, y Kirsty tuvo una niña que nació antes de que hubieran pasado siete meses, y bien crecida y completa que se veía a la criatura pese a que su madre jurara que había sido prematura.

Luego tuvieron dos hijos más, chicos los dos, y los dos el vivo retrato de Chae. Eran los que cantaban lo de la Turra Coo siempre que veían pasar a toda velocidad la bonita calesa de Ellison por el camino de Kinraddie, y vamos que si te hacían reír.

Justo enfrente de Peesie’s Knapp, al otro lado del camino de peaje, la tierra se elevaba roja y arcillosa, y por un desigual camino de piedra se llegaba a las viviendas de Blawearie. Sales del mundo y entras en Blawearie, decían en Kinraddie, y ciertamente eran unas tierras agrestes, y se estaba muy solo allí arriba en la ladera del monte, de veintiocho hectáreas, cerca del brezal que subía muy por encima de Blawearie hasta llegar a la gran cima llana del monte en la que había una laguna en la que anidaban las agachadizas a cientos; y algunos decían que la laguna no tenía fondo, y Rob el Largo, el del Molino, decía que era como el abismo de la depravación de un párroco.