La hiena de la Puszta

Text
Aus der Reihe: Camelot #40
0
Kritiken
Leseprobe
Als gelesen kennzeichnen
Wie Sie das Buch nach dem Kauf lesen
La hiena de la Puszta
Schriftart:Kleiner AaGrößer Aa

LA HIENA DE LA PUSZTA

Título original: Die Hyäne der puszta

© de esta traducción: Nicolás Ferrante

© de esta edición: Laertes S.L. de Ediciones, 2020

www.laertes.es

Fotocomposición: JSM

Dibujo cubierta: Raúl Grabau

ISBN: 978-84-18292-14-9

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual, con las excepciones previstas por la ley. Diríjase a cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Impreso en la UE

Leopold von Sacher-Masoch

LA HIENA DE LA PUSZTA

Traducción de Nicolás Ferrante


CAPÍTULO I

Una agradable noche de invierno, las damas elegantes de Viena paseaban por la Ringstrasse confortablemente envueltas en lujosas y cálidas pieles. Sin embargo, delante de una tienda de modas del Graben, cuyos escaparates resplandecían bajo las luces de gas, una chica pobremente vestida y cuya única, pero evidente, cualidad la constituía sin duda su considerable belleza, atraía las miradas de los viandantes más aún que si hubiera estado cubierta ella también de costosas pieles.

Tiritando con todo su cuerpo, la chiquilla parecía no poder despegar su mirada de las prendas exhibidas, cuya hermosura le hacían palpitar con fuerza el corazón.

De repente, su bonito rostro adquirió una expresión de odio y murmuró unos insultos espantosos dirigidos al Creador que había sido capaz de hacerla tan bella, pero incapaz de darle al mismo tiempo los medios de realzarla con aquellos bellos objetos de lujo.

Sus ardientes ojos no dejaban de posarse ahora en los costosos vestidos o chales de seda, ahora sobre una falda de encaje negro o sobre otra bordada de armiño, o bien se apartaban para contemplar una deslumbrante chaqueta para acudir al teatro.

Sin embargo, aunque el aspecto diabólico de su naturaleza era evidente por sus reacciones, no conseguía anular su hermosura. Tal era la opinión de un elegante joven que, con la excusa de contemplar el escaparate, se había detenido junto a ella y pudo estudiar así largamente su rostro de reojo sin que ella se apercibiera.

Cuando ella se fue, la siguió hasta que llegaron a una zona más solitaria donde el joven decidió que podía abordarla sin ser visto por nadie. Se acercó a ella y tras quitarse el sombrero, le rogó que le permitiera acompañarla.

La joven le dirigió una penetrante mirada y se alejó sin pronunciar una palabra. Pero el caballero insistió en su propósito.

—Se lo ruego, señorita —insistió—, no tome a mal mis palabras. Permítame decirle que su actitud en la tienda del Graben ha despertado mi interés hacia usted. Es fácil comprobar que es usted pobre, pero la mirada que dirigía hacia todas aquellas maravillas evidenciaban su buen gusto natural. Ello añadido a su extraordinaria belleza la hacen superior a todas las princesas y condesas de nuestra sociedad. El hecho de que sea pobre se me antoja un misterio cuya única explicación creo debe encontrarse en su honestidad.

—Tiene razón, señor —convino ella, dignándose por fin a hablarle—. Soy pobre, pero prudente. Y soy pobre porque he tenido siempre que ser prudente.

E hizo ademán de proseguir su paseo, pero el caballero la retuvo y continuó hablando.

—Me complace oírla y eso no hace más que aumentar el interés que me inspira. Estaría encantado si me permitiera ofrecerle ese lujo que disfrutan las mujeres ricas y las muchachas sin escrúpulos.

La joven, ingenuamente, preguntó cómo acceder a ellas. El caballero respondió con elocuencia.

—Los hombres de mi clase no conocen apenas trabas para conseguir los amores de las mujeres de teatro o esas mujeres que parecen versiones actuales de la antigua Mesalina; por ellas malgastan sus fortunas; se hacen sus esclavos y hasta llegan a perder la vida. A cambio, esas mujeres se ríen de ellos, los utilizan para sus fines y cuando están arruinados los rechazan miserablemente. Yo no siento el menor interés por esa clase de mujeres. Mi ideal consiste sencillamente en encontrar una dulce y honesta muchacha de pueblo, sana en cuerpo y alma.

—Puede usted ir a revolcarse en el fango donde retozan esas idílicas criaturas —contestó ella violentamente.

—Me interpreta usted mal, dijo el extranjero en tono tranquilo y distinguido. Le ruego que no vaya más lejos de lo que mis palabras sugieren y me conceda el favor de poder conocerla. Quisiera que se dignara a comprenderme porque está tratando con un caballero; he aquí mi tarjeta. Soy el barón Jules Steinfeld.

La joven tomó la pequeña cartulina de papel satinado y la leyó en silencio. Pese a su orgullo y altivez, no dejaba de experimentar cierto halago en que un personaje de tal categoría se interesara por ella.

El barón prosiguió en estos términos:

—Perdóneme mi audacia, pero creo que ambos saldríamos beneficiados si nos conociéramos mejor. Puedo hacer mucho por usted y usted puede hacerlo todo por mí, puesto que desde el primer momento he experimentado la sensación de que era usted la mujer de mi vida.

Ante su silencio, el barón preguntó:

—¿No se digna responderme? ¿No le inspiro confianza?

—Mi nombre —dijo—, es Anna Klauer y trabajo en un taller de confección de guantes. Mi padre es un pobre obrero y mi madre es planchadora. Les hablaré de usted y de su proposición. Búsqueme mañana en este lugar y a la misma hora. Le traeré mi respuesta...

Bajó levemente la cabeza y se alejó con andares de auténtica princesa al tiempo que el barón, todavía descubierto tras la despedida, la seguía atentamente con los ojos.

Al día siguiente, el barón llegó anticipadamente a la cita y la bella le hizo esperar. Cuando se acercaba, el barón se precipitó a su encuentro con devoción tal que no pudo por menos de arrancar una sonrisa de Anna.

El barón tomó delicadamente una de sus heladas manos y la acercó a los labios.

—Toda mi felicidad —dijo el barón emocionado—, está pendiente de vuestras palabras. ¡Contésteme, se lo ruego! ¿Me autoriza a ser su servidor?

—Mis padres me han dejado en libertad de decidir —con- testó Anna sonriendo.

—Entonces, ¿puedo aspirar a estar junto a usted?

—Sí, puede, pero a condición de que me respete.

—¡Le doy mi palabra de caballero! —contestó el barón con vehemencia.

Al instante le ofreció a Anna su brazo, que ésta enlazó sin vacilar. Durante mucho rato estuvieron paseándose por la Ringstrasse brillantemente iluminada. Anna, mentalmente, repasaba las circunstancias que la habían llevado a aquella situación y hacía cálculos acerca de las consecuencias de su decisión, diciéndose que no tenía más que ventajas, teniendo en cuenta las condiciones que había impuesto al barón y la promesa que había obtenido de respetarlas.

Al llegar al Graben, el barón Steinfeld abrió de improviso la puerta de una peletería muy lujosa y, antes de que Anna pudiera darse cuenta, estaba en medio de soberbias pieles de armiño y cibelinas, siendo humildemente requerida para que escogiera una. Por un instante se quedó sin habla.

Una de las dependientas le ayudó a probarse una costosa chaqueta de terciopelo negro guarnecida de marta dorada y en un abrir y cerrar de ojos un coquetón tocado de piel se posó en su humilde cabellera rubia y rizada y sus manos quedaron resguardadas por un espeso manguito.

Al salir de la tienda, aún agitada por aquella experiencia, quiso regañar al barón por su acto, pero no pudo encontrarlo.

Las principescas pieles habían domado su altivo corazón. El barón, al día siguiente, notó inmediatamente el cambio operado en la joven. Sin embargo, se contentó con acompañarla hasta su casa y fue ella quien le recordó su promesa de visitarla al día siguiente, después de que él se despidiera lanzándole un beso.

Al día siguiente, un lacayo con librea acudió a su domicilio portando una encendida carta de amor acompañada de un estuche conteniendo una valiosa joya. Un topacio montado en un precioso anillo de oro. Anna quedó impresionada y totalmente confundida.

Aquella misma tarde, cuando el barón le rindió visita, la joven no encontró palabras bastantes para expresarle su reconocimiento. El barón, para cortar su elocuencia, le ofreció un beso que depositó largamente en la frente de la joven. Seguidamente hizo entrar una serie de criados cargados con toda clase de vituallas como para organizar una cena copiosa y selecta, así como de vino francés y tokay.1

Los padres de Anna dieron gracias por aquel inesperado ágape y por la suerte que el barón había traído a la casa al fijarse en su hija. La joven se mostraba soñadora y casi melancólica. Hablaba poco, según era su costumbre, y comió parcamente de aquellos alimentos exquisitos que, en su mayoría, era la primera vez que tenía ocasión de probar. La alegría de sus padres y su voraz apetito la confundían. Llegó incluso a detestar al barón por haberla colocado en aquella situación incómoda y a hacerle responsable de su humillación. Consideraba que el barón había ido demasiado lejos.

El barón procuró evitar el extraño humor de Anna y cuando se despedían en la escalera mal iluminada, tuvo el exquisito tacto y el sentido de la oportunidad de despedirse de un modo frío y correcto, limitándose a inclinar su sombrero hasta casi rozar el suelo. Llena de emoción por aquella actitud cortés y comprensiva, cediendo a un impulso más fuerte que su voluntad la joven se arrojó a los brazos del elegante caballero.

 

Un beso largamente esperado juntó sus labios ansiosos y mantuvo sus cuerpos estrechamente unidos, mientras la voluptuosidad de aquel contacto clandestino iba abriéndose paso en sus corazones. Al poco, la delicada criatura sintió como crecía a la altura de su vientre un miembro duro e imperioso que parecía querer reproducir la unión que estaban realizando sus labios.

En lugar de hurtar el cuerpo a aquel contacto acerca del cual no podía ignorar las consecuencias, avanzó su pubis, abombado y arrogante, compitiendo con el intruso que pugnaba por abrirse paso. Después, sin reflexionar y siguiendo el impulso que la había llevado a arrojarse en los brazos del barón, se deslizó a lo largo del cuerpo de éste hasta quedar arrodillada a sus pies. De un soplo apagó la vela que apenas iluminaba el pasadizo y una vez a oscuras sus largos dedos se acercaron temblorosos a la imponente bolsa que deformaba el pantalón del barón. Aquellos dedos atacaron con premura los botones que la defendían hasta abrir una brecha suficiente como para que pasara la mano y pudiera liberar, mediante un hábil movimiento al ardiente prisionero que, tenso y conquistador, no esperaba otra cosa para manifestar todas sus habilidades.

El barón se estremeció al contacto de aquella maniobra y confió en que no quedara allí la audacia de su joven enamorada. Efectivamente, ésta, recordando un grabado erótico que había tenido ocasión de contemplar en el taller y que había sido ampliamente comentado por sus compañeras, resolvió llevar a su conclusión la virilidad del barón. Su naturaleza sensual guió a su instinto y suplió perfectamente la falta de experiencia en tales menesteres. Muy pronto el barón pudo apreciar los progresos de ésta que, guiada por los suspiros y estremecimientos del caballero, hacía salir el glande o lo ocultaba nuevamente sin permitirse un descanso.

De improviso, precedido tan sólo por una agitación mayor y un leve estremecimiento de las piernas del barón, un violento chorro de semen fue a estrellársele en el rostro.

Un poco asustada por la violencia del impacto, Anna retrocedió y cesó en sus manipulaciones. El barón, comprendiendo las emociones de la joven y no queriendo suscitar una escena que estaba lejos de desear, juzgó llegado el momento de desaparecer y tras murmurar unas palabras que la joven apenas pudo escuchar, desapareció escaleras abajo en la oscuridad.

La joven permaneció aún unos instantes en el suelo, abrumada por diversas sensaciones y, al fin, reclamada por la voz impaciente de su padre, se puso en pie, borró como pudo los rastros de su encuentro con el barón y regresó al comedor.


Transcurrieron dos meses desde aquel primero y prometedor encuentro en la oscuridad y la empresa amorosa del barón no avanzaba un ápice. El motivo era la actitud de Anna Klauer, quien después de haber propiciado el comienzo de una relación más íntima entre ambos, prefería mantener a distancia al barón. Aceptaba, sin embargo, los costosos regalos que éste le enviaba y murmuraba su agradecimiento sin mayores muestras de devoción y, como mucho, permitía que éste la besara ligeramente al despedirse.

Tan persistente era la actitud de la joven, que el barón empezó a preguntarse si no habría soñado la escena de la escalera, si todo no había sido más que fruto de su exaltada imaginación y de su avivado deseo. Sin embargo, la pasión que sentía por Anna le mantenía en aquella situación y no deseaba a ningún precio hacer o decir algo que pudiera perjudicar la continuidad de sus relaciones.

En el fondo admiraba tanto su virtud como su orgullo y lo que había empezado como una historia de seducción le mantenía atrapado y entusiasta como si fuera un estudiante inexperto.

Los padres de Anna seguían el idilio de su hija con interés y preocupación puesto que, habiendo hecho proyectos acerca de su porvenir basados en la belleza de ésta y que pensaban encauzar por el camino de la prostitución, no podían por menos que lamentar la falta de entusiasmo que veían en ella.

Al principio, calculadores redomados, juzgaron que tal vez el distanciamiento y las largas dadas al barón no obedecían más que a una actitud de excitar al barón y hacer subir el precio de la entrega, pero al ver que la situación no cambiaba pese a los regalos y atenciones del caballero decidieron hablar seriamente con Anna para ver qué solución podían encontrar. La actitud de su hija les parecía el colmo de la ingratitud e incluso de la idiotez.

A partir de ese momento torturaban a la joven con toda clase de invectivas, inculcándole la idea de que estaba desperdiciando su juventud y su felicidad.


Una mañana, el barón acababa de terminar su solitario almuerzo y se encontraba sentado en un sillón, vestido con una bata de terciopelo azul con dibujos en tono violeta y un fez en la cabeza. Estaba fumando una larga pipa turca. La nube olorosa que no tardó en rodearle propiciaba la ensoñación melancólica en la que muy pronto se sumió. Las azuladas espirales parecían dibujar extrañas figuras y de improviso le pareció ver, frente a él, la turbadora presencia desnuda de la más maravillosa odalisca que fuera capaz de imaginar: Anna... ¡Anna Klauer!

Era ella sin ninguna duda, quien bajo la sugestión de un sueño erótico venía a visitarle. Lentamente, mientras con una mano sostenía la pipa, con la otra se disponía a extraer la verga, pero detuvo el gesto al escuchar a su espalda el roce de unas faldas que se acercaban.

Volvió rápidamente la cabeza y ante su asombro descubrió a Anna Klauer en persona. Por primera vez la joven le visitaba y había rechazado el anuncio del criado para sorprender a su enamorado. ¡Por primera vez Anna Klauer visitaba su casa!

El barón contempló extasiado su porte de gran dama, su belleza y su exquisita elegancia. Iba vestida con prendas regaladas por el barón que contribuían a realzar su natural prestancia. Alrededor de la estrecha cintura caían los amplios pliegues espléndidos de un traje de terciopelo negro, una chaqueta entreabierta del mismo tejido bordeada de costosa cibelina permitía adivinar su soberbia figura. Un sombrero también de terciopelo negro adornado con una larga pluma blanca completaba su atuendo. Al avanzar por la habitación mirando a su alrededor como para formarse una idea del escenario que tan importante habría de ser en su vida, el largo vestido dejaba asomar un diminuto pie calzado con botines de terciopelo negro realzado por estrechas tiras de piel de cibelina.

Estuvieron largo tiempo mirándose sin pronunciar palabra alguna. Tanto el aristócrata como la joven se daban cuenta de que habían llegado a una grave y peligrosa crisis en su vida.

Steinfeld rompió el silencio después de levantarse y ofrecer asiento a la recién llegada. Anna se quitó el sombrero y dejó que su espesa cabellera dorada se extendiera sobre los hombros como una aureola, enmarcando su delicado rostro.

—¿Qué desea de mí, querida Anna? —preguntó el barón en quién se aunaban la alegría por la visita con la inquietud acerca de las consecuencias que de la misma pudieran derivarse.

—¿Acaso no es usted quién me desea a mí? Usted me lo ha asegurado más de cien veces y me ha jurado un inmenso y eterno amor. Pues bien, ha llegado el momento de llevar esas promesas a la práctica... o de comprobar que tan sólo eran palabras dichas al azar, sin ningún fundamento. Usted decide...

El barón, sorprendido por su tono resuelto y su actitud, casi no se atrevía a responder, pero al fin afirmó convencido.

—¡Sí, la amo! —respondió el barón acercándose a ella—. ¡La amo y sólo quiero ser su esclavo!

—Bien, sus deseos quedarán satisfechos hoy mismo. Quiero ser su herrin, su amante.

E inmediatamente prorrumpió en una risa extraña.

—No la comprendo, Anna —dijo el barón inquieto—. Acaba de ofrecerme el más maravilloso de los dones y, sin embargo, su actitud es la del cordero que ofrece el cuello al cuchillo. ¿Qué le sucede?

—Lo comprenderá enseguida. Hace tiempo que mis padres me reprochan el comer de su pan y el no hacer nada para sacar partido de mi belleza. Su intervención aún les ha vuelto más ávidos de riqueza y han concebido grandes esperanzas de la situación que pudiera derivarse de nuestra relación. Al fin, me han amenazado con echarme de casa si no cedo a sus exigencias. Sin embargo, he decidido ser vuestra tan sólo porque ese es mi deseo, de modo que he arrojado a los pies de mis padres todos los regalos que me habéis hecho y cogiendo tan sólo lo que llevo puesto he dejado la casa de mis padres para siempre. Ahora —añadió entre sollozos—, vengo a entregarme a usted voluntariamente porque le amo.

Ante esta declaración que colmaba todos sus anhelos y despertaba las fibras más sensibles de su ser, el barón Steinfeld estrechó en sus brazos a la hermosa joven.

—¡Dios mío! —exclamó Steinfeld—, me haces el más feliz de los mortales.

A continuación, sus manos febriles empezaron a acariciar aquel cuerpo espléndido y a tantear los cierres del vestido que, una vez abiertos, le permitieron retirarlo como si se tratara de la piel de una fruta, descubriendo maravillado que debajo Anna estaba integralmente desnuda.

Tras un instante de estupefacción perfectamente legítima, el barón acarició aquellos senos altivos y provocantes como dos palomas cebadas de pico ávido, el vientre liso como una playa y el jardín rubio que si no tenía la extensión de un campo de trigo, sí al menos reproducía su color y frondosidad.

Aquella piel blanca y satinada empezó a palpitar bajo las sabias caricias hasta que totalmente transportados por la voluptuosidad se unieron en un beso húmedo y apasionado del que sólo se libraron para caer tendidos en el diván, el uno contra el otro, fuertemente enlazados, murmurando inaudibles palabras de felicidad.

Después, el barón descendió hasta colocarse a la altura de las rodillas y tras aspirar inflamado el perfume que exhalaba la cavidad secreta de la joven hundió la lengua ávida buscando el lugar más sensible para depositar en él su caricia.

Por más que temiera el instante de la desfloración, Anna sintió que se derretía bajo aquellos preliminares tan ardientes como hábilmente realizados y, olvidando toda prevención, se abandonó al placer que la inundaba y tomaba posesión de todo su cuerpo hasta escaparse cada vez con más intensidad en forma de gemidos y exclamaciones proferidas con voz ronca y anhelante.

Al fin, sin poder contenerse por más tiempo, acuciada por los redoblados esfuerzos del barón, arqueó el cuerpo y descargó su felicidad con gran violencia, mojando la cara de su adorador.

El barón, sabiamente, esperó a que Anna recobrara el aliento y entonces, sin más dilación, procedió a penetrarla con suavidad no exenta de firmeza. Por tres veces sucesivas la poseyó e hizo que Anna gozara más intensamente si cabe en cada nueva ocasión ¡Anna Klauer al fin había sido suya!


Al día siguiente de aquel momento memorable, el barón Steinfeld escogió para su joven amante una casa amueblada con el más exquisito lujo y refinamiento en la Ringstrasse. La hermosa criatura durmió desde entonces en sábanas de damasco y edredones con encaje de Bruselas. Al levantarse, se calzaba unas zapatillas orladas de oro y envolvía su cuerpo en soberbios peinadores de seda. Sus diminutos pies pisaban alfombras persas y su palco en la ópera, alquilado para toda la temporada, parecía estar ocupado por una divinidad pagana, oriental, cuando la recibía con el cuello orlado de mil pedrerías deslumbrantes que competían con las de los dedos, las orejas y las diademas que remataban su tocado.

El barón se había convertido en su esclavo. Todo cuanto ordenaba era ejecutado sin la menor dilación y los más mínimos deseos eran recibidos como órdenes imperiosas. Si Anna demostraba la más mínima variación en su humor, el barón se arrojaba a los pies de la odalisca, que le trataba entonces como a un esclavo o a un perro. El barón encontraba placer en humillarse así ante su amada y ésta, después de tantos años de miseria y humillaciones, gustaba de su nueva situación y sacaba todo el partido posible.

 

Sus padres, al saber que había entrado en posesión de tantas riquezas, intentaron visitarla, pero tan sólo consiguieron ser expulsados de la casa y casi apaleados por los criados.

Dos años transcurrieron de este modo, pero al comenzar el tercero de su relación, el barón se mostró cada vez más frío y reservado, empezó a descuidar a su amada y, si bien continuaba satisfaciendo todos sus gustos y pagando todas sus cuentas, visitaba cada vez menos la casa de Anna.

Un día, tras una escena de amor muy poco efusiva, Anna procedió a atar al barón desnudo a los pies de la cama en un descuido de éste y haciendo uso del látigo obligó a que le confesara el motivo de su comportamiento. Al fin, el barón terminó por confesar que su familia no veía con buenos ojos su relación con Anna y deseaba que hiciera una boda dentro de su círculo social.

A los pocos días, pese a que habían acordado no ir a la ópera, Anna decidió salir y acudir al teatro. Allí, pudo ver al barón acompañado de una joven rubia, enclenque y vestida con discreta elegancia a la que alguien señaló como la condesa de Thum, de la que se decía era inmensamente rica y prometida al barón Steinfeld.

Anna abandonó inmediatamente su palco y regresó a su domicilio. Cuando el barón, como tenía por costumbre los días en que ella no acudía a la representación, fue a su domicilio encontró a su amada llena de ira y resentimiento.

—Tienes buen gusto al venir a verme después de haber dejado a tu prometida, pero quiero que esto no vuelva a suceder. Tendrás que elegir entre ella y yo.

—¿Quién te ha contado eso? —dijo el barón con el rubor en las mejillas.

—No mientas. Te he visto con mis propios ojos —dijo ella con dureza.

—Has estado espiándome y con ello me comprometes, Anna.

—Creo que hasta hoy tú eres el único que me ha comprometido, miserable —contestó ella fogosamente.

—Yo no te forcé a nada, viniste a mí voluntariamente y si no hubiera sido yo quien te acogió hubieras encontrado a otro, pues es lo que acostumbran a hacer las personas de tu calaña. Con una mujer como tú, todo acaba más pronto o más tarde.

—De modo que me abandonas... ¿crees que soy mujer capaz de soportar ese trato?

—Si tratas de comprometerme, de dar algún escándalo —advirtió el barón en tono glacial—, se te cerrarán para siempre mi bolsa y mi puerta, ¡puedes creerme!

—Me río de tu riqueza —contestó la orgullosa Anna—. Sal inmediatamente de mi casa y no vuelvas a poner los pies en ella.

Y llevada de su rabia e indignación, se soltó el cinturón de cuero que adornaba su vestido y empezó a golpear al barón con poca habilidad, pero con evidente intención de castigarle el rostro.

Lo desordenado de sus gestos y la falta del cinturón que recogiera los pliegues de su túnica, hicieron que el cuerpo de la exaltada amante apareciera a intervalos íntegramente desnudo bajo la rica tela, mostrando ahora un orgulloso pecho o los muslos torneados y enfundados en medias oscuras.

El barón, excitado por aquel sugestivo espectáculo, por la belleza de Anna a la que la indignación acentuaba su atractivo, no pudo por menos que recibir los latigazos en estado de erección y el dolor del castigo muy pronto se confundió con la voluptuosidad del placer, haciendo que quedaran mojados los impecables pantalones de gala que lucía.

Sie haben die kostenlose Leseprobe beendet. Möchten Sie mehr lesen?