Buch lesen: «El síndrome de Falcón»
Prólogo a la segunda edición
Prólogo a la primera edición
Estudio introductorio
La utilidad de El síndrome de Falcón y Leonardo Valencia
1. Sobre autores
Esa tribu errante
El tiempo de los inasibles
Borges o el arte imposible
Juarroz en el extremo del lenguaje
Cortázar, ida y vuelta
Aira y la comedia de los procedimientos
Westphalen escribe mientras ruge el volcán
Vargas Llosa, el guardián ante el abismo
¿Qué decía el mensaje de Ribeyro?
Enrique Vila-Matas y una silenciosa turba
Lampedusa, el cazador de herencias
Breviario del Gatopardo
Adonis y la voz que tiene más luces que el sol
Ishiguro, el otro rostro de la novela
Greenaway o de la segunda sangre del mundo
Dino Buzzati y la prosa de la espera
2. Sobre literatura ecuatoriana
El síndrome de Falcón
¿Cuánta patria necesita un novelista?
Hay un escritor escondido en la acuarela
Elogio y paradoja de la frontera
Nunca me fui con tu nombre por la tierra
Carta breve con final para Lupe Rumazo
3. Sobre la escritura
Un libro progresivo
Silencio en Suiza, cerca de Waldau
El más extraño rincón
La escritura flotante
Fragmentos para un adiós a la novela
Fuentes
Dossier de recepción crítica
El diálogo y la ficción. Sobre El síndrome de Falcón
Eduardo Varas (2008)
El síndrome de Falcón: el libro que un peruano debió haber escrito
Carlos Calderón Fajardo (2008)
El síndrome de Falcón: un libro de ensayos imprescindible
Augusto Rodríguez (2008)
Joaquín Gallegos Lara y «El síndrome de Falcón»: literatura, mestizaje e interculturalidad en el Ecuador
Michael Handelsman (2009)
Eliminando nacionalismos literarios: renuncia a los sistemas
Claudia Apablaza (2009)
Las aventuras literarias de Leonardo Valencia
Pablo Brescia (2010)
El parricidio de Valencia
Gabriel Ruiz Ortega (2012)
“Me interesa el punto de disonancia que la literatura tiene frente a la realidad”
Gabriel Ruiz Ortega (2012)
La tribu errante y flotante de Leonardo Valencia
Miguel Molina Díaz (2015)
El crítico practicante
Fausto Rivera (2017)
El síndrome de Falcón: el problema de la relación entre la novela y el escritor ecuatoriano
Anne-Claudine Morel (2019)
Materiales para una discusión futura
Antonio Villarruel (2019)
Falcón, Chiriboga y los terceros lugares
Carlos Burgos (2019)
Un profeta en todas las tierras extrañas
Sandra Araya (2019)
Conversación con Leonardo Valencia
Colaboradores
port
Prólogo a la segunda edición
Esta edición de El síndrome de Falcón aparece con cambios menores, un subtítulo –Literatura inasible y nacionalismos– y un texto nuevo, “Carta breve con final para Lupe Rumazo”. Lo amplía y profundiza el estudio introductorio de Wilfrido H. Corral y un dossier de recepción crítica. Viene, por lo tanto, enriquecido por la recepción, por los debates y diálogos de varios años.
Lo que el artículo nuclear y homónimo provocó –“El síndrome de Falcón”, publicado en el año 2000, a veces el único leído de todo el libro, o al menos el más citado, a partir de una conferencia que di en enero de 1998– fue algo que nunca esperé. Fui el primer sorprendido por la reacción que causó y que sigue causando en el medio literario ecuatoriano, aunque debería decir entre ecuatorianistas. Igual de sorpresiva ha sido la evolución de sus lectores en el sentido de que esa apertura imaginativa y temática, esa disposición de extrema libertad creativa –que mis ensayos pedían, a fin de cuentas, para mi propia escritura– ha dado resultados. Los narradores ecuatorianos se lanzan a territorios inexplorados, fuera y dentro de las fronteras, sin la menor preocupación por la construcción o identidad nacional, asumida ésta en una especie de antropofagia tácita que late por dentro.
Lo que en un principio fue una imagen ecuatoriana fijada en mi retina –la de Falcón cargando a Gallegos Lara– no se debilitó con el tiempo. Todo lo contrario. De hecho, es una imagen viajera que pasó de la realidad histórica a la novela de Jorge Enrique Adoum, Entre Marx y una mujer desnuda, luego a la película homónima de Camilo Luzuriaga y de allí saltó a mi ensayo. El pensamiento que planteaba no era una discusión de historiografía literaria, ni tampoco una categoría académica o teórica obsesivamente reincidente en la construcción o afianzamiento nacional, sino un ensayo libre a partir de una imagen plástica –o una imago, como decía José Lezama Lima– que respondía a mi inquietud de escritor en defensa de la imaginación por encima de cualquier uso instrumental, sea explícito o velado. Sobre todo la autocensura, especie de vigilia autoimpuesta que se calla pero grita en el resultado de la obra. Me refiero a ese temor secreto de que, como escritor, no se está cumpliendo con una “responsabilidad” social y nacional, o con la prole a escala de los cien mil activismos políticamente correctos, sobre todo cuando son alérgicos a la libertad estética, en vez de preocuparse por escribir de una forma rebelde frente a la mano feroz del control racional y de la pretensión de dominio del yo sobre la materia del arte. Este síndrome me permite entender que lo encuentre replicado en otras geografías y culturas a su manera, con otros pesos y autocensuras representacionales.
Hay formas del nacionalismo que siempre se abocan a la simplificación de una identidad colectiva, y que me tocó vivir de primera mano, como el proceso independentista catalán de la segunda década del siglo XXI, una experiencia vergonzosa de figuraciones nacionalistas, victimismo y xenofobia. Pensé bastante en el síndrome de Falcón los años que viví en Barcelona, donde escribí varios de sus ensayos y articulé el libro. Me di cuenta que su imago irradia como un fragmento radioactivo para desesperación de quienes instrumentalizan el arte y la literatura. También constaté que la novela y la prosa sufren y seguirán sufriendo agobios y pesos distintos, insistentes o velados, de la religión a otras formas de fe laicas, tan radicales y dogmáticas como las culturas del Libro Único: el judaísmo, el cristianismo y el Islam. La novela es permeable e inclusiva –nace dispuesta a morir para sabotear al Libro Único, y luego renace de mil formas distintas como Libro Múltiple– y por eso mismo tendrá siempre que sobrellevar y convivir con cuerpos extraños y parasitarios. Así avanza su salvaje evolución adaptativa, inasible y heliotrópica, girando hacia la luz.
No menor es el peso del mercado editorial, con su maquinaria incesante y ruidosa en la que muy pocos pájaros cantan, sin percibir que aquel ansiado ruido mediático y de ventas es una jaula circular que se desploma sobre sí misma. Más que peso es una resta que lleva a la levedad de escrituras inconsistentes y al nulo sentido compositivo. Que el escritor quiera quitarse de encima este síndrome, sin autocensurarse por cuestiones nacionales, religiosas o mercantiles, todavía de larga duración –si es que no inherente a su propio origen–, es una ética que la imago de Falcón pone a vibrar para que reaccione el cuerpo y no se someta la escritura a un mandato instrumental sino que responda a necesidades y experiencias más amplias, quizá más oscuras, indomesticables e impredecibles.
De esta escritura inasible ya no se pueden extraer evidencias o simplificaciones, como quien entrega a través de un lenguaje funcional un dogma, una consigna o una mercancía, sin que importe el mensajero. Más bien de ella se escucha aquello que Gadamer percibía como la posibilidad más extrema de la palabra porque “está invocando el conjunto de un lenguaje, y todo lo que puede decir”1. La palabra se refiere a una totalidad que la supera a ella misma, a su tema, a su género literario, a su autor y a su época, incluso a su país, y que, añado, valida la escritura en un rango inasible que pocos se atreven a juzgar porque sabotea esquemas y prejuicios, pero murmura su propio talento con resonancias creativas. Poco se habría entendido de este síndrome si se interpreta que para liberarse de él hay que reivindicar un manierismo estilístico, un solipsismo estético o un intercambiable exotismo global. Lo cierto es que liberarse del síndrome de Falcón es una pasión crítica, cargada de energías y de riesgos, como para quedarse a la intemperie, pero con el deseo de lanzarse hacia el enigma que continúa llamándose, a secas, literatura.
Quito, noviembre de 2019
1. Gadamer, Hans-Georg. Arte y verdad de la palabra. Barcelona: Paidós, 2012. pp. 44.
Prólogo a la primera edición
Tres partes tiene este libro que no nació como libro.
En la primera, Sobre autores, doy cuenta de algunos escritores que me han resultado relevantes. Algunos me parecieron diáfanos en un primer momento. Otros, en cambio, estaban caracterizados por un grafismo críptico que no pretendo haber descifrado. Me alegra pensar que un futuro lector —más afortunado, más distante, más riguroso que yo— lo consiga. Quizá mi único propósito fue tensar una cuerda entre la transparencia y el enigma, el norte y el sur en el mapa de un lector.
En la segunda parte, Sobre literatura ecuatoriana, he realizado esa ecuación que, a veces, cada escritor hace entre su búsqueda y la tradición del país natal. El resultado es una provocación que libera o ata a nuestros propios fantasmas. En cualquier caso, lo que le importa a un escritor es su familia de afinidades y no una cuestión de sangre o de territorio, porque no siempre coinciden. E incluso la no coincidencia resulta ser más provechosa. Así las palabras no se duermen en la indulgencia o en la demagogia, sino que despiertan a lo impredecible. Contrastar el laboratorio de la literatura ecuatoriana con otras tradiciones es convertirlo en parte del laboratorio del mundo.
En la parte final, Sobre la escritura, apunto algunas reflexiones sobre mi propia experiencia al escribir. Sospecho que no siempre interpretamos con claridad lo que hemos escrito o, mejor dicho, lo comprendemos gradualmente, y quizá esta sea una de las mayores gratificaciones de escribir: comprobar que nuestro mundo imaginario es un retrato en marcha. Un retrato que podría incluir un gesto que olvidamos o que no supimos ver. De esto sabía Clarice Lispector, para quien la palabra sólo es carnada para pescar algo que no es palabra.
Hay alguna leve modificación en los textos frente a sus primeras publicaciones: comas al acecho que brotaron para dar relieve o se esfumaron para no interrumpir el aliento, algún adjetivo menos o uno más acerado, y, finalmente, varios títulos modificados por el filtro de una relectura. Al final del libro dejo constancia de la fecha y lugar en que estos escritos fueron publicados o leídos, porque permiten entenderlos en su contexto.
Es probable que el título de este libro —tomado de una conferencia que di en 1998 —necesite un matiz, por las implicaciones que ha tenido en mi reflexión sobre la literatura ecuatoriana y porque sólo una parte de estos ensayos están dedicados a ella. Los escritores incluidos en esta recopilación no sufren de este síndrome, ni cargan el peso agotador de la representación, menos aún de lo representativo. Más bien es lo contrario. Los escritores que comento han sido para mí ejemplos estimulantes de búsquedas creativas y liberadoras. La resistencia de Kazuo Ishiguro al encasillamiento realista con el gran sabotaje de su novela Los inconsolables; el sesgo a la forma narrativa total en los cuentos y fragmentos apátridas de Ribeyro; la ética de la escritura y su paciencia constructora en Juarroz; el sentido abierto de la tradición en Borges, Adonis o Lampedusa; y el sentido para Pablo Palacio de que el lenguaje es la realidad, son algunos de mis momentos de aprendizaje para subsanar el síndrome de Falcón. Los libros de estos escritores, para recordar el verso de René Char, ouvrent des bals, abren bailes. De ellos es la música. Estas páginas apenas son una invitación para abrir puertas por las que se liberan sueños e imágenes. A estos no siempre los podemos controlar ni manipular. Esa dimensión indomable, ese carácter creativo, en resumen, esa fuga de una racionalidad estrecha y de un propósito, convierten el arte de la ficción en una aventura.
Barcelona, mayo de 2008
Estudio introductorio La utilidad de El síndrome de Falcón y Leonardo Valencia
Wilfrido H. Corral
El cuarto capítulo de La escalera de Bramante (2019), la novela planetaria más reciente de Leonardo Valencia, se titula “Alquimia de la errancia”, cuya sexta sección es una meditación con citas eruditas (apócrifas y no) y notas al pie sobre el arte de los paneles sinópticos del protagonista Kurt Landor. En ella se cavila sobre si la esencia del arte yace en la concepción, no en la externalización. En este momento de renovada hibridez y desplazamientos de géneros es inevitable recordar que la mayoría de los prosistas de la generación de Valencia optan por ese tipo de desviación ensayística en sus novelas. Poco se discute cómo se llega a esa opción, sin tener en cuenta el pasado de la novela, o sin pensar en cómo el deambular temático y discursivo la ha venido definiendo secularmente. Para Valencia —que había venido trabajando en El síndrome de Falcón original (ahora verbatim según la primera edición de 2008, con un texto añadido sobre la prosista Lupe Rumazo) hacia mediados de los años noventa— el comienzo de la relación fluida de los géneros, el nomadismo del escritor y otras tematizaciones que le siguen ocupando en su narrativa y no ficción surge principalmente, aunque no de manera exclusiva, del ensayo que preparó para la edición crítica y genética de la obra completa de Pablo Palacio, publicada por la UNESCO en el año 2000. Ese texto se basa en una conferencia de 1998. Comenzaba el cambio de siglo, y a la vez empezaban todavía otras revisiones necesarias de la tradición literaria nacional y de la utilidad de la crítica literaria. A nivel transcontinental se sigue en esas encrucijadas hoy, y no solo por el carácter cíclico de las crisis literarias.
No sorprende entonces que, más de veinte años después “El síndrome de Falcón”, el ensayo más conocido y vehemente de esta colección, siga animando diálogos constructivos, los más. Las menos son polémicas mal enfocadas o descontextualizadas de antagonistas variopintos cuyas disonancias cognitivas revelan una obcecación por solo ver un lado de una división contraproducente; giro que también supedita las ideas que mantiene Valencia sobre el ensayo en sí, o mejor dicho, de su práctica en la no ficción. Hasta cierto grado ese vuelco también desdeña varios matices de su periplo personal. Por ende, no reconocer o darse cuenta de que los otros ensayos de El síndrome de Falcón proveen un andamiaje conceptual necesario no ha favorecido a los discrepantes, y revela una ceguera histórica que tampoco favorece a nadie. Como le dice Álvaro a Kazbek en La escalera de Bramante, “el pasado es la materia de la que estamos hechos. Pero ese pasado lo esculpen nuestros deseos para el futuro. Y lo esculpen hoy. Así de paradójico” (p.511), y esa es una veta del resto de su prosa.
En la tradición literaria hispanoamericana pocos ensayos se asocian tan directamente con un novelista, y habría que volver a los de Alejo Carpentier, Mario Benedetti, Mario Vargas Llosa y Julio Cortázar (estos dos claras influencias en Valencia; y el peruano hasta La escalera de Bramante), y en años posteriores a ellos en algunos de Sergio Pitol, José Balza, Roberto Bolaño, Enrique Serna y Guillermo Martínez. Respecto a sus contemporáneos vale pensar —en términos de la valentía que exigía el chileno— en Juan Gabriel Vásquez, Alejandro Zambra, y Eduardo Lalo para encontrar resonancias con los de Valencia. Obviamente, hay varias consideraciones mundiales para contextualizar esta prosa del ecuatoriano, que, como se verá, rebasan los límites nacionales. Si se trata del siglo inmediatamente pasado, en Occidente los años previos a la segunda posguerra estuvieron marcados por la reflexión acerca de una nueva crisis de la novela que podría ser salvada, otra vez, por una novela reciente, total, enciclopédica o experimental; o por no escribir una de ese tipo, como fue el caso de Jorge Luis Borges y Augusto Monterroso. No debe sorprender, considerando la historia literaria de dos siglos de novelistas como críticos, que en esos ensayos sus autores no se distancien de problematizar la especificidad del género como práctica personal, como autoanálisis, como homenajes a otros novelistas, como análisis privilegiado de novelistas sobre sus pares, o como textos con destellos teóricos o críticos.
Es productivo detenerse en otro hecho particular que para la tradición hispanoamericana más cercana a Valencia es primordial: el muy renovado desplazamiento genérico mediante el cual un ensayo puede leerse como ficción; y una ficción puede leerse como ensayo, como nunca dejaron de matizar y complicar Borges y Monterroso. Después de todo, ambas formas tienen narratividad, puntos de vista y personajes, por fragmentarias o contradictorias que sean en contenido. En cierto sentido esa percepción se desprende de cómo los lectores conciben las consuetudinarias muertes de la novela y el autor, y de todo aspecto narratológico que sigue siendo útil para entender una obra. La “verdad”, muerta también hoy, suele depender de la perspectiva de los lectores y su visión de la utilidad compartida que puedan proporcionar. Ese discernimiento no describe una situación verídica sino maneras desinteresadas nada curiosas de pensar en la literatura de Occidente, que es la que recorre El síndrome de Falcón. Luego de la Nouveau roman francesa de hace más de sesenta años, autores como Carlos Fuentes y los hispanoamericanos de la “novela de lenguaje” fueron tentados a ver el género como una dialéctica de conflictos conceptuales, enfatizando la expresión de teorías o conceptos estéticos, metafísicos, morales o políticos como la única meta de la ficción. La impronta todavía desmedida en la academia de algunas teorías estructuralistas y posestructuralistas ha robustecido ese énfasis en la interpretación en el mundillo literario, no necesariamente en los novelistas, resultando en una apropiación y disminución de lo que se entiende por literatura. Durante su formación universitaria en Barcelona, Valencia, doctorado en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada con una tesis sobre Kazuo Ishiguro, vivió estos cambios mientras escribía varios de los textos incluidos en El síndrome de Falcón.
Ahora, no se puede ni se debe establecer una relación directa entre ese ambiente y la escritura de Valencia, pero sin duda su contemporaneidad surge de una esfera pública mayor. Esa cercanía al contexto intelectual del cambio de siglo no quiere decir que autores como él no sacaron nada de la heterodoxia crítica, porque el hecho es que la Nueva Novela de Occidente y sus secuelas sí dieron frutos e intereses perdurables, y el principal tal vez sea que los problemas literarios revelados por aquellas obras y autores son síntomas de la gran susceptibilidad literaria actual. Pero la de Valencia, especialmente en su no ficción, demuestra una sensatez de contrapunto que, si sería arduo de calificar como conservadora o purista, tampoco se puede considerar como totalmente experimental. En varios sentidos, y como debo y quiero desplegar desde el principio, la importancia de un novelista y pensador como Julien Gracq es relevante para entender el pensamiento del ecuatoriano. Una década antes de la revolución perceptiva francesa, Gracq publicó su panfleto La Littérature à l’estomac (1950), en que advertía de la emergencia de una “literatura de magisters”, en que el autor es una figura creada y definida por los prescriptores de la literatura, con aportes del público preparado de antemano para ellos.2
Esos mediadores, según William Marling y su Gatekeepers: The Emergence of World Literature and the 1960s (2016) son los agentes, amigos del gremio (entre ellos escritores mayores), críticos estrella, entrevistadores, fundaciones, grupos o clubes de lectura, libreros, correctores mal pagados, diseñadores, libreros, los encargados de maquetar, mecenas, y traductores. Hoy se puede añadir “onegeros” culturales, redes sociales y, en otro estadio, lo que llamo el impulso profesoral de corregir. Hay que aproximarse a prácticas predominantemente dinámicas desde ese contexto, y por eso tiene menos sentido fijar o vaticinar lo que vendrá después de El síndrome de Falcón para Valencia o para las polémicas que podrá engendrar su escritura. Para él, especialmente en el caso nacional que le ocupa, un síndrome no es una enfermedad incurable o permanente, ni responde a síntomas que se presentan juntos. Más bien, tendría la acepción de un conjunto de fenómenos estéticos y políticos que se congregan para caracterizar una determinada situación histórica superable, una concurrencia (origen griego del término “síndrome”). Si se arriesgara explicaciones psicoanalíticas se diría que su visión del síndrome se aproxima a lo siniestro freudiano, que abre una reflexión sobre la naturaleza de la literatura a partir de la noción de que lo que se repite (la política ecuatoriana del momento) caracteriza la vida cotidiana; y se puede convertir en dogma o en una incertidumbre estética al ser inducido por otro síndrome: el de patrocinador y cliente, endémico entre los intelectuales.
Eso visto, ¿cuál es entonces el origen más transparente de la disconformidad detrás de esas opiniones encontradas sobre su no ficción hasta hoy, especialmente en el país que de varias maneras engendró la prosa de Valencia? El dossier incluido en esta edición da cuenta sucinta de esa repercusión, sobre todo del ensayo homónimo. Respecto a este, no cabe duda de que por lo menos desde la segunda mitad del siglo pasado la crítica ecuatoriana, interna o exportada, y hacia el fin del siglo veinte la de algunos ecuatorianistas extranjeros, se ha encontrado dividida acerca de desde dónde entender al Palacio vanguardista de los años veinte y treinta. En el mejor de los casos esa dicotomía oscila entre dos valencias no siempre precisas: el compromiso político que se sigue autodefiniendo como progresista y el privilegiar de cierto tipo de experimentalismo estético. Posteriormente Valencia ha notado que ese momento cultural tuvo el efecto, si no el propósito, de prevenir emitir grandiosos decretos omniscientes sobre la estética como estética, la inteligencia y la utilidad del arte, como advierte en Moneda al aire. Sobre la novela y la crítica utilitaria. De Cervantes a Kazuo Ishiguro (2018) especificando que “la condición discontinua y variable en la percepción de la novela es una de sus mayores virtudes” (p. 49).
A comienzos de este siglo, asumiendo su experiencia como narrador formado en su país (aunque en la época del comienzo de la redacción de El síndrome de Falcón se había ido a trabajar y escribir a Lima), Valencia da forma final al que sin lugar a dudas es el mejor y más vigente ensayo de su generación, uno de los pocos en la tradición latinoamericana que por defecto y para bien y para mal define a un autor, como comencé diciendo. Ese hecho no quiere decir que se pueda estudiar solo ese ensayo, sino que se debe examinar también la narrativa que lo sigue acompañando. Es más, si se quiere tener una buena idea de la utilidad de las ideas del autor, también es preciso analizar los contextos escriturales que las producen, lo cual, como se verá, sigue siendo el caso. Esa falta ya fue notada por Eduardo Varas en una de las primeras notas sobre la primera edición, cuando afirma que los veinticinco ensayos que la componen “hablan de ese fin del utilitarismo” (p. 256), concluyendo que es una idea que claramente “no rechaza lo político, pero sí la manipulación política que obvia y evita cualquier comunicación, que promociona la utilidad ideológica” (p. 257, énfasis mío)
Está de más señalar entonces que Valencia sigue siendo un “influenciador” por sus escritos periodísticos y recepción, y no solo para la generación de Varas, sino para otros círculos intelectuales por sus intervenciones digitales o académicas. A más de una década de la primera, esta edición añadida de El síndrome de Falcón, compuesta de no ficción publicada entre 1994 y 2007, sigue siendo una prueba de la importancia de su autor como fuente de paradigmas impresos. Paradójicamente, a pesar de la atención que se le presta al discurso no ficticio en las redes sociales, estas confirman que pueden ser medios pasajeros para discusiones serias, especialmente cuando la historia real yace en los actores que no están perdidos en el ciberespacio sino ante el discurso popular estrictamente restringido y patrullado vigilantemente. Al principio de este siglo ese desarrollo no estaba claro para él o sus seguidores. Adecuadamente, Valencia ha seguido reflexionando en torno al papel que las ideas generadas por su no ficción tienen en las discusiones de medios sociales, a veces llevándolo a cabo con demasiada paciencia para la conjugación de banalidad y frivolidad que suele definirlas. En ese contexto, no es difícil suponer —ni necesario citar al respecto a autores valga decir “universales” que le sirven de modelos y sobre quienes ha escrito, como Miguel de Cervantes, su compatriota Juan Montalvo, Borges, Cortázar, Roberto Juarroz, Enrique Vila-Matas, Vargas Llosa, Bolaño, César Aira y varios otros que examina en su libro— que la errancia y su pariente más meditado, el nomadismo, son fuentes conceptuales ensayadas y ficcionalizadas constantemente por él, al extremo que permiten por unos momentos lecturas autobiográficas de varias instancias de su prosa.
En “Esa tribu errante”, nota de 2005 publicada inicialmente en Letras Libres, escribe de manera refrescante sobre “la índole indefectiblemente universal” en que no se pierden los rasgos de identidades transversales que aparecen en novelas contemporáneas a él, añadiendo que esos procedimientos:
Reflejan más bien una riquísima variedad de caminos, incluido tratar temas o personajes connacionales a los autores, de manera que en estos se puede encontrar incluso una vía distinta: la problematización del retorno. Volpi vuelve a México –previo paseo delirante por Francia– con El fin de la locura (2003), o el caso de Piedras encantadas (2001) de Rey Rosa, donde el protagonista intenta volver a Guatemala. Ni Bolaño ni Aira, y tantos otros autores, han descuidado a sus respectivos países en su novelística. De manera que esa errancia son varias errancias, y se experimenta incluso en cada autor que empezó proyectándose como desarraigado que vuelve, y que con la misma libertad se vuelve a marchar. (p. 85)
Sin querer armar una “autobiograficción”, en la cita de arriba está dialogando parcialmente con su propia experiencia vital, con cómo huye del pensamiento único o “usado” (este acuñado por el crítico inglés Frank Kermode, que lo refiere al escribir mal). Y si hay que pensar en las influencias “universales” ahí estaría el Hermann Broch de sus primeras novelas extensas; Vladimir Nabokov para las ideas ensayísticas, y en la lograda ambición de La escalera de Bramante las sombras de Robert Musil, Gracq y otros son ineludibles. “Esa tribu errante” está complementado, o mejor dicho machacado, en primera instancia por el protagonismo del Eneas de la Eneida en “El síndrome de Falcón”; y en una instancia mayor por los registros que provee en el segundo ensayo de su libro, “El tiempo de los inasibles” (originalmente de 2006). En este rastrea casi sesenta años de cruces culturales transoceánicos que brotan de la novela latinoamericana, revelando que en última instancia el gatillo de sus preocupaciones es la lengua:
Para una revisión de este fértil terreno inasible de las literaturas errantes de Latinoamérica –y esta condición inasible de su errancia es precisamente la que sostiene su fuerza imaginativa y las nuevas tensiones a las que se somete al idioma– propongo a continuación una brevísima selección de obras que han incorporado el diálogo con otros escenarios temáticos (Europa, Asia, África, Estados Unidos), y que apuntan la ductilidad del español como lengua para atravesar fronteras. (p. 89)
Si se lee todos los ensayos dedicados a la literatura en El síndrome de Falcón es evidente que el lenguaje que más quiere sopesar —en otros ensayos no recogidos aquí y en la novela interactiva El libro flotante de Caytran Dölphin (2006) se ocupa de la rapidez con que la red va cambiando la expresión verbal— es el novelístico, y en “¿Cuánta patria necesita un novelista?” (hay versiones anteriores de 2002 y 2006) comienza diciendo:
Una novela es inútil si se la lee entendiendo que su naturaleza es la del juego. Y los juegos, a su manera, sabemos que son inútiles, pero no por eso dejan de ser menos importantes. Por lo tanto queda planteada una contradicción: ¿qué importancia tiene para algo inútil como la novela, algo tan importante y “útil” como una patria? ¿Se corresponden o no? ¿O no será que las patrias no son tan importantes y las novelas sí? (p. 254).