Los derechos del corazón

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Los derechos del corazón
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TÍTULO ORIGINAL: OS DIREITOS DO CORAÇÃO. O RESGATE DA INTELIGÊNCIA CORDIAL

Traductor: Cristina Díaz Padilla

diseño de porTada: Víctor Ortiz Pelayo

© 2015 Ediciones Dabar, S.A. de C.V. Mirador, 42

Col. El Mirador 04950, México, D.F.

Teléfonos: (55) 5603 3630, 5673 8855

E-mail: contacto@dabar.com.mx www.dabar.com.mx

ISBN: 978-607-612-105-4

Hecho en México


ÍNDICE

I NTRODUCCIÓN . Rescatar los derechos del corazón

PRIMERA PARTE . LOS FUNDAMENTOS

1. El rescate necesario de la sensibilidad ecológico-social

2. ¿Qué somos en cuanto humanos? Un nudo de relaciones integrales

3. Lo que nos hizo humanos: la comida compartida

4. Solo el Infinito sacia nuestra sed infinita

5. La convivialidad y el futuro de la humanidad

6. Aceptación y desapego: entre más perdemos, más ganamos

7. La autorrealización, una búsqueda incansable

8. El viaje más largo es el que tiene el propio corazón como destino

9. El arquetipo del camino y la autorrealización

10. En el desierto también hay vida y flores

11. Todo lo que existe y vive merece respeto

12. Cuidado y sostenibilidad, pilares de un nuevo mundo

13. El necesario rescate de lo sagrado

SEGUNDA PARTE . EL LATIR DEL CORAZÓN

1. El amor que mueve el cielo, las estrellas y nuestros corazones

2. ¿Quieres garantizar el amor? Cultiva la ternura

3. La caricia, esencial para el afecto y el amor

4. La cordialidad o la capacidad de auscultar el corazón del otro

5. El cuidado, alimento del amor y de la amistad

6. La amabilidad genera amabilidad

7. La más humana de las virtudes: la compasión

8. En la fiesta la vida tiene sabor y sentido

9. El rito y el juego, asuntos muy serios pero olvidados

10. El humor, termómetro de la salud psíquica y espiritual

PRIMERA CONCLUSIÓN. "La belleza salvará al mundo: Dostoievski nos dice cómo

SEGUNDA CONLUSÍON. Los derechos del corazón

RECOMENDACIONES


Es indudable que la crisis ecológica global exige soluciones técnicas capaces de impedir que el calentamiento global aumente más de dos grados Celsius, pues ello sería desastroso para toda la biósfera. Si la humanidad se muestra irresponsable a este respecto y permite que la temperatura se incremente cuatro, cinco y hasta seis grados Celsius, las formas de vida conocidas –incluso la humana– se verán gravemente amenazadas. Pero la técnica no lo es todo, y ni siquiera lo más importante. Parafraseando a Galileo Galilei, podemos decir: “la ciencia nos enseña cómo funciona el cielo, pero no nos enseña cómo se llega al cielo”.

De la misma forma, la ciencia nos indica cómo funcionan las cosas, pero es incapaz de decirnos si son benéficas o nocivas para la totalidad de los sistemas-vida y del sistema-Tierra. Para eso tenemos que recurrir a criterios éticos, a los cuales la misma práctica científica está sometida.

¿Hasta qué punto las soluciones técnicas son suficientes para poder equilibrar a Gaia, lograr que siga admitiéndonos en ella y que garantice los abastos vitales para los demás seres vivos? ¿Acaso podrá identificar, asimilar o rechazar las más de mil sustancias químicas sintéticas, los transgénicos y los microorganismos producidos artificialmente y para los cuales su “estómago” no fue preparado a lo largo de milenios de evolución? Ni siquiera la ciencia es capaz de dar una respuesta segura. Por eso tenemos que activar los principios de la prevención, la precaución y el cuidado, para que nuestra salud no se vea afectada.

Es necesario que haya una intervención técnica para atender las demandas humanas pero, al mismo tiempo, es preciso que estas últimas se adecúen a un nuevo paradigma de producción, menos agresivo, de distribución más equitativa, de un consumo regido por la sobriedad compartida y de un reaprovechamiento de los desechos que no dañe a los ecosistemas.

La Carta de la Tierra, uno de los documentos nacidos con el apoyo de la unesco y de la onu, es resultado de una con sulta realizada a lo largo de ocho años (de 1992 a 2000) en prácticamente todos los pueblos, que busca articular valores y principios que nos inspiren una nueva forma de habitar el planeta. Con sabiduría, este documento afirma:

Como nunca antes en la historia, el destino común nos hace un llamado a buscar un nuevo comienzo… El proceso requerirá un cambio de mentalidad y de corazón; requiere también de un nuevo sentido de interdependencia global y responsabilidad universal. Debemos desarrollar y aplicar imaginativamente la visión de un modo de vida sostenible a nivel local, nacional, regional y global (n.16, f).

La idea es que debemos desarrollar una nueva lectura de la realidad total (mente) y una nueva sensibilidad (corazón), así como un sentido de pertenencia compartido por todos los seres y la responsabilidad universal por el destino común, de la Tierra y de la Humanidad.

La mente, es decir, la visión contemporánea del universo, de la historia de la Tierra, de la vida y de la existencia humana fue, en gran parte, codificada a lo largo de casi un siglo. Ahora nos es urgente despertar el corazón para que sienta, se compadezca, se solidarice y ame la Tierra, sus ecosistemas y a todos los seres, nuestros compañeros en esta andadura terrestre. Por sí sola, la mente no dispone de todos los instrumentos para vencer la crisis actual. Necesita el apoyo del corazón, responsable de movernos a la acción y a emprender la búsqueda de los mejores caminos para nuestra salvación. Por eso hablamos de los derechos del corazón, que deben ser proclamados y vividos en función de nuestra propia supervivencia.

La dimensión del corazón fue descuidada por la modernidad. La razón analítica, la razón instrumental y la tecnociencia buscaban, como método, el distanciamiento más radical posible entre la emoción y la razón, y entre el sujeto pensante y el objeto pensado.

Todo lo que tuviera relación con el mundo de las emociones, de los afectos, de la sensibilidad, en una palabra, del pathos, oscurecía la mirada analítica y “objetiva” sobre el objeto. Así pues, debía ponerse bajo sospecha, controlarse e incluso reprimirse.

Lo que ocurrió fue que la propia ciencia superó esta posición reduccionista, ya sea a través de la mecánica cuántica de Bohr/Heisenberg, de la biología al estilo de Maturana/ Varela, o de la tradición psicoanalítica reforzada por la filosofía existencial (Heidegger, Sartre y otros). Estas corrientes evidenciaron el involucramiento inevitable del sujeto con el objeto. La objetividad total es una ilusión. En el conocimiento intervienen siempre los intereses del sujeto, las emociones y los afectos que experimenta el ser humano en su relación con los otros. Aún más: hoy estamos convencidos de que la estructura fundamental del ser humano no es la razón, sino el afecto y la sensibilidad.

 

Daniel Goleman aportó una prueba empírica con su texto La inteligencia emocional. En él afirma que la emoción precede a la razón. La primera reacción ante cualquier realidad es la emoción, y solo algunos segundos después despierta la razón. Sobre el mismo particular, Michel Maffesoli escribió Elogio de la razón sensible. En Vers une sobriété heureuse, Patrick Viveret se pronunció a favor de una sobriedad feliz, basada en el acuerdo entre la razón mental y la inteligencia del corazón. Adela Cortina escribió Ética de la razón cordial, y el brasileño Muniz Sodré ha abordado el tema en varias de sus obras.

El concepto se comprende mejor si pensamos que los humanos no somos simplemente animales racionales, sino más bien mamíferos racionales. Hace más de 200 millones de años, cuando surgieron los mamíferos, nació también el cerebro límbico, responsable del afecto, el cuidado y la “amorizaciónˮ. La madre concibe y carga dentro de sí a la cría, y una vez que nace la rodea de cuidados y de caricias. No fue sino en los últimos cinco o seis millones de años cuando surgió el neocórtex cerebral, y hace tan solo 200 mil años lo hizo el tipo de cerebro que tenemos hoy y que se expresa por medio de la razón abstracta, la conceptualización y el lenguaje racional.

En la actualidad, el gran desafío radica en dotar de centralidad a lo que hay de más ancestral en nosotros: el afecto y la sensibilidad, cuya mayor expresión se encuentra en el corazón. Para decirlo con claridad, lo que importa es rescatar al corazón y sus derechos, tan válidos como los derechos de la razón, de la voluntad, de la inteligencia y de la libido.

En el corazón está nuestro centro, nuestra capacidad de sentir profundamente; en él se encuentran también la sed de amor y el nicho de los valores.

Nuestra intención dista mucho de dejar de lado a la razón, pues nos es imprescindible para discernir y para priorizar los afectos sin sustituirlos. Si no aprendemos a sentir a la Tierra como Gaia, si no la amamos como amamos a nuestra madre, y si no la cuidamos como cuidamos a nuestros hijos e hijas, difícilmente la salvaremos.

Sin la sensibilidad, la operación de la tecnociencia será insuficiente. Pero una ciencia con conciencia y con sentido ético puede encontrar salidas liberadoras para nuestra crisis. Por eso es importante reinventar al ser humano integral, en el que se conjuntan cabeza y corazón, sentimiento y razón, música y trabajo, poesía y técnica.

El objetivo de nuestro texto es invitar a las personas a que aprendan a sentir y a unir la razón, generalmente fría y calculadora, con el afecto, cálido e irradiador. De esta amalgama nacerá, casi espontáneamente, nuestro deseo de cuidar todo lo que está vivo y es frágil e importante para la vida humana y la existencia en el planeta Tierra.

El corazón posee sus propios derechos y su propia lógica. No ve tan claro como la razón, pero su mirada es más profunda y certera. Conocemos mejor cuando amamos. Y amamos más intensamente cuando nuestro conocimiento es más lúcido y menos prejuiciado.


1. El rescate necesario de la sensibilidad ecológico-social

Más que cualquier otra ciencia, la tradición psicoanalítica ha rescatado la centralidad de la emoción, de la afectividad y de los sentimientos. En dicha disciplina sobresalen, sin duda, C. G. Jung y su vasta obra.

Para él, la psicología carece de fronteras: no hay separación entre cosmos y vida, entre biología y espíritu, entre cuerpo y mente, entre afecto y razón, entre consciente e inconsciente, entre individual y colectivo.

Examinemos brevemente su psicología analítica, pues nos ofrece fecundas inspiraciones para el equilibrio entre mente y corazón. Para Jung, la psicología tiene que ver con la vida en su totalidad, incluyendo sus dimensiones racional e irracional, simbólica y virtual, individual y social, terrenal y cósmica, y también sus aspectos sombríos y luminosos. Por eso todo le interesaba: los fenómenos esotéricos, la alquimia, la parapsicología, el espiritismo, los objetos voladores, la filosofía, la teología, la mística occidental y oriental, los pueblos originarios y las teorías científicas más avanzadas.

Sabía articular estos saberes descubriendo conexiones ocultas que revelaban dimensiones sorprendentes de la realidad. De todo sabía obtener lecciones, formular hipótesis y descubrir posibles ventanas a la realidad. Esa era la razón de que no encontrara cabida en disciplina alguna y de que muchos lo ridiculizaran. Pero, precisamente por ello, C.G. Jung se convirtió en un maestro que nos señala caminos sugerentes y viables, capaces de inspirarnos soluciones para la actual crisis ecológica.

Su perspectiva holística y sistémica tiene que volverse hoy hegemónica en nuestra lectura de la realidad. De lo contrario, nos convertiremos en rehenes de visiones fragmentadas, en las que se pierde de vista la totalidad. En esta diligencia, Jung es un interlocutor particularmente privilegiado por lo que se refiere al rescate de la razón cordial y de la inteligencia emocional.

A él le correspondió el mérito de haber valorado e intentado descifrar el mensaje oculto de los mitos, que constituyen el lenguaje del inconsciente colectivo. Ahora bien, el inconsciente colectivo es relativamente autónomo: nos posee más a nosotros que nosotros a él. Cada uno es más pensado que lo que propiamente piensa. El órgano que capta el significado de los mitos, de los símbolos y de los grandes sueños es la razón sensible o la razón cordial. Esta fue colocada bajo sospecha en la modernidad, pues podría oscurecer la objetividad del pensamiento. En contraste, Jung siempre fue crítico del uso exacerbado de la razón instrumental-analítica, porque cerraba muchas ventanas del alma.

Es bastante conocido el diálogo que en 1924-1925 Jung mantuvo con un indígena de la tribu Pueblo de Nuevo México, Estados Unidos. El indígena mencionó que, desde su punto de vista, los blancos estaban locos. Jung le preguntó por qué, y él respondió: “Porque dicen que piensan con la cabeza”. “Pero claro que piensan con la cabeza”, replicó Jung e inquirió: “¿Con qué piensas tú?” Y el indígena, sorprendido, contestó: “Nosotros pensamos aquí” y señaló el corazón (Recuerdos, sueños, pensamientos, p. 233).

Este hecho transformó el pensamiento de Jung. Entendió que los europeos habían conquistado el mundo con la cabeza, pero habían perdido la capacidad de pensar y sentir con el corazón, y de vivir a través del alma.

Lógicamente, no se trata de dejar de lado la razón –lo que sería una pérdida para todos– sino de rechazar su estrecha capacidad de comprender. Es necesario considerar lo sensible y lo cordial como elementos centrales en el acto de conocimiento. Esto permite captar valores y sentidos presentes en lo profundo del sentido común. Más allá del funcionamiento cerebral, la mente está siempre incorporada y, por lo tanto, impregnada de sensibilidad.

En el ya citado Recuerdos, sueños, pensamientos, Jung dice: “existen tantas cosas que me satisfacen: las plantas, los animales, las nubes, el día, la noche y lo eterno en el hombre. Cuanto más inseguro de mí mismo me sentía, más crecía en mí un sentimiento de afinidad con todas las cosas”.

El drama del hombre actual radica en haber perdido la capacidad de experimentar un sentimiento de pertenencia, cosa que las religiones siempre garantizaban. Lo que se opone a la religión no es el ateísmo o la negación de la divinidad, sino la incapacidad de vincularse y re-vincularse con todas las cosas. Hoy las personas están desenraizadas, desconectadas de la Tierra y del anima, que es la expresión de la sensibilidad y de la espiritualidad.

Para Jung, el gran problema actual es de naturaleza psicológica. No de la psicología entendida como disciplina o como una mera dimensión de la psique, sino entendida en un sentido amplio, como la totalidad de la vida y del universo en cuanto percibidos y articulados con el ser humano. Es en este sentido que escribe: “Es mi más profunda convicción que, a partir de ahora y hasta un futuro indeterminado, el verdadero problema es de orden psicológico. El alma es el padre y la madre de todas las dificultades no resueltas que lanzamos en dirección al cielo” (Cartas III, p. 243).

Si no rescatamos la razón sensible, que es una dimensión esencial del alma, difícilmente empezaremos a respetar la alteridad de los seres, a amar a la Madre Tierra con todos sus ecosistemas, y a vivir la compasión hacia quienes sufren en la naturaleza y en la humanidad.

Aislada de la inteligencia emocional, sensible y cordial, la razón analítico-instrumental puede conducirnos a la locura, tal como se manifestó en la shoah, es decir, en la solución final planteada por el estado nazi a los judíos, o en los crímenes por decapitación perpetrados por el Estado islámico en contra de todos aquellos que se niegan a adoptar su interpretación del Corán.

El rescate de la razón cordial no es una tarea individual, sino colectiva, un paradigma de la civilización que debe amalgamarse con el rostro positivo de la racionalidad, sin el cual no podríamos organizar la complejidad del mundo. Contar con una ciencia consciente, cuidadosa y sensible a todo lo que existe y vive, es condición necesaria para que garanticemos la vitalidad del planeta Tierra. Si carecemos de ella, Gaia seguirá existiendo, pero ya sin nosotros.

2. ¿Qué somos en cuanto humanos? Un nudo de relaciones integrales

En 1845 Karl Marx escribió sus famosas once Tesis sobre Feuerbach, aunque no serían publicadas sino hasta 1888, por Friedrich Engels. En la sexta tesis, Marx afirma algo verdadero, pero reduccionista: “La esencia del hombre… es su realidad en el conjunto de las relaciones sociales”. En efecto, es imposible pensar en la esencia humana sin tomar en consideración las relaciones sociales; sin embargo, el hombre es mucho más que eso, pues resulta del conjunto de sus relaciones integrales.

Para decirlo de otra manera –aunque sin pretender definirla–, la esencia humana emerge como un nudo de relaciones que señalan en todas direcciones: hacia abajo, hacia arriba, hacia adentro y hacia afuera. Es como un rizoma cuyas raíces crecen para todos lados. El ser humano se construye en la medida en que activa este conjunto de relaciones diversas, no solamente las sociales.

Así pues, el ser humano se caracteriza por surgir como una puerta abierta sin límites que le da acceso a sí mismo, al mundo, al otro y a la totalidad. Siente en sí una pulsión infinita, aunque encuentre solo finitos. De ahí su permanente insatisfacción y falta de plenitud.

No se trata de un problema psicológico que un psicoanalista o un psiquiatra puedan curar. No es un defecto del ser humano, sino su marca distintiva, ontológica.

Pero, aceptando la afirmación de Marx, buena parte de la construcción del humano se realiza, efectivamente, en la sociedad. De ahí la importancia de que consideremos cuál es la formación social que crea mejores condiciones para que el hombre pueda florecer más plenamente en las más variadas relaciones.

Sin ofrecer las debidas argumentaciones y yendo directamente al asunto, diría que la mejor formación social es la democracia: comunitaria, social, representativa, participativa, de abajo hacia arriba y que incluya a todos sin excepción. De acuerdo con el concepto del conocido sociólogo portugués Boaventura de Souza Santos, la democracia debe ser sin fin.

Somos parte de un proyecto abierto, siempre en construcción, el cual comienza en las relaciones que se dan dentro de la familia, de la escuela, de la comunidad, de las asociaciones, de los movimientos y de las iglesias, y termina en la organización del Estado.

Desde mi punto de vista, es como si la democracia mínima y verdadera fuera una mesa sostenida por cuatro patas (idea compartida por Herbert de Souza, “Betinho”, y que, mientras estuvo vivo, intentamos difundir juntos en conferencias y debates entre alcaldes y líderes populares).

La primera pata está representada por la participación: el ser humano, inteligente y libre, no quiere limitarse a ser solo beneficiario de un proceso, sino quiere jugar el papel de actor y participante en el mismo. No quiere limitarse a recibir el pan. Quiere ayudar a hacerlo, pues únicamente así se vuelve sujeto y ciudadano. Esta participación debe venir de abajo, para no excluir a nadie.

 

La segunda pata es la igualdad. Vivimos en un mundo de desigualdades de todo tipo. Cada uno es singular y diferente. Pero la creciente participación en todo impide que la diferencia se transforme en desigualdad y fomenta el incremento de la igualdad: la igualdad de todos ante las leyes sociales, en el reconocimiento de la dignidad de cada persona y en el respeto a sus derechos. Es esa igualdad básica la que sostiene la justicia social. Junto con la igualdad viene la equidad: la retribución adecuada y proporcional que cada uno recibe por su participación en la construcción del todo social.

La tercera pata es la diferencia, que está dada por la naturaleza. Cada ser, sobre todo el ser humano –hombres y mujeres– es diferente. Por lo tanto, la diferencia debe ser acogida y respetada como manifestación de las potencialidades propias de las personas, de los grupos y de las culturas. Son las diferencias las que nos revelan que podemos ser humanos de muchas formas, todas ellas humanas y por eso merecedoras de respeto y consideración. Podemos ser humanos en las formas africana, japonesa, china, yanomami y brasileña. Todos diferentes, pero con igual dignidad.

La cuarta pata se da en la comunión: el ser humano posee subjetividad, capacidad de comunicación con su interioridad y con la subjetividad de los otros; es un portador de valores, como la solidaridad, la compasión y la defensa de los más vulnerables, y también de diálogo con la naturaleza y con la divinidad. Aquí aparece la espiritualidad, como la dimensión de la conciencia que nos hace sentir parte de un Todo, y como el conjunto de valores intangibles que dan sentido a nuestra vida personal y social, y también a todo el universo.

Estas cuatro patas están siempre juntas y equilibran la mesa, es decir, sostienen una democracia real. En ella se nos educa para que seamos coautores de la construcción del bien común; en su nombre aprendemos a limitar nuestros deseos individuales por amor a la satisfacción de los deseos colectivos.

Esta mesa de cuatro patas no existiría si no estuviera apoyada en el suelo y en la tierra. Así, la democracia no estaría completa si no incluyera a la naturaleza, que todo lo posibilita al proporcionarnos la base físico-químico-ecológica que sostiene la vida y a cada uno de nosotros.

Por el hecho de tener valor en sí mismos, independientemente del uso que hagamos de ellos, todos los seres poseen derechos. Merecen continuar existiendo, y a nosotros nos corresponde respetarlos y entenderlos como conciudadanos. Por consiguiente, serán incluidos en una democracia socio-cósmica sin fin. Disperso en todas estas dimensiones, el ser humano se realiza en la historia y en la vida concreta, en un proceso ilimitado e interminable.

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