Las inferencias de Abel Damiani

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Las inferencias de Abel Damiani
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Vives, Leandro A.

Las inferencias de Abel Damiani / Leandro A. Vives. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2020.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: online

ISBN 978-987-87-1116-4

1. Narrativa Argentina. 2. Cuentos. I. Título.

CDD A863

Editorial Autores de Argentina

www.autoresdeargentina.com

Mail: info@autoresdeargentina.com

A Lara y a Cecilia.

Prólogo

Escribí Las Inferencias de Abel Damiani entre el 2009 y el 2011, motivado principalmente por dos razones: tiempo atrás había leído el ensayo sobre Chesterton que Borges había publicado en su libro Otras Inquisiciones. En el mismo, Borges explicaba que, en cada uno de los relatos del Padre Brown, Chesterton presentaba un misterio cuya primera explicación era del tipo demoníaco o mágico, para reemplazarla, al fin, por una explicación de este mundo. Me acuerdo de que esa apreciación no me había convencido del todo, ya que, habiendo leído muchos de los cuentos del Padre Brown, no sentía que las primeras explicaciones fueran del tipo paranormal, o al menos no lo suficiente como para generalizarlo en un rasgo. Sin embargo, sí me pareció interesante la idea de un personaje que resolviera misterios aparentemente paranormales de un modo racional, hechos que sucedieran de forma más bien fortuita, y no que fueran planeados y ejecutados por una mente humana, como sucede en cada episodio de Scooby-Doo. La segunda razón fue una anécdota que me contó un amigo y que dio origen al cuento Voces del más acá, el primero que escribí y que me permitió componer al personaje principal.

Abel Damiani es un estudiante universitario de Lomas de Zamora que decide tomarse un año sabático para recorrer el país en moto, de La Quiaca a Ushuaia. Es curioso, perspicaz, en extremo racional, y quizás sea por eso que en su camino se cruza con todo tipo de casos paranormales, casos que no busca deliberadamente pero que siente que debe resolver casi como si se tratara de un deber moral, abrazando la máxima que no hay efecto sin causa y misterio sin explicación. Una maldición que aqueja a un pueblo del Norte, la apertura de un portal interdimensional cerca del cerro Uritorco, la aparición de duendes malvados en Paraná, un galpón en Bahía Blanca donde se escuchan extrañas voces y una estatua de la Virgen en la catedral de Bariloche que derrama una lágrima de sangre son los cinco misterios que buscará resolver.

Pasaron ya varios años desde que escribí estos relatos, tal vez demasiados, y, así como Abel Damiani no puede más que sucumbir a la tentación de resolver misterios, yo he sucumbido a la tentación de publicarlos. Sólo espero que ustedes ahora sucumban a la tentación de leerlos.

L.A.V

Buenos Aires, 10 de febrero de 2020.

Los vestigios del carnaval

Venía del norte, y tenía planeado seguir hacia el sur, hasta la ciudad más austral del continente, hasta el fin del mundo. Había empezado el viaje casi un mes atrás, al bajar en La Quiaca del micro al que había subido en Buenos Aires con plata suficiente como para comprarse una moto y vivir cerca de dos semanas; el resto pensaba conseguirlo una vez en viaje, haciendo changas o algo parecido. Solamente tenía un año para completar la hazaña, y después tenía que volver a su casa en Lomas de Zamora a terminar su carrera universitaria, de lo contrario se iba a quedar libre. No era el primero al que se le ocurría posponer los estudios para recorrer un país en moto, eso lo sabía, aunque también sabía que no se iba a convertir en un mito revolucionario. ¿Equipaje? Digamos que se las había ingeniado para meter una cantidad increíble de cosas adentro de una mochila de campamento común y corriente. Llevaba desde utensilios de cocina hasta un aislante y una bolsa de dormir enrollada en la parte de arriba. ¿Ropa? No mucha, sólo la suficiente como para poder soportar el tramo norte-centro; tenía pensado ir comprándola a medida que el frío fuera aumentando hacia el sur. Llevaba además algunos documentos, un walkman con varios cassettes de folklore, una cantimplora, un cortaplumas multiuso, una libreta para anotar los hechos más importantes del viaje y elementos de higiene personal. Nada, en realidad, que hiciera sospechar un viaje tan largo.

Del otro lado de la frontera, en Villazón, había podido encontrar a un tipo que vendía motos. El dato se lo había dado uno de los choferes del micro mientras viajaba. Pregunte por don Quispe, le había dicho, como si en Bolivia eso fuera de mucha ayuda. Había tenido que golpear varias puertas y hablar con una serie de personas de lo más extravagantes para localizarlo, y eso que el tipo no vivía a más de un kilómetro del cruce. Pero su casa había quedado camuflada atrás de una feria muy grande de artesanías y era imposible no perderse entre tanta gente.

Don Quispe lo había recibido con una amabilidad sospechosa, como si ya supiera de antemano que, para empezar el viaje, dependía sí o sí de una moto que él pudiera venderle. Al pasar al living, le había marcado un sillón de dos cuerpos y, agachándose detrás de un barcito de cañas, le había ofrecido algo para tomar. Fernet con Coca, había pedido él. Y como don Quispe no tenía, había tenido que conformarse con un aperitivo casero. Después, durante varios minutos, le había intentado describir el tipo de moto que andaba buscando. Venga por acá, señor, que le muestro lo que me queda, había invitado don Quispe, mientras lo esperaba a que terminase de un solo trago su aperitivo.

Todas las motos estaban guardadas en la parte trasera de la casa, en un galpón descubierto, puestas en diagonal. Él había dado una primera vuelta de reconocimiento fingiendo cierto interés ya que, antes de atravesar el portón, había distinguido a lo lejos una Kawasaki Eliminator 250 de color rojo; una de las dos o tres motos que tenía en mente desde hacía algún tiempo. Igualmente, había de todo: dos Zanella Patagonian, una Norton 500, una Mondial HD 200, una Cerro Prince 250, una Motomel Clipper 110, y tres o cuatro más de una marca desconocida. Previo a preguntar por el precio de la Kawasaki, había dejado pasar un tiempo prudencial; el chofer del micro le había aconsejado regatear cualquiera fuese el precio que le dijeran. Sin embargo, después de haber oído la suma irrisoria que le propuso don Quispe, había sentido tanta vergüenza que no se había atrevido ni a sugerirlo. El tipo le había pedido el equivalente a dos mil pesos argentinos, cuando en Buenos Aires costaba alrededor de siete mil. Con tanta diferencia iba a poder vivir unos cinco meses y no dos semanas como había previsto antes de salir. La entrega se había hecho en un descampado del lado argentino, a unos pocos kilómetros de la frontera, horas después de cerrar el trato, y desde aquel entonces ya había pasado casi un mes.

Venía del norte, siguiendo la ruta 9, y solamente se había desviado un poco hacia el oeste para conocer algún pueblito escondido. Después había vuelto para visitar Abra Pampa, Humahuaca y Huacalera, famoso este último por ser el lugar donde descarnaron al General Lavalle. Mientras dejaba atrás Tilcara, adonde había pasado los últimos cinco días, pensó que iba a tener que comprarse un casco. El próximo destino que había marcado en el mapa era Maimará, a no más de 6 kilómetros, así que aceleró la moto y se resignó a soportar el viento en la cara.

Apenas cuatro minutos después se topó a mano izquierda con un pueblito. Le pareció que era demasiado rápido para haber llegado pero, de todas maneras, frenó la moto al pie de un cerro que dividía la ruta 9 de la entrada al pueblo. Tomó un poco de agua de la cantimplora y, mientras se secaba la transpiración de la frente, miró a su alrededor. No había ningún cartel que indicara adónde estaba. Más adelante, sobre la ladera del cerro, distinguió un conjunto de cruces que le llamó la atención. La noche anterior había hecho una lista de lugares que le habían recomendado visitar y pensó que aquél podía ser uno de ellos. Así que sacó la libreta de anotaciones y repasó: el museo histórico Posta de Hornillos, la antigua iglesia, la montaña llamada La Paleta del Pintor y, finalmente, el cementerio, construido sobre la ladera de un cerro frente a la ruta. No se había equivocado. Echó un último vistazo a la lista y guardó la libreta en el bolsillo del pantalón. Apagó la moto y caminó unos cincuenta metros por la banquina, siguiendo una hilera de monolitos blancos.

El cementerio era sin duda un lugar digno de ser admirado, distinto a todos los que él había conocido, y quizás fuese por la forma en que las bóvedas se incrustaban en la pendiente, dejando a la vista nada más que una parte de su estructura. Algunas tenían el aspecto de una casita: una abertura con arco en el frente y techo a dos aguas, pero las demás, la mayoría, eran bóvedas de sección cuadrada, construidas de a pares, que la distancia hacía ver como ladrillos huecos emergiendo de la ladera.

 

Por un momento se quedó mirando la cumbre; alguien había escrito en letras blancas una sugerencia un poco irónica, teniendo en cuenta el lugar: “Visite Maimará”, decía, y a la izquierda, una flecha también blanca apuntaba hacia la bifurcación, confirmando que aquella era la entrada al pueblo. Lindo mensaje, pensó, mientras corría a toda velocidad para poder escalar la pendiente sin tener que ayudarse con las manos.

Llegó a la cumbre bastante agitado. Se sentó sobre una bóveda para recuperar el aliento y miró con fijeza las flores que le habían dejado al muerto. Tuvo la impresión de que estaban ahí desde hacía mucho tiempo, pero igualmente parecían frescas, como si algo hubiera frenado el proceso de putrefacción. Los cementerios siempre lo hacían reflexionar, por un lado le parecían inútiles, como si en el fondo la gente no hiciera más que enterrar tierra o tirar agua a un lago, pero por otro lado lo atraían de una manera extraña, secreta, le recordaban el destino único e irreversible de todos los seres vivos. Hacía tres años que no pisaba un cementerio, antes solía acompañar a sus padres al Cementerio Municipal de Lomas a visitar las tumbas de sus abuelos, a presenciar el ritual estéril de las flores. Su madre le reprochaba esa ausencia cada vez que podía, y él trataba de explicarle de alguna manera que en esos huesos, apilados de forma arbitraria, no había más que células muertas.

Volvió a levantarse a los pocos minutos y caminó entre las bóvedas, prestando atención a una serie de esculturas bastante raras. De golpe, oyó detrás de él un sonido agudo y entrecortado, como un quejido. Se agachó casi por reflejo, aunque enseguida le ganó la curiosidad y no pudo evitar darse vuelta. El paisaje se mantenía estático: ninguna lagartija arrastrándose, ni un mísero pájaro batiendo las alas, solamente unas cuantas bóvedas dispersas a su alrededor. Sin embargo, el extraño quejido volvió a interrumpir el silencio. Pensó que podía tratarse de un animal herido, escondido adentro de una de esas estructuras rectangulares, y avanzó sigilosamente. Unos metros abajo, vio a un hombre asomar el torso desde el interior de una de las bóvedas. Tenía el aspecto de un vagabundo: la barba sucia y tupida igual que el pelo, la ropa rasgada. Entonces se escondió atrás de unas plantas, sobresaltado, sintiendo el potente galope de su corazón que parecía querer escaparse del tórax. De todas maneras siguió mirándolo. El hombre apoyó las manos sobre el suelo y extendió con dificultad los brazos, colocando el cuerpo en posición horizontal como si fuese a hacer extensiones. Después, todo su cuerpo empezó a contraerse de manera espasmódica, acompañado por fuertes arcadas: una, dos, tres... hasta que al final largó de la boca ráfagas de un líquido opaco muy espeso. Cuando las contracciones cesaron, los brazos del hombre no pudieron soportar su peso, y su cara se desplomó sobre el suelo y sobre el vómito. Él lo miró horrorizado; el hombre había caído de frente sin la menor reacción, como si en vez de suelo y vómito hubiese habido debajo un gran pastel, y calculó que, como mínimo, tenía que haberse roto la nariz.

El olor repugnante no tardó en llegar hasta donde él estaba escondido, y tuvo que hacer un esfuerzo terrible para controlar las nauseas. Pero no lo pensó ni un segundo y, apretándose la nariz con los dedos para respirar sólo por la boca, corrió hacia el hombre a ayudarlo. Cuando lo tuvo al lado se produjo el dilema, la parálisis, ¿estaría muerto? ¿Qué podía hacer? No se animaba a tocarlo con las manos, así que decidió pasarle la punta de su zapatilla por debajo del pecho y tirar una patada que lo diera vuelta. Después de hacerlo se sintió una basura. Vio que, efectivamente, la nariz del hombre estaba sangrando. Respiró profundo por la boca hasta llenar sus pulmones y volvió a mirarlo con mayor detenimiento; era imposible adivinar cómo era su cara detrás de la mezcla espantosa de líquidos que la cubría. Pensó en tomarle el pulso, pero... había que tocarlo. Solamente es cuestión de apoyar dos dedos, se dijo, apoyarlos sobre cualquiera de las arterias. Al cuello lo descartó por estar enchastrado con vómito, a las piernas por estar adentro de la bóveda; le quedaban las muñecas, pero era difícil palparlas e iba a tener que presionar fuerte. Juntó valor y se agachó decidido. Deslizó lentamente los dedos índice y mayor por debajo de aquella muñeca huesuda y apoyó el pulgar por encima para poder hacer presión. En ese preciso instante, el hombre abrió los ojos. Él se echó para atrás asustado, tropezó con una raíz y cayó de espaldas al suelo. Cuando se levantó, el hombre lo miraba espantado, como si estuviese viendo un fantasma. Había enderezado el cuerpo y tosía con vigor.

—¿Está bien, señor? —le preguntó, aunque en seguida se dio cuenta de lo estúpida que era la pregunta.

El hombre se frotó el antebrazo contra la cara sin dejar de mirarlo en ningún momento, pero no contestó. Tenía la cara agrietada, los ojos cansados. Intercambiaron una mirada profunda, y él vio en esos ojos viejos, que no dejaban de examinarlo, una rara tonalidad amarillenta.

—¿Quiere que vaya al pueblo a buscar un médico? —insistió.

Del otro lado no hubo respuesta. El hombre bajó la vista y se quedó tildado en esa posición. Entonces él retrocedió, esperó unos segundos a ver si el otro reaccionaba y, como no lo hizo, pegó la vuelta.

—¿Está loco? —le preguntó una voz ronca desde atrás. Giró y volvió sobre sus pasos. Ahora el hombre lo miraba con una expresión de asombro, de repulsión— Este pueblo está maldito. ¡Mejor váyase! —le dijo.

Enseguida trató de ayudarlo a levantarse, le tendió su mano, pero el otro lo empujó ni bien lo tuvo cerca y volvió a arremeter con la mirada desencajada.

—¿No entiende lo que le digo? Acá se van a morir todos. ¡Váyase por donde vino! ¡Ahora mismo! ¡Váyase!

Después se arrastró hacia el interior de la bóveda como si fuese una babosa gigante, insultando al aire, y ya no volvió a salir. Él se quedó mudo, mirando la abertura cuadrada por donde se había escurrido el vagabundo, sin saber si tomar en serio la advertencia o si reírse a carcajadas. Pensó en ese encuentro repentino, en la manera grotesca de moverse de aquel hombre, en sus palabras con reminiscencias de alguna película de terror, y sonrió. Casi podía imaginar las caras que iban a poner sus amigos cuando les contara la anécdota a la vuelta. Por lo demás, una vez en el pueblo le iba a avisar a la policía. Seguramente conocieran al vagabundo y alguien se hiciera cargo.

Bajó a toda velocidad, zigzagueando entre bóveda y bóveda, arrastrando tierra y piedras a cada paso. Cuando llegó al pie del cerro se dio cuenta de que todo había vuelto a la normalidad, a su estado estático inicial, como si nada hubiera pasado y en realidad aquel vagabundo agonizante hubiese sido parte de una alucinación.

Volvió a la entrada sin darse vuelta en ningún momento, no era necesario comprobar esa sensación, el silencio hablaba por sí solo, y pensar en interrumpirlo poniendo en marcha su moto le daba escalofríos. Sabía que ese silencio tan monótono que lo rodeaba podía ser contraproducente: cualquier mínimo ruidito que hiciera podría delatarlo, hacerlo vulnerable. Se le ocurrió entonces que podía llegar caminando hasta algún hotel, llevando la moto con el motor apagado para no llamar demasiado la atención. Así recorrió un buen tramo, hasta que, en un momento dado, se cansó y la puso en marcha: hacía un ruido infernal, insoportable, o por ahí era la sensación que le daba por contraste con aquel silencio absoluto.

En el pueblo las casas eran casi todas de adobe, muy humildes pero prolijamente pintadas. Predominaba el color ocre. Las calles estaban vacías, tanto de seres humanos como de animales, y el ruido estrepitoso que acompañaba su andar no parecía llamar la atención de nada ni nadie. Era como si hubiese llegado a un pueblo fantasma, una dependencia del cementerio. Faltaba nomás que el cartel de algún negocio se balanceara y que pasara un fardo rodando a causa del viento. Por un momento pensó en huir, acelerar hasta el próximo pueblo más cercano, pero tuvo un presentimiento, de esos que solía tener cuando algún hecho extraño o inexplicable estaba por suceder. Su madre le había dicho una vez que en la familia eran todos medio brujos y a él le había causado cierta gracia, aunque sabía que su madre lo decía en serio.

Se desvió en una diagonal hasta cruzarse con un arroyito de agua barrosa que parecía atravesar todo el pueblo. A la derecha vio un camping vacío, a la izquierda, una plaza cuyos rasgos más destacables eran dos o tres juegos desvencijados y una pirca de piedras que delimitaba los canteros. Más bien parecía el cuadro de un pueblo, pintado en tres dimensiones, pero cuadro al fin. ¿Qué habría pasado con aquél lugar, con sus habitantes?

Eran ya más de las doce y empezó a sentir hambre. Dio algunas vueltas hasta que en una ochava encontró un restaurante abierto, “Del Centeno”, decía un cartel en la puerta. Estacionó la moto en la vereda y entró. El restaurante estaba vacío, pero las mesas tenían sus respectivos manteles, platos, vasos y cubiertos en posición, todo listo para recibir a la clientela. Caminó al lado de las mesas en silencio, apoyando los pies con cuidado, uno tras otro, tratando de evitar que el suelo crujiese. Parecía un lugar abandonado hace muchos años, o mejor dicho, un lugar detenido en el tiempo. Pasó el dedo índice por el respaldo de una silla y lo sacó completamente limpio. Eso lo inquietó un poco, no tenía nada que ver con la tranquilidad del ambiente, era como encontrar un muerto en medio del desierto y, al tocarlo, sentir su cuerpo todavía caliente. Cualquier persona ya hubiera huido despavorida, pero él era un escéptico, de los que creen que todo efecto tiene su causa y todo misterio su explicación. Recordó que en ciertos pueblos todavía se acostumbraba aplaudir para llamar a los dueños de casa, y dio dos o tres aplausos secos, pero no apareció nadie. Probó con una serie de aplausos más larga y fue lo mismo. Algo cansado, separó la silla de la mesa y se sentó...

De golpe sintió un leve sacudón en el hombro. Abrió los ojos y vio una silueta desenfocada que fue convirtiéndose, vertiginosamente, en el cuerpo de una mujer corpulenta.

—¡Ey! ¡Ey! ¿Me puede decir qué e lo que está haciendo usté acá? ­—dijo la mujer.

Él la miró con los ojos entrecerrados: tendría unos cincuenta años por lo menos, era bastante baja, de ojos café y pelo azabache, incluso sin verle la espalda podía adivinar una trenza que le llegaba hasta la cola.

—¡Le hice una pregunta! —insistió la mujer, exaltada.

Estaba a punto de decirle vi luz y entré, pero se dio cuenta de que la mujer no iba a entender el chiste y se iba a poner peor.

— La puerta estaba abierta —alcanzó a responder.

—¿Cómo que estaba abierta? —dijo ella, llevándose las manos a las mejillas— No puede ser, si yo...

Su cara se había transformado de repente; parecía angustiada. Caminó apurada hasta la puerta y tiró con ambas manos del picaporte, comprobando así que aquél no le había mentido. Antes de volver a cerrarla, asomó la cabeza a la calle y echó un rápido vistazo hacia ambos lados. Metió una mano en el bolsillo del delantal que traía puesto y sacó un manojo de llaves. Con dificultad, consiguió agarrar una del montón –las manos le temblaban–, y cerró la puerta con dos vueltas. Recién ahí pareció relajarse, como si el hecho de haber cerrado con llave la protegiera de algún tipo de peligro.

El otro se levantó enseguida.

—¡Espere un momento! —le gritó desde la mesa— Yo tengo que salir por algún lado, no pienso quedarme acá adentro encerrado.

—Puede salir por atrás, no se preocupe, venga —respondió ella, haciéndole señas para que la siguiera, y caminó hacia un mostrador en el fondo.

Mientras caminaba detrás, él le preguntó:

—¿Me podría decir qué es lo que está pasando en el pueblo?

La mujer se frenó.

—¿Tiene hambre? —le preguntó sin darse vuelta.

—Sí, pero...

—Entonce siéntese donde estaba, que ya le traigo algo de comer.

Después de interrumpirlo, la mujer se perdió detrás de una puerta que había al lado del mostrador. Él volvió a la mesa desorientado. La actitud de la mujer no dejaba de sorprenderlo, pero por lo menos había visto una persona entre tanta desolación y eso le daba cierta tranquilidad.

La mujer volvió al rato con un plato en una mano y un vaso con agua en la otra.

—Milanesa con puré —murmuró ni bien apoyó el plato sobre la mesa—, e lo único que hay.

 

Él le agradeció, atajó el vaso y empezó a comer en silencio; tenía mucha hambre y casi no dejaba espacio entre tenedor y tenedor. Sin embargo, a la carne le sintió un gusto raro, rico, pero raro.

—Disculpe, señora, ¿de qué es la milanesa?

—Señora no, María —corrigió la mujer—, así me llamo, como la Virgen, y así quiero que me llamen. La milanesa e de llama... ¿Y usté cómo se llama? —rió, dejando entrever unos pocos dientes amarillentos.

—Me llamo Abel.

—Abel... lindo nombre, lástima que en la Biblia haya terminado tan mal —comentó ella, mientras miraba fijamente una pequeña mancha en el suelo y se limpiaba las manos en el delantal. Después agarró una silla que estaba del otro lado de la mesa, la arrimó hasta donde estaba Abel, y se dejó caer como si su día de trabajo hubiera terminado—. Y... dígame, Abel, ¿de dónde e?

—De Lomas de Zamora.

María lo miró extrañada.

—Es un partido de la provincia de Buenos Aires —agregó él.

—¡Uy, pero qué lejos! ¿Y desde allá se vino usté con esa moto que está afuera?

Abel rió y negó con la cabeza.

—No, la moto la compré en Bolivia. Y hasta allá llegué en micro.

—¿Y para qué la compró? ¿E más barata allá?

—Sí, es mucho más barata, pero no la compré por eso, la compré para hacer un viaje.

—¿Un viaje? ¿Y adónde?

—Hacia el Sur, hasta Ushuaia, recorriendo todo el país.

—¿Y va a hacer todo ese viaje usté solito?

—Sí, viajo solo —Abel bajó la vista hacia la mesa y, como si se acordara de algo, agregó—. Es como dice el dicho, ¿sabe? Mejor solo que mal acompañado.

Se hizo un breve silencio. Y cuando María estaba a punto de abrir la boca, decidida a seguir la conversación, Abel se adelantó a decir:

—En el cementerio de la ruta me crucé con un vagabundo que salió de adentro de una de las bóvedas, ¿sabe? Estaba bastante mal el hombre. Yo quise ayudarlo pero, cuando me fui a acercar, me empujó y me dijo que me fuera lo antes posible, que el pueblo estaba maldito y que se iban a morir todos. Cosa de locos, ¿no? ¿Usted lo conoce a este hombre, María?

La mujer le clavó la mirada, una mirada en parte triste y en parte acusadora. Y Abel se dio cuenta de que estaba recordando algo.

—Sí, claro que lo conozco, le dicen Piraña —volvió a fijar la vista en una mancha del suelo y a frotar sus manos en el delantal—. No e más que un viejo vago y borracho. Hace más de un mes que no se lo ve por la calle, yo pensé que ya se había muerto. ¿Así que ahora vive adentro de una bóveda? Está pirucho —levantó la vista y lo miró directo a los ojos. No había notado antes cuán verdes eran—. E el alcohol, ¿vio, Abel?

—Sí...no sé, así debe ser. Pero me llama mucho la atención que el pueblo esté vacío, que no haya gente en las calles. Algo raro está pasando, ¿no me piensa contar?

—¿Por qué insiste, Abel? —preguntó María, sin sacarle la vista de los ojos. Había algo en esos ojos penetrantes que la intimidaba, y no pudo esperar a que él respondiera para contestarle— ¡Ay!, Abel, Abel, usté me mira así y yo qué le puedo ocultar. Y sí, acá algo está pasando. En realidad, algo pasó durante las fiestas de carnaval y lo que ve ahora es la consecuencia nomás. Yo no estaba en ese momento porque me había ido a visitar a una hermana mía que vive en San Salvador. Lo que sé, lo sé porque me lo contaron, ni bien llegué. ¿Sabe lo que e el Pujllay, Abel?

—No tengo la menor idea.

—¡Ah!, bueno, ¿ve?, no sabe —dijo María como si hablara sola—. El Pujllay e un muñequito rojo que vendría a ser como el diablo del carnaval.

Le explicó entonces que, para arrancar con el carnaval, el muñeco tenía ser desenterrado de algún lugar en el pueblo, marcado con un mojón, que bien podía estar ubicado en los altos, al pie de un cerro o junto algún río o arroyo. Aquel que lo desenterraba se convertía en el diablo oficial de la celebración, teniendo que vestirse como tal, adornado con espejos, lentejuelas y cascabeles, y cuya función sería animar los festejos y armar las parejas de baile entre otras cosas.

—Cuando el carnaval se termina, se elige a unos pocos para que hagan un pozo en un lugar que ellos elijan y ahí lo vuelven a enterrar, con las ofrendas de la gente: comida, alcohol, hojas de coca. Y lloran y le imploran al diablito.

—¿Lloran y le imploran? —preguntó Abel.

—Sí, Abel, lloran porque saben que se acaba la fiesta y hay que volver a trabajar. Y le imploran para que no caiga ningún mal sobre el pueblo.

Abel pensó un momento.

—¡Ah!, ya entiendo… este año se olvidaron las ofrendas y, ¡zácate!, el diablito hizo desaparecer a la gente —sonrió, esperando alguna complicidad, pero María se puso muy seria.

—Nadie se olvidó las ofrendas, Abel. Acá con esas cosas no se juega. ¡No Señor! Lo que pasó fue que el encargado de enterrarlo desapareció en medio del carnaval, y el Pujllay se perdió. Y así estamos: desde ese momento que hay una sequía espantosa, además las frutas se caen de los árboles solas, antes de tiempo, y la gente… —bajó la mirada como si fuera a decir algo que no debía— la gente hace unos días que apenas si come, les duele el estómago pero no comen, algunos vomitan y otros vuelan de fiebre, grandes, chicos, todos, ninguno sale de su casa.

—¿Y no se les ocurrió ir al hospital para que los vea un médico?

María se levantó de la silla y lo miró desafiante, dándole a entender que nadie la trataba de estúpida.

—Hace dos meses que está cerrado por remodelaciones, lo están poniendo a nuevo, ¡bah, lo estaban! Todos los servicios funcionan ahora en Tilcara. Da igual. ¿Para qué quiere un médico en este caso? Esto no tiene nada que ver con médicos.

Abel se quedó callado, se limpió la boca con la servilleta y después se levantó. La relación entre la desaparición del Pujllay y las consecuencias que María había enumerado le parecía un disparate, es más, no le entraba en la cabeza cómo había gente que podía creer en esas cosas, pero sabía que no tenía ningún sentido discutir con ella sobre el tema, como tampoco tenía ningún sentido discutir con su madre por lo mismo. Así que le preguntó el precio del almuerzo, le pagó y le pidió que le abriera la puerta de atrás. Antes de despedirla, no pudo evitar preguntarle cómo era posible que ella no tuviera el mismo malestar que el resto, a lo que María contestó:

—Ya le dije, Abel, yo no estuve acá en carnaval. El diablo no tiene por qué estar enojado conmigo, aunque por la dudas trato de no salir, nunca se sabe.

Abel fue a buscar la moto y recorrió el pueblo para ver si veía a alguien en la calle; no podía creer que todos estuvieran encerrados en sus casas. Pero era así: calles vacías, paisajes estáticos y, sobre todo, silencio.

En cierta esquina, detuvo la moto y caminó junto a las ventanas de las casas, a ver si así podía distinguir por lo menos alguna silueta moviéndose adentro. Varias luces estaban encendidas, sí, pero ni rastro de los habitantes. Vio una hostería de la mano de enfrente, sobre la misma cuadra, y pensó que era un buen momento para reservar una habitación. Aunque faltaban todavía varias horas para que oscureciera, no quería tener que andar buscando, de apuro, un lugar donde pasar la noche.

La puerta de la hostería estaba abierta. Entró sin esperar encontrar a nadie y a nadie encontró. La recepción, un ambiente quizá más chico que su propia habitación, se veía exactamente como él imaginaba que tenían que ser las recepciones de tales hosterías norteñas: dos mesas con sillas para almorzar o cenar, un mostrador de material en el fondo y una heladera llena de bebidas en un costado, no más que eso.

Guiado por algo parecido a un impulso, abrió la puerta de la heladera y agarró una lata de gaseosa. No era una cuestión de sed, era más bien el deseo de desafiar esa extraña quietud que le exigía estar en guardia todo el tiempo. Pensó en abrirla para ver si algo en el ambiente se alteraba, pero al final no lo hizo. Guardó la lata en la heladera y se acercó al mostrador. Vio un pulsador con una campanita sobre la barra, sin carteles de ningún tipo. Vio también una puerta de madera entreabierta que desde la entrada era imposible ver. Apretó el pulsador y esperó…

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