La escalera de caracol

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La escalera de caracol
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© Laura Gloria Santi Bertani

Diseño de edición: Letrame Editorial.

ISBN: 978-84-18307-22-5

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Vera había salido pronto de casa, así y todo aún estaba dudando si ir a ver al profesor Guardini. Hacía mucho tiempo que no tenía noticias de su antiguo profesor de literatura y filosofía y se había sorprendido cuando Susana, sobrina del profesor, le había telefoneado para decirle que el profesor quería hablar con ella con cierta urgencia. Al preguntar Vera por qué el profesor quería verla, Susana le dijo que él solo le había comentado que era para responder a su brillante alumna una pregunta formulada ya hacía unos cuantos años.

Algo se había removido en su interior al escuchar aquella contestación y por ello ese día, aún con reticencia, se dirigía hacia la casa del profesor. Ya delante de la puerta, aún se preguntaba si llamar o no al timbre, cuando Susana la abrió, no porque la hubiera visto llegar, sino porque iba a salir.

Las dos se miraron desconcertadas, luego se saludaron amablemente y Susana le explicó sin rodeos:

—Mi tío está en su estudio, creo que ya sabes dónde es, y he dejado en la salita una bandeja con té y pastitas. —Y guiñando un ojo—. De las que le gustan al profesor. —Y se rio, luego añadió—: Me voy a mi casa, vengo a ver a mi tío dos o tres veces a la semana, aunque a veces ni se da cuenta de que estoy aquí, porque está enfrascado en sus estudios e investigaciones. Aunque en realidad vengo para ayudar a Rina, la gobernanta, que está con nosotros desde que tengo uso de razón. —Rio ruidosamente añadiendo—. Aunque tío Alberto diría que yo carezco de ese «elemento». —Y dibujó en el aire con los dedos índice y corazón unas hipotéticas comillas.

Se despidió hablando atropelladamente sin dejar que Vera abriera la boca, añadiendo.

—Quizás no coincidamos más, encantada de haberte conocido. El profesor estará impaciente. Adiós. —Y bajó los pocos escalones corriendo, dirigiéndose hacia la parada del autobús.

Susana desapareció como una exhalación, pequeña, menuda, risueña, con una pizca de rebeldía en su actitud vivaracha. «¿Volvería a verla?», se preguntó Vera entrando en casa del profesor. Cogió la bandeja que le había indicado Susana y se dirigió hacia el estudio del profesor, que en realidad era la biblioteca. Vera llamó a la puerta y entró sin esperar respuesta. El profesor levantó la cabeza de sus libros y al verla exclamó con satisfacción:

—¡Estás aquí! Bien, bien, bien… ¡Vamos, entra! —Y viendo la bandeja prosiguió—. Tomemos el té antes de que se enfríe. Tengo mucho que contarte, pero una sola respuesta que darte.

Vera lo miró inquisitiva, pero el profesor no añadió nada más y se puso a servir el té, mordisqueando una pastita. Vera le imitó y se hundió en la butaca, que él le indicaba, deleitándose con el agradable sabor del té. El profesor le explicó.

—Este té me lo envían, en exclusiva, de la India, es muy especial, no contiene teína y sí los pétalos de algunas flores exóticas muy aromáticas. —Y se recostó en la butaca con aire muy satisfecho. Al terminar el té, sin preámbulos, el profesor comenzó diciendo—: ¿Recuerdas cuando en clase hablábamos de los conocimientos de los antiguos?, tú me preguntabas de dónde ellos habían obtenido tales conocimientos. Y ¿por qué muchos se habían perdido a lo largo de los años, de los siglos, hasta nuestros días? —Vera solo asintió con la cabeza y una ligera sonrisa se dibujó en sus bonitos y bien proporcionados labios rosados, mientras el profesor proseguía—: Desde entonces he estado investigando y estudiando en profundidad los trabajos de Einstein, Hawking, Michio Kaku y muchos otros físicos cuánticos. —Y con sencillez le aclaró—: Acabo de sacarme un doctorado en física cuántica. —Y como para disculparse añadió—: Tenia demasiado tiempo libre y quería aprovecharlo. —Y sonrió tímidamente. Vera exclamó:

—¡Profesor, siempre he creído que usted era un genio! —Y el profesor volvió a sonreír.

—¡Vamos, vamos, no exageremos! —La cogió de la mano y la llevó hacia su mesa de trabajo diciendo—: ¡Gracias! ¡Gracias por aquella pregunta que dio un sentido a mi vida! Estoy satisfecho por haber comprendido. Y como dijo Sócrates: «Solo sé que no sé nada».

Vera seguía callada, escuchando, expectante. Apoyó las manos sobre la mesa mirando la cantidad de papeles con apuntes, gráficos y fórmulas, acarició con sus largos y finos dedos las hojas esparcidas aquí y allá sin un orden aparente. Pero ella sabía que allí, en aquel desorden, había orden, conocía bien al profesor y sabía cómo trabajaba. Lo que aún no lograba entender era porque el profesor le mostraba todo aquello que para ella era un galimatías. Entonces, al ver su desconcierto, el profesor la invitó a sentarse nuevamente en la butaca y empezó a explicarle:

—Los físicos han demostrado que vivimos en un universo múltiple, en pocas palabras, estamos y somos realidades holográficas. Lo que siempre han afirmado los hindúes, los budistas, esta vida es «Maya», una ilusión, una creación de nuestros sentidos. —Mirando a los ojos a Vera, preguntó—: ¿Me sigues? —Ella movió la cabeza afirmativamente, entonces el profesor prosiguió—: ¿Te das cuenta? Los antiguos, los filósofos griegos, decían lo mismo, pero con otras palabras. Las experiencias de los místicos son visiones de esas otras realidades. El teatro de la vida se desarrolla totalmente, aquí y ahora, en este mismo instante. No hay ayer, no hay mañana, porque siempre es una sucesión continua de hoy. De un estar presente. ¿Me comprendes?

Vera por fin habló:

—Lo que usted me dice es fantástico, nunca lo había visto así, es… es maravilloso… creo que voy entendiendo… aunque me siento mareada… tengo la sensación de que tanta información no quiere entrar en mi mente… pero al mismo tiempo es como si siempre hubiera estado en mi sentir. —Levantó sus ojos grises y escrutó la cara del profesor que la observaba inquieto al ver su repentina palidez, a pesar de su bronceado veraniego. Vera sacudió su corta melena color caoba y los rizos se alborotaron sobre su cuello. Entendía lo que el profesor le había explicado, pero a su cerebro le costaba procesar todos aquellos datos, sonrió pensando «¡Ni que mi cerebro fuera un ordenador! ¿O lo es?» y preguntó:

—Profesor, ¿es posible comprender todo esto con… con un sexto sentido… humm… aunque el cerebro no lo haya procesado?

El profesor aliviado suspiró profundamente, exclamando:

—¡Eso es! Sí, sí, has encontrado la definición correcta, como siempre. —Y cogiéndole una mano—: ¡Te felicito, Vera! —Vera, algo aturdida por aquel repentino entusiasmo de su antiguo profesor, solo pudo sonreír—: Por esto quise que vinieras, entre todos mis alumnos, sabía que tú me comprenderías sin cuestionar, sin recurrir al razonamiento cartesiano.

Vera gentilmente quiso protestar:

—¡Profesor! —Pero él no la dejó.

—¿Sabías que todo, nosotros mismos, vistos a través de un súper potente microscopio somos: ¡NADA! Hay más vacíos que partículas en nuestra composición. Si nos lo creyéramos podríamos atravesar paredes. —Y acompañando la frase con una carcajada, dijo—: Es como lo de… ¿Cómo puede volar una mosca si, proporcionalmente, sus alas son diminutas comparadas con su cuerpo? Y es que… ¡nadie le dijo que no podía volar! —Recuperando el aliento, el profesor se dirigió a la cafetera que estaba en un rincón de la estancia, para calentar agua para preparar más té. Mientras Vera reía en sordina, divertida al ver que el profesor se había despojado de su austeridad, pero seguía sin comprender claramente qué tenía que ver la física cuántica con la filosofía o las letras y la poesía. Girándose para dirigirse al profesor con una pregunta, supo de repente que comprendía sin comprender, que tenía todas las respuestas sin saberlo. Pasó la mano sobre su frente y el profesor comprendió su gesto, solícito exclamó—: ¿Quizá te estoy agobiando con todo esto?, no era mi intención.

Agitando una mano, Vera respondió:

—No se preocupe, profesor, es posible que aún esté bajo los efectos del jet lag, regresé ayer de mis vacaciones.

—¡Bien! Entonces le diré a Rina que nos prepare una copiosa cena y si te apetece podemos tomarla en la terraza, a no ser que te sientas más cómoda recostada en esta butaca. —Y sin más el profesor salió de la estancia. Mientras esperaba que el profesor volviera, Vera se puso a observar la estancia. Recordaba aquellas paredes atestadas de estantes hasta el techo y abarrotados de libros y archivadores, todo organizado de una forma muy peculiar. Su mirada se posó en el rincón más alejado y se sorprendió, pues no recordaba que allí hubiera una puerta, ligeramente disimulada tras la última estantería, cargada de libros muy antiguos. Se dirigió hacia aquella puerta, impulsada por su inagotable curiosidad, y al cruzar el umbral se encontró con un exuberante jardín, en donde la vida de insectos y vegetación parecía bullir con una insólita energía. Una templada brisa hacía ondear suavemente la vegetación inundando el aire de un agradable e indefinible aroma. Una anciana hermosa, enérgica y etérea a la vez, con el cabello plateado, que parecía haber sido trenzado con rayos de luna, se dirigió a su encuentro y, tomándola de la mano, la llevó al otro extremo del jardín. Allí se encontraba una pequeña edificación con una muy alta torre. La puerta de la torre estaba entornada y la anciana con una sonrisa la invitó a que entrara. Del interior provenía una dulce melodía de violines y arpas. Nada más entrar, una luz cegadora la deslumbró, parecía que el sol hubiese concentrado todos sus rayos en la cima de la torre. Poco a poco sus ojos se habituaron a la diferencia lumínica entre exterior e interior. Vera se percató que la habitación era invertida y, al mismo tiempo que vislumbraba una extraña escalera de caracol, notó que, a pesar de esa intensa claridad, había zonas oscuras, llenas de sombras amenazantes, debajo de la escalera. Desconcertada por lo que estaba observando se preguntó si acaso su percepción se había alterado. Notaba que algo no funcionaba correctamente. ¿Era ella o el entorno? Apretó con fuerza los ojos y volvió a abrirlos pero todo seguía igual. La anciana le tocó el hombro invitándola, con un gesto, a que subiera por la escalera, pero antes la retuvo un instante colocándole alrededor del cuello una cadenita con un colgante, un extraño medallón, cuyos símbolos eran unas líneas entrelazadas soportadas por dos dragones y en cuyo centro se situaba un sol, que sostenía en la boca una llave. Vera inconscientemente sujetó el medallón con una mano mientras con la otra se guiaba deslizando los dedos por el pasamano de la escalera, ascendiendo lentamente, escalón a escalón. Polvo de oro y pétalos de flores se arremolinaban envolviéndola y acompañándola mientras ella subía hechizada por la maravillosa melodía que la impulsaba a seguir subiendo cada vez más arriba. Dando vueltas y vueltas, subiendo y subiendo por aquella escalera de caracol, la ascensión se hacía interminable. Empezaba a tener dificultad para respirar, apoyó la mano que sostenía el medallón sobre su pecho, su corazón parecía querer salírsele por la boca y entonces, de repente, se encontró en la cima de la torre y vio un paisaje fabuloso, luminoso, percibió aquel instante como único e irrepetible.

 

Tras ella la anciana, que ya no era anciana, sino una hermosa joven con el cabello plateado, le susurró al oído:

—Este es un mágico momento, estás más cerca del cielo que de la tierra. Tienes el espíritu del águila, puedes llegar tan lejos como quieras. El medallón solo es un recuerdo, la llave está en ti, en tu corazón. —Y sonriendo le prendió en el pelo una hermosa flor. Vera, pletórica, se sintió ligera como una pluma, supo entonces que su realidad podía ser totalmente como ella quisiera. Desde aquella extraordinaria altura miró hacia abajo, por el hueco de la escalera de caracol, y percibió la oscuridad y las sombras ondulantes, pero ya no tuvo miedo a enfrentarlas porque sabía que ya no podían lastimarla. Al instante siguiente se encontraba nuevamente al pie de la escalera. La melodía se había detenido y el torbellino de polvo de oro y pétalos la empujó acompañándola hasta la puerta de la biblioteca. Un intenso aroma a café inundó su olfato en el mismo momento que cruzaba el umbral. El profesor solo le rozó el hombro ligeramente, pero para Vera el efecto fue el de una descarga eléctrica. Su cuerpo se sacudió, vibrando como una hoja al caer del árbol, y sorprendida abrió los ojos. Aturdida miró al profesor y en su rostro se dibujaba la expresión de una pregunta no formulada.

El profesor se disculpó:

—Querida Vera, tendrás que perdonar mi tardanza, pero Rina había salido para hacer la compra. ¡No me extraña que te hayas quedado dormida! —Y riendo añadió—: ¡Estas butacas son fantásticas, te relajas tanto en ellas que el cuerpo solo pide dormir!

Vera, balbuceando, protestó:

—Yo no… no me he dormido… he ido… he visto… —Y mirando al extremo de la estancia, allí donde supuestamente debía haber una puerta, desconcertada, enmudeció. Se recostó en la butaca y cerrando los ojos murmuró—: No puede ser, no… no… no ha sido solo un sueño. —Y poniéndose en pie bruscamente se dirigió al final de la estancia palpando la pared de la esquina, buscando un resquicio, una muestra de que allí había o hubo una puerta. El profesor, inquieto, ante su extraño comportamiento, la siguió, observando cada uno de sus movimientos, preguntándose ¿qué rayos estaba ocurriendo?… Entonces Vera, girándose hacia él, le preguntó si alguna vez había existido una puerta secreta en aquel rincón, a lo que el profesor contestó con un gesto negativo de la cabeza mirándola estupefacto.

Vera continuó acariciando la pared con una mano mientras murmuraba:

—Yo salí por una puerta, aquí mismo, y al otro lado había un frondoso jardín, no fue solo un sueño. —Y percatándose del medallón que aun sostenía con la otra mano, exclamó excitada—: Mire profesor, aquí está la prueba, no fue un sueño. ¡Oh no!, desde luego que no. —El profesor se sobresaltó al ver aquel misterioso medallón, no dijo nada, pero la cogió de los hombros y, suavemente, la condujo hasta la mesa y le enseñó una hoja de papel amarillento y muy deteriorado, quizás de un manuscrito muy antiguo, en la que aparecía una parte del grabado que tenía aquel medallón.

—Nunca pensé que existiera… —dijo el profesor sin terminar la frase, asombrado y a la vez perplejo. Vera lentamente se sentó en el sillón sin despegar los ojos de aquel papel, sin dejar, al mismo tiempo, de palpar el medallón con la intención de asegurarse de que allí estaba y era muy real.

Mientras el profesor le indicaba la flor que tenía prendida en el cabello, Vera en voz baja, comenzó a explicar:

—En el jardín había una anciana, que luego era joven, con el cabello plateado como rayos de luna.

El profesor la interrumpió:

—Podría ser Selena, diosa lunar de los griegos, o Anaann de los celtas, la diosa madre, o …

Pero Vera le detuvo:

—No, no, había algo… por un momento sentí que sabía quién era aquella anciana, pero esa comprensión se esfumó rápidamente. Ella me llevó hasta una torre y, antes de que yo subiera por aquella singular escalera de caracol, me dio este medallón y esta flor que entonces tenía un aroma exquisito. Allá arriba, en la cima de aquella torre me sentí pájaro, águila, viento, todo y nada.

Sin vacilar el profesor exclamó:

—En ese sorprendente encuentro tienes la confirmación de que has podido introducirte en un mundo oculto a nuestra realidad, pero que pertenece a este mismo espacio vibrando diferente. Por tu carácter firme, por tu energía, por tu sentir con intensidad, por todo esto has recibido la invitación para explorar un misterio ignorado por las mentes razonantes. Has tenido coraje para seguir adelante y averiguar hacia dónde te conducía aquella singular aventura. —Y el profesor respiró hondo, añadiendo—: ¿Comprendes, Vera? Has estado en otra realidad.

Vera lo escuchaba asintiendo con la cabeza, luego murmuró:

—Siento que es así, pero me sigue pareciendo inverosímil. ¿A quién puedo contarle esta experiencia mía sin que me tome por loca?

El profesor sonrió:

—¡A más de uno, Vera, y yo conozco unos cuantos! Esta llave es un símbolo, pero la verdadera llave está en tu corazón.

Vera se sobresaltó y exclamó:

—Eso mismo me dijo la anciana… la joven… del cabello plateado. —Alterada y sorprendida por lo que le había sucedido, Vera aceptó la invitación del profesor para quedarse a cenar.

Mientras Rina servía la cena, Vera, intrigada, volvió a preguntar:

—Profesor ¿está usted seguro de que nunca hubo una puerta en aquella pared?

A lo que el profesor contestó con firmeza:

—Estoy totalmente seguro, jamás hubo una puerta, desde que yo tengo uso de razón, en aquella pared siempre han estado las mismas estanterías cargadas de libros antiguos. Esta casa fue de mi tatarabuelo, de mis abuelos, de mis padres y luego será de Susana. —Calló un instante reflexionando luego—: Puede que en esa otra realidad existiera la puerta y lo único que te ocurrió fue que, por algún inexplicable designio, tú debías acceder a ese mundo inexplorado para recabar un misterioso conocimiento. ¡Te estaban esperando, de ello estoy firmemente convencido!

Confundida, Vera replicó:

—No entiendo nada. ¿Por qué yo? ¿Por qué ahora?

Indeciso el profesor la miró sonriendo y después de un largo silencio le contestó:

—Una situación como esta es imprevisible, pero a veces la conjunción de ciertos planetas da lugar a estas «anomalías temporales». No me mires con esa cara de asombro, no estoy diciendo nada tan extraordinario. Todo vibra en el universo, solo es cuestión de vibraciones.

Y Vera contestó:

—Sí, ¡vale! ¿pero qué conexión puede existir entre mi vibrar y el ritmo del universo? Solo soy una partícula en esa inmensidad.

El profesor le respondió con énfasis:

—No olvides que en un holograma una sola partícula contiene la totalidad.

Vera, turbada, replicó:

—Tendré que meditar sobre ello. Necesito aclarar mis ideas. —Después de un momento de silencio admitió—: Sobre todo ahora necesito descansar, dormir, esta incomparable experiencia ha logrado agotar mis energías.

En aquel momento Rina entró al comedor con una bandeja de té y al oír las palabras de Vera dijo:

—La habitación contigua a la de Susana está preparada, si quieres quedarte, como cuando estudiabas para los exámenes… ¿Recuerdas?

Vera la abrazó sonriendo:

—Gracias, Rina, me encantaría, pero he de volver a casa. Creo que será mejor que vaya antes de que sea muy tarde. ¡Volveré! Puedes estar segura. —Y dirigiéndose al profesor—: Hemos de proseguir nuestra conversación, profesor, así que hasta pronto. ¡Muchas gracias por todo! Ha sido un reencuentro emocionante y muy instructivo. —Se despidió rápidamente impulsada a marcharse por una extraña urgencia.

En cuanto llegó a casa, Vera se apresuró en meter la hermosa flor en un pequeño jarrón de cristal, para que no le faltara agua. Puso el jarrón sobre su mesita de noche y rápidamente se metió en la cama, entre las suaves sábanas y agotada se durmió enseguida. Durmió sin soñar, o por lo menos, esa fue su impresión y se despertó fresca y descansada. Mirando sobre su mesilla vio que la flor lucía aún más hermosa que la noche anterior, pero notó que había perdido su intenso y agradable aroma. Percibió un extraño brillo, un parpadeo, en el misterioso medallón colocado al lado del pequeño jarrón. Se estremeció sorprendida y para callar su agitación se dijo que… Seguramente era su imaginación que se había disparado, otra vez, como siempre que le ocurría cuando se encontraba ante una situación enigmática. Y así transcurrieron varios días y varias noches. Al llegar la noche la flor se marchitaba y así cada noche, pero a la mañana siguiente la flor lucía cada día más hermosa, día tras día. Una noche Vera se despertó al notar que una tenue luz inundaba la habitación y sorprendida pudo ver como «la dama del jardín», envuelta en un halo de luz plateada, depositaba una nueva flor en el jarrón y recogía la flor marchita, y por simbiosis el medallón parecía cobrar vida. Al contemplar aquella visión, Vera juntó las manos sobre su pecho y cerró con fuerza los ojos, repitiéndose: «Estoy soñando… estoy soñando… estoy soñando…», volviendo a dormirse enseguida.

A la mañana siguiente, la flor, además de lucir más hermosa que otros días, desprendía nuevamente un intenso y agradable aroma. El medallón, que lanzaba visibles e insistentes destellos como un faro, captó su atención, abrumándola puesto que la configuración de los símbolos se había modificado. Sobre el sol había un Águila y ahora era ese Águila que llevaba la llave en su pico. Su corazón empezó a latir desbocado, no era su imaginación, su entorno estaba cambiando, su percepción se había transformado alterando su manera de pensar. ¿Comprendió? ¡Quizás! En aquel momento solo tenía clara una cosa. Cogió el medallón y, sin pensárselo dos veces, vistiéndose apresuradamente, se dirigió a casa del profesor Guardini.

Quería explicarle, ponerle al corriente, no solo de lo que había ocurrido con el medallón, sino de la visión de aquella noche y del hecho que seguramente eso había estado pasando todas las noches, puesto que la flor cada mañana era más hermosa que el día anterior a pesar de marchitarse al anochecer.

 

El profesor la recibió con entusiasmo, pero al ver en el rostro de Vera la impronta de la preocupación se alarmó sobremanera. Poniéndole un brazo alrededor de los hombros, la condujo a la biblioteca sin mediar palabra. En cuanto Vera estuvo cómodamente sentada se inclinó hacia ella, expectante, esperando que fuera ella quien iniciara la conversación. Vera le tendió las manos enseñándole el medallón diciendo con voz temblorosa:

—La imagen se ha modificado. —Incrédulo, el profesor cogió el medallón escudriñándolo minuciosamente y comparándolo a la reproducción, en parte escamoteada por el transcurrir de los siglos, que figuraba en aquel antiguo documento que él poseía.

Impresionado repetía en voz baja:

—Extraño, muy extraño, humm… raro sí, muy raro. —Y dirigiéndose a Vera—: Por lo poco que he logrado traducir de este manuscrito, según mi comprensión, parece ser que este medallón tiene poderes mágicos. Como un portal. Es posible que solo se active en condiciones muy especiales. Quizás en un momento específico en que tu espíritu pueda conectarse con una alineación planetaria excepcional. Pero de ese tema desconozco prácticamente todo.

Vera, que había estado escuchando sin interrumpirlo, preguntó:

—Sí, pero ¿qué significa ese cambio? ¿Para qué sirve? ¿Tiene alguna utilidad?

El profesor sacudió la cabeza:

—No sabría contestarte a estas preguntas. Solo entiendo que es un hecho sorprendente.

Vera insistió:

—¿Acaso puede tener una explicación científica?

El profesor volvió a sacudir la cabeza:

—Es inexplicable, un acontecimiento extraordinario. No me extraña que te turbara esta transformación. Aunque puedas no creértelo todo esto me impulsa a proseguir con mi investigación. Quizás en algún momento logre traducir lo poco que queda de este documento. Es una inusual mezcla de idiomas antiguos, tan antiguos que algunos aún son indescifrables hasta el momento presente.

El profesor, advirtiendo que Vera estaba temblando, se asomó a la puerta y llamó a Rina para que trajera té y unas pastitas. A lo que Rina respondió rápidamente, trayendo además unos bollos de chocolate recién horneados. Rina posó la bandeja sobre la mesa apartando unos legajos. Con una rápida mirada comprendió que tanto el profesor como Vera estaban inquietos y, no queriendo interrumpirlos al deducir que debían estar investigando algún tema dificultoso, se retiró sin proferir palabra.

—Gracias Rina —dijo el profesor, mientras esta cerraba la puerta tras de sí, luego se volvió hacia Vera para devolverle el medallón. Vera tendió la mano para cogerlo, pero los dos se sobresaltaron y profirieron al unísono una exclamación de asombro al constatar que del reverso del medallón se desprendía una réplica reducida con algunos símbolos grabados en aquel desconocido idioma ancestral. Los dos se miraron desconcertados. Así como el profesor emocionado giraba y volvía a girar en sus manos la réplica del medallón, Vera, estremeciéndose, con el semblante alterado, apretaba con fuerza el medallón hasta lastimarse los dedos. El profesor seguía emocionado, pero no por ello dejó de prestar atención a Vera, que temblaba sin parar y que cada vez estaba más pálida, así que exclamó—: ¡Bueno! Parece ser que este peculiar objeto quiere que un profesor muy curioso lo investigue para quizás averiguar su origen o sus propiedades. —Y sonriendo tendió la mano a Vera, diciendo—: ¡Vamos! Necesitas de un buen té caliente y estos bollos te devolverán el color a las mejillas. —Y la guio hasta la pequeña mesa en la que estaba la bandeja del té. Se sentaron en sendas sillas mientras el profesor, sirviendo el té, prosiguió—: No te inquietes, querida, me quedaré con esta réplica y seguiré investigando, llegaré al fondo de este misterio. ¡Te lo aseguro! —Complacido por lo que había expresado se dedicó a saborear su té y los deliciosos bollos de chocolate. Hecho que Vera imitó maquinalmente pero que la ayudó a reponerse y al fin pudo disfrutar de aquellos bollos y de aquel exquisito té.

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