Más Allá De Los Hilos De Plata

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Más Allá De Los Hilos De Plata
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MÁS ALLÁ DE LOS HILOS DE PLATA
Por
Lara Biyuts
Traducido por Arturo Juan Rodríguez Sevilla
Publicado por Tektime
Copyright @ 2020 – Lara Biyuts

Un golpe de dados jamás abolirá el azar.

Stéphane Mallarmé


 
Ya es la hora bruja de la noche;
bosteza el cementerio, y con su aliento el infierno
contagia al mundo. Ahora puedo beber sangre caliente,
y cometer maldades que, al día, si las viese,
le harían temblar.
 
Shakespeare

I

Silencio. Si alguno de los jóvenes imaginativos y lectores observadores o meros espectadores de cualquier edad quisiera perderse en pensamientos y reflexiones, este apartamento habría sido el lugar más apropiado del mundo. Más o menos polvoriento, aquí y allá pintoresco, la intrincada topografía de este apartamento de siete habitaciones era más o menos interesante para toda una gama de amantes del arte de la época descrita. Todas las habitaciones tenían ornamentos igualmente extraños de los que hacían suponer que el apartamento no era la pacífica morada del estimado clérigo, consejero privado del Imperio Ruso, sino el pied-à-terre de un joven chivo expiatorio o la guarida de un colonialista británico. Muchas otomanas adornadas y vestidores tallados, alfombras y cortinas multicolores, farolillos, espadas de aspecto anticuado, vajillas esmaltadas, bandejas y algunas baratijas y rarezas cuyo origen precedía al ascenso del cristianismo en varios siglos. Todos los utensilios domésticos, mesas, camas y lavabos estaban cuidadosamente cubiertos con fundas plegables decoradas por todas partes con dragones dorados, pues ese era el gusto del tío Anton Korsak, cuyo apartamento estuvo a disposición de su sobrino por un tiempo, y donde el sobrino, de nombre Vadim, se sintió enjaulado y acechado por algunos pensamientos, visiones y sueños oscuros. ¿Y cómo era su tío en persona? El tío estaba fuera, en el extranjero, en busca de más botín de la misma ralea.

Como algunos nativos de esta parte del mundo, el tío de Vadim se marchitaba en primavera, sufriendo enfermedades e indisposiciones estacionales, y florecía en otoño, época en la que se animaba, moviéndose así definitivamente en sentido contrario a las agujas del reloj, o más bien en sentido opuesto al año mismo, pero curiosamente orientado a los solsticios del año; además, el tío decía que el frío invernal era saludable para él y que cada otoño se sentía joven de nuevo y sus deseos volvían a ebullir. Entonces, mientras el tío estaba en el extranjero, su sobrino vivía una vida de ensueño en aquellas habitaciones atestadas y extravagantes.

Los sueños de la última noche no habían abandonado todavía la mente de Vadim, debilitando, junto con la solicitud, ese vívido recuerdo del incidente del día anterior, brillante y destacado como un puñal haciendo brotar su sangre en la mañana y haciéndolo languidecer. Según leía la carta el desaliñado quinceañero, harto de dormir y con su cabello acaramelado hecho un batiburrillo, una ligera mueca de disgusto cruzó fugazmente su cara regordeta, con mejillas sonrosadas y labios de fresa. Un momento más y su mirada empezó a vagar por la espaciosa habitación que parecía a la vez exuberante y descuidada a la escasa luz de la mañana del invierno nórdico. Entonces, su mano dejó caer la carta y el pesado papel de la regencia, de color dorado y bordeado de oro, y cayó al suelo como una paloma blanca enferma. Acostado boca arriba, parecía deprimido, con sus ojos grises parpadeando ansiosamente, emitiendo una alarma secreta. El tono aburrido de su primo lejano, el conde Félix, y la cara sonrosada de su prima lejana, Annette, que le hacía ojitos; a continuación, las charlas picantes con su amigo Lodie Chartoborsky, seductoras e indolentes, y luego todos ellos, como cualquier imagen tras un telón, fueron eclipsados en su mente por la sonrisa, bella y traviesa, de la imagen que permanecía en el deteriorado cuadro del salón del conde Félix, de aquella que estaba extrañamente viva en los sueños de Vadim, la hermosa bruja de seda blanca, con la eterna belleza de muchos rostros bajo el extraño y fatal nombre de «Manon Lescaut». La bella dama de la imagen malograda, el día anterior, en la víspera del día de Reyes, tenía otro nombre que habían puesto también a un tipo de sofá, pero Vadim prefería llamarla Manon Lescaut.

–Señor, debe levantarse ―dijo el mayordomo Mitrich. El físico del anciano con su usual voz ronca impresionó a Vadim, como un fantasma matutino que al final resultase el abogado de la familia, que venía a hablar sobre el lamentable estado de su herencia. El difunto padre de Vadim, el consejero privado anciano y viudo, solo dejó a Vadim una pensión, una pequeña casa en el campo y seis cuentas de préstamo del Estado ―en realidad, lo mejor que el anciano viudo hizo por su único hijo fue inscribirlo en el Liceo Imperial, lo que le dio a Vadim el uniforme que le permitía entrar a algunas asambleas y espectáculos de ballet, en los que podía socializar y convivir con estudiantes y otras personas que eran mucho mayores que él―. Vadim se levantó de la cama y fue al lavabo que había detrás del biombo japonés.

Mientras se vestía, interrogó al mayordomo sobre el estado de la sencilla hacienda de su tío, de la que estaría a cargo durante la temporada de invierno. Después de encender el fuego en la estufa de cerámica holandesa, el sirviente se fue y Vadim terminó de alisarse el uniforme de estudiante del Liceo, su vestimenta habitual, y finalmente comenzó a peinarse. El mayordomo trajo una bandeja con el desayuno.

El viejo sirviente era claramente un despropósito andante y, para colmo, un ignorante que nunca supo que «no solo de pan vive el hombre… también de postre» (y este escritor no tiene intención de disculparse ante los lectores por la falsa cita). Agitando el plumero sobre todos los muebles, el mayordomo se fue murmurando palabras de desaprobación sobre los nuevos tiempos.

El gran pedazo de pastel de papa estaba frío y seco. Esto le cortó el apetito completamente, y Vadim sintió que la languidez del sueño volvía a invadir su cuerpo, el aire suspendido del apartamento le causaba un estado de somnolencia en la mente, aunque Vadim no sufría de insomnio a esa hora en que, como dijo el poeta:

 
cesa el estrépito del día en torno al hombre, y a las mudas calles del pueblo, clarísima, desciende la sombra de la noche.
 

Tenía mucho tiempo libre. Se acercó a una ventana, y pudo ver a través del cristal enmarcado de escarcha la gran nevada que había afuera y a un transeúnte que caminaba rápida y afanosamente por la calle lateral. Imaginó la helada fuerte y el pronto crepúsculo. Una de las pocas diversiones disponibles en el interior era pasear de esquina a esquina, así que empezó a caminar por la casa.

El periódico Northern Bee de cinco días antes seguía sobre la mesa de juego; el último éxito, Vyzhigin, de Faddey Bulgarin, descansaba en la silla Windsor; y la estatuilla del querubín dormido en la estantería custodiaba negligentemente otros libros, pero Vadim no necesitaba ni sueño ni alimento espiritual.

En su ociosidad, Vadim se movía de una habitación a otra, abriendo las cortinas de las puertas y dejándolas balancearse hasta detenerse a sus espaldas. La escasa luz diurna se reflejaba en las infinitas facetas de la escarcha sobre los cristales de las ventanas. Tras hacer una parada en la ventana, Vadim prosiguió con la ronda de las habitaciones, deslizándose silenciosamente sobre las alfombras. Se detuvo ante una puerta, miró a su alrededor y la abrió. Despacio, dio con un pie el primer paso como si se adentrara en el misterio, hacia sus propios sueños, hacia otra persona.

II

Pero no había nadie, y la habitación no era un lugar prohibido. Espaciosa, con dos divanes orientales a lo largo de las paredes con tejido de damasco, sin escritorios ni estanterías, la llamaban estudio, por alguna razón. Sin motivo aparente, Vadim estuvo caminando durante un rato, pasando los dedos por encima de la línea de antiguos chibouques en el estante de bronce, calentando sus manos en la cálida estufa de cerámica, observando distraídamente el simple adorno de los azulejos en forma de diminutas iglesias azules sobre fondo blanco. Luego se acercó a un viejo cofre con un elegante espejo ovalado oscilante en la parte superior, el espejo roto y deslucido reflejaba servilmente su semblante melancólico, partiendo su pecho en dos ―lo tanteó con las manos, el lustroso objeto de palisandro era grande pero no demasiado pesado― y lo levantó de la tapa del cofre. Lo colocó sobre una pequeña mesa redonda frente al diván, se recostó sobre las almohadas de seda y levantó la mirada, porque la pared y un cuadro se reflejaban en el espejo agrietado.

El cuadro llevaba un cortinaje; se decía que era una copia de la famosa Odalisca de Karl Brulloff, una bella mujer desnuda, sentada y a punto de vestirse con la ayuda de un esclavo feo de piel oscura. Antes de irse, el tío había enganchado los dos lados de la cortina, y solo se podía ver la cabeza de cabello negro de la Odalisca y un trozo del fondo. Al principio, Vadim se resistió al poder de los ojos oscuros de la mujer de piel blanca, pintada y a través del reflejo, por tanto doblemente falsa, diciéndose a sí mismo que había demasiados engaños en su contemplación de aquel objeto de arte, pero pronto no pudo apartar los ojos de aquella cara lívida, y le pareció que ahí, encaramado en los cojines, estaba observando la vida de alguien, como espiando a través de una antigua ventana. Tenía calor, la almohada de seda era agradablemente fresca; y dos estatuillas altas y esmaltadas de dos jóvenes indios, sentados con las piernas cruzadas en la parte superior de dos columnas tras los brazos del diván, eran como centinelas silenciosos para su languidez de ensueño. Vadim suspiró y comenzó a pensar en uno de sus poemas recientes.

 
 
Tintineo de llaves, cae la cadena; una puerta antigua se abre, los sueños murmuran,
conjurando, encantando; pensamientos más oscuros que miradas y palabras
más suaves que la nieve al caer; no se cansan del silencio, en ningún momento,
en algún lugar, en una puerta, chimenea o cachimba, a sotavento, a barlovento,
en la vieja casa con los errores y dolores,
siempre estuvo listo para los sueños. El zumbido blanco
fuera de las ventanas; es enero en el puesto de preparación.
 

En la contemplación del doble engaño del cuadro a través del viejo espejo, Vadim pasó algún tiempo tumbado en el diván hasta que la sed y el hambre lo obligaron a levantarse e ir en busca de lo que llamaban comida y bebida en esa casa; luego regresó al enrevesado engatusamiento de las cosas viejas y pintorescas. Sin mirar el cuadro, se echó en el diván y se quedó soñando hasta el crepúsculo.

Era tan agradable contemplar el abigarrado refinamiento de los indios esmaltados, sus expresivas cabezas con turbantes dorados y sus coloridas ropas orientales, sus pantalones bombachos, atados con cintos verdes con pequeños corazones azules, dorados en los tobillos y sobre las rodillas; de hecho, los pantalones rojos eran de dos tonalidades, la parte superior de las rodillas era púrpura adornada con flores doradas y verdes, y la inferior era escarlata sin ornamentos; sus chalecos cortos sin mangas y de cuello bajo estaban adornados con violetas brillantes a rayas doradas y verdes; sus zapatos violetas y verdes sobresalían debajo de sus piernas cruzadas; los brazos morenos tenían brazaletes dorados y los turbantes dorados tenían púrpura en la parte superior ―indudablemente, era agradable e incluso divertido contemplar estas estatuillas hábilmente labradas, y fantasear sentado en la oscuridad, pero no hoy―.

Los sueños, las plantas carnívoras que se colaban en el corazón, floreciendo ahí, flotando alrededor de los humanos como el humo de una cachimba; igual que el humo, los sueños se enroscaban y ramificaban para acabar desapareciendo. Las campanas sonaron suavemente; la figura china del pastor se inclinó ante su enamorada china seis veces, porque, según los mecánicos de Hamburgo, cada hora se celebraba con un beso. Cuando el pastor regresó a su cabaña de bronce, Vadim suspiró de nuevo.

Las aristas de las cosas y los muebles se difuminaban, fusionándose con el fondo oscuro y solo la cara blanca era distinguible vagamente en el espejo agrietado. Entonces, le pareció que el retrato se movía.

Las esquinas de los labios temblaban, y reconoció la sonrisa del día anterior de la señora, mirándolo desde el cuadro de la pared mientras se comía su porción de tarta de almendras en la mesa. Se sonrojó como una rosa. «¡Maldita bruja!». Recordando la vergüenza que había pasado y la pintura deteriorada, propiedad no suya, sino de sus parientes, que nunca le habían hecho ningún mal, saltó hecho una furia y al instante sus manos rápidas destrozaron violentamente la ligera cubierta de la imagen.

La famosa Odalisca desnuda estaba completamente vestida en esta copia del famoso cuadro, por capricho del artista o de algún comisario. Una larga túnica blanca cubría todo su cuerpo desde la parte superior de sus hombros, y su sonrisa resultaba ser aún más despectiva; el consabido esclavo hacía el otro trabajo, ofreciendo un aguamanil en lugar de ropa. Gruñendo, Vadim saltó del diván y se apresuró a salir del atardecer ensordecedoramente silencioso de la habitación.

Como si se tratara de una espantosa procreación de aquel silencioso atardecer, como una de las telúricas deidades vengadoras que emergen de la noche, la voz crepitante del conde Félix como una reminiscencia de la terrible conversación de la víspera, poco después de que Vadim fuese descubierto en aquella actitud, con los pies en el sofá, en la salita, mientras hacía algo con la ayuda de su cortaplumas en los ojos de la señora Récamier de la réplica de su retrato de François Gérard, sonaba en sus orejas enrojecidas: «…¡Vadim! ¡Vadim Korsak! ¡Estimado señor! ¿Cuál es la excusa para su mal comportamiento? ¡Annette y yo estamos esperando una explicación! La pintura ha sido comprada hace poco, pero no es la pérdida lo que me preocupa. Nos inclinamos a considerar su estado físico como una pérdida temporal de la cordura más que como una afrenta deliberada…»

En la inerte antesala, vio a Mitrich cómodamente echado sobre una gran cómoda y roncando, Vadim sintió repugnancia. «¡Maldita sea!… ¡Malditas cortinas y cuadros! ¡Malditas sean las habitaciones atiborradas y demenciales!». Se puso el abrigo y el gorro y salió corriendo.

–Oh… ¡Hola! ¿A dónde va? Yo, anoche…

Sonriendo, con un gran abrigo y el gorro cubierto de nieve por todas partes, Lodie Chartoborsky estaba frente a la entrada, aplaudiendo con las manos enguantadas y comenzando su relato sin prestar atención a la mirada disgustada de su amigo.

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