El Ángel Dorado (El Ángel Roto 5)

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El Ángel Dorado (El Ángel Roto 5)
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El Ángel Dorado

“El Ángel Dorado (El ángel roto 5)”

Escrito por L.G. Castillo.

Copyright © 2019 L.G. Castillo.

Todos los derechos reservados.

Traducido por Teresa Cano.

Diseño de portada Mae I Design.

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Epílogo

Libros de L.G. Castillo

1

Leilani sintió un tembleque en el ojo derecho. Estaba segurísima de que se le iba a salir de la cuenca en los próximos diez segundos, cinco si Candy no cerraba la boca.

—Mi padre es daltónico o algo así. O sea, ¿en serio? Le dije que lo quería en rosa metalizado. ¿Para qué se molesta en preguntarme el color del Porche Baxter que quiero si luego no me lo va a conseguir? Me refiero a que, en serio, míralo.

Candy hizo un gesto rápido con la muñeca, salpicando gotas de agua al señalar a la ventana con un tenedor húmedo.

—¿A ti te parece que eso sea rosa metalizado? Ni se le acerca.

Leilani agarró el cuchillo de la carne que había estado limpiando, mientras el ojo le temblaba aún más rápido.

«Tendría que haberme quedado con la limpieza de los servicios». Cualquier cosa era mejor que seguir escuchando a Candy hablar una y otra vez sobre el maldito coche deportivo.

—Estás muy callada hoy. ¿Es que no vas a decir nada sobre mi regalo de cumpleaños?

Si Candy batía esas pestañas postizas una sola vez más, Leilani juró que lo haría...

«Necesito este trabajo. Necesito este trabajo. Piensa en Sammy».

Luciendo la más dulce de sus sonrisas, Leilani colocó cuidadosamente el cuchillo en la bandeja junto a los otros cubiertos. Uno de los ayudantes de camarero se los llevó rápidamente y dejó la bandeja sobre el mostrador.

—Es bonito —dijo con voz chillona mientras miraba la pesadilla rosa que se encontraba estacionada en los aparcamientos donde solía estar el puesto de tacos Sammy—. ¿Sabes? Algunas no tenemos la suerte de tener un regalo tan bonito como ese.

—Sí, tal vez. —Candy se echó sobre el mostrador, enrollándose un mechón de pelo en el dedo—. Supongo. Podría ser peor. O sea, podría no tener coche y que me tuvieran que llevar a todos lados, como a ti.

«No acaba de decir eso. ¿Dónde ha ido ese ayudante de camarero?»

—No te ofendas, Leilani. Me refería a que es estupendo que seas tan... eh... autosuficiente, especialmente después de la muerte de tu madre y tu padrastro y todo eso.

Apretó los puños, lista para darle un puñetazo a Candy si no cerraba el pico de una vez. De hecho, ni siquiera podía creer que fuera amiga de esa chica. Hacía tiempo, Candy era una chica guay. Entonces un día... ¡Pum! Aparecieron las tetas y el cerebro desapareció.

—No me ofendes. —Se tragó la ira y el orgullo. Pese a ser una Barbie cabeza hueca, si no fuera sido por Candy y por su padre, nunca habría conseguido el trabajo. Fue idea de Candy preguntarle a su padre si podía darle trabajo a Leilani en el restaurante. Aunque ella pensaba que lo hacía más por culpabilidad que por amistad. Solo unos meses después de que sus padres murieran, derribaron el puesto de tacos Sammy y pusieron un cartel anunciando el Restaurante y Resort Hu Beach.

—Oye, ¿sabes qué? Te dejo mi coche para que lo pruebes. Te gustará. Pero asegúrate de darte una ducha antes de cogerlo. Los asientos son de un cuero especial.

Ignorando el paseo en coche que Candy le proponía, Leilani se frotó el pecho. El dolor continuaba ahí. Siempre estaba ahí. Desde el mismo día en que se despertó en el hospital y vio el rostro de la tía Anela, un inmenso dolor se instaló en su pecho.

Tiene gracia cómo las cosas que una vez odiaste de repente se convierten en las cosas que más deseas.

Tras la muerte de sus padres, se encontró sentada sola en el puesto, deseando tener su antiguo trabajo. Deseaba que su madre saliera de la cocina bromeando sobre su corte de pelo y la fastidiara con el tema de las mesas. Deseaba que su padrastro apareciera barriendo el suelo y se acercara sigilosamente a su madre por detrás para agarrarla por la cintura y darle una vuelta en el aire. Deseaba poner los ojos en blanco cuando este besara a su madre intensamente y Sammy gritara "¡Eh! ¡Viejos!".

«Los deseos son sueños que jamás se hacen realidad».

Cogió una bayeta y secó enérgicamente el ya limpio mostrador, luchando contra el escozor de sus ojos.

Fue una estúpida al pensar que podría sacar adelante el puesto de tacos con la ayuda de la tía Anela. La realidad le abofeteó en la cara cuando averiguó que su padrastro tenía una enorme hipoteca y una deuda espectacular. Además, la tía Anela vivía gracias a una ayuda estatal. Apenas tenían lo justo para mantenerse. ¿Y qué banco iba a hacer un préstamo a una chica de quince años?

Sí, eso fue muy estúpido. Desear, soñar. Ya se había acabado toda esa tontería de niña pequeña.

—¡Dios mío! —Candy se inclinó y le susurró—: Hablando de ser una chica afortunada. Kai te lleva a casa todas las noches.

Kai estaba junto a la puerta de la cocina, vestido con su traje de la danza del fuego. Sus enormes bíceps exhibían su fuerza mientras se ajustaba el haku lei, un tocado hecho de hierba.

Candy batió las pestañas tan deprisa que estuvieron a punto de despegarse.

La verdad era que no podía culpar a Candy por babear por Kai. Un montón de chicas caían rendidas a sus pies cada vez que le veían, especialmente cuando llevaba el malo rojo, un pareo que dejaba al descubierto sus musculadas piernas.

Era todo músculo y la verdad era que había trabajado muy duro para conseguirlo. Entrenaba todos los días en el jardín levantando pesas y haciendo flexiones con Sammy como entrenador personal.

Se rió entre dientes al recordar como Sammy se subía en su espalda a contar, mientras Kai le levantaba por encima de la cabeza. Si no fuera sido porque Kai le pidió a Sammy que le ayudara con el entrenamiento, Sammy probablemente se habría quedado sentado en el salón viendo la tele sin ni siquiera prestar atención a lo que veía.

—Te queda muy bien el traje nuevo. Sabía que lo haría. ¡Oh! ¡Me encanta el tatu! —Candy pasó los dedos con sus uñas rojas sobre el tribal que Kai llevaba tatuado en la parte superior del brazo.

Él frunció el ceño. —Entonces, ¿esto fue idea tuya? ¿Pediste el tamaño microscópico o algo?

—No seas tonto. Fue idea mía y tenía razón. Te queda fabuloso.

Leilani puso los ojos en blanco. Si Candy le miraba boquiabierta un poco más, se le iban a salir los ojos de las órbitas.

Mmm... Pensándolo bien. Tal vez podría pedirle a Kai que flexionara los músculos solo un poquito más.

—Es demasiado pequeño y compacto. Apenas puedo moverme con esta cosa. —Dio un tirón del malo, sintiéndose todavía más incómodo.

—Yo puedo ayudarte con los temas de vestuario cuando quieras.

 

¡Santo Cielo! Esa loca estaba ligando con él. Kai era el típico bailarín de fuego que tenía esa chispa de chico malo y atraía a Candy y a todas las chicas que estaban a un radio de quince kilómetros. Pero para Leilani solo era Chucky.

—¿Qué te ocurre, Leilani? —preguntó Kai, ignorando a Candy.

«Que voy a vomitar».

—Nada. —Puso una sonrisa. A lo largo de los años había conseguido ser realmente buena a la hora de fingir sonrisas.

—¡Oye, Candy! Tranquila. Puedo arreglármelas solo —dijo, separándole las manos de su malo antes de volver a dirigir su atención a Leilani—. ¿A qué hora termina tu turno? —le preguntó.

—¡Bien! —Candy resolló mientras se dirigía hacia la cocina—. El espectáculo comienza en quince minutos, Leilani.

—Vas a hacer que me despidan, Kai —dijo Leilani cuando Candy hubo desaparecido.

—Ladra pero no muerde. No te preocupes. Yo te cubro. Entonces, ¿cuándo acaba tu turno?

—Justo después del espectáculo.

—Vale. ¿Me esperas en los aparcamientos?

—Sí, claro. —Ella le hizo un gesto con la mano para que se fuera con los demás bailarines, que estaban haciendo un último ensayo. Cuando se fue, se quitó el delantal y lo arrojó sobre el mostrador.

Sonrisas fingidas. Gracias fingidos. Todo fingido. Eso era su vida ahora.

«Gracias por el trabajo, señor Hu. Gracias por derribar el puesto de tacos y cubrirlo con asfalto. Gracias por dejarme bailar hula con Candy todos los viernes y sábados por la noche».

Recordaba que hubo un tiempo en el que bailar era lo único que quería hacer. Ahora tan solo era una forma rápida de ganar unos pavos extra. El día en que sus padres murieron fue el día en que su mundo se oscureció al igual que toda la magia que había en él.


El vestuario era un lío entre las chicas y la laca. El aire estaba tan cargado que apenas se podía respirar.

—¿Así que ahora Kai y tú sois pareja? —Candy se sentó frente al espejo mientras se ponía polvos bronceadores en su enorme escote.

—¡No! Solo somos amigos. —Se sentó junto a Candy en la única silla que quedaba libre.

—¿Ah, de verdad? Pensaba que erais pareja porque él solo queda contigo.

Estupendo. Nunca iba a superar la vergüenza de haber permitido a Kai llevarla al baile graduación del instituto.

—Solo fue una cita. —Leilani dio un tirón de la goma con la que tenía el pelo recogido. Al quitarla, pasó los dedos por su abundante melena, ahuecándola.

—¡Ah! La cita por pena. Lo pillo.

«Necesito este trabajo. Necesito este trabajo».

En realidad, no podía enfadarse con Candy porque sí que fue una cita por pena. Desde que sus padres murieron, Kai hizo todo lo que estuvo en su mano para ayudarles. Fue un hermano mayor para Sammy; les ayudaba con la casa arreglando las cosas que se rompían; e incluso se ofreció a prestarles dinero, el cual ella rechazó obstinadamente. Sin embargo, alguna vez había pillado a la tía Anela metiéndose algo de dinero en el bolsillo de su vestido de andar por casa mientras le daba una palmadita a Kai en la mejilla.

Sospechaba que la tía Anela y Kai planearon juntos lo del baile de graduación, pese a que era la última cosa que le apetecía hacer. Kai se lo pidió en la cena, delante de su tía. Le resultó muy difícil negarse especialmente después de que su tía dijera que sí por ella e inmediatamente fuera a su habitación y apareciera con un vestido que le había comprado para la ocasión.

Sí, fue totalmente premeditado.

—¿Sabes si se está viendo con alguien?

—No que yo sepa. Si estás tan interesada en él, deberías invitarle a salir.

—Mmm..., puede que lo haga. —Candy miró su reflejo pensativamente durante un momento—. Date prisa y ponte la falda. No llegues tarde como la última vez. ¡Oh! —Cogió un labial del mostrador y se lo lanzó a Leilani—. Ponte esto. Esa baratija que llevas no te queda nada bien. Tenemos que dar buena imagen. Necesitamos mantener el sitio lleno, ya sabes. ¿Has visto a las chicas del nuevo resort que hay al otro lado de la isla? Están buenísimas.

El ojo de Leilani volvió a temblar otra vez. «Necesito este trabajo. Necesito este trabajo».

Candy quitó el vestidor provisional justo antes de que Leilani pudiera lanzarla al suelo.

«¡Increíble! Las cosas que hay que hacer para pagar las facturas». Se pintó los labios y se miró fijamente en el espejo.

¡Maldita sea! Candy tenía razón. Ese color no le sentaba nada bien.

Tiró el labial sobre la mesa, se sacó los zapatos, se puso el traje y caminó hacia el escenario sin hacer ruido.

Echó un vistazo al público. Todas las mesas de la terraza cubierta estaban llenas. Eso pondría muy contento al señor Hu.

Algunos de los ayudantes de camarero estaban ocupados encendiendo las antorchas que rodeaban la parte exterior del perímetro. El público hacía ruido entusiasmado mientras algunas chicas del hula se mezclaban con los invitados.

Odiaba esa parte del trabajo. Se sentía como si fuera un florero para los turistas. Estaba a punto de unirse a ellas cuando una extraña sensación se apoderó de ella.

Algo iba mal.

«¡Sammy! ¿Dónde está Sammy?»

Examinó al público, inquieta.

Entonces dejó escapar un suspiro al verle sentado en la mesa donde le había dejado.

Pobre niño. Parecía estar aburrido. Estaba retrepado hacia atrás contra la silla con los pies apoyados sobre la mesa mientras leía un libro de cómics. Estaba acostumbrado a esperarla hasta que acabara su turno, ya que había veces que la tía Anela no se sentía bien para cuidar de él. Él nunca se quejaba.

Sin embargo, la sensación de ansiedad no desapareció. De hecho, se iba haciendo cada vez más fuerte.

Miró entre el público, preguntándose qué había diferente. Cerca del escenario había cinco mesas llenas con lo que parecían ser chicos de una hermandad que llevaban camisetas con letras griegas. Como no, Candy estaba en una de las mesas escribiéndoles su número de teléfono en una servilleta.

El corazón de Leilani latía con fuerza. ¿Por qué estaba tan nerviosa? Ella nunca se ponía nerviosa.

Empezó a sonar la música de fondo. Era la señal de que el espectáculo de hula estaba a punto de comenzar. Su corazón latió aún más deprisa cuando Candy y las otras chicas subieron al escenario y se colocaron cada una en su lugar.

—¿Te encuentras bien, Leilani? —preguntó una de ellas.

Ella asintió con la cabeza mientras miraba fijamente al fondo de la terraza cubierta. Justo detrás de un par de antorchas, vio una sombra.

Entornó los ojos, tratando de ver quién era. El fuego danzaba bloqueándole la vista, como si le estuviera tomando el pelo. La silueta se movió y ella dio un respingo hacia atrás conforme los recuerdos se le venían a la cabeza.

El chirrido de los neumáticos. Los gritos de Sammy. El todocaminos girando y quedándose del revés. El crujido del metal. Los cristales rotos. El fuego abrasador. Y entonces... él.

Un cabello dorado surgió entre el humo. Un fuego abrasador con la forma de las alas de un ángel dio paso a su perfecto y esculpido cuerpo. Sus ojos zafiro le miraban con ternura.

«¡No! Ahora no».

Se presionó los ojos con las palmas de las manos, tratando de mandar todos esos recuerdos a donde debían estar: en lo más profundo de su mente, enterrados.

Era el mismo sueño que había tenido cada noche desde que ocurrió el accidente. Le había llevado meses para que desapareciera.

No sabía por qué soñaba con Jeremy. El tonto del culo ni siquiera se molestó en ir a ver si estaban bien. Simplemente se fue sin decir una sola palabra.

Tanto ella como Sammy estaban mejor sin él de todos modos. Era una tontería pensar que el Chico dorado se había preocupado por ellos alguna vez. No era más que otro estúpido haole.

La música comenzó a sonar más alto, así que arrancó la mirada de la silueta que había detrás del fuego. Probablemente era otro estúpido turista con un cuerpo similar al suyo. No tenía tiempo para detenerse a pensar en el pasado.

Esta era su vida ahora.

2

Jeremy miraba fijamente hacia donde se encontraban los aparcamientos. ¿Estaba en el lugar equivocado?

Retrocedió hasta la playa. Estaba seguro de que se trataba del mismo camino. Pero en el momento en que salía del espeso follaje, sus pies caminaban sobre un negro asfalto en vez de encontrarse con la puerta del puesto de tacos.

Frunció el ceño.

Ya no estaba allí. Ni rastro. ¿Es que ya no quedaba nada para él? El único lugar en el que sabía que podía encontrar la paz, un lugar donde olvidar que era un arcángel, ahora se había convertido en un aparcamiento lleno de todocaminos y coches deportivos como el rosa chillón que había cerca de la puerta del restaurante.

¿Qué iba a hacer ahora? Había estado vagando sin rumbo por Texas y Nuevo México sin saber por qué. Cada lugar le recordaba la fría mirada de Naomi cuando se fue.

Cuando se encontró volando hacia Nevada, escuchó la voz de Gabrielle susurrándole en la cabeza, advirtiéndole. De modo que se fue al único lugar donde se sentía como en casa: Kauai.

Soplaba una brisa que hacía que el olor de la comida se dispersara en el aire. Su estómago rugió de hambre. Había prometido quedarse en la isla manteniendo su forma humana. No quería tener nada que ver con ser un ángel. Pero eso también significaba tener que alimentarse constantemente.

Se le encogió el corazón al recordar los regordetes mofletes de Sammy, así como su sonrisa cuando se chupaba los dedos mientras se comía su taco de carne misteriosa.

Ahora ya no quedaba nada. Pensó que quizás lo mejor era irse al otro lado de la isla; sin embargo, no sabía por qué, pero quería quedarse allí.

Dejó escapar un suspiro de frustración mientras se pasaba la mano por su cabello despeinado por el viento.

Claro que sabía por qué. Quería ver cómo estaban Sammy y Leilani. Quería asegurarse de que ambos se encontraban bien.

Fue una estupidez pensar que el puesto seguiría allí. Claro que no estaría. ¿Quién se habría encargado del local tras la muerte de Lani y Samuel? Sammy y Leilani eran tan solo unos niños.

Su estómago rugió nuevamente.

«Vale, de acuerdo. Es hora de cenar». Se dio unas palmaditas en el estómago y se dirigió hacia el restaurante.

Cuando se aproximaba a la entrada, soltó una carcajada al ver el enorme cartel que había en la pared justo al lado de la puerta de dos hojas.

Al lado de las palabras "Restaurante Candy" había una caricatura de Candy Hu con un traje de hula y un bocadillo que decía: "¡HUestra comida te encantará!".

Esperaba que Leilani no supiera nada sobre este lugar. Tal vez tuvieron suerte y su tía se los llevó a vivir a otro lugar. Ver esto la habría matado.

—¡Aloha! ¡Bienvenido al restaurante Candy! —Una recepcionista con un top de bikini y pareo le dio la bienvenida acercándose a él apresuradamente—. Puede esperar al resto de su grupo en el bar, si lo desea.

—Soy solo yo.

—¡Vaya! ¿En serio? —Se pasó los dedos por la cuerda del top.

—Sí.

—Bien, sígame entonces. —Le guiñó un ojo antes de girarse y dirigirse al restaurante—. Le llevaré hasta la mejor mesa. Está justo frente al escenario. Esta noche tenemos un espectáculo de hula. Le encantará —dijo conduciéndole hasta la terraza cubierta.

—Espere. Si no le importa, preferiría algo más privado. ¿Qué tal la mesa que hay al fondo?

Su rostro resplandecía mientras batía las pestañas. —Por supuesto.

«Maldita sea». Probablemente la chica pensó que él quería estar a solas con ella.

Tuvo que hacer algunas maniobras y fingir que estaba muy centrado en la carta de menús hasta que finalmente la chica captó la indirecta y le dejó a solas. Afortunadamente, el camarero fue eficiente y le trajo la comida rápidamente.

Dio un bocado a su hamburguesa. Estaba buena, pero no tanto como lo estaban las hamburguesas que hacía la madre de Sammy.

Sus ojos examinaron al público. El lugar estaba lleno de familias, en su mayoría turistas. Todos sonreían y parecían pasarlo bien. Él era el único que estaba sentado solo y por alguna razón eso le molestaba.

 

Dio otro bocado a su comida. Bien, ahora tenía que acostumbrarse a estar solo. De ninguna manera iba a regresar a casa.

Casi se ahoga al escuchar una risita aguda que le resultó familiar.

«¿Candy está aquí?»

Se puso de pie y vio a Candy Hu hablando con un grupo de chicos que estaban cerca del escenario. Claro que estaba allí, el restaurante llevaba su nombre. Se fijó en el ajustado top de bikini que llevaba, que apenas le cubría.

Bien, parecía que había crecido.

Su corazón latió más deprisa. Si Candy estaba allí, tal vez, y solo tal vez...

Alejándose de su mesa, examinó toda la zona cuidadosamente, esta vez buscando el pelo de punta y los ojos marrones de Leilani.

La música sonó por los altavoces que había cerca de su mesa. Candy chilló y salió corriendo hacia el escenario. La música cambió y una voz comenzó a cantar. Candy bailaba en el escenario seguida de un grupo de chicas. Todas iban vestidas de forma similar, con un pareo rojo y una flor blanca pillada detrás de la oreja. El fluido movimiento de sus brazos y el balanceo de sus caderas era hipnótico.

Leilani debería haber estado allí. Debería haber sido una de las que estaban en el centro del escenario.

—¡Sí, nena! —gritó uno de los chicos de la mesa de delante.

Pensándolo bien...

Jeremy frunció el ceño al ver la mesa de chicos con los que Candy había estado flirteando. Se sintió mal por las chicas. Esos imbéciles cargados de testosterona no apreciaban la belleza de su danza. La música, la luz, el movimiento... era algo angelical.

Tragó saliva con dificultad, tratando de quitarse el nudo de la garganta. Parecían ángeles y sus brazos eran las alas. Eran muy elegantes; sus brazos ascendían y descendían de tal forma que parecía que estaban danzando en el aire, especialmente una de las chicas que se encontraba al fondo.

«¡La conozco!» Dio un paso adelante, manteniendo la mirada fija sobre la joven.

No podía ser ella.

¿O sí?

Se quedó petrificado junto a un par de antorchas mientras la voz cantaba sobre el amor de Kalua. El torso de la joven se balanceaba con las delicadas ondas de sus brazos, imitando las olas del océano. Una oscura y abundante melena, brillante como la seda negra, caía sobre su hombro. Sus labios rubí estaban ligeramente abiertos, como si estuvieran listos para ser besados. Estaba perdida en la música y sus ojos miraban hacia abajo como si estuviera perdida en un sueño.

Se frotó los ojos, pese a que sabía perfectamente bien que su vista celestial no le engañaría. Podía ver cada una de sus pestañas oscuras, cada curva de sus sensuales labios, y cada poro de su piel en su hermoso rostro.

Esperó conteniendo la respiración hasta que la joven levantó la cabeza. Sus largas pestañas se elevaron y sus enternecedores ojos marrones miraron a la audiencia.

«Leilani».

Lo había conseguido. Estaba haciendo lo que siempre quiso hacer. Estaba bailando.

Se quedó fascinado. Incluso cuando se movía hacia atrás, dejando a Candy colocarse en el centro del escenario, no podía apartar los ojos de Leilani. Algo en su interior se removió.

«No. Eso no».

Inmediatamente, dio un paso atrás, tratando de sacarse esos sentimientos de mierda que se estaban propagando por todo su ser.

Estaba solo. Sí, eso era lo que estaba sintiendo. Leilani era una buena amiga, así como lo era Sammy. Solo estaba allí para asegurarse de que ambos estaban bien. Ahora podía irse. Leilani jamás permitiría que le ocurriera algo a su hermano pequeño.

La música paró, y el público rugió con aplausos.

Se había terminado. Ya había llegado el momento de marcharse de allí. No había ninguna razón por la que quedarse. Ya había visto lo que necesitaba ver.

Se dio media vuelta, listo para abrirse camino hacia el otro lado de la isla, cuando un niño desgarbado de ojos azules y manchas de chocolate en las comisuras de los labios le bloqueó el paso.

—¿Jeremy?