Buch lesen: «La madre del ingenio»

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CONTENIDOS

Portada

Página de créditos

Sobre este libro

Inventos

1. En el que inventamos la rueda y, al cabo de cinco mil años, por fin la añadimos a una maleta

2. En el que arrancamos el coche sin rompernos la mandíbula

Tecnología

3. En el que llegamos a la Luna gracias a los sujetadores y las fajas

4. En el que descubrimos la diferencia entre la fuerza de un caballo y la fuerza de una mujer

Feminidad

5. En el que nace un gran invento en Västerås y partimos a la caza de ballenas

6. En el que las influencers se hacen más ricas que los hackers

Cuerpo

7. En el que el cisne negro resulta tener cuerpo

8. En el que Serena Williams derrota a Garri Kaspárov

Futuro

9. En el que nos olvidamos de preguntar por Mary

10. En el que decidimos no quemar el mundo en la hoguera

Notas

Bibliografía Agradecimientos

Sobre la autora

La madre del ingenio

Página de créditos
La madre del ingenio

V.1: febrero de 2022

Título original: Mother of Invention

© Katrine Marçal, 2021

© de la traducción, Cristina Riera Carro, 2022

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2022

Todos los derechos reservados.

Ilustración de cubierta: © Graham Samuels

Corrección: Carmen Romero

Publicado por Principal de los Libros

C/ Aragó, 287, 2º 1ª

08009 Barcelona

info@principaldeloslibros.com

www.principaldeloslibros.com

ISBN: 978-84-18216-44-2

IBIC: NHTB

Conversión a ebook: Taller de los Libros

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.

La madre del ingenio
¿Por qué tardamos cinco milenios en añadir ruedas a una maleta?

¿Cómo nos llevaron los sujetadores a la luna? Y ¿cómo sería el mundo si escucháramos a las mujeres? La autora best seller Katrine Marçal nos muestra las sorprendentes formas en que nuestras ideas sobre el género, muy arraigadas, nos impiden avanzar. Todos los días se ignoran inventos extraordinarios e ideas innovadoras en un mundo que continúa al servicio de los hombres. Pero no tiene por qué ser así. Desde los orígenes de los tiempos, las mujeres han tenido un papel clave en la sociedad y han ofrecido soluciones ingeniosas para algunos de los problemas más irritantes. Recientemente, han sido ellas quienes han transformado la manera en que compramos por internet, revolucionado la vida de personas con diversidad funcional y hecho del cambio climático una prioridad política.

A pesar de estos éxitos, todavía nos cuesta encontrar y financiar ideas rompedoras que podrían cambiar el futuro del planeta, y solo destinamos el tres por ciento del capital de riesgo a proyectos fundados por mujeres. Nuestros prejuicios sobre hombres y mujeres siguen determinando nuestras decisiones económicas. Durante mucho tiempo, hemos subestimado las consecuencias del machismo y la forma en que ha frenado el desarrollo económico y social. La contundente crítica de Katrine Marçal deja las cosas claras y nos demuestra cómo, en tiempos de crisis, la creatividad e inteligencia de las mujeres es precisamente lo que puede salvarnos.

Una llamada de atención sobre los efectos del machismo en la economía y la tecnología

«Una advertencia inteligente, ingeniosa y fascinante. Me ha encantado.»

Caroline Criado Perez, autora de La mujer invisible

Para Guy

Inventos

1
En el que inventamos la rueda y, al cabo de cinco mil años, por fin la añadimos a una maleta

Bernard Sadow era un padre de familia de Massachusetts que trabajaba en la industria del equipaje. Era alguien que recibía un sueldo por sentarse ante su escritorio, día sí y día también, y pensar sobre el comercio de las maletas.1 A sus cuarenta y tantos, se había convertido en el vicepresidente de US Luggage y no se le daba mal su trabajo.

Corría el año 1970 y Sadow volvía a casa tras unas vacaciones con su mujer y sus hijos en Aruba. En los meses de invierno, esta isla holandesa del Caribe recibía la visita de numerosos estadounidenses acomodados en busca de un clima más cálido.

Sadow salió del coche a las afueras del pequeño aeropuerto y agarró las maletas de su familia. Una maleta de setenta centímetros podía contener alrededor de doscientos litros de equipaje y pesar hasta veinticinco kilos, así que con una en cada mano apenas podía equilibrar el peso y avanzar atropelladamente hacia los mostradores.

Esto ocurrió en la época en la que aún era posible presentarse en la terminal veinte minutos antes del despegue. Los treinta y tantos secuestros de aviones que se producían al año en Estados Unidos no habían desencadenado aún la introducción de los detectores de metal o la contratación de personal destinado a evitar que uno embarcara en el avión con una pistola en el bolsillo trasero.2

Ahora bien, el problema que Sadow afrontaba en este viaje de vuelta a casa era otro, un problema al que gran parte de los aeropuertos más importantes del mundo dedicaban muchos trabajadores. Los pasajeros sudaban como pollos, molestos por tener que arrastrar las maletas de un lado a otro de las salas de embarque y a través de unas terminales en constante expansión.

Pero había ayuda a su disposición: por una módica suma, los botones se ocupaban del equipaje y la única alternativa era una compleja red de carritos. Los botones, sin embargo, no eran ni mucho menos omnipresentes y, para poder acceder al sistema de carritos, uno primero tenía que encontrarlo, así que Sadow optó por la opción a la que recurría la mayoría de la gente: cogió las maletas de su familia y las llevó él mismo.

Pero ¿por qué?

Esta es la pregunta que Sadow se plantearía ese día y cambiaría su sector para siempre.

Mientras hacía cola ante la aduana, Sadow se fijó en un hombre que supuso que trabajaba en el aeropuerto.3 Estaba moviendo una máquina pesada sobre una tarima con ruedas. Mientras el trabajador se movía rápidamente junto a él, el hombre de negocios se fijó en las cuatro ruedas que se deslizaban por el suelo del aeropuerto. Sadow bajó la vista a sus propias manos, con los nudillos blancos de agarrar las maletas, y, de pronto, dijo a su mujer: «Ya sé lo que necesita el equipaje: ¡ruedas!».

Cuando llegó su casa en Massachusetts, desenroscó cuatro ruedecitas de un armario y las incorporó en una maleta. Entonces añadió una correa al artilugio y lo paseó, pletórico de alegría, por casa. Era el futuro.4 Y lo había inventado él.

Todo esto ocurría cuando apenas hacía un año que la NASA había mandado a tres astronautas al espacio en el mayor cohete que se había construido nunca. Con millones de litros de queroseno, oxígeno e hidrógeno líquidos como combustible, el Apolo 11 se había liberado de la fuerza gravitacional de la Tierra. Disparados al espacio a una velocidad de unos 32 000 kilómetros por hora, los astronautas habían penetrado la órbita, más débil, de la Luna; navegado el oscuro vacío y dado los primeros pasos de la humanidad sobre un polvo lunar que olía a fuegos artificiales usados.

Con todo, cuando Neil Armstrong, Buzz Aldrin y Michael Collins volvieron a la Tierra, agarraron las maletas por las asas y cargaron con el equipaje de la misma manera en que se había hecho desde el nacimiento de la maleta moderna a mitad del siglo xix. La pregunta, entonces, no es cómo se le ocurrió a Bernard Sadow que las maletas deberían tener ruedas. La pregunta es: ¿cómo no se nos había ocurrido antes?

La rueda se considera uno de los inventos más fundamentales de la humanidad. Sin la rueda no hay carros, coches ni trenes, no hay ruedas hidráulicas para aprovechar la energía hidráulica, ni tornos cerámicos en los que elaborar jarras para acarrear dicha agua. Sin la rueda no tenemos ruedas dentadas, turbinas de avión ni centrifugadoras, ni sillas de paseo, bicicletas ni cintas transportadoras. Pero antes de la rueda llegó el círculo.

El primer círculo del mundo seguramente se dibujó en la arena con un palo. Tal vez alguien había visto la luna o el sol y decidió reproducir su forma. Corta el tallo de una flor y tienes un círculo. Tala un árbol y encontrarás sus anillos anuales. Lanza una piedra a un lago y verás las ondas que se generan en la superficie. El círculo es una forma que surge una y otra vez en la naturaleza: desde células hasta bacterias, desde pupilas hasta cuerpos celestiales. Y en el exterior de cualquier círculo siempre puedes dibujar otro. Esto, en sí mismo, es el principal misterio del espacio.

Para el cuerpo humano, sin embargo, el círculo no es natural.5 Tu dentista te dice que te laves los dientes con pequeños movimientos circulares, pero no lo haces: te los cepillas de un lado a otro. El brazo humano prefiere líneas rectas. Esto se debe al modo en que están dispuestos los músculos y el sistema de tendones y uniones musculares que los conecta a nuestros huesos. No hay ninguna parte del cuerpo humano que sea capaz de rotar trescientos sesenta grados: ni la muñeca, ni el tobillo, ni el brazo. Inventamos la rueda para lograr lo que nuestro cuerpo no puede hacer.

Durante mucho tiempo, los historiadores han afirmado que la primera rueda del mundo se inventó en Mesopotamia. Era un torno de alfarero, es decir, que no se usaba para el transporte. Pero ahora hay especialistas que creen que hubo mineros que sacaban carros de mineral de cobre por los túneles de los montes Cárpatos mucho antes de que los mesopotamios empezaran a hacer vasijas en discos circulares.6 La rueda más antigua del mundo que aún sobrevive data de hace cinco mil años. Se descubrió en Eslovenia, a unos veinte kilómetros al sur de Liubliana.7 En otras palabras, para resolver su problema con el equipaje, Bernard Sadow se percató de que podía utilizar una tecnología que tenía al menos cinco milenios de antigüedad.

La patente de su invención llegó dos años más tarde, en 1972. En la solicitud, escribió: «El equipaje se desliza, en realidad […]. Cualquier persona, independientemente de su tamaño, fuerza o edad puede tirar con facilidad del equipaje sin esfuerzo ni denuedo».8

De hecho, ya existían patentes similares de maletas con ruedas, pero Bernard Sadow no lo sabía al principio, cuando se le ocurrió la idea. Fue la primera persona que convirtió la idea en un producto con éxito comercial y, por lo tanto, se lo considera el padre de la maleta con ruedas.9 Pero el motivo por el cual fue necesario que transcurrieran cinco mil años para llegar a este punto es más difícil de explicar.

La maleta con ruedas se ha convertido en un ejemplo arquetípico de cómo la innovación puede ser un proceso muy lento. Aquello que es tan evidente «que salta a la vista» puede estar ante nuestras narices una eternidad antes de que se nos ocurra hacer algo al respecto.

Robert Shiller, ganador del premio Nobel de Economía, ha sugerido que muchas invenciones tardan tiempo en consolidarse precisamente porque no basta solo con una buena idea.10 La sociedad también debe percibir la utilidad de la idea. El mercado no siempre sabe lo que más le conviene y, en este caso en concreto, la gente no le veía sentido a ponerles ruedas a las maletas. Sadow presentó su producto a los encargados de compras de casi todos los grandes almacenes más importantes de Estados Unidos y, al principio, todos declinaron su propuesta.11

No se trataba de que creyeran que la idea de una maleta con ruedas fuera mala.12 Simplemente, no pensaban que nadie quisiera comprar este producto. Una maleta estaba hecha para cargar con ella, no para arrastrarla sobre unas ruedas.

«Me rechazaron en todos lados donde me presenté» contaría él más tarde. «Me tomaban por loco».13

Un día, el nuevo producto llegó a oídos de Jerry Levy, vicepresidente de la cadena de grandes almacenes Macy’s. Lo arrastró por su despacho y luego hizo llamar al encargado de compras que lo había rechazado y le ordenó que lo comprara.14 Demostró ser una sabia decisión. Pronto Macy’s empezó a promocionar la nueva maleta usando las mismas palabras de la solicitud de patente de Sadow: «La maleta que se desliza». Y hoy en día es imposible imaginarse un mundo en el que las maletas con ruedas no sean la norma.

Robert Shiller argumenta que es muy fácil decirlo ahora, en retrospectiva. El autor señala que el inventor John Allan May había tratado de vender una maleta con ruedas cuatro décadas antes que Sadow. May se había dado cuenta de que, a lo largo de la historia de la humanidad, los humanos habían puesto ruedas a una variedad de objetos cada vez mayor: cañones, carritos, carretillas; en definitiva, cualquier cosa que pudiera considerarse pesada. Una maleta con ruedas era, simplemente, la evolución natural de esta lógica. «¿Por qué no hacer pleno uso de la rueda?» preguntó, cuando presentó su idea a más de cien grupos distintos de personas. Pero nadie se lo tomó en serio. De hecho, se rieron en su cara. ¿Hacer pleno uso de la rueda? ¿Y por qué no poner ruedas a las personas? Entonces, ¡podríamos rodar nosotros! Qué práctico, ¿no?15

John Allan May nunca llegó a vender ninguna maleta.

Los economistas suelen trabajar partiendo de la asunción de que los humanos actúan de forma racional. Pero en realidad nos sobreestimamos y a menudo damos por sentado que todos los buenos inventos ya existen. Por extensión, solemos rechazar las nuevas ideas que nos parecen algo demasiado «simple» o «evidente». Imaginamos que la tecnología que tenemos al alcance de la mano es la mejor que puede haber ahora mismo, un supuesto razonable en nuestro día a día. Si las neveras se abren desde enfrente y los coches se controlan con el volante, debe ser por una buena razón, creemos. Sin embargo, este es el mismo modo de pensar que hace que se nos pasen por alto cosas evidentes, como ponerle ruedas a las maletas.

Robert Shiller no quiere dejar el tema; lo retoma una vez tras otra en su obra. En su libro Narrative Economics (El relato de la economía), el famoso economista sugiere que nuestra resistencia a las maletas con ruedas puede explicarse por la presión de grupo, que a menudo juega un papel en el escepticismo que suscitan las ideas «modernas».16 Asumimos que si nadie más (sobre todo nadie que creamos que tiene éxito) está haciendo algo al respecto, tiene que haber una razón racional y profundamente arraigada que explique por qué no debemos hacerlo tampoco nosotros. ¿Y si es perjudicial… o incluso peligroso? En definitiva, más vale malo conocido que bueno por conocer. Si nadie más lleva ruedas en la maleta, entonces no tiene sentido que lo intentemos. Esta forma de pensar nos impide avanzar. Shiller, no obstante, no estaba del todo satisfecho con esta explicación. El problema de la maleta con ruedas es peliagudo: ¿por qué íbamos a insistir en cargar con nuestro equipaje cuando hacerlo rodar es mucho más fácil?

Nassim Taleb es otro ensayista de fama mundial que se ha preguntado sobre el misterio de la maleta con ruedas. Tras haber cargado con maletas pesadas por aeropuertos y estaciones de tren durante años, quedó estupefacto por su propia aceptación ciega del statu quo. Analizó este fenómeno en su libro Antifrágil: las cosas que se benefician del desorden.17

Taleb considera que nuestra incapacidad de poner ruedas a las maletas es una parábola de la frecuencia con la que solemos ignorar las soluciones más simples. Como humanos, aspiramos a lo más difícil, grandioso y complejo. La tecnología de poner ruedas a una maleta puede parecer muy evidente a posteriori, pero eso no significa que fuera evidente antes.

Del mismo modo, nada garantiza que se haga uso de la nueva tecnología solo porque se ha inventado. Al fin y al cabo, hemos necesitado cinco mil años para ponerle ruedas a una maleta, un periodo de tiempo demasiado largo en contexto, quizá. Pero en el ámbito de la medicina, por ejemplo, es habitual que transcurran décadas desde el momento en el que se realiza un descubrimiento y el momento en el que el producto resultante llega al mercado.18 Entre muchos otros factores, ver el potencial de una nueva tecnología exige que la persona adecuada esté en el lugar adecuado en el momento adecuado. En muchos casos, ni siquiera el inventor es plenamente consciente de las implicaciones que tiene lo que ha inventado. A menudo es necesario que venga otra persona y lo vea para descubrir cómo podría aplicarse, alguien con la capacidad instintiva de ver cómo la nueva tecnología puede transformarse en un producto.

Y si no aparece nadie con este tipo de habilidad, lo más probable es que la invención no sirva para nada. Muchas cosas asombrosas pueden quedarse «a medio inventar» durante siglos, sugiere Taleb. Puede que tengamos la idea, pero no sepamos qué hacer con ella.

«¿Por qué no estáis haciendo nada con esto? ¡Pero si es una genialidad!», gritó un Steve Jobs de veinticuatro años después de ver cómo se movía el puntero por la pantalla de un ordenador por primera vez.19 Esto ocurría en Xerox Parc, un centro de investigación comercial de California que fue la cuna de algunos de los mejores ingenieros informáticos y programadores del mundo en la década de 1970. Jobs había logrado que lo invitaran a una visita turística por el legendario centro a cambio de ofrecerle a Xerox la oportunidad de comprar 100 000 acciones de Apple por un millón de dólares. Resultó ser un mal negocio. Para Xerox.

La causa de la emoción de Jobs era un artilugio de plástico denominado «ratón», que uno de los ingenieros de la visita había usado para mover un puntero por la pantalla de un ordenador. En la pantalla, aparecían «iconos» que abrían y cerraban «ventanas». La clave estaba en que el ingeniero no hacía funcionar el ordenador con órdenes escritas, sino con clics. En otras palabras, Xerox había inventado tanto el ratón como la interfaz gráfica de usuario moderna.20 El único problema es que no veían el potencial de lo que habían creado.

Jobs, en cambio, sí.

Jobs se llevó la idea del ratón y la interfaz gráfica de usuario a Apple y el 24 de enero de 1984 la compañía lanzó su Macintosh, la máquina que llegaría a definir lo que hoy denominamos «ordenador personal».

Con el simple clic de un ratón, podías meter cosas en «ficheros» que veías en la pantalla con forma de iconos. Los Macintosh de Apple costaban 2495 dólares la unidad y cambiarían el mundo. La agudeza de Jobs consistió en darse cuenta de que el ratón que Xerox le había mostrado era mucho más que un simple botón con un cable: era el dispositivo que permitiría que la gente normal empezara a usar los ordenadores. Si Jobs nunca hubiera visitado Xerox ese día, quién sabe, tal vez hubiésemos tenido que esperar cinco mil años para la invención del ordenador moderno. Esto es justo lo que defiende Taleb: las innovaciones no son tan evidentes como lo parece después, en retrospectiva. Steve Jobs fue una persona bastante excepcional, al fin y al cabo: no hay mucha gente que posea su capacidad de ver cómo la nueva tecnología puede usarse para crear nuevos productos.

De una forma parecida, solemos pensar que la invención de la rueda revolucionó el mundo de inmediato, ya que la rueda es, sin duda, la obra de un genio. Con ella, las personas pudieron reducir la fricción, hacer palanca y transportar lo que antes había sido inamovible.

Nos imaginamos que alguien, hace todos esos miles de años, tuvo un momento repentino de iluminación, volvió corriendo a su aldea y, preso de la alegría, explicó a sus compañeros la genial idea que había tenido cuando había visto cómo los troncos de árboles rodaban por el bosque. Sus vecinos debieron de quedarse anonadados y maravillados mientras esa persona les describía su idea, conscientes de que, desde ese momento en adelante, nada en sus vidas volvería a ser igual. Todo iría sobre ruedas.

Pero las cosas no fueron exactamente así. De hecho, durante mucho tiempo, la rueda fue una de esas ideas brillantes que eran maravillosas en teoría, pero no tanto en la práctica.

Como las medias a prueba de roturas.

En el apogeo del Imperio romano, los legionarios romanos, con escudos y cascos con penacho, marcharon desde Roma hasta Bríndisi y desde Albania hasta Estambul, cruzando un imperio conectado por sus calzadas de piedra. Las calzadas romanas eran ideales para que los hombres desfilaran en sandalias. Sin embargo, no lo eran tanto para el transporte sobre ruedas.

Esto se debe a que, cuando construyeron las calzadas, los romanos colocaron grandes losas planas sobre capas de hormigón que a su vez descansaban sobre piedras pequeñas y sueltas. Cuando los carruajes tirados por caballos avanzaban pesadamente por las calzadas, sus ruedas con montura de hierro dejaban surcos en las carísimas losas del emperador, para gran disgusto de este. Así que las autoridades hicieron lo que suelen hacer en situaciones como esta: regularlo. El emperador fijó límites de carga para los carruajes con ruedas, y no fueron generosos.21

Con el paso de los siglos, poco a poco se le dio la vuelta al sistema romano y las grandes losas soportaban las piedras más pequeñas y redondas encima. Esto significó que, de pronto, los vehículos con ruedas podían pesar mucho más sin destruir la estructura de las calzadas por las que transitaban. Pero este sistema no estaba exento de problemas. Cuando las ruedas de un carruaje rodaban por su superficie, empujaban las piedras pequeñas hacia los lados de las calzadas. Por eso había que tener un mantenimiento constante, que era a la vez caro y problemático. De pronto, nuevos procesos, como los sistemas de mantenimiento de las calzadas, eran muy necesarios para que todo funcionara, pero ¿quién iba a asegurarse que se hacía el mantenimiento?

No fue hasta el siglo xviii, cuando el inventor escocés John McAdam se dio cuenta de que las piedras pequeñas podían ser angulares, que la rueda vivió su gran avance en Europa. A diferencia de las piedras redondas que las ruedas de carros echaban hacia fuera, las piedras angulares estaban comprimidas y gracias a eso las calzadas de McAdam no perdían su forma llana.

Sin embargo, había un pero. Lo cierto era que las piedrecitas de su sistema tenían que ser de la medida exacta para que se mantuviera el efecto. Por consiguiente, se colocaron peones a lo largo de los extremos de las calzadas y se les encomendó que rompieran las piedras en piezas de la forma justa y adecuada. Gran parte de estos trabajadores eran mujeres y niños. Para que la rueda revolucionara el mundo, el mundo primero tuvo que adaptarse a la rueda. Y eso requirió tiempo. Eso sin mencionar todos estos trabajos, que precisaban de mucha mano de obra.

A veces ni siquiera valía la pena intentarlo. En Oriente Medio se preferían los camellos a las ruedas como método de transporte. Se trataba de una decisión económica: los camellos eran mucho más baratos de usar: marchaban a diario con cargas de doscientos cincuenta kilos, alimentados por un puñado de ramitas espinosas y hojas secas que masticaban durante horas y horas. Sus rutas no tenían que pavimentarse con piedrecitas con la angulosidad precisa, porque los camellos se movían con libertad por la arena. Esto es lo que suele ocurrir con la innovación: puede que la nueva tecnología sea una absoluta genialidad, pero no siempre es económica. Con todo, cuesta imaginar una explicación económica de este tipo sobre el motivo de que las ruedas no se unieran a las maletas hasta 1972.22

Durante mucho tiempo, los viajes de ocio fueron una actividad reservada solo para la clase alta. Los nobles jóvenes colocaban sus posesiones en baúles tan grandes como armarios y partían en un viaje formativo que los llevaría a París, Viena y Venecia. Por supuesto, cuando uno disponía de sirvientes que cargaran con todos sus bienes, no le hacía mucha falta una maleta con ruedas.

Los viajes en sí también eran muy distintos. En The Emigrants (Los emigrantes), una serie de novelas de Vilhelm Moberg sobre una familia sueca que no tenía un duro y partió hacia América en busca de una vida mejor, los protagonistas meten todos sus bienes materiales, vestimenta y herramientas de carpintería en enormes bultos de metal, madera y cuero. Estos «baúles americanos», como llegaron a conocerse en Suecia, se fabricaban para que pudieran soportar largos viajes en barco, no para facilitar su transporte. Además, las ruedas servían de poco si regresar a Suecia no era una posibilidad.

De hecho, lo que hoy denominamos «maleta» no comenzaría a existir hasta finales del siglo xix, con el despertar del turismo de masas moderno. Fue con los silbidos de los trenes y los bocinazos de los barcos de vapor que la gente empezó a viajar por placer, y lo hizo con un nuevo tipo de bolsa. La innovación de esta bolsa se erigía en la parte superior, donde todo el mundo la podía ver: el asa. Eso es lo que distinguió la maleta moderna de sus predecesoras: que podía agarrarse con solo una mano.

Cuando viajar empezó a popularizarse, las principales estaciones de ferrocarril de Europa se inundaron de botones, que ayudaban a los pasajeros con su equipaje. Pero, a mitad del siglo xx, el número de botones era cada vez más reducido, así que, con mayor frecuencia, los pasajeros llevaban su propio equipaje o usaban carritos.23

En el año 1961, la revista de sociedad británica Tatler publicó un artículo sobre esta problemática. A su parecer, los productos que había en el mercado no eran adecuados para los objetivos de esta nueva era y la industria del equipaje debía idear algo nuevo. Al fin y al cabo, vivían en una era y una economía en las que las personas (sí, incluso los lectores de Tatler) tenían que cargar cada vez más con sus propias maletas. Ibas a sudar como un cerdo antes de llegar siquiera a la aduana de Madrid, anunciaba la revista.24 Había que hacer algo al respecto.

Muchas de las maletas que había en el mercado tenían asas hechas de cuero de alta calidad, pero de todas formas dejaban marcas como «líneas de tranvía» en las manos, según Tatler. Después de que uno recorriera los doscientos metros necesarios para hacer transbordo de tren en la frontera con España, se plantearía darse por vencido. Se trataba de un problema enorme para la nueva generación de trotamundos. Así que en Tatler se arremangaron y aportaron su granito de arena: probaron nuevos modelos de maleta para ver hasta qué punto eran cómodas de llevar.

Por supuesto, podías comprar una maleta en Harrods para simplificar tu viaje, como les dijeron a sus lectores. Estos ilustres grandes almacenes británicos vendían una maleta de lujo que Tatler afirmaba que ofrecía una de las asas más cómodas del mercado. Pero, como ya sabemos, el buen gusto no es barato. Tatler, por tanto, instó a la industria a centrarse en la innovación en términos de diseño. La gran esperanza era que se idearan nuevas asas con materiales punteros, aunque esperaban que no fuera demasiado pedir que no cortaran la circulación.

Tatler, sin embargo, no contemplaba las ruedas. Ese mismo año, 1961, el cosmonauta soviético Yuri Gagarin se convirtió en el primer humano en llegar al espacio. Podíamos llevar gente al espacio, pero parecía que éramos incapaces de concebir maletas con ruedas. A partir de aquí, las cosas empiezan a ser desconcertantes.

De hecho, en la prensa británica se pueden encontrar anuncios de productos en los que se aplica la tecnología de la rueda a una maleta ya en la década de 1940. No se trata de maletas con ruedas per se, sino que son un artilugio conocido como «el botones portátil», un dispositivo con ruedas que podía atarse mediante correas a tu maleta para que pudieras llevarla rodando. En otras palabras, existía un producto comercial que hacía posible que uno se montara su propia maleta con ruedas. Entonces, ¿por qué esta idea no cuajó?

El nuevo artilugio de correas y ruedas se vio por primera vez en la estación del ferrocarril de Coventry en 1948.25 El periódico local informó de que causó furor. Según el artículo, un botones había recorrido el pasillo apresurado para ayudar a una «bonita joven morena y de complexión menuda» con su maleta grande y pesada. «No, gracias, ya la llevo yo», le había replicado ella. Entonces, se agachó, agarró la correa de color caqui y, con aire triunfante, tiró de su maleta con ruedas anexionadas hacia el tren que esperaba. La gente trataba de verla a través de las ventanas del tren, revelaba el artículo, además de añadir una imagen sospechosamente detallada de la mujer en cuestión en el andén.

Para un lector moderno, esta pieza tiene todas las características de algún tipo de estrategia publicitaria. Daba la casualidad de que la empresa que había patentado el producto era de Coventry y en el artículo se citaba a ambos inventores.26 Vieron un futuro brillante para su idea innovadora, sobre todo «en esta época de escasez de mano de obra».

Y aquí encontramos la primera pista para resolver el misterio. La historia en el periódico sobre la mujer que deslizaba su maleta por el andén de la estación se encuentra en realidad en una sección de The Coventry Evening Telegraph titulada «Mujeres y el hogar», junto con consejos de cocina escritos de forma impecable («[La] margarina mezclada con verduras crudas ralladas o cortadas bien finas […] constituye una pasta excelente para untar un sándwich»). Lo que se insinuaba era que solo las mujeres necesitaban hacer rodar las maletas. Los hombres, en cambio, podían seguir cargando con ellas, puesto que ellos tienen, de media, entre un 40 y un 60 % más de fuerza en la parte superior del cuerpo que las mujeres y, cuando se carga con una maleta, son los brazos, la espalda y los hombros los que se llevan la peor parte del peso. En general, aunque no siempre, eso hace que sea más duro para las mujeres.

€9,99

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Umfang:
330 S. 1 Illustration
ISBN:
9788418216442
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