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Kate Chopin

Kate Chopin (1850-1904) nació en San Luis, Misuri. Hija de un rico inmigrante irlandés y de madre de ascendencia francesa, fue una escritora especializada en novela y relato breve. Casada en 1870 con Oscar Chopin, vivió en Nueva Orleans y en una plantación en Luisiana. Su prosa reflejó el interés por la cultura criolla y cajún y su preocupación por el papel de la mujer en la sociedad de su época. Autora de más de cien relatos, Kate Chopin levantó ampollas con la novela El despertar (1899), en la que abordaba con franqueza la sexualidad femenina. El libro estuvo durante décadas fuera de circulación.

Relato publicado en Times-Democrat el 20 de diciembre de 1896.

Lilas

La señora Adrienne Farival nunca anunciaba su llegada, pero las amables monjas sabían muy bien cuándo buscarla. Cuando el aroma de las lilas comenzaba a impregnar el aire, la hermana Agathe se volvía hacia la ventana varias veces al día; en su rostro, la expresión feliz y beatífica con la que las almas puras y sencillas esperan la llegada de aquellos a quienes aman.

Pero no fue la hermana Agathe sino la hermana Marceline quien primero la vio cruzar el hermoso césped que subía hacia el convento. Llevaba los brazos llenos de ramos de lilas enormes que había ido recogiendo por el camino. Iba vestida por completo de marrón, como uno de los pájaros que llegan con la primavera, solían decir las monjas. Su figura era redonda y grácil, y caminaba con paso feliz y animado. El cabriolé que la había llevado hasta el convento se movía lento sobre el camino de grava que conducía hasta la imponente entrada. Junto al cochero iba su modesto baúl negro, con su nombre y dirección impresos encima con letras blancas: «Sra. A. Farival. París». Fue el crujido de la grava lo que atrajo la atención de la hermana Marceline. Entonces comenzó el revuelo.

De pronto asomaron cabezas con tocas blancas por las ventanas; ella las saludó agitando el parasol y el ramo de lilas. La hermana Marceline y la hermana Marie Anne aparecieron, agitadas y expectantes, en la puerta de entrada. Pero la hermana Agathe, la más atrevida e impulsiva de todas, bajó los escalones y corrió por el césped para recibirla. ¡Qué abrazos en los que las lilas quedaban estrujadas entre ambas! ¡Qué ardientes besos! ¡Qué rosados rubores de alegría aparecían en las mejillas de ambas mujeres!

Una vez dentro del convento, los dulces ojos castaños de Adrienne se humedecieron con ternura cuando acariciaron los objetos familiares que la rodeaban y percibieron hasta el más mínimo detalle. Los blancos tableros desnudos del suelo no habían perdido ni un ápice de lustre. Las recias sillas de madera, colocadas en filas contra las paredes del vestíbulo y el salón, parecían haber sido abrillantadas desde que ella las había visto, la pasada temporada de lilas. Y había un nuevo cuadro del Sagrado Corazón colgado sobre la mesa del vestíbulo. ¿Qué habían hecho con santa Catalina de Siena, que había ocupado aquella posición de honor durante tantos años? En la capilla —no tenía sentido intentar engañarla—, percibió al primer vistazo que el manto de san José había sido embellecido con una nueva capa de azul y que la aureola de su cabeza había sido dorada recientemente. ¡Y la Santa Virgen allí olvidada! Aún con el atuendo de la primavera anterior, que parecía casi harapiento en comparación. ¡No era justo aquel favoritismo! La Santa Madre tenía razones para estar celosa y quejarse.

Pero Adrienne no demoró más el momento de presentar sus respetos a la madre superiora, cuya dignidad no le permitía más que salir a la puerta de sus estancias privadas para dar la bienvenida a esta antigua pupila. De hecho, era la dignidad personificada: grande, intransigente, inflexible. Besó a Adrienne con calidez y discutieron temas convencionales con erudición y de modo prosaico durante el cuarto de hora que la joven pasó en su compañía.

Fue entonces cuando fue presentado para su inspección el último regalo de Adrienne, que siempre traía un hermoso presente para la capilla en su pequeño baúl negro. El año pasado fue un collar de gemas para la Santa Virgen, que la Santa Madre solo lucía en ocasiones especiales, como días de fiesta grande o de guardar. El anterior había sido un precioso crucifijo: una figura de Cristo en marfil suspendida de una cruz de ébano, cuyos extremos estaban adornados con plata labrada. Esta vez se trataba de un paño de altar bordado, de labor tan exquisita y delicada que la madre superiora, que conocía el valor de estas cosas, reprendió a Adrienne por el derroche.

—Pero querida Madre, sabe que es el mayor placer que tengo en esta vida; estar con ustedes una vez al año y traer alguna pequeña muestra de mi aprecio.

La madre superiora la despidió con esta réplica:

—Siéntase como en casa, hija mía. La hermana Thérèse atenderá sus necesidades. Ocupará la cama de la hermana Marceline al final del dormitorio, sobre la capilla. Compartirá la habitación con la hermana Agathe.

Siempre se asignaba a una de las monjas para acompañar a Adrienne durante los quince días que permanecía en el convento. Esto se había convertido casi en una regla fija. Solo durante las horas de recreo se encontraba con el resto de la congregación. Eran horas de jolgorio inofensivo bajo los árboles o en el refectorio de las monjas.

Esta vez era la hermana Agathe quien la esperaba al otro lado de la puerta de la madre superiora. Era más alta y esbelta que Adrienne, y quizás diez años mayor. Su rostro blanco se enrojecía y palidecía con cada emoción que afectaba a su alma. Ambas mujeres se tomaron del brazo y salieron juntas al aire libre.

Había muchas cosas que la hermana Agathe sentía que Adrienne debía ver. Para empezar, la ampliación del corral de aves, con sus docenas y docenas de nuevos inquilinos. Ahora ocupaba todo el tiempo de una de las novicias encargarse de ellos. No se habían hecho cambios en el huerto, pero sí, los había habido. El ojo rápido de Adrienne los detectó enseguida. El año pasado, el viejo Philippe había plantado sus coles en un gran cuadrado a la derecha. Este año estaban colocadas en un trozo alargado a la izquierda. ¡Cómo se rio la hermana Agathe al pensar que Adrienne había notado un cambio tan insignificante! Y llamó al viejo Philippe, que estaba clavando una celosía suelta no muy lejos de allí, para informarle de ello.

Él nunca fallaba en decirle a Adrienne el buen aspecto que tenía y cómo estaba más joven cada año. Además, era una delicia recordar sus escapadas juveniles y traviesas. Nunca olvidaría el día que desapareció y tuvo al convento alborotado. Y cómo al final había sido él quien la había descubierto subida a una de las ramas más altas del árbol más alto de los campos, adonde había trepado ¡para poder ver París! ¡Y el castigo posterior! Tuvo que aprenderse de memoria la mitad del evangelio del Domingo de Ramos.

—Podemos reírnos de aquello, mi buen Philippe, pero debemos recordar que madame ahora es más mayor y más sensata.

—Lo sé, hermana Agathe, uno deja de hacer locuras tras los primeros días de juventud.

Y Adrienne pareció muy sorprendida ante la sabiduría de la hermana Agathe y de Philippe, el jardinero del convento.

Poco después, cuando se sentaron sobre un banco rústico desde donde se veía el sonriente paisaje que las rodeaba, Adrienne le estaba diciendo a la hermana Agathe, que le sostenía la mano y la acariciaba con cariño:

—¿Recuerdas mi primera visita, hace cuatro años, hermana Agathe? ¡La sorpresa que supuso para todas vosotras!

—¡Como si pudiera olvidarlo, querida!

—¡Yo tampoco! Siempre recordaré aquella mañana mientras caminaba por el bulevar con un peso en el pecho, ¡oh, un peso que odio recordar! De pronto, me llegó una ráfaga del dulce olor a lilas. Una joven que había pasado junto a mí llevaba un ramo de ellas. ¿Sabías, hermana Agathe, que no hay nada que haga revivir más intensamente un recuerdo que un perfume, un aroma?

—Tienes razón, Adrienne. Porque, ahora que lo dices, puedo sentir cómo el olor del pan recién hecho, cuando la hermana Jeanne lo hornea, siempre me hace pensar en la gran cocina de ma tante de Sierge, y en Julie, la tullida, que se sentaba siempre a hacer punto junto a la ventana soleada. Y nunca huelo el dulce aroma de la madreselva sin revivir de nuevo el bendito día de mi primera comunión.

—Pues eso es lo que me ocurrió, hermana Agathe, cuando el aroma de las lilas cambió por completo el discurrir de mis pensamientos y mi desánimo. El bulevar, los ruidos, la multitud, desaparecieron ante mis sentidos como si se hubieran esfumado por arte de magia. Estaba de pie allí con mis pies hundidos en el césped como lo están ahora mismo. Podía ver la luz del sol rebotando en aquel viejo muro de piedra blanca, podía escuchar el canto de los pájaros, igual que lo oímos ahora, y el zumbido de los insectos en el aire. Y a través de todo eso podía ver y oler las flores del lilo, cabeceando de forma invitadora desde sus ramas frondosas. Pareciera que este año están más exuberantes que nunca, hermana Agathe. Y ¿sabes?, me puse como una enragée, nada me haría cambiar de opinión. No recuerdo ahora adónde me dirigía, pero me di la vuelta y rehíce mis pasos hacia casa enfebrecida por la agitación: «¡Sophie! Mi baúl pequeño, ¡rápido, rápido! El negro. ¡Unas cuantas ropas! Me voy. No me hagas preguntas. Volveré dentro de dos semanas». Y desde entonces, cada año, lo mismo. A la primera señal del aroma de las lilas ¡me voy! No hay nada que me detenga.

—¡Y cómo te espero y observo esos lilos, Adrienne! Si alguna vez no vinieras, sería como si la primavera llegase sin la luz del sol o el canto de los pájaros. Pero sabes, mi niña, que a veces he tenido miedo de que, en momentos de desánimo como el que acabas de describir, no te vuelvas como deberías hacia tu Santa Madre del Cielo, que siempre está lista para ofrecer consuelo y solaz a un corazón afligido con el precioso bálsamo de su compasión y su amor.

—Quizás no lo haga, querida hermana Agathe. Pero no puedes imaginar las molestias a las que soy sometida constantemente. ¡Solo esa Sophie y sus maneras detestables! Te aseguro que ella sola es suficiente para llevarme a Saint Lazare.1

—No me extraña. Comprendo que las dificultades de vivir en el mundo deben ser muy grandes, Adrienne, especialmente para ti, mi pobre niña, que tienes que soportarlas sola, ya que Dios Todopoderoso quiso llamar a tu querido esposo. Pero, por otra parte, vivir la vida que nuestro Señor ha trazado para cada una de nosotras debe traernos resignación e incluso cierta calma. Tienes tus deberes de ama de casa, Adrienne, y tu música, a la que, según dices, sigues dedicándote. Y después, siempre están las buenas obras, los pobres, que siempre están con nosotras, para aliviarlos, y los afligidos para confortarlos.

—¡Pero, hermana Agathe! ¿Oyes eso? ¿No es acaso La Rose caminando al borde del pasto? Me parece que me está reprochando ser una ingrata por no haber besado aún su blanca frente. ¡Venga, vamos!

Las dos mujeres se pusieron en pie y caminaron de nuevo, cogidas de la mano esta vez, sobre la mullida hierba hasta la suave pendiente que bajaba hasta el amplio y plano pasto y el límpido arroyo que fluía fresco desde los bosques. La hermana Agathe caminaba con su paso compuesto y monjil. Adrienne, con un movimiento de balanceo, un paso que era casi un brinco, como si la tierra respondiera a su ligera pisada con un impulso sutil.

Se detuvieron sobre el puente que cruzaba el arroyo estrecho que dividía las tierras del convento del prado que había más allá. Para Adrienne era un placer indescriptible estar allí conversando en voz baja y suave con la monja de rostro amable, mientras observaban el atardecer. El borboteo del agua debajo de ellas, el mugido de las vacas que llegaba desde la distancia, eran los únicos sonidos que interrumpían la quietud, hasta que los tonos distinguibles de la campana del ángelus se escucharon desde la torre del convento. Ante su tañido, ambas mujeres se pusieron de rodillas instintivamente y se persignaron. La hermana Agathe repetía la invocación habitual, a la que Adrienne respondía con un tono musical:

«El ángel del Señor se anunció a María, y concibió por obra y gracia del Espíritu Santo…».

Y así siguieron, hasta el final de la breve oración, después de la cual se levantaron y deshicieron sus pasos hasta el convento.

Con un placer sutil y candoroso, Adrienne se preparó para acostarse aquella noche. La habitación que compartía con la hermana Agathe era de un blanco inmaculado. Las paredes eran blancas por completo, salvo una única estampa florida que mostraba el sueño de Jacob a los pies de la escalera, sobre la cual los ángeles subían y bajaban. Los suelos desnudos, de un blanco amarillento suave, con dos pequeños trozos de alfombra gris junto a cada cama impoluta. En el cabecero de las camas blancas había dos bénitiers que contenían agua bendita en esponjas.

La hermana Agathe se desvistió sin hacer ruido detrás de su cortina y se deslizó al interior de la cama sin haber revelado, a la débil luz de la vela, más que una sombra de sí misma. Adrienne correteó por la habitación, agitó y dobló sus ropas con gran cuidado, colocándolas sobre el respaldo de una silla, tal y como le habían enseñado a hacer en el convento en su juventud.

Pero Adrienne no se podía dormir. No tenía especial deseo de hacerlo. Aquellas horas le parecían demasiado preciosas para lanzarlas al olvido del sueño.

—¿No te duermes, Adrienne?

—No, hermana Agathe. Sabes que siempre me ocurre la primera noche. La emoción de mi llegada, o no sé qué, me mantiene desvelada.

—Reza el Ave María, querida niña, una y otra vez.

—Ya lo he hecho, hermana Agathe, pero no sirve de nada.

—Entonces quédate quieta de lado y no pienses más que en tu respiración; he oído que eso pocas veces falla.

—Lo intentaré. Buenas noches, hermana Agathe.

—Buenas noches, querida. Que la Virgen María te guarde.

Una hora más tarde Adrienne aún estaba despierta, con los ojos como platos, escuchando la respiración acompasada de la hermana Agathe. El viento que pasaba por los tejados, el incesante balbuceo del riachuelo, eran algunos de los sonidos que le llegaban veladamente a través de la noche.

Los siguientes días de aquella quincena fueron muy similares en carácter al primer día de su llegada, apacibles y sin acontecimientos, con la única excepción de que escuchaba misa devotamente cada mañana muy temprano en la capilla del convento y los domingos cantaba en el coro con su agradable y cultivada voz, que era escuchada con deleite y el más cálido aprecio.

Cuando llegó el día de la partida, la hermana Agathe no se conformó con despedirse en el portal como hicieron las demás. Caminó por el sendero junto al viejo y crepitante cabriolé, diciendo adiós con la mano en respuesta al pañuelo que Adrienne agitaba. Cuatro horas después, la hermana Agathe, que estaba preparando a las pequeñas para su primera comunión, miró el reloj del aula y murmuró:

—Adrienne ya está en casa.

Sí, Adrienne estaba en casa, París se la había tragado.

En el mismo instante en que la hermana Agathe miró el reloj, Adrienne, vestida con un encantador negligé, se reclinaba indolente en las profundidades de un lujoso sillón. La habitación iluminada estaba en su estado habitual de pintoresco desorden. Las partituras estaban esparcidas sobre el piano abierto. Sobre los respaldos de las sillas, tirados sin cuidado, había vestidos de aspecto sorprendente y misterioso.

En una gran jaula dorada junto a la ventana había un torpe loro verde. Parpadeaba tontamente ante una joven vestida de calle que se esforzaba por hacerle hablar.

En el centro de la habitación se encontraba Sophie, la piedra en el zapato de su señora. Con las manos metidas en los profundos bolsillos del delantal y el almidonado gorro blanco agitándose con cada movimiento empático de su canosa cabeza, no paraba de hablar, para evidente fastidio de las dos jóvenes.

—Dios sabe lo que he aguantado estos seis años que llevo con la señorita, pero nunca había tenido que soportar las indignidades de estas últimas dos semanas por parte de ese hombre que se hace llamar representante. Desde el primer día, tonta de mí, que le notifiqué enseguida la partida de la señorita, se presentó aquí como un ogro. Insistía en saber el paradero de la señorita. ¿Cómo voy a decirle más de lo que le diría la estatua de la plaza? ¡Y me llama mentirosa! Dice que está arruinado. Que el público no aceptará a La Petite Gilberta en el papel que ha hecho famosa a la señorita… La Petite Gilberta, que baila como un muñeco de madera y canta como una traînée en un café chantant. Si yo le contase eso a La Gilberta, que podría hacerlo fácilmente, le garantizo que no le quedaría ni un pelo de la cabeza de los pocos que le restan a ese miserable.

»¿Qué podía hacer él? Se vio obligado a informar al público de que la señorita se encontraba enferma. ¡Ahí empezó mi verdadero tormento! ¡Contestar a este y al otro con sus tarjetas, sus flores, sus fruslerías en platos tapados! Lo que, debo admitir, nos ha ahorrado cocinar un montón a Florine y a mí. Y mientras tanto tenía que decirles que el médico le había aconsejado a la señorita que descansara durante dos semanas en algún balneario, cuyo nombre había olvidado.

Adrienne había estado observando a la vieja Sophie con los ojos perplejos, a medio cerrar, mientras le lanzaba rosas de invernadero que tenía en su regazo y que arrancaba de sus delicados tallos para tal propósito. Cada rosa impactaba de lleno en el rostro de Sophie, pero no conseguían desconcertarla ni detener el torrente de su charla.

—Por Dios, Adrienne —dijo la muchacha junto a la jaula del loro—, haz que se calle; por favor. ¿Cómo va Zozo a hablar así? Ha estado a punto de decir algo una docena de veces. Te lo digo, esta mujer le abruma con su cháchara.

—Querida Sophie —dijo Adrienne, sin cambiar de actitud—, se me han acabado las rosas. Pero te aseguro que te lanzaré cualquier otra cosa que tenga a mano —dijo cogiendo despreocupada un libro de la mesa que había junto a ella—. ¿Qué es esto? ¡El señor Zola! Te lo advierto, Sophie, la pesadez del señor Zola es tal que no dudará en postrarte; deberías estar agradecida si te quedan fuerzas para ponerte de nuevo en pie.

—Las bromas de la señorita están muy bien, pero si me van a despedir, y si me va a dejar tullida, debo decir que creo que la señorita es una mujer inconsciente y sin corazón. ¡Torturar así a un hombre! ¿A un hombre? ¡Qué digo! ¡A un ángel!

»Todos los días venía con el rostro triste y el semblante mustio. “¿Hay noticias de la señorita Adrienne?”.

»“Ninguna, señor Henri”. “¿Tiene usted idea de adónde ha ido?”. “No más que la estatua de la plaza, señor”. “¿Y es posible quizás que no vuelva nunca?”, con el rostro pálido como esa cortina.

»“Le aseguro que volverá dentro de quince días. Le ruego que tenga paciencia”. Y él arrastrándose, désolé, por la habitación, cogiendo el abanico de la señorita, sus guantes, sus partituras, y dándoles vueltas y vueltas entre sus manos. La zapatilla de la señorita, que usted me tiró en la impaciencia de su partida y que a propósito yo dejé allí donde cayó sobre el chifonier, él la besó, le vi hacerlo, y después se la metió en el bolsillo creyendo que no lo veía.

»Todos los días la misma canción. Le pedía que tomase un poco de sopa que había preparado. “No puedo comer, querida Sophie”. La otra noche vino y se quedó largo rato observando las estrellas a través de la ventana. Cuando se volvió se estaba secando los ojos; los tenía rojos. Dijo que había estado cabalgando entre el polvo y se le habían inflamado. Pero bien sé yo que había estado llorando.

»Ma foi ! Yo en su lugar no aguantaría tales crueldades. Saldría por ahí a divertirme. ¿De qué sirve, si no, ser joven?

Adrienne se levantó con una carcajada. Se acercó y tomó a Sophie por los hombros y la agitó hasta que la blanca cofia se bamboleó sobre su cabeza.

—¿De qué sirve toda esta letanía, querida Sophie? ¡Todos los años lo mismo! ¿Acaso te has olvidado de que vengo de un largo y polvoriento viaje en tren y de que me estoy muriendo de hambre y sed? Tráenos una botella de Château d’Yquem y unas galletas y mi pitillera.

Sophie se había liberado y se alejaba hacia la puerta.

—¡Ah, Sophie! Si el señor Henri aún está esperando, dile que suba.

Era exactamente un año más tarde. La primavera había vuelto y París estaba embriagado.

La vieja Sophie estaba sentada en su cocina soltándole un sermón a una vecina que había venido a pedirle algún insignificante utensilio de cocina a la vieja bonne.

—¿Sabes, Rosalie? He empezado a creer que es un ataque de locura que le da una vez al año. No se lo diría a todo el mundo, pero sé que esto no saldrá de aquí. Debería tratarse, debería consultar a un médico; no está bien no ocuparse de estas cosas y dejar que sigan su curso.

»Esta mañana ha aparecido como un trueno. Como estoy aquí sentada que no ha habido ni pensamiento ni mención de un viaje. El panadero ha entrado en la cocina, ya sabes lo galante que es, siempre le tiene el ojo echado a alguna muchacha. Dejó el pan sobre la mesa y al lado un ramo de lilas. No sabía que ya hubiesen florecido. “Para la señorita Florine, con mis respetos”, dijo con su sonrisa tonta.

»Como te imaginas, no iba a distraer a la señorita Florine de su trabajo para darle las flores del panadero. Pero igualmente tampoco iba a dejar que se pusieran mustias. Me fui con ellas en la mano al comedor para coger un jarrón de mayólica que había guardado en el armario de allí, en un estante de arriba, porque tenía el asa rota. La señorita, que se levanta pronto, acababa de salir de su baño y cruzaba el vestíbulo que se abre al comedor. Tal y como estaba, con su peignoir blanco, asomó la cabeza al comedor, olisqueando el aire y exclamó: “¿Qué es ese olor?”.

»Vio las flores en mi mano y se lanzó sobre ellas como un gato sobre un ratón. Las estrechó contra sí, hundiendo el rostro en ellas durante mucho tiempo, emitiendo solo un largo “ah”.

»“Sophie, me voy. Saca el baúl negro pequeño; unos cuantos vestidos sencillos, el vestido marrón que aún no está gastado”.

»“Pero, señorita”, protesté yo, “se olvida de que ha pedido un desayuno de cien francos para mañana”.

»“¡Cállate!”, me gritó golpeando el suelo con los pies.

»“Se le olvida cómo se va a enfadar el representante”, insistí, “y cómo me vilipendiará. Y usted se irá tal cual sin una palabra de despedida para el señor Paul, que es un ángel en la tierra”.

»Te digo, Rosalie, que le salían llamas por los ojos.

»“¡Haz lo que te digo inmediatamente”, exclamó, “o te estrangularé, a ti, a tu señor Paul, a tu representante y a tus cien francos!”.

—Sí —afirmó Rosalie—, está loca. Tuve una prima que le dio un ataque igual una mañana, cuando olió el hígado de ternera friéndose con cebolla. Hicieron falta dos hombres para sujetarla antes de que cayera la noche.

—Me doy perfecta cuenta de que es locura, mi querida Rosalie, y no dije ni una palabra más, pues temía por mi vida. Simplemente obedecí cada orden en silencio. Y ahora, ¡pues se ha ido! Dios sabe dónde. Pero entre nosotras, Rosalie, no se lo diría a Florine, no creo que esté bien. Yo, en el lugar del señor Paul, haría que la observaran. Le pondría un detective para que la siguiera.

»Ahora voy a cerrar a cal y canto la casa. El señor Paul, el representante, los visitantes… ya pueden venir todos y llamar y gritar todo lo que quieran. ¡Estoy harta! Harta de que me desprecien y de que me llamen mentirosa. ¡A mi edad, Rosalie!

Adrienne dejó el baúl en la pequeña estación de tren, ya que el viejo cabriolé no estaba disponible en ese momento, y caminó complacida los kilómetros de agradable paseo que llevaban al convento. Qué calma infinita, qué pacífico encanto tenía el campo, verde y ondulante, que se extendía a ambos lados. Caminaba junto a la carretera, haciendo girar su parasol; murmurando una canción alegre, cortando aquí y allá un brote o una hoja cerosa de los setos junto al camino, y durante todo el trayecto daba enormes tragos de complacencia y contento.

Se detuvo, como siempre había hecho, a coger lilas por el camino.

Mientras se acercaba al convento se imaginó que un rostro con toca blanca había mirado fugazmente por la ventana, pero podía estar equivocada. Evidentemente, no la habían visto y esta vez las tomaría de imprevisto. Se sonrió al pensar cómo la hermana Agathe soltaría un gritito alegre de sorpresa, y en su imaginación ya sintió el calor y la ternura del abrazo de la monja. Y cómo la hermana Marceline y las demás se reirían y se burlarían de sus mangas abullonadas, pues las mangas abullonadas se habían puesto de moda desde el año pasado y los antojos de la moda siempre les ofrecían enorme diversión a las monjas. No, sin duda no la habían visto.

Subió los escalones de piedra con ligereza y tocó la campana. Pudo escuchar el agudo sonido metálico reverberar a través de las salas. Antes de que la última nota se hubiera disipado, la puerta fue abierta ligeramente, con mucho cuidado, por una seglar que se quedó allí de pie con los ojos bajos y las mejillas ardiendo. A través de la estrecha abertura le extendió a Adrienne un paquete y una carta diciendo, en tono confuso, «por orden de nuestra madre superiora», después de lo cual cerró la puerta rápidamente y giró la enorme llave del cerrojo.

Adrienne se quedó estupefacta. No era capaz de comprender el significado de tan singular recepción. Las lilas cayeron de sus brazos al pórtico de piedra sobre el que se encontraba. Giró la nota y el paquete entre las manos de forma estúpida, temiendo por instinto lo que podía revelar su contenido.

El perfil del crucifijo se podía sentir claramente bajo el envoltorio y adivinó, sin tener el valor de asegurarse de ello, que el collar y el paño de altar lo acompañaban.

Se apoyó sobre la pesada puerta de roble y abrió la carta. Pareció no leer palabra por palabra las pocas líneas amargas y llenas de reproches, esas líneas que le prohibían por siempre el acceso a aquel remanso de paz, donde su alma deseaba llegar y refrescarse. Se imprimieron como un todo en su cerebro, en su completa crueldad, no se atrevía a llamarlo injusticia.

No había ira en su corazón; eso sin duda llegaría más tarde, cuando su inteligencia nublada comenzara a buscar los orígenes de aquella traición. Ahora, solo había lugar para las lágrimas. Inclinó la cabeza sobre el sólido panel de roble y lloró con el abandono de una niña.

Bajó los escalones con paso débil y arrastrado. Una vez en el camino, se volvió para mirar la imponente fachada del convento, esperando ver un rostro familiar, una mano, incluso, que le hiciera un débil gesto de que aún era amada por algún corazón fiel. Pero solo vio las ventanas limpias mirándola como un montón de ojos fríos, brillantes y reprobadores.

En la pequeña habitación blanca sobre la capilla, una mujer se arrodillaba junto a la cama en la que Adrienne había dormido. Su rostro se apretaba sobre la almohada en el esfuerzo de silenciar los sollozos que agitaban su cuerpo. Era la hermana Agathe.

Tras unos instantes, una hermana seglar salió por la puerta con un cepillo y barrió las lilas que Adrienne había dejado caer en el pórtico.

1 Prisión-hospital de París (Nota de la Traductora).

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