La playa del hombre muerto

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La playa del hombre muerto
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Letrame Editorial.

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© K.Dilano

Diseño de edición: Letrame Editorial.

Maquetación: Juan Muñoz Céspedes

Diseño de portada: Rubén García

Supervisión de corrección: Ana Castañeda

ISBN: 978-84-1386-346-7

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

Letrame Editorial no tiene por qué estar de acuerdo con las opiniones del autor o con el texto de la publicación, recordando siempre que la obra que tiene en sus manos puede ser una novela de ficción o un ensayo en el que el autor haga valoraciones personales y subjetivas.

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

IMPRESO EN ESPAÑA – UNIÓN EUROPEA

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Dedicado a mis ángeles, a mis guías espirituales y a ese cristal de cuarzo que un día me fue entregado.

A todos esos personajes de mis otras vidas.

A esos niños a los que un día vi y a los que se aparecieron sin verlos.

A los que están y a los que, ya, no.

A los que vendrán y a los que no me abandonarán.

Porque todo lo que soy, en estos días, proviene de ellos y de otras vidas.

Realidad o simple ensoñación.

Esta historia es, también, en gran parte real.

AGRADECIMIENTOS:

Una de las preguntas que más se le suele hacer a todo escritor de ficción es: ¿De dónde parten las ideas? En mi caso, suelen comenzar con una simple anécdota, experiencia o comentario que, según de quién proceda y de cómo se relate, consigue que prenda en mi interior la chispa que irá dando forma a una nueva historia. A partir de ahí, los protagonistas salen solos y, según tecleo en el ordenador los primeros diálogos, van surgiendo los personajes secundarios que darán sentido a la novela.

Recuerdo el chispazo que provocó el deseo de escribir cada uno de mis anteriores libros, aunque tuve que darle muchas vueltas a la cabeza hasta conseguir desentrañar en qué se convertirían. Sin embargo, con este último el proceso ha sido distinto, ya que, desde el comienzo y tras leer la anécdota que un amigo me contó en un simple mensaje de texto, supe que no solo había saltado la chispa para una buena historia, sino también la trama entera que daría vida a Daniel y a Alain.

Por ello, lo primero que quiero es dar las gracias a ese buen amigo y compañero de altos vuelos, David Romero. Gracias, David, por haber confiado en mí y haber sabido transmitirme esa excitante anécdota que guardas en tu corazón. Gracias por mostrarme el lugar, por tu cariño, por tantas risas compartidas y, sobre todo, por ilusionarte con esta historia tanto como yo. Y gracias por tus traducciones al catalán y por ser la fuente de inspiración de la que me he servido para hacer que Daniel Albero sea como es.

No quiero olvidarme de algunos otros compañeros de trabajo que han ampliado mis conocimientos sobre alguna de las materias a tratar en esta obra o, simplemente, han servido de inspiración de algún capítulo en concreto. Gracias, Javier Díaz y Esther, por ese beso de amor que os protegió de manera mágica contra la violenta reacción de unos pocos y que, al recrearlo en estas páginas, dio pie a la segunda parte del libro. Gracias, María Boto, por toda la información referente a la distribución de ropa de moda. Gracias, Christian Battaggion, por todo lo que me contaste sobre París y su gente y por ser la inspiración para darle voz a Alain, con ese correcto uso del castellano aliñado con un buen pellizco de acento francés. Gracias a mi querida Emilie Moreno, correctora y traductora del idioma vecino. Gracias a Susana Viejo, a Lola Alcázar y a Esther Carrasco-Muñoz por esas charlas que me ayudaron a profundizar en el vasto mundo de las vidas pasadas y de las energías entre almas gemelas. Gracias a Alfonso de Andrés y a Jesús González de Miguel por vuestros amplios conocimientos sobre la Guerra Civil y la época franquista y, en concreto, por haberme resuelto las dudas que tenía con respecto a la Policía Armada que operaba en aquellos años en nuestro país.

Por la parte de mi familia que ha puesto su granito de arena; gracias a mi hermano Pepe. Que te quiero, ya lo sabes, como también sabes que siempre ha habido o habrá un edificio, una obra, una casa, un piso que construir o reformar en mis novelas; en este caso, fue un local a pie de calle en la ciudad de Barcelona y, como de costumbre, tus conocimientos técnicos y consejos han sido fundamentales para darle forma en mi cabeza. Gracias a mis sobrinas, Alba y Nagore Crespo, ese par de bellas enfermeras (y matrona, también, en el caso de Alba) de las que estoy segura de que todo aquel que pasa por sus experimentadas manos se enamora sin poder remediarlo; gracias por vuestros conocimientos médico-sanitarios y por darle sentido a los accidentes o enfermedades de la novela y que con tanta paciencia revisasteis conmigo una tarde en Barcelona. Sois un par de maravillosos ángeles salvadores y, en los tiempos que corren, mucho más. Gracias, siempre, por ser como sois y por estar ahí para todos, ya seamos pacientes o amigos.

Por supuesto, mil gracias a mi primera lectora e íntima amiga, Montse Sánchez, por leer y comentar conmigo la novela con tantísimo entusiasmo. Eres la mejor primera crítica que toda autora puede tener. Es un privilegio que siempre tengas un hueco para mis escritos, y te adoro.

Y, por último, aunque no por ello menos importantes, quiero agradecer a estas tres personas el haber aparecido en mi vida en algún momento de la misma; gracias a Nieves, a la doctora Ángela Martín Dotor y a Brian Weiss. Tan solo he conocido en persona a las dos primeras. Sin embargo, sí que he escuchado las voces sugerentes y evocadoras de los tres en varias sesiones, y esas voces, así como los conocimientos que me han inculcado toda vez que he podido escuchar sus palabras, me han llevado a vivir alguna de las experiencias que recreo en esta novela y que han sido del todo inolvidables y sanadoras. Seguro que lo mío es insignificante con todo lo que habrán visto u oído en las múltiples sesiones de diván que habrán tenido con otras personas, pero a mí me ha servido para entender muchas cosas de mi propia vida, conseguir que mis personajes dejasen de estar tan perdidos y poder darle sentido a su existencia y a lo ocurrido en aquella playa del Hombre Muerto.

PRÓLOGO

Hace muchos, muchos años, en los tiempos que algunos viejos aún recuerdan con nostalgia y que otros prefieren olvidar, existió al noreste de España un pequeño lugar alejado de los convencionalismos políticos de la época. Se trataba de una playa virgen, salvaje y hermosa que, a pesar de sus cantos rodados, acogía las mansas y templadas aguas del Mediterráneo escondida tras montículos de arena en donde matorrales achaparrados plagaban el paisaje y la ocultaban a ojos de todos. Su difícil acceso hacía que se tuviera que conocer bien el camino para llegar a ella, siguiendo un recorrido de tierra que, bordeando la costa, te sacaba fuera del pueblo más cercano y te obligaba a caminar durante un par de kilómetros hasta alcanzar una cala de reducidas dimensiones; eso siempre que el caminante no se hubiera dado la vuelta mucho antes, tras sortear algunas piedras enormes que parecían no llevar a ninguna parte.

A aquella cala insulsa se accedía bajando por un suelo resbaladizo, escarpado y estrecho en donde abundaban multitud de guijarros que se adentraban en el mar. Aquel punto evitaba que el caminante despistado continuase su trayecto, consiguiendo que la frustración le llevara a darse media vuelta o, como mucho, descender por allí para alcanzar el agua en la que refrescarse los pies, aun a riesgo de salir lastimado con alguna arista cortante de aquellos cascajos de roca que lo adornaban todo a su paso.

Lo que no sabían muchos de los que hasta allí bajaban era que, si continuaban caminando en plena marea baja muy pegados a la pared rocosa para evitar resbalar con el espumoso reflujo del oleaje, se alcanzaba a ver una plataforma ancha de piedra lisa capaz de acoger a un par de cuerpos desnudos en pleno disfrute de los rayos del sol y de algunas caricias mutuas.

Los que la conocían dejaban la pequeña cala junto con su recoveco misterioso a sus espaldas y continuaban sorteando los enormes pedruscos de aquel relieve costero. Con sus manos apartaban los matorrales, cerciorándose de que tras ellos no hubiese alguien apostado que les siguiera por mera curiosidad, acto de mala fe o por ser la autoridad competente en aquellos dictatoriales tiempos que corrían.

Al final del camino se apreciaba una segunda cala mucho más amplia e igual de ingrata con los pies del visitante, al estar cubierta por guijarros de mayor tamaño, pero con fantásticas vistas del horizonte marino y vegetación densa y agreste alrededor. En aquella bella y solitaria playa muchos de sus visitantes se permitían desnudar sus vergüenzas, nadando libres en el agua y bronceando sus cuerpos al sol, alejados de las miradas de curiosos o chivatos que pudieran llegar a alertar a los adeptos al Régimen sobre aquellas tendencias tan mal vistas por ellos pero tan naturales para muchos otros.

 

La mayoría eran jóvenes muchachos que disfrutaban nadando en las aguas cálidas y que, aparte de sentir sobre su piel el placer que el buen tiempo les concedía, solían entablar conversación con algún desconocido afable al verse presos de miradas furtivas e intencionadas que, lejos de disuadirles de seguir adelante por desconfianza ante quienes pudieran estar exponiéndose desnudos a cara y cuerpo, conseguía hacerles crear vínculos mucho más cercanos que, en definitiva, era lo que les otorgaba aquella playa silenciosa, recóndita y gentil.

Sus pieles tornasoladas por los cálidos rayos del sol activaban los sentidos de algunos vecinos de toalla que, finalmente, conseguían encontrar lo que sus instintos más profundos y animales demandaban.

Por discreción, los encuentros se llevaban a cabo alejados de aquella playa, en un bosque cercano que separaba la zona costera de la realidad humana que habitaba las dos poblaciones entre las que se encontraba aquel paraíso secreto. Internados allí, entre matorral y matorral, pino y piedra, se dejaban llevar por el disfrute y la lujuria que cada cual consentía, dejando de lado temores, anclajes y tabúes propios de la época y que, en la mayoría de los casos, lo dejaba todo en una discreta despedida sin ánimo de motivar reencuentros ni continuidad en el tiempo.

Al atardecer, la playa se quedaba desierta y el silencio clamaba por encima del rumor cadencioso de las aguas que acomodaban con su oleaje las piedras que habían sido pisadas, guardándose para ellas los secretos allí contados y diluyendo los escarceos prohibidos entre la espuma del mar.

1

A Daniel no le gustaba recordar los sueños al despertar. De pequeño, y según leyó años más tarde en alguno de los libros de su amiga Mae, soñaba con esplendidos vuelos rasantes debido al fervor de una sexualidad reprimida. Tras efectuar una carrera de salida digna del mejor plusmarquista mundial, conseguía que sus pies despegasen del suelo para escapar de algún perseguidor que no paraba de acosarlo. El problema era aterrizar, ya que su cuerpo se elevaba tanto que se salía de la órbita, lo cual le resultaba angustioso. Sueños de caídas por cuestas interminables y pronunciadas hubo muchos, a lo largo de los cuarenta y cinco años que tenía; lo que le llevó a odiarlas en su vida real y a poner especial cuidado al bajar por escalinatas y calles empinadas.

Por suerte, pasaba mucho tiempo entre un recuerdo onírico y otro como para terminar dándose cuenta de que no disfrutaba nada con la recreación de ciudades nocturnas que, iluminadas por farolas de lúgubre luz que generaban ambientes mortecinos e invernales, lo trasladaban a su infancia y le hacían ver a gente correr hacia sus casas para resguardarse en ellas, amparados por un buen brasero que les caldease el cuerpo.

Mucho menos le gustaba el que su subconsciente reviviera a familiares y amigos ya muertos, a quienes prefería dejar en su tumba. Tampoco le agradaban los sueños con ambientes laborales del pasado, cargados de maniquíes amputados, luces cegadoras y telas kilométricas, que lo único que hacían era engullirlo entre sus pliegues sin apenas dejarlo respirar, haciendo que acabase acuclillado en un rincón con los zapatos de tacón de su madre puestos y vomitando sin parar. Aunque… a veces el sueño se invertía y él mismo era su madre.

Lo cierto es que jamás entendió por qué la mente humana jugaba la mala pasada de soñar. Serían liberaciones del subconsciente, deseos por cumplir o traumas de algún tipo; pero a él, quitando las pocas veces en que su cuerpo conseguía empalmarse y hasta disfrutar de algún orgasmo, oníricamente perfecto, le hubiera gustado tener algún inhibidor de sueños que le hubiera permitido ajustarse, tan solo, a la realidad que le tocaba vivir: la de un exmodelo de pasarela y publicidad, sin mucha fama adquirida, y actual dueño de una próspera tienda de ropa para hombre en plena ciudad de Barcelona.

Pese a conservar todo su pelo; eso sí, convertido de quita sentidos rubio a canoso incipiente, y tener una inconfundible mirada azul oculta tras unas gafas de pasta de corte moderno, Daniel se permitió llegar al ecuador de la cuarentena con un cuerpo bien trabajado, alguna que otra arruga generada por su expresiva sonrisa, ajena a los retoques quirúrgicos, y con una vida, independiente y sexual, cómplice de muchas satisfacciones, pero también de infinita soledad.

Mae, que había sido una antigua y experimental novia de su juventud con la que, ante todo, mantenía una respetable y duradera relación laboral y amistosa al ser su socia en el negocio, no paraba de usarlo como conejillo de indias para la puesta en práctica de la infinidad de cursillos sobre astrología, lectura del tarot, quiromancia y elaboración de cartas astrales a los que se apuntó a raíz de su separación.

En cierto modo, a Daniel le alegraba que se entretuviera con algo más que montar y desmontar los escaparates de la tienda o atender a los distribuidores y clientes que tenían; eso sí, cuando se lo permitían las llantinas que le sobrevenían al recordar al que todavía era su marido y que, a veces, eran producto de los cuernos que él la había puesto, o por la pensión de su hija que todavía no le pasaba. Aun así, a Daniel le hartaba que siempre estuviese hablándole de su horóscopo, de los ascendentes y de las líneas que le cruzaban las palmas de las manos y que él veía como una característica evolutiva de su especie, más que como una simple llave al descubrimiento de toda una vida pasada y futura.

—Te voy a echar las cartas —dijo ella, abriendo uno de los cajones que había bajo el mostrador en donde se apoyaban el ordenador, la caja y los datáfonos, y que en verdad se trataba de una enorme mesa de cocina hecha en madera maciza de roble americano—. Hoy, presiento que voy a hacerte una buena lectura —Mae continuó hablando, mientras sacaba la baraja del tarot de dentro de un saquito de terciopelo morado que recordaba a la tela que vestían algunos santos y cristos de las iglesias.

—¡Anda, cariño, déjame revisar estos catálogos! —Daniel le dio unos golpecitos en la mano—. Al final, ¿cuántos jerséis de cuello vuelto crees que deberíamos pedir?

—No cambies de tema y baraja —insistió ella.

—Creo que deberíamos aumentar la gama de neutros. —Él evitaba mirarla, concentrándose en el catálogo que tenía desplegado sobre la mesa—. Ya sabes que luego aparecen los heteros y se van sin llevarse nada porque les chirría tanto colorín. Quizá nos hemos pasado con los de color flúor, lo mismo tenemos que liquidarlos.

—¡A ver, Daniel, baraja de una vez y deja el catálogo para luego! —ordenó de manera bastante impertinente su amiga, golpeándolo en el brazo.

—Mae, vamos retrasados con el pedido. ¡Déjate de cartitas ahora! Además, harías mejor en hacerte una de esas cartas astrales, a ver si ves que aparece alguien nuevo en tu vida y te dejas de tanta fricada conmigo.

A ella se le empezaron a humedecer los ojos.

—¡Ay, no, cariño! Perdóname. —Daniel se levantó del taburete alto y se acercó a ella para estrecharla contra su exclusiva bléiser de Lardini—. No quería decir eso. Bueno, sí, ¡bueno…, no sé! Es que me tienes un poco harto con tanta lectura y análisis de mi vida sentimental. Si yo estoy bien como estoy, y no quiero más.

—¡Eso no es verdad, Dani, a mí no me mientas! Que no lo confieses es una cosa, pero que no lo desees es otra. —Ella aceptó el pañuelo de hilo que se sacó del bolsillo.

—De verdad que estoy bien —repitió él—. Además, ni yo tengo ya aguante para soportar a nadie, más allá de dos noches seguidas, ni creo que ningún jovencito quisiera envejecer a mi lado.

—Tampoco tiene por qué ser ningún joven. Esos ya sabes que luego están follando por ahí con cualquiera. —Mae abrió sus expresivos ojos, de par en par—. Bueno…, tú también andas por ahí follando con cualquiera, pero al menos no me tengo que preocupar por tu salud que, con lo escrupuloso que eres, seguro que te pones doble condón.

—¡Oye, guapa! —exclamó él, apartándose un poco para mirarla con ojos críticos—. ¿Qué has desayunado hoy, para que se te haya soltado tanto la lengua? Además, ¿qué te has pensado, que me voy a conformar con uno de cincuenta y muchos al que casi ni se le levante? Pues, para tu información, te diré que el de anoche tenía veinticinco y me echó dos polvos que ya te hubieran gustado a ti. —En ese momento, las lágrimas de su amiga afloraron de nuevo—. ¡Joder, Mae! Lo siento. —Vuelta de nuevo a humedecerle la bléiser—. Cariño, deberías visitar a un psicólogo. —Daniel intentó separarla de su arruinada chaqueta, usando el tono más suave que consiguió modular—. Últimamente, lloras por todo. Y ya ha pasado un año desde que ese capullo salió de tu vida.

—Es que no sé qué me pasa ni qué hace que los hombres se alejen de mí. Tú me dejaste, Voldemort me dejó y los pocos que hubo entre vosotros no duraron ni para contarlos como experiencia.

—¡A ver, Mae! —Daniel la sacudió suavemente por los hombros—. Suénate esos moquitos y quédate con el pañuelo como prenda, que me lo has echado a perder. —Él esperó a que hiciera lo que le había dicho y continuó hablando con los brazos cruzados delante del pecho—. Del innombrable ese ni vamos a hablar porque no se lo merece. En cuanto a mí, yo no cuento, querida. Mis días entre las piernas de una mujer se limitan a ti, a un par de modelos de mi época glamurosa y a alguna despistada que se ha metido en medio de mi grupo de amigos. ¡No es precisamente un buen currículo para ningún casanova que se precie! Lo que tienes que hacer, que ya te lo he dicho muchas veces, es olvidarte de ese cretino y empezar a mirar por ti, cuidarte un poco esos kilitos y encargarte mejor de cada hetero que entre por esa puerta, ¿entendido?

—Pero si ya me encargo, ¿o acaso insinúas que no hago bien mi trabajo? —preguntó ofendida.

—No, no vayas a llorar otra vez. —Daniel le mostró la palma de la mano—. ¡Mujer, me refiero a encargarte de tirarles los tejos!

—¡Válgame Dios, Dani! A veces tu promiscuidad me supera, te lo digo en serio. No sé cómo pretendes que haga eso, si la mitad de los que entran aquí son gais y la otra mitad vienen acompañados por mujeres.

—Querida amiga, tienes un ojo pésimo para detectar posible carnaza, pero de eso ya nos encargaremos. Tú empieza por mirarlos a los ojos y sonreír mucho, que ya te indicaré yo cuándo tienes que lanzar el anzuelo. Tu pequeña Alicia, que la quiero como a una hija —dijo, llevándose la mano al pecho—, se encontrará mejor si su madre empieza a ser adulada por alguno de estos hombretones que pasan por aquí a diario. ¡Venga! Y ahora, si quieres, te dejaré que me eches las cartitas esas por undécima vez en el mes —completó su discurso con media sonrisa, antes de centrarse en barajar para ella y sentarse de nuevo en el taburete, acomodándose contra el respaldo—. Que no sé yo en qué habrá cambiado mi vida desde la última vez que lo hiciste.

—Nunca se sabe, Dani, nunca se sabe. A mí me sigue intrigando mucho tu línea de la vida. —Ella aprovechó para cogerle la mano derecha y volteársela para mirarla, mientras recorría con una de sus uñas pintadas a la francesa la longitud de aquella raya—. Es por este corte que hay en el medio y que, según tu carta astral, te llevará a un reencuentro amoroso e inesperado con alguien a quien ya conocías y que cambiará la vida de ambos por completo.

Daniel se quedó pensativo y se ajustó las gafas, mirándose la palma de la mano y sintiendo que el ligero tamborileo que efectuaba Mae, sobre aquella pequeña arruga, pasaba a convertirse en un agradable cosquilleo provocado por la sutil caricia que ella le brindaba y que, al ser tan prolongada y suave, comenzó a erizarle los pelos del brazo.

—¡Estooo…! —con un ligero carraspeo, él apartó su mano—. Mae, no me digas que ha llegado el momento de hablar de un tema que jamás hemos tenido que tocar desde que acabamos hace años nuestra relación sentimental.

—No… sé… a qué te refieres —respondió ella mientras se cruzaba de piernas, sentada como estaba, y se miraba las sandalias de tacón que aquella mañana había decidido ponerse.

Daniel se acercó a ella y, levantándole la barbilla, hizo que lo mirase a los ojos.

—A ver, enfrentemos los hechos. Nos conocemos desde hace más de treinta y cinco años. Ese reencuentro del que hablas, si es que no has bailado algún dato, no puede ser entre nosotros, cariño. Tú no estás tan desesperada, y yo no tengo ganas de perder a mi mejor amiga. Y no me malinterpretes, vale, no es que no te encuentre atractiva, pero sabes que desde hace muchísimo tiempo no me interesa el sexo con mujeres. Amén de que las segundas partes nunca fueron buenas. ¿Adónde vamos tú y yo en ese plan?

 

—A ninguna parte, si ya lo sé —respondió Mae, mientras se frotaba las manos que no paraba de mirarse.

—Yo me quedo de tío soltero de Alicia, y a ti te buscamos un buen ligue, ¿de acuerdo?

Él le pasó el mazo de cartas ya barajadas y ella se acomodó en el taburete para comenzar a poner boca arriba las cartas que iba sacando. Daniel, de soslayo, seguía echándole miradas al catálogo de jerséis y cazadoras que había dejado abierto sobre el mostrador, sin darle importancia a ese jueguecito que tanto le entretenía a ella.

—Bueno, aparecerá alguien nuevo en tu vida —comenzó analizando.

—Sí, claro, una media de treinta mirones de ropa al día y algunos potenciales compradores que, si quitamos a los habituales, nos dejan de tres a cinco nuevos clientes en esta semana —respondió él, forzando una sonrisa y sin mirarla.

—No, no, esta vez la pasión hace acto de presencia —ratificó ella—. Altibajos veo, también, pero pasión, mucha.

—¡Como tantas veces, Mae! ¡Menuda novedad! Algún polvo ocasional. Mira, sin ir más lejos, el chico de ayer; lo conocí en el pub de la esquina y, sí, la pasión por mí lo dejó a punto de caramelo en cuestión de una hora escasa.

—¡Que no, que no! Que esta vez pasión y amor van cogidos de la mano, y nunca hasta ahora te había salido el amor. Y es reciproco, ¡eh! Que tú, también, eres un poquito piedra cuando te pones.

—Pues, francamente, el moreno de anoche no me enamoró. Fueron buenos polvos, sí, pero nada más. Bueno, y cambiando de tema, hablemos de negocios. ¿Le decimos que sí a los del local para abrir la tienda nueva, o qué? —Mae sacó otro par de cartas más y las puso en la mesa boca arriba.

—Pues… parece que se ve algo…, pero... estás, como siempre, viajando que no paras y, en ese plan, poca tienda se puede abrir. Aunque, es curioso, te veo más en París que en ningún otro sitio. Vamos, que le coges un vicio a París que vas a estar allí la mayoría del tiempo.

—¡Ah, sí! —Daniel miró extrañado las cartas que habían salido—. Me encanta París. Pero ¿dónde ves tú París ahí? ¿Acaso en ese monigote que parece una gárgola? ¿O en este jorobado que parece el de Notre Dame? —Señaló una de las cartas que parecían sacadas de una película sobre la Edad Media.

En ese momento, el timbre de la puerta sonó y Mae se vio forzada a guardar su baraja de cartas de donde la había sacado, antes de pulsar el botón de apertura.

—Anda, ve a llamar a Albert para hacer el pedido antes de que se vaya, y yo atenderé a esos —se ofreció.

—¿Cuándo montarás el escaparate de la nueva temporada? —preguntó él de camino hacia el despacho y con los catálogos en la mano.

—Antes del lunes nada, que Alicia y yo tenemos la comunión de una amiga suya el domingo en Sitges y, con mi coche en el taller, tendré que mendigarle el suyo a mi padre. Así que mañana sábado saldré un poco antes de la tienda para pasarme por casa a recoger a la niña y pillar el tren a tiempo, hacia Mataró, para comer con ellos y que me dé las llaves.

—No hace falta que le pidas el coche a nadie. Si quieres os llevo yo el domingo y, de paso, me doy una vueltecita por la playa, que algo de sol me hace falta. Después, os recojo cuando acabéis.

—Esa es buena idea. Todavía no me hablo con mi hermana y seguro que estarán allí mañana. Aunque, de buena gana, me iba contigo y con la niña a la playa, este verano no la hemos pisado casi nada y la comunión me da un poco igual, la verdad.

—Esa no es playa para una niña, Mae. Si me apuras, ni siquiera para ti. —Levantó una ceja, esbozando una sonrisa de medio lado.

—¡Ah, vale! ¿O sea, que vas a «esa playa»? —Daniel se limitó a encoger los hombros—. Aunque me intriga el mercadeo de carne fresca que se ofrece en ese lugar. Un día me tendré que pasar para ver lo que se cuece por allí.

—Pues nada que a ti te incumba, bonita. Y, por cierto, los mirones que no van al lío no nos gustan —enfatizó él—. A no ser que decidas cambiarte de acera, que algunas lesbianas también se ven, de vez en cuando.

Ella comenzó a carcajearse.

—Era broma, Dani. Ya ves tú lo que yo iba a ligar en ese lugar. Si se me dan mal los hombres, imagínate las mujeres.

Y terminó dándole la espalda para ir a atender al par de chicos que habían entrado en la tienda.

2

Alrededor de las nueve de la mañana del domingo, Dani pasó a recoger a sus niñas, como le gustaba llamarlas. Apretó el botón del portero automático y Mae le abrió para que subiera hasta el tercer piso, sin ascensor, en el que vivían. Cuando llegó arriba, un tanto jadeante, la pequeña Alicia le esperaba en el salón, vestida con un traje repolludo y un lazo de raso entre las trenzas de su peinado. Cerró la puerta y su ahijada de nueve años se le abalanzó a los brazos como era su costumbre.

—¡¡Tito!! —exclamó, olisqueándolo y quedándose colgada de su cuello mientras él la sujetaba en brazos—. ¡Qué bien hueles!

Daniel adoraba a aquella niña.

—Tú también, cariño, y estás muy guapa. —La posó en el suelo y la cogió de la mano para que diera un par de vueltas frente a él.

—¿Por qué llevas un bañador? —La pequeña era demasiado curiosa para su edad.

—Porque, mientras mamá y tú estáis en esa comunión, yo me voy a ir a la playa. Por cierto, ¿le queda mucho a tu madre?

Al instante, Mae apareció en el salón terminando de colocarse una rebeca de manga corta y cogiendo las llaves de la casa para meterlas en el bolso de mano.

—Perdona, Dani. Es que esas trencitas de Alicia me han llevado un siglo.

—¿Mamá, podemos ir a la playa después de la comunión de María? Tito Dani va.

Mae le echó un vistazo a su amigo, de arriba abajo, revisando su atuendo playero de manera inquisitoria.

—¡¿Te pones ese Missoni de cuatrocientos euros, un polo de Valentino y unas sandalias de Gucci para ir allí?!

—Sí, señora —afirmó, apreciando su buen ojo—, complementado con un sombrerito de Nick Fouquet y mi mochila Moncler. ¿Algo que objetar?

—Creo que, tal vez, te pasas de elegante. No es que vayas, precisamente, a ninguna playita de la Costa Azul —criticó ella con el entrecejo fruncido.

—La próxima vez me pongo un Turbo, una camiseta de tirantes y unas abarcas —ironizó un poco—. Quizás eso te parezca más adecuado. Por cierto, tú también estás muy guapa esta mañana. —Daniel se acercó a ella y, agarrándola por la cintura, le dio un beso en la mejilla.

—Jolín, Dani, si guapo vas un rato, pero es que también vas demasiado llamativo. Solo me preocupo por ti, no quería ser tan crítica. Tú siempre me has dicho que esa familia que monta el chiringuito allí a estas alturas de la temporada ya se ha ido.

—¡Anda, vamos con el tito a la playa! —repitió Alicia, haciendo que su madre empezase a perder la paciencia.

—¡Ali, para ya! No podemos. Después de la iglesia, vamos a comer a un restaurante.

—¿Y sobre qué hora acabaréis? —preguntó Daniel.

—No sé, te llamaré en cuanto pueda escaparme.

Aquella mañana no había casi tráfico en la autopista y enseguida llegaron a Sitges y a su paseo marítimo tan amplio y señorial.

Daniel dejó a Mae y a Alicia en la puerta de la pequeña iglesia y desde allí condujo por la carretera que rodeaba el club de golf hasta su linde con la mismísima costa, apareciendo en el último sitio en el que se podía dejar aparcado el coche, antes de acceder al camino que lo llevaría a su destino, una playa nudista ubicada entre Sitges y Vilanova i La Geltrú.