Mariposas de invierno

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Mariposas de invierno
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© Círculo de Tiza
Cuando me duelen los insectos por toda el alma,

Primer verano

El escarabajo rinoceronte

El escarabajo rinoceronte es un escarabajo callejero. Seguramente viven más escarabajos rinoceronte en los bosques y en los campos que en las calles, y menos aún en esas calles de ahora, aunque sean calles de pueblo. Pero recuerdo que rompía la monotonía del anochecer, como la golondrina que se descolgaba del nido, el murciélago que caía al suelo o la mariposa nocturna, estática sobre una fachada inalcanzable: parecía una salpicadura de cemento que había formado una costra en la pared. O como la típula, un mosquito de largas patas desgarbadas, co­­mo las antenas que se instalaban sobre los televisores: patas delante y detrás del abdomen, cada una marcando una hora. Cuando todos estaban en la calle tomando el fresco, la típula entraba en el bar buscando la luz. Subía y bajaba por la pared pintada de color crudo. No creo que se acercara a los fluorescentes, sujetos a las bovedillas con una estructura de madera pintada. En casa era impensable colgar solo el fluorescente: un carpintero les había ensamblado un mueblecito. Al llegar al pueblo, los chavales me contaron que cada cosa tenía su tiempo: la época de jugar a bolas, la temporada del trompo, la época del churro, media manga, mangotero. El escarabajo rinoceronte aparecía en julio, las hormigas aladas anunciaban la lluvia de la virgen de Agosto, la mantis y la típula asomaban a finales de agosto y a principios de septiembre. Después los tiempos se mezclaron.

El escarabajo rinoceronte tiene una apariencia contradictoria. Parece fuerte, acorazado, el macho luce un cuerno en la nariz. Parece un tricerátops de cromo de dinosaurios, con la placa ósea que le rodea el cuello y sobre el cuerno, otro cuerno más pequeño. Nunca le vimos volar. Aparecía tumbado boca arriba, con una pata que movía poco y de manera automática: maquinilla sin servicio de reparaciones. Cuando lo sostenías en la mano, el caparazón parecía de película fotográfica. Le venía corto y no alcanzaba a taparle la tripa. Por debajo, sobresalía un fleco de pelos abdominales de color rojo orangután o color de patillas de gran bebedor de cerveza. Pesaba poco. A veces se sostenía en un espolón de las patas traseras, agarrotadas, muy estiradas. Lo veías volcado junto al bordillo, siempre le faltaba algún fémur o una tibia.

Mucho tiempo después en Llançà, en un pino de la playa de Canyelles, debía haber un nido en la copa, porque siempre encontrábamos a los pequeños, alrededor del tronco, con el cuerno que era apenas un granito. He leído que tardan años en hacerse mayores. El escarabajo rinoceronte es uno de los animales más fuertes que existen. Ningún otro animal puede mover, como él, el equivalente a su peso en piedra. De ahí el nombre en latín: Oryctes nasicornis, el excavador del cuerno en la nariz.

Para nosotros siempre fue un muerto. Un muerto ilustre, agotado de ir cargando grandes cantidades de extraños cementos para construir quién sabe qué palacios. Con unos ojos pequeños, como faros antiniebla de un coche de rally, sobre la narizota inútil. Una excavadora que, en el momento más prometedor del verano, se bloquea, vuelca y queda a merced de niños y gatos.

El escarabajo de la patata

Al escarabajo de la patata (Leptinotarsa decemlineata) le gusta viajar. Me lo encontraba en el camino de Can Quadres. Se dirigía a una casa que había sido de las mejores de Arbúcies, que, cuando yo era chico, albergaba las caballerizas de la Guardia Civil. Me sorprendía que los guardias civiles tuvieran caballos. Yo los veía, redondos como un tonel, con el uniforme verde oliva y el tricornio de charol, cuando me mandaban a sellar los partes: el registro de huéspedes del hostal. Íbamos rellenando partes con los datos de los clientes que iniciaban su veraneo y, cuando teníamos un montoncito, los llevaba al cuartel. Marcaban el sello, los cortaban por la línea de puntos: se quedaban la mitad, la otra mitad la archivábamos en casa. Estas operaciones las realizaban en una habitación interior. Yo me quedaba en la recepción, a la espera, sufriendo porque sabía que me iban a regañar. Decían que algunos de los partes que había traído tenían cuatro o cinco días. ¿Y si aquella gente eran ladrones, asesinos o terroristas? Pobre señora Bartolí, pobre señor Serra, pobres señores Quián: venerables ancianos del Eixample barcelonés que veraneaban en el hostal uno o dos meses. También veía a los guardias civiles en el casino, jugando a las cartas y fumando Farias. ¿Aquellos tipos podían montar a caballo?

En el camino de Can Quadres encontraba a menudo un escarabajo de la patata que se paseaba distraído. Otros coleópteros, como la Timarcha tenebricosa, son especialistas en cruzar caminos. En el mes de febrero aparece uno que corta la pista en diagonal: la primavera está a punto de empezar. El escarabajo de la patata, en cambio, seguía el camino, tropezando con la barriga contra las piedrecitas y el reguero poco profundo. ¿Hacia dónde iba? ¿Del campo de patatas natal a otro campo prometedor que imaginaba de color de rosa Red Pontiac? Algunas veces, del otro lado del pueblo, junto al arroyo de la Font del Ferro, había encontrado una patatera plagada de larvas, rojas con puntitos negros, hinchadas, a punto de reventar. A veces, en un rincón del campo veía unas matas medio secas, llenas de escarabajos brillantes. Los sostenía en la palma de la mano y soltaban un líquido naranja, como si el propietario del campo friera chorizo en una sartén. Por el camino de Can Quadres los escarabajos avanzaban, traqueteando bajo el sol, uno por aquí, otro por allá. Si los molestaba, no intentaban huir: buscaban un trecho limpio, donde no toparan con mi manaza ni con el palo con el que les agotaba la paciencia. Iban tirando, rayados de negro, naranja y amarillo, como si vistieran un pijama elegante de Cary Grant.

Leo que el primer ejemplar de escarabajo de la patata se descubrió en las Montañas Rocosas. Desde allí se extendió rápidamente por los Estados Unidos, de un campo a otro, durante la construcción del ferrocarril del Pacífico. Llegó a Europa en 1877. En 1922 invadió Burdeos y en 1936 se extendió por Alemania. En Cataluña, los primeros ejemplares se detectaron en 1935, en Maçanet de Cabrenys, en el Pirineo. Estos días, la Guardia Civil ha aparecido salvadora, en los controles del aeropuerto de Barcelona, reventando la huelga de los trabajadores de una empresa de seguridad privada. Ahora te comprendo, escarabajo viajero: ibas a entregar los partes a un guardia civil de la época de La carga de Ramón Casas. Esta gente tiene soluciones para todo.

El chinche de escudo verde

El chinche de escudo verde (Palomena prasina) aparece de improviso: en un balcón, junto al río, en un claro del bosque. A veces también entra en las casas. Llega volando, camina un poco sobre tu pecho o por la manga de tu camiseta, con las patas que tienen las puntas doradas. Alguien le ve allí plantado y grita: «¡un chinche!». Algo parecido sucede con las mariquitas. Pero las mariquitas, que a menudo van solas, también forman grupos: puedes encontrar una planta colonizada por seis o siete mariquitas. En cambio, no he visto nunca una colonia de chinches de escudo verde, porque es un insecto individualista. Dicen que al tocarlo expulsa unas gotas de cianuro, que es lo que provoca el olor desagradable. Por eso lo llaman bernat pudent (‘bernardo apestoso’). Los chicos de mi calle en Arbúcies le habían cambiado el nombre catalán, y en lugar de bernat pudent lo llamaban merdac (‘mierdaca’) para que no quedara duda alguna de que era una asquerosidad.

Como algunos saltamontes, como la mantis religiosa más común (las hay también amarillas, marrones y negras), el chinche de escudo verde es de color de tallo tierno: color chicle de menta. Pero a diferencia del saltamontes y la mantis, que son largas, con grandes patas y antenas, que les permiten pasar disimuladas cuando trepan en una mata de hinojo, el cuerpo de la Palomena prasina es un pentágono macizo, como una placa de policía. Es algo jorobada y frente a la chepa tiene una cabeza pequeñísima con dos ojos como agujas. Es una cabeza que no quiere que se sepa que es cabeza. No sé si Roger Caillois, cuando se documentaba sobre el mimetismo de los insectos para escribir su libro Méduse et Cie, se fijó en la manera de andar de la Palomena prasina. Puede andar hacia adelante, claro, pero cuando le molestas con el dedo o con una ramita, camina de lado y gira en redondo. Entonces no sabes en cuál de los cinco lados está la cabeza ni si tiene cabeza. Si nos volviéramos muy pequeños y nos lo encontráramos entre la hierba, nos parecería la cabeza de un gran animal. También puede parecer un escudo que cubre el cuerpo de un indígena que danza para invocar vete a saber a qué o a quién.

 

Como la mariquita, el chinche de escudo verde (en general todos los pentatómidos, pero este quizás más que otros, de color tostado o a rayas) es un gran escalador de dedos. Se deja sostener un rato en el dorso de la mano, sin parar de moverse hacia adelante y hacia atrás, hasta que empieza a subir por el costado del dedo índice, de ahí pasa al dedo medio y trepa hasta su extremo. Los niños quieren seguir jugando y que tontee un rato más por brazos y manos, pero al mismo tiempo les gusta sentir el cosquilleo del riesgo: «Ay, ay, que va a volar». Realiza una de sus rotaciones en la yema del dedo, divisa el entorno, se para un momento, abre las alas, se da un impulso con el trasero y sale volando. Mientras se aleja, mira al chaval que no ha sido capaz de retenerlo. «Ahí te quedas, majo».

El bicho de jormolín

La Agelastica alni, el escarabajo de los alisos, es redondo, metalizado, negro con un reflejo azul oscuro. Se come las hojas del aliso con una voracidad sistemática: muerde el dorso de la hoja hasta traspasarla. Entonces empieza a deshacer hiladas y forma un gran agujero, con diferentes lóbulos. Del dorso pasa a la parte soleada, o más soleada, porque los alisos crecen en las umbrías, donde no toca mucho el sol, con las raíces en remojo en un arroyo o una acequia. Las hojas tiernas brillan y el escarabajo del aliso, que también es brillante, parece una piedra para engastar en un anillo. Un pequeño diamante, un pequeño brillante, habría dicho mi madre, que suspiraba por ellos. Las hojas tiernas son las almohadas de seda en las que reposan los anillos y se enroscan los brazaletes de los escaparates. El escarabajo de los alisos nunca descansa. Pasa por encima del nervio de una hoja y encuentra otra hoja tierna a la que hincar el diente. O tropieza con otro escarabajo y se le monta encima. Quizás se siente lleno y por eso parece dormido. Viene el chaval, lo empuja con el dedo. Empieza a caminar por la hoja medio roída. Es un insecto sociable. No he visto ninguno que salga volando de la mano de un niño. Si no ve claro ir caminando por la palma, se apresura a darle la vuelta al dedo y pasar al dorso de la mano. Si giras la mano para verlo caminar por el dorso, busca otra vez la palma. Puede estar horas pasando de un lado a otro de las manos de la gente.

Cuéntale a un niño que no sabes cómo se llama el escarabajo que cada semana ves en los árboles de la fuente. «Sí: el bicho de jormolín». «¿Qué quiere decir de jormolín?». Se enfadaba Pau porque creía que todos debíamos comprenderle y lo exteriorizaba estrepitosamente. «¡De jormolín!». No salía de ahí. Pero señalaba la Agelastica alni y nos entendíamos. Tenía alguno más de estos nombres inventados de animales. Por ejemplo, los manosés. No había manosés en los árboles cerca de nuestra casa, y nos llevó años enterarnos de qué bestia se trataba. Un día, estábamos viendo la versión de dibujos animados de El libro de la selva y llegamos a la escena de los buitres que quieren zamparse al moribundo Mowgli. En la versión española los buitres hablan con acento andaluz: «¿Qué vamo a hasé?». Uno, dos, tres, cuatro manosés en una rama.

Estamos en el piso de Barcelona. Cris, convaleciente, duerme desde hace rato. Le pregunto a Pau, que ya tiene veinte años, de dónde sacó lo de los famosos bichos de jormolín. «De una película de Astérix». Insisto hasta que me enseña el fragmento en YouTube. Es una escena de Astérix y Cleopatra. Astérix, Obélix, Panorámix y el perro Ideafix están en medio de un desierto comiendo gachas. Obélix cierra los ojos y sueña con lagos de cerveza, salchichas y quesos. Es una escena de alucinación, inspirada en el episodio de los elefantes rosas que acompañan la borrachera de Dumbo. En un momento del sueño aparecen unas piernas de jabalí asadas que andan solas. «¡Es aquí!». Nos fijamos a ver si en la letra de la canción aparece alguna palabra francesa que el niño hubiera podido entender como jormolín. No encontramos ninguna. «Mira, papá, lo pongo en jormolín»: le daba un empujoncito con el dedo y el escarabajo de los alisos arrancaba a caminar, bonachón, ignorante de los peligros de la vida.

El ciervo volante

El Lucanus cervus tiene una cabeza desproporcionada, con unas grandes pinzas que parecen de baquelita, aquel antepasado del plástico que servía para fabricar radios, catedrales de sobremesa. La cabeza le pesa tanto que, para aguantársela, tiene que despatarrarse y dejar caer un poco el trasero, como los campeones de halterofilia. De manera que en un mismo insecto tenemos a un filósofo, con una testa imponente, y a un levantador de peso. El primer recuerdo que tengo de él es en la azotea del hostal. Estaba dividida en dos sectores: un cuadrado no muy grande, cerrado con una barandilla metálica, era el terrado de los clientes —si alguno de ellos quería subir a lavar alguna pieza de ropa disponía de un lavadero y un tendedero—. Detrás de la barandilla estaba el espacio destinado a la limpieza de la ropa de servicio, con un intenso olor a jabón de la marca Camp de Granollers, distribuido al por mayor en grandes sacas. Lavaban la ropa en una lavadora industrial de tambor que mi madre compró a una empresa de confecciones, donde la utilizaban para lavar vaqueros viejos de los que se aprovechaba el tejido. Frente a los depósitos, los lavaderos y la lavadora automática, había un gran espacio con alambres para tender manteles y sábanas, y, al fondo, un cuarto, con un techo a dos aguas, en el que se plegaban servilletas y cubremesas, unas piezas de ropa que tenían la medida justa de la mesa, un poco más: por los cuatro lados sobresalía un discreto flequillo. Se utilizaban para no tener que cambiar los manteles a diario.

Me gustaba el olor a limpio de la azotea, el sol, el trabajo de una de las mucamas que se llamaba Cedes. Un día, en un rincón, encontré un Lucanus cervus. Era muy temprano, por la mañana. No había regresado a su casa tras una de sus juergas nocturnas y yacía inmóvil sobre un montón de manteles sucios. Lo cogí con cariño, tenía unas pinzas imponentes. Lo bajé al hostal. Un cliente me dijo que en catalán se llamaba escanyapolls (‘estrangulapollos’), un nombre que, hasta entonces, desconocía. Me gustó, porque en el hostal, donde veraneaban muchas personas mayores, siempre estaban hablando de pollos, aquellos pollitos crecidos que ya tenían plumas coloradas y una pequeña cresta sobre la cabeza. Era una manera anacrónica de referirse a los chicos jóvenes: «¡Qué pollo estás hecho!», te decían de un año para otro, si consideraban que ya no eras un niño. «¡Menudo pollo tiene, señora Maria!», le decían a mi madre: un cumplido bien raro. Cuando algún cliente de paso resultaba presumido por jactancioso, exclamaban: «¡El pollo pera!». Aquel ciervo volante podría haberme estrangulado a mí, que era un buen pollo, con su bocaza de color de radio antigua, pero dormía el sueño perezoso y lento de los noctámbulos empedernidos, sin ánimo de embestir con la cabezota o de pellizcar con las pinzas.

Años después vimos un Lucanus cervus que volaba a baja altura, parecía un pájaro. Pero no era exactamente el vuelo de un pájaro: se aguantaba en suspensión, como un abejorro de charol o como un oxidado colibrí. Era casi de noche, caminábamos junto al arroyo, en un recodo donde acuden a beber mirlos y serpientes. Se escondió bajo un avellano y, cuando levanté las ramas para ver de qué bicho se trataba, encontré a los compañeros de farra: tres o cuatro machos y una hembra corrían alborotados entre hojas y ramas. Lucanus cervus: el ciervo del crepúsculo. Las bestias nocturnas, cuando llega el día, no dan pie con bola.

Escarabajos relucientes

Cuando se refería a la contracultura, nuestro amigo Genís decía siempre «la psicodelia». Pensaba que la psicodelia era una cuestión de actitud, que se podían conseguir estados alterados de conciencia por otros medios que no fueran las drogas. Nuestro amigo era profesor de arte: veía formas psicodélicas en el estampado de una camisa, en la cubierta de un disco, en las irisaciones de una concha, en el reflejo de un fragmento de ferromanganeso que le regaló su padre, químico industrial. Cuando descubrió que existía un coleóptero que se llamaba Calosoma sycophanta, con el caparazón que pasaba del verde al naranja (como aquellas postales con el holograma de una chica que las mueves un poco y te guiña el ojo), estaba exultante. «Sycophanta…», decía arrastrando mucho la efe, como si se tratara de un disco perdido de Pink Floyd. Después he sabido que Calosoma sycophanta quiere decir «belleza calumniadora o delatora»: es bello, pero el reflejo le delata. Aquel coleóptero resumía la juventud heroica de nuestro amigo. A los veinte años su fotografía apareció en portada en los periódicos: decían que era un terrorista de la olla, la Organización de Lucha Armada. El joven guapo de las comunas psicodélicas de los años setenta, calumniado en un montaje policial. Con cuarenta años intentaba revivir el mundo de su juventud: estaba enfermo y no se quería morir.

Cris y yo no habíamos vivido la contracultura, éramos demasiado jóvenes y no participamos en nada que tuviera que ver con la política. Nos gustaba el Carabus rutilans, que es también verde y naranja, sin el componente psicodélico del nombre imaginado. Antes de conocer a Cris, cuando por la tarde iba a caminar por el camino de Can Quadres, se veían muchos. He leído que el Carabus rutilans es un gran depredador de escarabajos de la patata. Después empezamos a encontrarlos junto al arroyo, por el camino de Can Torrent, donde una vez vimos una gran cantidad de ellos, o cerca de la Font de Llops, cerca de la balsa reconvertida en piscina: un montón de insectos acelerados que corrían por el reguero obstruido por las hojas de pino. Si encontrábamos un caparazón aplastado por un coche, con las patas dislocadas, lo guardábamos como un tesoro en un bote de cristal grabado, muy bonito, que fue de mi abuela.

Cuando Cris y yo teníamos diecisiete años, acabábamos de conocernos y entramos en la Universidad. Raquel Asún, una profesora de Literatura española que también murió joven, nos hablaba de Ibn Hazm, un poeta del año 1000, autor de El collar de la paloma. Hablando de ella con nuestro amigo Genís comprendimos el significado de aquel título. «Las cosas no tienen color», decía Genís, que había dedicado su tesis doctoral a la psicología del color. «Es un efecto de la luz: fíjate en el cuello de las palomas, que pasa del verde al púrpura y del púrpura vuelve a pasar al verde». Ibn Hazm utilizó esta imagen para hablar del amor, que se presta a todas las ilusiones, como los élitros de los escarabajos relucientes.

Un día, con Pau, estábamos construyendo unas balsas en un torrente y destapamos una galería subterránea. Apareció, aturdido, un Carabus rutilans. «¿Te has fijado en qué limpios salen del suelo?», le dije a Cris. Pasó raudo, las patas negras, ahora naranja, después verde, después verde y naranja. Saltó el ribazo y se escondió debajo de una raíz.