Buch lesen: «Residuos del insomnio»

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JUANJO FERNÁNDEZ (Santiago de Compostela, 1966), se inició en el fotoperiodismo en 1987. Su carrera alcanzó notoriedad con su incorporación al equipo del diario madrileño ABC. Como corresponsal adquirió las características que definen su estilo: dominio del blanco y negro, interés por las historias humanas, agilidad con la cámara. A ellas se suma el cuidado del espacio, cualidad que desarrolló como asistente del fotógrafo vasco Antxón Hernández. Ha realizado seis exposiciones individuales, entre ellas Vivimos como soñamos: Solos, que presentó en el Ateneo de Madrid (2011). La más reciente, El alma del río. Parana Tsawa, fue exhibida en el Centro Cultural Inca Garcilaso del Ministerio de Relaciones Exteriores (2018).

Desde 2014 reside en Lima, donde alterna su trabajo de crónista gráfico con el de periodista especializado en temas de carácter cultural y medioambiental. Sus trabajos se publican en El País (España), SudAméricaHoy (Argentina) y Expresso (Portugal).

Desde 2016 elabora informes sobre los derrames de petróleo en la Amazonía peruana. En su afán de dar apoyo a las comunidades ribereñas, y en especial a los niños, ha creado La Cocha de los Libros, una red de bibliotecas al servicio de estas comunidades.




© Juan José Fernández, 2020

© Ediciones Peisa s.a.c., 2020

José M. Quiroga 585, Santiago de Surco

Lima 15038, Perú

editor@peisa.com.pe

Diseño de carátula:

Renzo Rabanal Pérez-Roca / Peisa

Diagramación: PEISA

Serie: Crónicas Contemporáneas

Primera edición, septiembre de 2020

ISBN: 978-9972-40-463-4

ISBN edición digital: 978-9972-40-464-1

Registro de Proyecto Editorial N.o 31501402000427

Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú N.o 2020-06063

Diagramación digital: ebooks Patagonia

www.ebookspatagonia.com info@ebookspatagonia.com

Prohibida la reproducción parcial o total del texto y las características gráficas de este libro. Cualquier acto ilícito cometido contra los derechos de propiedad intelectual que protegen a esta publicación será denunciado de acuerdo con la Ley 822 (Ley sobre el Derecho de Autor) y las leyes internacionales que protegen la propiedad intelectual.

A mis padres, que ya no están.

Y a Rosa, que sí está, y cada día me leía la crónica de viva voz después de haberla publicado.

Prólogo

«La catástrofe realmente presente tiene

por ello una función importantísima desde

el punto de vista de la teoría de la verdad:

la catástrofe completa el argumento sencillo

y hace masivamente presente lo que sin ella

tan solo estaría representado. Solventando

el desfase de evidencia entre escuchar consejos

y aprender en carne propia, la catástrofe didáctica

sitúa la verdad epifánica del acontecimiento encima

de la verdad discursiva de la representación.

Así, el problema del aprendizaje mediante

las catástrofes lleva al centro lógico

de la Aufklärung y la modernidad».

PETER SLOTERDIJK,

Eurotaoísmo. Hacia una crítica

de la cinética política

Hace veintitantos años, leí algo que durante estos meses de pánico he recordado a menudo. En uno de sus libros menos valorados, Peter Sloterdijk razona cómo hemos aprendido a asociar catástrofe con aprendizaje, y cómo, acostumbrados a apocalipsis que siempre conseguimos evitar −Three Mile Island, Chernóbil, Fukushima, tsunamis, terremotos, terrorismo−, necesitamos desastres cada vez más graves para rectificar y tomar las medidas necesarias. ¿Qué tiene que ocurrir para que cambiemos? ¿Cuándo vamos a aprender?

La crisis presente es quizá el acontecimiento que ha afectado 1) a más individuos, 2) al mismo tiempo, 3) en la historia de nuestra especie. Las cifras de afectados y muertos no tienen comparación con las producidas por enfermedades más prosaicas, como el paludismo; tampoco con las que han dejado las grandes guerras. Pero lo que esta pandemia tiene de colectivo, el inédito papel que hoy desempeñan las redes sociales, y quién sabe cuántas cosas más, la convierten en una de las mayores catástrofes que recordamos. Predecibles, ansiosos por aplicar la pedagogía de la catástrofe de la que habla Sloterdijk, muchos se han subido a púlpitos precarios para explicarnos todo lo que vamos a aprender, todo lo que va a cambiar, y ya están celebrando que la huella del dióxido de carbono va a disminuir y el calentamiento global se va a frenar. El fotógrafo y cronista español Juanjo Fernández es más pesimista. «La sociedad no cambió, tan solo quedó calata. Una buena ocasión para observarla y contarla», escribe en su última crónica desconfinada. Es la misma conclusión a la que podría haber llegado Sloterdijk, pero ¡qué diferencia en la forma! ¡Qué fácil es seguir a Juanjo por las calles de Lima, los vericuetos del Congreso de la República, la selva de Loreto, los recuerdos familiares, y los bares de la Movida!

En gran medida es fácil seguirlo, porque Juanjo ha sabido crear un buen narrador −ficticio, como todos−, cuya voz hace creíbles sus mensajes; casi todos ellos condenas graves y llenas de compasión por la sociedad: mensajes sobre la cultura, la política y la economía tal como las conocemos. Dicho narrador coincide, en gran medida, con el autor, pero no se deje engañar: este autor siempre intuye cuándo toca poner a salvo la legitimidad del personaje-narrador-Juanjo. Por ello ha dejado fuera de estas crónicas, que cambian al ritmo de los movimientos de la pandemia −fíjese, por ejemplo, en cómo las glosas de fotos van desapareciendo a medida que el libro avanza−, detalles que conoce; sabe que si pone nombres a todos los personajes que salen a escena, si apoya con datos todo lo que afirma, o si remata con un vídeo clandestino la crónica que describe la represión del motín en el penal de Castro Castro (crónica N.º 59), no escucharemos de la misma manera la voz alucinada que nos habla.

El narrador es una especie de uno-que-pasaba-por-aquí, ese recurso literario que en inglés se llama everyman, y en alemán, Jedermann: es como nosotros, pero más ingenuo; nos cuenta lo que va viendo, sorprendido, pero notamos que no se da cuenta de lo raro que es todo; mira con los ojos limpios de prejuicios, y, así, ve las cosas como son. Recuerda en esto a Mr. Chance, a Tartarín de Tarascón o a Bouvard y Pécuchet, personajes simples, balbucientes, entusiastas, víctimas sin saberlo del desajuste entre la promesa de la modernidad y su realidad, y, por ello, irrefutables cuando señalan que el emperador, como la sociedad, está desnudo.

Juanjo se sorprenderá al leer el párrafo precedente −él y yo hemos llegado a un pacto de curiosidades: él no va a leer este prólogo, y yo no voy a leer la versión definitiva de su libro, hasta que este esté impreso; estas observaciones se basan en las crónicas tal como fueron apareciendo en Facebook entre el 17 de marzo y el 30 de junio, 2020−, y quizá se sienta incómodo. Si es así, es porque al escribir y al fotografiar él lo hace entre dos aguas: es artesano y artista, y, como los buenos artesanos, es humilde. En la crónica N.º 25, aborda este asunto fundamental a través de la figura de su padre, y lo que dice sobre este dícelo también sobre sí mismo: lo suyo es arte y oficio. Esta dualidad es conflictiva para Juanjo; lo fue para su padre, y lo es para el Perú, donde la concesión a Joaquín López Antay del Premio Nacional de Fomento a la Cultura «Ignacio Merino», en 1975, abrió heridas que permanecen abiertas.

El artista es pudoroso y partidario de los viejos maestros, los que creían que el arte está delante de la cámara, no detrás; los que no ponían el foco sobre sí mismos, sino sobre lo que retrataban. Al artista le importa la honradez: al fotografiar, utiliza angulares que lo obligan a estar en el lugar que fotografía: si llueven piedras o bastonazos, los recibe; y, al escribir, hace lo mismo: se sitúa a distancia de contagio, donde salpica la realidad.

Y el artesano tiene oficio, hace lo que sabe hacer, y es honrado y eficaz. Cuando fue a documentar la cola en que los viajeros sorprendidos por el cierre de fronteras esperaban para ir al aeropuerto y regresar a España (crónica N.º 20), el autor no escribió sobre los turistas, porque no conocía su situación, se fijó en los dobles nacionales y en los peruanos residentes en España, a los que, tras ocho años en este país, conoce bien. Y lo hizo con respeto y con amor al Perú (si no lo sabe, mire el bien que está haciendo «La Cocha de los Libros–Kuatiaratupakana Ipatsuka», que crea bibliotecas en los lugares más desfavorecidos del país), como extranjero que lo conoce, pero sabe que tiene límites, y no como esos expertos instantáneos que en un mes se hacen especialistas en lo que sea. Ni siquiera cae en ese error habitual entre los sofistas de los Andes: el de ver al Perú como un misterio por resolver.

Este último asunto de la efectividad es importante, porque Residuos del insomnio tiene un objetivo, y su autor está empeñado en cumplirlo. Lo explica a su manera en la crónica N.º 56, aludiendo a una cita que dice no recordar. La cita es esta: «Como Hugo Pratt, Corto Maltés es un anarquista, pero no un revolucionario, porque es demasiado escéptico para creer en las grandes frases que solo traen amargas desilusiones». Juanjo Fernández se identifica con ambos. Dice que ya no trata de cambiar el mundo, que se conforma con no aceptarlo tal cual, con ignorar sus reglas del juego. Dice que, al no creer en nada, se vuelve muy receptivo a las creencias de los demás.

A usted, lectora, lector, le corresponde lograr que el libro alcance su meta. Pero, pase lo que pase, procure que se le pegue la compasión de su autor.

GUILLERMO LÓPEZ GALLEGO*

Lima, octubre, 2020

* Guillermo López Gallego (Madrid, 1978) es diplomático, poeta y traductor de obras literarias.

Nota de los editores

LAS SESENTA Y CUATRO CRÓNICAS que integran este volumen fueron publicadas originalmente en Facebook (fb), entre el 17 de marzo y el 30 de junio de 2020. El contenido de este libro recoge los textos que su autor divulgó en esa plataforma social, salvo por algunas menciones anecdóticas o circunstanciales propias de la interacción con los usuarios de aquella plataforma, y que han sido suprimidas.

Preside cada crónica la fecha de su publicación en fb, así como dos tipos de información que el autor ha considerado pertinente incluir:

1. Los nuevos casos confirmados de contagio que se registraron en el Perú, el día de publicación;

2. Las muertes registradas, en el Perú, ese mismo día, a causa de la COVID-19.

En ambos casos la fuente es la sección «Data», del diario La República, que publica esas informaciones bajo el título «Casos confirmados y muertes por coronavirus en Perú». Aquí el enlace:

https://data.larepublica.pe/envivo/1552578-casos-confirmadosmuertes-coronavirus-peru

Las fotografías que se incluyen forman parte del trabajo que el autor realiza como crónista gráfico. Su obra fotográfica puede ser consultada en: http://juanjofernandez.photo

Lima, octubre de 2020


Equipo de La Cocha de los Libros Club Deportivo de Saramurillo.

Urarinas, Loreto.

1

martes 17 de marzo

casos confirmados: 31

Tendría que hacer una crónica previa, la del primer día tras el anuncio de las medidas de aislamiento decretadas por el Gobierno de la República del Perú, presidido por Martín Vizcarra. El domingo 15 me pillo en Saramurillo, una comunidad en el distrito de Urarinas (Loreto). Sabía que tenía que salir el mismo día, pero quería fotografiar una vez más a los chibolos que jugaban al fútbol con sus uniformes nuevos, y ayudar a Zuleica y Xiomara a empezar el inventario de libros de la biblioteca de la Cocha. Además fui testigo y fotografié una ceremonia de bautismo evangélica en el Marañón, dirigida por el hermano Josué, con quien más tarde viajaría a Nauta.

Por hacerlo corto: El viaje de regreso a Lima empezó a las 2:00 de la madrugada del lunes, mientras esperábamos en la comunidad al ponguero −un rápido con capacidad para ochenta personas que venía de San Lorenzo. Llegamos a Nauta a las 9:30. Para viajar a Iquitos los colectivos han de llenarse, así que uno de siete plazas que tenía ya un pasajero fue lo mejor que se me ocurrió. Se nos unió otro hombre que tenía vuelo a Pucallpa a las 11:00 y fuimos de frente al aeropuerto. Si no nos matamos en ese viaje ya nada podía pasarnos. En el aeropuerto no dejaban pasar sin tarjeta de embarque. Seguí a la oficina de LATAM en la calle Próspero. Estaba cerrada. Me resigné y fui al hotel El Cauchero, donde me alojo cuando voy a Iquitos y me tratan como a un amigo. En la habitación probé una y otra vez de comprar el pasaje a través de la aplicación de LATAM, hasta que sonó la flauta y lo conseguí por 101.16 dólares, con asiento en la segunda fila y la posibilidad de llevar un bulto en bodega, cosa que no usé. Llegue a Lima a las 10:00 p.m., más o menos, y hasta conseguí un taxi que me llevó por la Costa Verde. El recorrido fue sorprendentemente tranquilo y llegué a casa sin señales de estar mareado, como es lo habitual con este tipo de servicios.

Y así llegamos al primer día de aislamiento en Lima. Salí a las 8:30 para comprar comida. Había que esperar cola para acceder. Iban dando paso conforme salía la gente. No me fijé cada cuántos. Dentro todo estaba con aspecto de normalidad: estantes no repletos, pero sí cubiertos. Hice la compra para varios días, aunque sin exagerar: un bonito y un pulpo para congelar en raciones, lentejas, frijoles y pasta, patatas y fruta, no mucho más, lo que podía llevar en dos bolsas. Pregunto a la cajera y me dice que ha tenido que venir andando desde su casa en Chorrillos, salir antes de las seis para llegar antes de las siete y media. No creo que lleguemos a darnos cuenta de lo agradecidos que debemos estar a personas como ella, que multiplican sus esfuerzos de esta manera. Regreso caminando. Todo tranquilo, apenas hay vehículos circulando, la avenida Grau está cortada por el Ejército y obligan a los carros a subir por Piérola. En casa ha sido una mañana bien aprovechada. Mientras Rosa teletrabaja hago caldo de pescado con el espinazo y la cabeza del bonito. Pongo en orden mesa y cocina, siempre llenas de cosas. Recojo el equipaje que ayer quedó tirado en medio del salón. Coordino la llegada de los libros a Yurimaguas y su traslado a la lancha para que lleguen a Saramurillo.

Veo las noticias de refilón. Escribo a algunos amigos y contesto a otros. Realmente me vuelvo a dar cuenta de lo afortunados que somos al tener recursos suficientes para prever las necesidades de la semana. Vivimos en un distrito que, además de hermoso, se deja caminar, y en el que todo está cerca.


Zuleica y Xiomara, bibliotecarias de La Cocha de los Libros, en Saramurillo.

Veré cuánto tiempo duro escribiendo mis días encerrado, que son como los vuestros. Espero sinceramente que sigan siendo crónicas aburridas en las que nunca pase nada. Y seguir leyéndoos a todos vosotros. No pido más.

2

miércoles 18 de marzo

casos confirmados: 28

Escribo mientras tomo mi segunda cerveza. Es un tema serio. En Palacio pude escuchar al presidente justificar la necesidad de aplicar una drástica medida de inmovilización social obligatoria. Él mismo dijo, a la pregunta de un periodista: «no es toque de queda, porque el término nos lleva a tiempos que no queremos recordar, pero pueden emplear los sinónimos que gusten». Eso o algo así, que como digo, transcribo de memoria mientras tomo mi segunda cerveza. Y esto es lo grave: que mientras el presidente se retiraba y miraba con complicidad a la ministra del dinero, y luego a mí, supe que pensaba, «y de la ley seca no he hablado... jajajajajaja». Y en efecto no habló, pero se aplicó. Pobre bodeguera, que ante mis ruegos me decía «no señor, no puedo, que acabaré en la cana, que ya me lo han venido a decir unos señores, que ni se me ocurra vender cerveza ni otras cosas, que acabaré presa». ¡Ay! Ya entiendo yo de que se reía mientras me miraba.

El resto del día tranquilo. Da mucha tranquilidad no mirar las noticias. En el supermercado todo bien. Abren una media hora más tarde para compensar a los trabajadores que tardan mucho más en llegar. Dejan entrar solo al cincuenta por ciento del aforo, que aun así son trescientas personas, y luego van dando paso de veinte en veinte o de diez en diez, conforme sale la gente.

El metropolitano parece sueco. No sé cómo es el metropolitano en Suecia, igual parece más danés, pero qué rápido llega. Las calles vacías, los mismos indigentes a los que nadie les ha hablado de cómo lavarse las manos durante veinte segundos. Mañana os presento a Isabel.

Centros comerciales y de culto compiten en responsabilidad mientras la estatua de Ramón Castilla, en la plaza Unión, demuestra que se las sabe todas y se cubre nariz, boca, coronilla, rodillas, caderas y lo que sea, que a su edad está muy sensible.

Llegué temprano a Palacio, así que crucé el río Rímac para alcanzar el barrio que lleva su nombre. Qué coraje me da ver tal maravilla tan abandonada. Entré en una quinta a preguntar a los vecinos, pero solo había ruina, olvido y un viejo mural de motivos históricos. La Alameda de los Descalzos, cerrada, y los vehículos que describen el carácter del viejo barrio, unos circulando y otros no.

Entrada a Palacio, amabilidad, orden, explicaciones, justificaciones, palabras de esperanza y de dineros. Salida de Palacio y vuelta a Suecia, ¿o era Noruega?

Ya en casa labores conocidas: edición de fotos, envío a ver si se publican y, ¿qué vamos a cenar? Luego, enviar los datos del salvoconducto para salir a la calle mañana a seguir contando. ¿Y en la bicicleta, dónde pegamos el distintivo del medio? Qué suerte tenemos de contrar con Blanca, el alma de APEP (Asociación de Prensa Extranjera en el Perú). Ningún agradecimiento será suficientemente para reconocer su entrega. Y, ¿qué vamos a cenar?

3

jueves 19 de marzo

casos confirmados: 89

Ayer os dije que os presentaría a Isabel. Ella es Isabel Pesantes, de 60 años, postrada sobre su carrito, con huellas de quemaduras antiguas en el cuerpo, señales de enfermedad en la piel y la mitad del jirón de la Unión adherida a ella. Vende chicles que lleva en su bolsa, una bolsa negra de plástico. Afirma que vive en Leticia 539, pero a continuación dice que duerme en la calle, en cualquier sitio. Le pregunto si sabe lo que pasa o si alguien le ha explicado por qué hay tan poca gente. Dice que no. Yo no sé cómo hacerlo. Le pido permiso para hacerle la foto y la dejo con unas monedas de más.

Voy fijándome, y como Isabel hay más mujeres y hombres en los que pienso cuando escucho, a las ocho de la noche, la bulla que anuncia el principio del toque de queda. Diga el presidente lo que diga sobre cómo hay que llamarlo.

He mirado la sintomatología de la COVID. Los dolores de glúteos no aparecen. Debe de ser, entonces, la bicicleta. Esta mañana François me ha dejado su bicicleta. He ido a recogerla y luego a Miraflores a recoger el mando del garaje. El camino me ha permitido ver cómo está una de las partes más populares de la ciudad entre los turistas. Y está como el resto, casi vacía. Colas no muy exageradas y de población entre miraflorina y extranjera en el Vivanda de Benavides. Vigilante en la puerta con gel para los clientes, adultos mayores que entran directamente, conversaciones de sala de espera en la vereda.

Me cruzo con Pedro Trujillo y su carrito de pan. Ya ha repartido entre los negocios de la zona los setecientos panes de la Panificadora Colón. Le pregunto de donde viene y me dice que de Villa María del Triunfo, a una hora y media de camino. En Villa María del Triunfo los amigos del Asentamiento Humano Virgen de la Candelaria comentan en feis que, a pesar del toque de queda, la gente ha seguido jugando al fútbol en la losa deportiva. También, que en todos los cerros se veía movimiento de vehículos y de personas.

Sigo un grupo de WhatsApp y una amiga que trabaja en una empresa que da mantenimiento a torres de telefonía va cantando, uno a uno, los técnicos que han salido a resolver incidencias y son detenidos tras las ocho de la noche. Ya van cinco equipos detenidos, ya van seis, ya van siete. Y los llevan a la comisaria. Veo una foto de los detenidos amontonados de cualquier manera en el hall de sabe dios cuál de ellas. Les sueltan tras algunos tratos y hoy cuenta que no sabe cómo resolver el miedo más que justificado de los técnicos que temen que les vuelvan a detener, les sancionen y/o les quiten el brevete por un año.

Bajo a Larcomar. Todos los que hayáis estado en Lima habéis estado en Larcomar. Vacío, todo cerrado a excepción del supermercado. Hablo con un vigilante. Su turno es de doce horas, viene desde San Martín de Porres, tarda casi dos horas en llegar y otras tantas en volver. Prefiero no preguntarle si ve a su familia.

Salgo de Miraflores. Seguro que muchos de los turistas varados están en sus hoteles. Pienso que ya deben estár contando sus historias en otros medios más serios. Si no es así decídmelo e iré a darles mi voz, que tampoco lo estarán pasando bien en estos momentos excepcionales y de incertidumbre para todos.

Llego a Chorrillos, un distrito enormemente variado, con un malecón hermoso que ahora luce vacío. Eduardo Raya está barriendo la calle. Tiene suerte, vive en Chorrillos y apenas tarda en llegar a su trabajo. Tiene que pasar antes por el centro de Abtao, antes de la Curva, para pasar lista. Lo que no entiende es por qué solo le pagan mil soles si a otros les pagan mil doscientos.


Ventura González, pescador de Chorrillos.

Bajo al puerto a ver si hay actividad. Solo veo a un pescador que ha montado su puesto y a dos extranjeros que han llegado en sus bicicletas a comprar pescado. Tres bañistas del barrio disfrutan de una playa casi paradisíaca. La Policía les insta a retirarse sin mayores consecuencias. Aún es temprano, los pescadores han salido en sus botes a las cinco de la mañana y regresarán a las tres de la tarde, pero encuentran dificultades para que lleguen sus compradores, porque la Costa Verde está cerrada. Me lo explica César Benitez, el vigilante. También Ventura Gonzales que tiene ahora sus dos botes chicos, de unos veintidós pies, echando sus redes en la mar. Aprovecha que las cosas están como están para arreglar sus redes, igual que su vecino, Toni Rivas.

He pasado por Alto Perú, una de esas zonas que llaman rojas. Me siento a hablar con Martín y me doy cuenta de que merece una charla más larga. La dejamos aplazada, también la foto. Nos deseamos lo mejor. El barrio está tranquilo, un coche de la Policía se pasea con desgana por las calles más bajas, los vecinos están tranquilos y, como yo, tampoco prestan excesiva atención a las noticias.

Me pregunta Rosa qué vamos a comer, marmitako contesto, y al toque me acuerdo que no tenemos pimientos. Encuentro un mercado en el camino de vuelta y no lo pienso. Fausto Canto me atiende en la verdulería, los limones que ayer estaban a diez hoy están a cinco, el brócoli, sí compro brócoli que al horno queda muy rico, a cuatro, las cebollas rojas a dos cincuenta, la papa a uno ochenta. Parece que todo está bien.

Regreso a casa, el mando del garaje funciona. Noto cierto malestar en las piernas. Recuerdo que me pasó algo semejante cuando lo del Censo Nacional. Hace unos años, con ese motivo, se ordenó la reclusión en casa de todos los peruanos. Le pedí la bicicleta a François y después de unas horas de pedalear sentí el mismo malestar. La última vez que recuerdo haber montado en bicicleta antes de eso, estaba en bachillerato. Estamos hablando de los tiempos del Mundial de fútbol del Naranjito, el del 82, en España.

€6,99
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Umfang:
301 S. 36 Illustrationen
ISBN:
9789972404641
Verleger:
Rechteinhaber:
Bookwire
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