En verde te pienso, en naranja te deseo

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En verde te pienso, en naranja te deseo
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Letrame Editorial.

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© Juani Sánchez Serrano - Sánchez

Diseño de edición: Letrame Editorial.

ISBN: 978-84-18585-81-4

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Agradecimientos:

Quiero agradecer de forma especial a mi gran amiga Ángela Acevedo, a la profesora y amiga Norma, a la insigne escritora dominicana Emelda Ramos, a la filósofa Marirene Danna, al Dr. Alejandro Pichardo y a mi estimado amigo Miguel Angel Gómez Escano, por sus comentarios acertados, sus atinadas observaciones y su interés genuino en la lectura de mi obra. Con sus aportaciones he crecido, y mi novela se convirtió en una mejor versión.

Santiago de los Caballeros

República Dominicana

2020

Capítulo 1

Ya el sol caía, el color de la habitación se había tornado suave, anaranjado. Se filtraba una luz cálida por la persiana de madera y fue en ese momento cuando Lea salió a la puerta de la casa. Ese porche de madera, tantas veces encerado por ella, ahora no lucía como antes. Ahora lo único que brillaba era la magnética luz al fondo del horizonte, ese sol que ya hoy tocaba a su fin. La joven respiró profundamente y se quedó embelesada contemplando, con la mirada perdida, ese nostálgico momento.

No podía imaginar Lea que quien al fondo del camino aparecía, como una sombra titilante, era ni más ni menos que su querido hermano, desaparecido durante años, pero no así olvidado por ella. Ungel aparecía sucio y casi despistado, pero era su paso firme, caminaba directo a la casa. Lea, que no salía de su asombro, reaccionó rápidamente y se abalanzó sobre su hermano. Se fundieron en un fuerte abrazo, sudado, pero tan fuerte que no era posible emitir palabra alguna, no tanto por lo apretado de los brazos alrededor de cada uno, sino por el nudo que en la garganta de ambos se había formado nada más tocarse. Entraron juntos a la casa, sin necesidad de palabra alguna, tantas veces recorrieron ese camino, no tanto abrazados, pero hermanos al fin y al cabo.

Hacía veinte años que, sentados en las mismas butacas de madera, peleaban mientras merendaban galletas que su abuela había cocido al horno esa misma mañana. Allí, en esa habitación minúscula, se movía su mundo que, con algunas dosis de violencia y miedo, ellos imbuidos en su mundo fantástico de los ocho y nueve años, no se habían enterado que todo lo que allí ocurría era excepcional y excéntrico. Pero Lea ya lloraba de emoción, su hermano, todavía sin articular palabra, se secaba el sudor con una toalla que ella le había pasado y la miraba embelesado como siempre lo había hecho. Y es que la belleza de su hermana era tan particular que nunca él entendió cómo su hermana no se había casado, ni siquiera había tenido un novio reconocido. El color anaranjado de su pelo era bastante común en su querida tierra irlandesa, pero no así su brillo, su suavidad excepcional y el conjunto de absoluta armonía que hacía con sus ojos. La mirada miel de su hermana siempre le había hechizado, hasta tal punto que bastaban unos segundos de posar sus ojos sobre él para que irremediablemente quedara atrapado en un callejón sin salida. Y era así, porque cuántas veces Ungel hubiera necesitado salir huyendo de la quema, y solo la presencia de la hermana con sus ojos almendrados, lo capturaba y allí definitivamente se terminaba la salida por pies.

Ungel hubiera querido tener el aplomo de la hermana, la admiraba y era su modelo, pero él era un chico. Y los chicos tenían que ser fuertes, agresivos y resolver tantos problemas que allí ocurrían en su casa. Era bajito de estatura, no muy agraciado físicamente, pero vivaz, listo y buscavidas.

Ahora, con una taza de té en la mano, era más fácil hablar. Había tanto que contar…

CAPÍTULO 2

No en todas las ocasiones en que era enviado a casa desde la escuela era por su culpa. Sus amigos eran peleones y casi siempre se salían con la suya, pero quien pagaba las consecuencias era indefectiblemente Ungel. Era el cabeza de turco que casi siempre utilizaban para resolver sus cuitas. Su amigo era tan fuerte como ellos, pero había algo allá en lo más profundo de su alma que le impedía mentir, por eso cuando en la escuela le preguntaban si era él quien había hecho esto o aquello, él, que sabía que sus amigos también habían participado, la verdad era que él también era cómplice o autor, con lo cual decía verdad si decía que era responsable de haber dejado abierta la jaula de los canarios de la clase de ciencias, o el culpable de que las ranas estuvieran pululando por todos los pasillos de la escuela. Y es que Tomy, junto a Sire, eran además de sus dos mejores amigos, los niños más dispuestos a saltarse todas las reglas de su casa, del colegio y de cualquier otro lugar habitable.

Cuando Tomy creció en estatura, que no en cerebro, era un joven apuesto, se había convertido en un preciado botín para las muchachas de su pueblo. Terminó la escuela a trancas y barrancas, pero finalmente su padre le consiguió un trabajo en la tienda de telas de Pablo, el tendero más importante de la zona. Allí tonteaba con todas las señoras, o jóvenes que iban a comprar, y así fue como empezó a flirtear con la madre de Ungel. Ella era una excelente costurera, hacía y deshacía ropas de señora de una calidad tal, que era la mejor de la zona y la más preciada por las señoras del pueblo y hasta de la capital. Venían exclusivamente a que les cosiera la estilosa y ágil costurera de Ballymore Eustace, en el condado de Kildare. No siempre estaba cosiendo en casa porque cuando su marido aparecía por la puerta, y hasta que volvía a irse a la mañana siguiente, Angie, que así era como se llamaba, era requerida de forma exclusiva por su esposo.

Una mañana en que Lea y su madre andaban de aquí para allá por el pueblo, comprando preparativos para la cena de navidad, Tomy, que estaba haciendo unos recados para su dueño de telas, se les acercó, y con la excusa de que también era amigo de Lea, se hizo el interesante y les gastó algunas bromas a madre e hija. Angie era nerviosa y seca, quería marcharse rápido, pero a instancias de su hija, departieron todavía unos minutos, los suficientes para conseguir ser admitido a una visita especial.

CAPÍTULO 3

Los O’Harry eran 4 de familia, pero de todos ellos, era el padre el más controvertido, porque todo el mundo admiraba la eficacia en sus costuras de Angie; de Lea, la calidad y amor en todo lo que hacía; y la astucia de su hermano Ungel.

Era el pasado nada claro del padre de Lea lo que todos en el pueblo reprobaban, pero nadie se atrevía a intervenir, porque ya en varias ocasiones sabían cómo se las gastaba. El señor O’Harry había llegado al pueblo muchos años antes, sabían que procedía de Rumanía. Venía con un buen currículo, de hecho, se le respetaba en la zona, y le decían el letrado. Pero en algún momento todos se enteraron que había estado en la cárcel y ya cuando se instaló en el pueblo y se casó con Angie todo empezó a cambiar. Angie era dulce y guapa, pero pronto empezó a andar nerviosa por el pueblo, de aquí para allá, hablaba poco, y poca gente sabía en realidad qué ocurría en esa casa.

El letrado, como todos le llamaban, era en realidad un abogado excelente en su trabajo. A nadie se le escapaba que tenía algo oscuro en su pasado, pero por todos era respetado. El señor O’Harry era experto en criminología, y aparte de que trabajaba en la capital, pocos sabían más de él. Llegaba al mediodía a casa, se encerraba a cal y canto y allí ya nadie se atrevía ni a salir ni a entrar de esa casa. Solo Ungel se escapaba de vez en cuando por su ventana, y cuando volvía, lo hacía sigilosamente con la complicidad de su hermana. Lo único que se sabía en el pueblo era de unos ruidos extraños en esa casa a ciertas horas de la noche, y también a veces en la tarde.

Pero a la mañana siguiente volvía la tranquilidad a esa bonita casa, toda de madera, bien cuidada, pequeña pero tan coqueta como todas las del pueblo. Allí colgaban flores por todas las ventanas, y en las de la fachada principal, orquídeas, de color rosado, de las más bonitas del pueblo. Angie cosía, y Ungel y Lea se dedicaban a lo que los jóvenes hacían en el lugar, estudiar, trabajar, y los fines de semana, reunirse en los pubs a escuchar música.

El encanto que tenía Lea lo había heredado de su abuela materna. Era muy rica, vivía en la India, ya retirada, pero allí le llevó su pasado cuando estuvo casada con un alto militar. Ahora no venía por Irlanda, pero quien la conocía quedaba fascinado por su elegancia, su belleza y su calidez como persona. Fue tan solo unos años atrás cuando decidió que ya no volvería a su querida tierra, que moriría en la India. Nunca había contado nada a sus hijos, pero Angie, que conocía bien a su madre, sabía, como saben todas las mujeres, que la decisión de su madre no era ningún capricho. Algo oscuro había en toda esa retahíla de mentiras piadosas que la madre le contaba a la hija.

 

Fue Lea la que con su candidez y entereza, le dio a su madre la pista para dejarla tranquila y no volver a preguntar más. Sabían ambas que en la India se encontraba bien, y en cualquier caso, por muy doloroso que fuera el que la madre no volviera más, podrían ellas viajar algún día allí, al fin y al cabo, siempre un viaje a la India sería una buena idea.

La belleza extraordinaria de Lea no solo era en el físico. Tenía un alma limpia, y ya desde muy pequeña destacó en el colegio con sus gestos poco comunes. Era raro el día que no llevaba a alguna niña a casa argumentando que tenía que ayudarle en sus tareas, o que iban a merendar juntas. Continuamente montaba campañas a favor de los animales domésticos o de los peces. Se ofrecía a llevar ayuda a los abuelos de cualquier niño, que ella se enterara que estaba en apuros económicos. Consiguió recaudar fondos para que su mejor amiga pudiera celebrar su primera comunión en su casa, con una merienda sencilla, pero digna, según ella. En su casa no había problema económico, pero las dificultades, que sí las había de otro tipo, siempre las solventaba con su determinación y dulzura. Su padre no sabía ni quería saber nada de sus andanzas, pero cuando se trataba de darle algún dinero para cualquiera de sus líos, como él los llamaba, milagrosamente le daba incluso de más para usarlo, y ya nunca volvía a saber nada más del asunto.

Cuando Lea cumplió los 15 años, ocurrió algo que cambiaría para siempre su vida y que, a partir de entonces, aunque no así su carácter, le marcó en las relaciones que tendría con los hombres. Ese día, su mayor ilusión era invitar a sus mejores amigas a casa, su abuela había estado cocinando toda la mañana, para que cuando ella saliera del colegio, pudiera ayudarle a preparar todo y disfrutar todos de la estupenda fiesta que se avecinaba. Cuando llegó del colegio a las 2 de la tarde, notó un silencio extraño, pero supuso que con los preparativos y cada quien de la familia con lo suyo, estaba todo en orden. En la cocina encontró a la abuela con un gesto extraño, muy concentrada en adornar la tarta con el merengue que acababa de preparar, y no le dirigió ni la mirada. Pensó Lea que todo formaba parte de algún tipo de sorpresa. Tampoco estaban el hermano, que ya tenía que haber vuelto del colegio, ni la madre, que sin ninguna excusa debería estar allí.

Lea fue a su habitación, se cambió de ropa, tarareaba su canción preferida, se adornó el pelo como a ella más le gustaba, recogido en la parte alta media melena, y el resto suelta. Se puso sus pendientes preferidos y finalmente se dio un toque muy suave de carmesí en los labios. Se veía guapa, pero no se jactaba de nada, sabía que Dios la había dotado de aquella espectacular belleza, y ella era tan sencilla que no le veía ningún mérito. Su espíritu lo tenía alegre, algo le decía que una nueva etapa comenzaba en su vida. Un fuerte ruido le sorprendió, y la sacó de sus ensoñaciones, no sabía de dónde había venido aquel fuerte golpe, pero sí supo enseguida que no era algo habitual. Se asomó por su ventana y vio a su padre con un enorme palo dando golpes en la puerta de la casa. La llamaba a gritos y a la vez golpeaba la puerta de la casa con la vara de madera. Ella bajó rápidamente las escaleras, le abrió la puerta y le dijo muy enfadada a su padre: “¡Pero qué es lo que haces!”. No le dio tiempo a terminar la frase, ya el padre la había agarrado del brazo y a tirones la empujó hacia el coche, que lo tenía allí mismo aparcado. Le abrió la puerta de delante y él rápidamente se sentó al volante y en dos segundos todo había terminado delante de aquella casa.

Harry estaba tan borracho que apenas el coche se mantenía en línea por la carretera. Lea estaba amordazada y atada, pero podía ver que el camino que estaban tomando era el que los llevaba a la finca de Ariel, uno de los pocos amigos de su padre. Cuando llegaron a la puerta de la vivienda, allí había un silencio sepulcral y ella pudo reconocer a lo lejos una señal que le era familiar. Sin tiempo para reaccionar, Harry la sacó a empujones del coche, la obligó a entrar en la casa, que olía a vieja y a sucio, y detrás de ella subió las escaleras hasta la habitación justo la primera puerta a la derecha del rellano. Como un loco desgarró la ropa de la hija, como un energúmeno se abalanzó sobre ella, y como un animal la penetró sin más contemplaciones.

Todos en casa estaban esperando la señal, porque las indicaciones eran que él llegaría con la hija de una visita sorpresa, e inmediatamente comenzaría la merienda, la música y los regalos. Ya cuando llegaron, a Angie no se le escapó que su esposo llevaba encima más pintas de la cuenta. Y tampoco se le despistó que su querida Lea intentaba sonreír pero era el alma dolida la que destellaba en su mirada.

Nunca nadie supo de ese hecho, como tampoco nunca nadie supo de las torturas a las que sometía a su esposa cuando cada día llegaba a casa. Nadie en los campos de Curragh podía ni imaginar que el peor episodio jamás pensado estaba ocurriendo de puertas adentro, en aquella excelente tierra, verde como un campo sembrado de césped, de gentes sensibles, amantes de la música y del buen comer.

CAPÍTULO 4

Cuando en 1973 el padre de Lea aterrizó en Belfast, tenía 18 años. Había huido de la absoluta pobreza en que había quedado su familia, allá en Bucarest. Un terremoto en el país le había dejado huérfano, y el joven, sin un centavo y sin padres, salió huyendo sin saber dónde ni para qué. Fue su amigo Stanislav quien le habló de una ciudad donde se libraban batallas ideológicas y de las de verdad, era allá en el norte de Europa, seguro que allí había algo interesante en lo que participar, las confrontaciones, los litigios, y si era posible alguna causa en la que involucrarse, eran lo suyo. Allí, que nada más llegar encontró trabajo en una fábrica de tabacos, empezó al mismo tiempo en la universidad, matriculándose en Derecho. Su clara inteligencia, la prisa por terminar para involucrarse activamente en los litigios legales en la política, su espíritu de lucha, hicieron que terminara sus estudios mucho antes que el resto de sus compañeros. Pronto había aprendido el idioma, las costumbres de su nuevo país, y también pronto se involucró en política uniéndose al IRA. Su mente sagaz y su sed de ajusticiar a todo el que no pensara como él hizo que en poco tiempo fuera uno de los dirigentes más eficaces y sanguinarios.

Andrei, que era el nombre rumano del señor O’Harry (más tarde se lo cambiaría, y no sin razón), había llegado en un momento de gran violencia a Belfast, aunque ya había pasado el año 72, que fue el que batió el récord de muertos en la capital. Se había formado el IRA Provisional, una escisión del IRA. Este grupo tenía la firme decisión de mantener una lucha armada contra el control británico de Irlanda del Norte, dispuestos ante todo a jugar el papel de “defensores de la comunidad católica”. Andrei era de familia muy arraigada en Rumanía de tradición católica, y él nunca había tenido contacto alguno con la iglesia, pero si en esa tierra ahora extraña para él había que defender algo a muerte, él defendería el catolicismo.

Vivía con una familia de la zona norte que, a cambio de una habitación y comida, él asesoraría al padre de familia en los litigios legales. Era este un sindicalista rudo y fuerte, pero tenía un corazón de oro. Su único delirio era defender a la población católica a muerte, liberarlos de la injusticia que las leyes de la ciudad habían recaído sobre ellos. Así fue como Andrei se fue adentrando poco a poco en las causas y batallas de la ciudad, hasta que llegó el día del denominado Domingo Sangriento, cuando el ejército británico mató a 14 personas disparando contra una manifestación nacionalista pacífica. Pronto fue Andrei requerido en los cuarteles del IRA, era experto en idear ataques sorpresa y en crear una logística de calles utilizadas para sus fines más sangrientos. Atacaban agresivamente a la policía o a los lealistas, con lo que tuvieron inmediatamente el apoyo de todos los barrios católicos. Las relaciones entre católicos y el ejército británico se fueron deteriorando de tal manera que el IRA oficial también empezó a intervenir, y la escalada de violencia en la que se vio envuelto el rumano dio un balance de 9 muertos, cuando estallaron 22 bombas en el centro de Belfast el llamado Viernes Sangriento.

Cuando Andrei terminó su carrera de Derecho, ya era un experto en la logística para descubrir los planes de sus rivales, los protestantes. Se habían convertido en unos asesinos en serie, de tal magnitud eran las masacres. En realidad, su discurso político quedaba velado, ni siquiera como terroristas políticos.

Cuando Londres entendió que el gobierno norirlandés era incapaz de contener esta escalada brutal de asesinos sin cuartel, decidió asumir el gobierno desde la capital.

Después de varios intentos de formar gobierno entre unionistas, nacionalistas y el gobierno británico e irlandés, Andrei ya era el dirigente del IRA mejor considerado, pagado y con más fuerza en sus filas. Estaban de acuerdo en un reparto de poder, aunque Andrei no se fiaba ya de nadie a esas alturas, y alentó en sus filas la revolución y el seguir con la lucha armada. Era tal su sed de violencia que había perdido la perspectiva del porqué luchaban y para qué luchaban. Aun habiendo llegado a acuerdos importantes con los demás grupos, Andrei sabía que aquello se desmoronaba, como viejo ya en las batallas, conocía de qué calaña eran todos y cada uno de sus adversarios.

Así fue que los protestantes, y no solo ellos, terminaron por romper aquellos frágiles acuerdos que la población, ya cansada de tanto sufrimiento, hubiera deseado llegaran a término.

Fue en 1975 cuando habiendo reunido Andrei a todos los dirigentes más importantes de su coalición, y sometido a votación una serie de puntos vitales para ellos, decidieron apartarse de la lucha armada. No era lo que Andrei deseaba, pero si había algo que nunca jamás hubiera aceptado en sus filas era la desidia. Encontró una buena dosis de ella en sus dirigentes que, ya cansados, y con muchas heridas del corazón y del alma a sus espaldas, no tenía nuevas ideas de cómo seguir adelante. En una histórica decisión, canceló la lucha armada y envió a sus hombres a sus casas a reflexionar y a descansar.

Fue al año siguiente cuando de nuevo retomaron las armas. Pero ya la sociedad civil estaba buscando también nuevas alternativas a la salida del conflicto. Ahí nació Gente por la Paz, siendo dos de sus integrantes galardonadas con el premio Nobel de la Paz.

Había un entusiasmo generalizado en la población, que veía cómo la comunidad internacional reconocía a sus nuevos integrantes. Pero el gusanillo de la violencia no se extirparía todavía. Había conflicto interno profundo y fue ahí cuando Andrei descubrió que estaban interrogando a los nacionalistas para recabar información sobre ellos, el grupo del IRA. Ahí vio la población que, en realidad, esta petición de información no era neutral, de forma que la sociedad se desanimó y el ímpetu de creer que llegaban aires nuevos desapareció rápidamente.

El día que murió Bobby Sands marcó un antes y un después en la vida de Andrei. El parlamentario Bobby había muerto de inanición en una huelga de hambre que fue seguida por unos cuantos presos más. Esta estrategia se vio seguida por los nacionalistas, que apoyaron firmemente a todos los huelguistas y que acudieron en masa al funeral cuando este murió. Andrei entendió que era el momento de dar un giro a su trayectoria y de introducir elementos legales y lícitos para apoyar su causa. Ahí nació el Siin Féin, presentándose el rumano como cabeza principal del partido político, brazo político del IRA, y presentándose por primera vez a elecciones.

El giro radical que dio su vida se manifestó no solo en su actividad, también en su personalidad y apariencia. La brutalidad en la que había vivido, la locura colectiva en la que se había visto inmerso, habían hecho de él un hombre curtido, rudo, pero sin perder un ápice de su clara inteligencia y visión estratégica. Ahora viajaba a Dublín a menudo, departía con otros miembros de partidos políticos y su aspecto empezó a tomar tintes de hombre más urbano y moderno. Siempre había tenido buena dialéctica, pero era en sus viajes a la capital que se tornaba en un excelente interlocutor y en un magnífico anfitrión cuando lo requerían de distintos sectores del parlamento. En realidad, a Andrei le seguía importando su causa tanto como al principio, pero era en su madurez cuando había entendido que hacer política, aun sin ser agresivo, era como en sus antiguas luchas; se trataba de plantear buenas estrategias para que, al fin y al cabo, no tanto sus enemigos, sino sus contrincantes en este caso, cayeran a sus pies derrotados, aunque en este caso en las urnas.

 

Ya a finales de los años 80, el Siin Féin empezó a negociar con otros grupos para dejar las armas. Andrei, que en sus múltiples viajes por todo el país había estado recabando apoyos y había llegado a acuerdos muy importantes para negociar la salida del conflicto, estaba cansado de conseguir el total apoyo en sus filas. Sus militantes se habían ido nutriendo de jóvenes radicales que, en sus barrios obreros, no encontraban otra salida económica o social que no fuera el adherirse a la lucha armada. Él quería savia nueva, sí, pero no soportaba la falta de compromiso de estos jóvenes, que lo único que les importaba era matar salvajemente a otros por el solo hecho de vivir en el barrio de enfrente, o portar colores diferentes en su bandera. No recordaba ya Andrei que él había empezado como ellos, pero es cierto que sus estudios y su visión estratega de la situación lo situaron rápidamente en una posición privilegiada de la lucha en su bando.

Una faceta que el activista Andrei no había desarrollado, no por descuidarla a conciencia, sino ante todo por su absoluta involucración en la causa armada, era su vida amorosa. Ya era un hombre curtido, tenía 30 años y aún no había tenido novia formal ni informal. Varios encuentros furtivos con algunas jóvenes de su alineación eran su única experiencia sexual-amorosa, que no distinguía él muy bien dónde estaba la línea divisoria a esas alturas de su vida. Fue una mañana en la que, viajando hacia el sur, se detuvo su comitiva en las montañas de Wicklow, lugar de respiro de los dublineses, y sin esperarlo ni preverlo, tuvieron un encuentro seminformal con un grupo de habitantes de la zona, que celebraban sus fiestas. Allí el grupo de Andrei departió amablemente con los hombres y mujeres que alegremente bebían y comían a placer. Los activistas eran muy conocidos, habían aparecido en las pantallas de televisión tantas veces, y ahora, por desubicados, llamaron la atención, siempre se les hacía por el norte, y no parecía que esta tierra amable y acogedora fuera buen refugio para ellos. Fue así que los activistas se vieron obligados a dar explicación del porqué estaban por estas tierras. Andrei no estaba en las conversaciones como sus compañeros, ni estaba en nada, tan solo en los ojos de una bella mujer, tan delicada como esbelta, parecía como si le hubieran descubierto un país no conocido por él hasta entonces, el tiempo se detuvo ante él, y tuvo que aceptar que nunca en su tierra del norte, ni aun en la capital, había encontrado a nadie así. Se animó a hablarle con tal esmero y pasión que, aunque su dialéctica siempre había sido excelente, ahora no encontraba fácilmente qué ni cómo decirlo. Pero se dio cuenta rápidamente que la bella muchacha tampoco es que le importaran mucho las palabras que él dijera o no. Se había quedado igualmente embelesada y solo sonreía. Esto le despejó el horizonte a Andrei, que, a partir de ese momento, solo tuvo una fija obsesión. Esa muchacha de seguro que sería suya.

CAPÍTULO 5

Cuando el grupo armado de Andrei se planteó dejar las armas, había ya para entonces una fuerte división en sus filas. Los que como él llevaban años matando salvajemente, habían entrado en un estado de hartazgo y por primera vez entendieron que así no seguirían hasta el final de sus vidas. El más feroz defensor de esta postura era el propio Andrei y su amigo, el casero que en sus inicios en la ciudad le acogió. Tenía este un corazón tan grande que, aun habiendo matado a decenas de protestantes, sentía que algo tenía que hacer por sus viudas e hijos. Había creado tiempos atrás una asociación en la clandestinidad para esa causa, y aunque Andrei conocía sus actividades, y no participaba en ellas, de alguna manera le apoyaba en la oscuridad de la noche. Ahora ambos abogaban por una vida de lucha, pero no armada, sino de ideas y de actos de heroísmo, que sabían que de alguna manera sería el futuro por donde tendría que transitar la ciudad si quería avanzar en otros aspectos, no solo el social, también el político y el económico. Los más jóvenes que se habían ido incorporando a la lucha no entendían estas nuevas ideas, y más que nunca querían que la tecnología fuera dando nuevos impulsos a sus acciones, querían a toda costa comprar nuevas armas, y estaban decididos a viajar a Qatar a conseguir apoyos y nuevos artilugios como bombas de nueva creación. Esto sí que no podía consentirlo Andrei de ninguna de las maneras, creando fuertes discusiones con algunos de ellos, especialmente con James, el valiente.

La disidencia empezó a ser común en los grupos armados más históricos de Belfast. Ya nadie se fiaba de nadie, y entre los propios componentes del mismo grupo era raro el día que no aparecía alguien muerto a balazos en su propia casa. Había ido Andrei una mañana a ver precisamente cómo se organizaban los grupos más jóvenes en su sede del norte de la ciudad cuando vio algo raro alrededor de él. No era una emboscada, eran los suyos que discutían agriamente, y vio cómo James saltó violentamente sobre otro joven de la discusión. Rápidamente Andrei se interpuso en la riña, pero unos segundos antes ya le había entrado el disparo por la pierna. En su giro desesperado por atrapar al atacante, alguien le alcanzó un arma y él, sin pensarlo dos veces, disparó a James, a su atacante y a todo el que se antepusiera ante él. Se había vuelto loco de ira, no entendía qué les estaba ocurriendo a sus más jóvenes activistas, y sin pretenderlo, se encontró rodeado de dos cadáveres de sus propias filas, dos jóvenes prometedores, muy conocidos en todo el territorio, que habían destacado desde sus comienzos por su agresividad, pero también por su efectividad.

No tardó en llegar la policía, y como en tantos otros asesinatos, siempre el estallido de la población aprobando o reprobando las acciones de los grupos armados. Pero esta vez era distinto: era el propio Andrei, el máximo dirigente del Siin Féin, el que quería terminar con las armas, el maduro y nuevo político de la ciudad, el que estaba involucrado en el doble crimen.

No sabía su amigo el casero qué había ocurrido exactamente de tan rápido que había pasado todo. Andrei quedó mudo en los primeros instantes, hasta que la policía, que le interrogaba hasta casi con respeto, hizo que saliera de su mudez, y un mar de palabras interminables aparecieron por su boca. Pero ya era tarde. Ya todo Belfast sabía la noticia, Andrei, el líder del Siin Féin, el antiguo dirigente del IRA, había asesinado, ahora él, a dos jóvenes de sus propias filas. Cuando tuvo la dimensión de lo que acababa de ocurrir, un mar de oscuridad le cubrió su mente. Ya nada sería igual a partir de entonces para él.

Era la cárcel la última opción que jamás hubiera pensado Andrei, la causante de terminar con el partido político que había fundado. No le dolía tanto por su nueva vida, más bien por tantos y tantos compañeros que había dejado en el camino, tantos y tantas vidas a los que había ilusionado por luchar con uñas y dientes para conseguir que su nación fuera única y distinta a lo que era. Y ahora, en su actual vida, le dolía por perder la oportunidad de conseguir a la muchacha de la que quedó prendado y de la que se obsesionó allá en los montes de Wicklow.