Colombia desde la pluma de Juan Gossain

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Colombia desde la pluma de Juan Gossain
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Colombia desde la pluma de Juan Gossain

© 2021, Juan Gossain

© 2021, Intermedio Editores S.A.S.

Primera edición, julio de 2021

Edición

María Alejandra Mouthon

Equipo editorial Intermedio Editores

Concepto gráfico, diseño y diagramación

Alexánder Cuéllar Burgos

Equipo editorial Intermedio Editores

Foto de portada

Archivo El Tiempo

Diseño de portada

Alexánder Cuéllar Burgos

Intermedio Editores S.A.S.

Avenida Calle 26 No. 68B-70

www.eltiempo.com/intermedio

Bogotá, Colombia

Este libro no podrá ser reproducido, ni total ni parcialmente, sin el previo permiso escrito del editor.

ISBN:

978-958-757-993-2

Diseño epub: Hipertexto – Netizen Digital Solutions

Contenido

A manera de prólogo

El día en que un presidente colombiano ordenó fusilar a su sobrino

Estas son las epidemias que han atacado a Colombia en quinientos años

Un testigo lo confirma: en Plato sí se volvió un hombre caimán

Una joya: las cartas del joven Gabo cuando tenía veinte años

Si quiere sentirse orgulloso, acompáñeme a conocer el Caro y Cuervo

Francamente: ¿lo del 20 de julio fue una revolución o una pelotera?

Colombia, un país donde hasta el lenguaje se corrompe

Los curiosos apodos de las ciudades colombianas

A Cartagena le sobra el agua… pero no tiene transporte acuático

EPS no les pagan a hospitales porque el Gobierno no les paga a ellas

No me mame gallo y dígame cuál es el origen de esa expresión

El curioso origen de tocayo, cucayo y de la palabrita aquella

Vestido con sus mejores galas, el vallenato ingresa al diccionario

Oiga: por qué le dicen ‘sapo’ al delator y ‘zorra’ a la mujer coqueta

Permítame su educación: ¿qué es corroncho y qué es un cachaco?

Palenquero: el idioma que crearon los negros en Cartagena

El curioso origen de ‘vaina’, palabra más útil en el habla colombiana

El curioso origen de las palabras ‘izquierda’ y ‘derecha’ en política

Historia de la palabra ‘chocorazo’, fraude en elecciones colombianas

Cuál es el origen de expresiones como ‘hacer una vaca’ o ‘dar papaya’

A manera de prólogo

Nunca en la vida ha sido fácil ejercer el periodismo en un país como Colombia. Pero es que ahora, en estos tiempos que corren, ya no solo es difícil sino también peligroso. Riesgoso, para decirlo con la palabra precisa.

Al juntarse en un mismo escenario la pandemia del coronavirus y los problemas sociales, y al producirse el estallido de las protestas callejeras, salió a flote lo peor de nuestra alma: los rencores, la intolerancia, la violencia.

Cada quince días, cuando se publica una de estas crónicas mías en el diario El Tiempo, recibo varias y variadas cartas de los lectores. La mitad de ellas son regaños rotundos en los que me dicen que, mientras el país se está desbaratando, yo me dedico a escribir bobadas sobre historias de las palabras, el origen de los refranes, las curiosidades del idioma. La agresividad de esos mensajes es tan grande, que los epítetos más suaves que me lanzan son para calificarme de insensato e irresponsable.

La otra mitad de dichos corresponsales me dice exactamente lo contrario: que por fin hay alguien que escribe en la prensa sobre temas diferentes y divertidos, en vez de dedicarse a machacar sobre la misma cantaleta todos los días.

Cercado por esas dos visiones tan diametrales, yo me quedo pensativo, tratando de sacarles conclusiones de provecho, y he llegado a hacerme estas preguntas: ¿eso que está pasando conmigo no es, precisamente, una prueba elocuente de lo que le está ocurriendo al país? ¿No es ese, precisamente, el tema del que me ocupo en otras crónicas sobre nuestra cruda y dolorosa realidad cotidiana?

El escenario nacional es sobrecogedor: confrontaciones, choques, conflictos, bloqueos, tiroteos, peloteras, vandalismo en cada esquina, los viejos amigos de antes ya no hablan sino que gritan, porque, en medio de disputas y contiendas, ya no hay debates de ideas sino insultos personales.

¿Dónde estarán los líderes que puedan conducir a Colombia en la búsqueda de la tolerancia, la concordancia, a discutir sin matarnos, a confrontar serenamente las ideas, a buscarles solución a los problemas sociales, a ver si podemos limar las asperezas y ponernos de acuerdo alguna vez? ¿Dónde estarán?

¿O será que estamos viviendo en dos países diferentes y la rabia nos ha impedido darnos cuenta?

Pero, en aras de la verdad histórica, que siempre debe ser completa, es justo decir que la realidad colombiana siempre ha sido convulsa y agitada. Por eso, para entenderla cabalmente, hay que denunciar las grandes lacras de nuestra sociedad, como es el caso de la corrupción que nos está agobiando, pero también es deber de un periodista mostrar cómo avanzan, con los años, las costumbres y la cultura del país.

Eso fue lo que intenté hacer, ni más ni menos, cuando escribía las crónicas que hoy son el contenido de este libro. Entender a Colombia, pero no solo desde la sordidez de las sombras, sino, también, desde su lado luminoso. Espero haberlo logrado. Ustedes tienen la palabra.

JUAN GOSSAIN

La azarosa historia nacional


El día en que un presidente colombiano ordenó fusilar a su sobrino

Ahora que el encierro por la pandemia les pone los pelos de punta a tantas familias colombianas, y ahora que la justicia existe cada vez menos y la impunidad campea cada vez más en nuestro país, ahora es cuando vale la pena contarles a ustedes uno de los episodios más sorprendentes –y sin embargo más desconocidos– de la azarosa historia nacional.

Me refiero al día en que el presidente de la República autorizó el fusilamiento de su propio sobrino. Así como lo están oyendo. O leyendo, mejor dicho. El poeta caribe Juan Carlos Guardela, que vive en los Llanos Orientales, encontró los primeros rastros de semejante suceso narrados en un viejo periódico argentino y me los hizo llegar, para ver si me interesaba.

Guardela logró su objetivo con creces, porque de inmediato me puso a rastrear y husmear en el pasado, a escarbar en documentos antiguos, a desempolvar libros, a averiguar sin descanso. Aquí está, pues, el relato completo de aquellos acontecimientos.

Núñez y las guerras civiles

Rafael Núñez es el único colombiano que ha ocupado cuatro veces la Presidencia de la República. A finales del siglo XIX, cuando el país no tenía ni los cien años de haberse independizado de España, este hombre que nació, vivió y murió en Cartagena fue primer mandatario entre 1880 y el 82, también del 84 al 86, reelegido del 86 al 88 y, por último, una vez más, entre 1892 y el 94.

Fue, además, el promotor de la Constitución de 1886, que nos gobernaría durante ciento cinco años, hasta que la sepultaron en 1991. Y fue, así mismo, autor de la letra del himno nacional. Además, fue él quien creó los billetes para remplazar la circulación de monedas de oro.

 

En aquellos años, el país estaba sumido en un caos tan grande, y en un desorden político de tales proporciones, que a lo largo del siglo tuvimos nueve guerras civiles de talla nacional y más de mil guerritas regionales.

La verdad es que aquel infierno, provocado por las ambiciones políticas, obligó a Núñez a quitarle a Colombia el régimen federalista, en el cual cada provincia era prácticamente una nación independiente, e imponer nuevos controles y unir otra vez al país, regresando al sistema centralista.

Aparece el sobrino

Fue entonces cuando se desató una ola de crímenes políticos y atentados terroristas por todos los rincones del país. El Gobierno tuvo que echar mano de unas leyes aterradoras, como la pena de muerte y el destierro, para aplicárselas a los autores de delitos como rebeldía, sedición y ataques con armas o explosivos.

Bueno, y aquí viene ya el meollo de esta crónica. Hagamos de cuenta que estamos a mediados de 1894. El presidente Núñez estaba enfermo desde hacía varios meses, pero seguía al frente del poder. Tenía una hermana con nombre bíblico, Betsabé Núñez, casada con el general Marco Antonio Talero.

Los Talero vivían en las afueras de Bogotá. Su hijo era el joven abogado Eduardo Talero Núñez, de veinticinco años. Su familia quería que fuera militar, como su padre, pero él se inclinó por las ciencias sociales y se graduó en la Universidad Externado de Colombia. Era abogado y poeta, como su tío, pero sus ideas revolucionarias lo distanciaban de él.

Eduardo participaba con ímpetu en revueltas, saboteos, manifestaciones contra el Gobierno, incluso atentados con dinamita, el explosivo que Alfred Nobel había descubierto treinta años antes.

‘¡Fusílenlo!’

Eran tiempos turbulentos y sangrientos. Se veían venir ya, a grandes velocidades, los terribles sucesos de la guerra de los Mil Días, que comenzaría cinco años más tarde.

No solo en la capital, sino por todos los rincones del país, había manifestaciones y alborotos, tumultos, asonadas, prácticamente una nueva guerra civil. Los muertos se contaban por centenares en calles y campos, en ciudades y aldeas, en las montañas y en la llanura.

En una de esas protestas, que marchaba a gritos por el centro de Bogotá, los soldados capturaron a Eduardo. Lo llevaron a la cárcel, bajo la gravísima sindicación de ser uno de los jefes de la conspiración contra el Estado.

Amparados en las rigurosas leyes de aquella época sombría, lo condenan a morir a manos del pelotón de fusilamiento. Pero, enterados del parentesco, y cumpliendo las normas que regían la pena de muerte, resuelven consultarle el caso al presidente, quien tenía la potestad de perdonar al condenado si así lo consideraba.

Cuando fueron a preguntarle su opinión, Núñez replicó con una sola frase, lacónica, dramática y rotunda:

La ley es igual para todos. Procedan.

La enfermedad del tío

Fijaron la fecha de ejecución para unos meses después.

Según una investigación reciente que hizo el periódico digital argentino LM Neuquén, la cárcel bogotana en que confinaron a Eduardo Talero Núñez era una mazmorra sucia, gris, lúgubre y húmeda.

La vida, que a veces tiene esos arrebatos dramáticos, metió su mano en la tragedia griega que se estaba desarrollando. Pocos días después del veredicto condenatorio contra su sobrino, cuando ya estaba a punto de terminar el año de 1894, al presidente Núñez se le agravó la salud, que venía deteriorada en los últimos tiempos. Lo aquejó un derrame cerebral.

Entonces decidió, como solía hacerlo a cada rato mientras fue presidente, que lo mejor era trasladarse de Bogotá a su casa cartagenera, en la entrada del barrio El Cabrero, en busca de un clima más cálido y de una acogedora tranquilidad hogareña. Su vicepresidente, el celebrado y admirable gramático Miguel Antonio Caro, quedó encargado del Gobierno.

Entre tanto, agobiada por el dolor, en su casa de Ubaté, al norte de la sabana de Bogotá, su hermana Betsabé resolvió ir a enfrentarse con él.

‘¿Tú no tienes corazón?’

A pesar de las penurias que en esos tiempos implicaba un viaje desde Bogotá hasta el Caribe, la señora salió en tren rumbo a Girardot, que era el puerto fluvial más cercano a la capital, pero en la mitad del camino tuvo que cabalgar en mula y a caballo por semejantes cadenas de montañas.

Agarró un lanchón de pasajeros y partió para Cartagena. Cuentan los historiadores más confiables, y, mejor aún, los propios miembros de la familia en sus cartas personales, que Rafael la recibió de inmediato.

Ella, bañada en lágrimas, comenzó a implorar perdón para Eduardo. El presidente la escuchaba en silencio. De súbito, se arrojó a él y lo abrazó.

–Es mi hijo, Rafael, y yo soy tu hermana –sollozaba dolorosamente–. Eduardo es tu sobrino. ¿Tú no tienes corazón?

–La ley es para todos –repitió Núñez, por centésima vez, y se levantó de su sillón.

El presidente fue hasta la ventana que miraba al mar, indicando que la reunión había terminado.

–Además –agregó–, en este momento yo no soy el presidente. Caro es el presidente.

‘Es tu sangre, Rafael’

Betsabé pensó que tantos ruegos e imploraciones habían sido inútiles. Pero, mientras iba saliendo de la habitación, hizo un intento final.

–Es tu propia sangre, Rafael –fue lo último que le dijo.

Entonces su hermano se volvió hacia ella, se la quedó mirando y le respondió:

–Solo le perdono la vida si se marcha de este país y no vuelve por aquí nunca más.

Betsabé, según se lo contaría ella a todos sus amigos, volvió hacia él, encarándolo, y levantó los dedos de la mano derecha entrecruzados.

–Yo te juro por esta santa cruz y por mi propia vida –exclamó– que Eduardo jamás volverá a Colombia.

Al destierro

Cada detalle de este episodio, por pequeño que sea, parece una novela de misterio o una película de suspenso. Imagínense ustedes que, de acuerdo con lo establecido en la sentencia condenatoria, la fecha para fusilar a Talero Núñez se cumplía al día siguiente de aquella reunión entre su madre y su tío.

¿Cómo evitar que lo mataran, si en esa época no había celulares para llamar de urgencia a Bogotá, ni teléfonos fijos, y mucho menos internet o redes sociales? La situación se volvió terriblemente angustiosa, hasta que Núñez utilizó la telegrafía, que era el medio de comunicación más rápido, y le mandó un mensaje al vicepresidente Caro.

En él indultaba a su sobrino y ordenaba que lo transportaran de inmediato al puerto de Cartagena, “subirlo a un barco sin ninguna consideración y descargarlo o arrojarlo de la embarcación en el primer puerto de destino”.

Un poeta en Argentina

A Eduardo lo embarcaron en una lancha de carga, vieja y medio derruida, en la que ni siquiera tenía un rincón para dormir. Sus primeras escalas fueron en Maracaibo y Caracas, luego se detuvo en Nicaragua, más adelante en Nueva York y, por último, dándole media vuelta al mundo, fue a parar a la Argentina.

Se afincó en una ciudad pequeña y hermosa, llamada Neuquén, capital de la provincia del mismo nombre, en lo profundo de la Patagonia. Allí pasaría el resto de su vida. Y fue un ciudadano tan distinguido que, sin haber nacido en Argentina, lo nombraron secretario de Gobierno de toda la región y cónsul general de Ecuador.

Entonces pudo dedicarse a su inolvidable amor por la poesía. Fue amigo de varios poetas renombrados, como Rubén Darío, y escribió unos libros que todavía hoy son ofrecidos en venta a través de los portales de comercio en internet.

Epílogo

Como si no fuera suficiente, más hechos insólitos y pasmosos ocurrieron en torno a esta historia. Por ejemplo, el presidente Rafael Núñez murió en su casa de Cartagena en septiembre de 1894, solo veintiún días después de haber indultado y desterrado a su sobrino.

Eduardo Talero Núñez, por su parte, se casó en Neuquén, tuvo un hijo y construyó un castillo para vivir en el campo. Allí estuvo hasta 1917, cuando se mudó con su familia a la propia capital, Buenos Aires, buscando remedio para sus achaques, pero sin abandonar su amorosa pasión por las musas de la poesía. Allí murió en 1921, a los 52 años. Una calle de Neuquén lleva hoy su nombre. El castillo es una reliquia. Y se murió sin haber vuelto nunca a Colombia.

Estas son las epidemias que han atacado a Colombia en quinientos años

¿Sabe usted en qué año ocurrió la primera epidemia que le cayó encima a Colombia? ¿De qué era esa epidemia? ¿Y, desde entonces, cuál es la ciudad que más ha sufrido epidemias mientras va pasando el tiempo?

Esas fueron las preguntas que me hizo un amigo inquieto y curioso, en medio de la cuarentena, y desde ese momento no volví a tener tranquilidad hasta que me puse a investigar por todas partes. Hubo noches en que amanecí consultando libros de historia, mamotretos gigantescos, crónicas antiguas, testimonios de viajeros, relatos de navegantes.

Por eso es que hoy puedo decirles esto: es muy probable que antes del siglo dieciséis, al cual pertenece la fecha que les voy a mencionar a continuación, ya se hubiesen presentado otras pestes en el territorio del que sería nuestro país. Pero esta es la primera de la que se tenga noticia confirmada y fidedigna en los anales históricos.

Fue la epidemia de lepra que atacó a Cartagena de Indias en 1550, hace ya 470 años. En ese momento la ciudad tenía apenas diecisiete años de fundada.

Resulta que Cartagena se estaba convirtiendo ya en el principal puerto marítimo de América, en reemplazo de La Habana, para el comercio con Europa. Llegaban barcos de todas partes. En ellos, precisamente, viajaban las enfermedades colectivas.

Y, como si fuera poco, de África venían las naves cargadas de esclavos negros, una de las mayores infamias que se han cometido en la historia de la humanidad.

Elefancia y murallas

Cómo sería de gigantesca hace cinco siglos la actividad comercial en Cartagena que, en 1586, cuando habían transcurrido apenas 36 años desde los estragos que causó la lepra, el imperio español tuvo que iniciar la construcción de murallas, castillos y fortalezas, para proteger a la ciudad y sus bodegas de los ataques y saqueos de otra peste tenebrosa: los piratas.

Como hecho curioso, debo registrar que los cartageneros de esa época llamaban “elefancia” a la lepra, porque deformaba la piel humana hasta dejarla como el cuero de un elefante.

En aquel momento quedó constancia de 1.500 personas infectadas, más de la mitad de la población completa.

Aquí es donde debo hacer un alto en el camino para contarles que, de acuerdo con otros investigadores que he podido consultar, esa no fue realmente la primera sino la segunda peste registrada en Colombia.

Sostienen ellos que 36 años antes, en 1514, cuando Cartagena ni siquiera había sido fundada, una especie de peste porcina cayó sobre el Darién, en la región que hoy conocemos como Urabá, entre Antioquia, Chocó y Panamá.

La peste en Urabá

Fundada en 1510, Santa María la Antigua del Darién, situada en la región que hoy conocemos como Urabá, entre Antioquia y Chocó, fue no solo la primera población creada por los españoles en Colombia, sino en toda la tierra firme americana. Los únicos que le ganan son los pueblos isleños.

Ya hoy no existe. La saquearon los nuevos piratas colombianos y extranjeros, como los que venían de Europa a apropiarse de reliquias y tesoros históricos. Y nadie hizo nada por evitarlo. Ay, la corrupción…

Ahora vuelvo y les digo que, hacia 1514, la peste del cerdo atacó a Santa María, causando la muerte de setecientos habitantes, que eran nada menos que el setenta por ciento de su población.

Muequetá de Bogotá

La historia de Colombia está repleta de tantas curiosidades y extravagancias que ni su propia capital escapa a ellas. Imagínense ustedes que Bogotá fue fundada varias veces y con distintos nombres.

 

La última y definitiva de ellas, que tuvo lugar en un sitio que los indígenas llamaban Muequetá, se convirtió por fin en un bautismo formal y legítimo, el 6 de agosto de 1538, oficiado por Gonzalo Jiménez de Quesada. Le pusieron por nombre Nuestra Señora de la Esperanza, pero un año después se lo cambiaron por Santa Fe.

Bueno. En ese mismo año de la fundación, como si fuera una desgarradora ironía del destino, al nuevo caserío lo aplastó su primera epidemia: una peste de gripa que ocasionó más de cien muertos. Y 262 años después, cuando ya faltaba poquito para la Independencia, la misma epidemia de gripa volvió a caer sobre Bogotá.