Mirando al cielo

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Mirando al cielo
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Letrame Editorial.

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© Juan de Mora

Diseño de edición: Letrame Editorial.

ISBN: 978-84-18344-68-8

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

Letrame Editorial no tiene por qué estar de acuerdo con las opiniones del autor o con el texto de la publicación, recordando siempre que la obra que tiene en sus manos puede ser una novela de ficción o un ensayo en el que el autor haga valoraciones personales y subjetivas.

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

PRÓLOGO

Este libro viene del cielo.

Cada día han ido llegando las palabras y el desarrollo de la historia de su protagonista principal sin saber cómo continuaría al día siguiente.

Es un libro lleno de Fe, de esperanza, de alegría, de dolor, de conocimiento. Toca muy de cerca el sufrimiento humano para hacerte ver que, estés pasando por lo que estés pasando, todo tiene una perfecta razón de ser.

Si ha llegado a tus manos, enhorabuena, porque el cielo así lo ha querido y siento que su lectura traerá bendiciones para ti.

Quizás haya cosas que se escapen de tu comprensión, pero no dudes que se estarán sembrando en ti semillas de consciencia que germinarán en el momento adecuado. Otras, van a traer luz a tu vida en asuntos como el miedo, la muerte, la abundancia, el propósito, el amor… Te va a ayudar a comprender. Ya sabemos que cuando tomamos consciencia de algo y lo entendemos, se alivia el sufrimiento pues este pierde su razón de ser.

No es casualidad que vayas a leerlo, está escrito para ti. Está predestinado a elevar tu percepción de la vida y sus acontecimientos.

Tras su lectura tienes una importante misión, la de compartir con otros los conocimientos que te ha aportado el libro. Así el cielo lo quiere. Si lo sientes en tu corazón, ayuda a expandir este movimiento de amor, de luz, y de esperanza, que es tan necesario en nuestras vidas.

Juan de Mora.

1

Se había quedado solo en aquella sala de espera. Siempre había odiado los hospitales. Esas luces frías, esas batas blancas, y esa sensación de poder oler la enfermedad en el aire que allí se respira.

Le habían dicho que a Lucas le quedaba muy poco. Ese maldito tumor cerebral había terminado por derrotar a su amigo, y allí estaba él, esperando para darle su último adiós antes de que se marchara para siempre.

En esa larga espera, Martín repasaba su vida. Lucas decía que cuando uno muere lo primero que hace es un repaso de su vida al completo, para ver el dolor o el amor que había dado a otras personas y sentirlo en su propia alma. Él no creía esas bobadas espirituales, pero allí se encontraba, vivo, tomando consciencia de toda la destrucción que había causado y había recibido. No había sido un santo, pero tampoco merecía que la vida se cebara con él de ese modo. Y encima, la única persona que era capaz de poner algo de luz en su oscuridad, estaba en una habitación contigua esperando a dar su último suspiro. Se sentía hundido.

—Señor Martín, su amigo Lucas ha pedido que pase a verle. Normalmente no permitimos visitas a esta hora de la noche, pero ha sido su última voluntad. Acompáñeme a su habitación, por favor.

La enfermera lo acompañó hasta aquella habitación número 777 donde agonizaba su amigo, su gran amigo Lucas.

Hacía días que no le veía y Martín se llevó una profunda impresión, Lucas estaba muy demacrado, con un gesto en el rostro que denotaba los grandes padecimientos que la enfermedad le había causado estos últimos meses. Sintió una punzada de dolor en su corazón.

Lucas aún conservaba algo de fuerza para hablarle.

—Martín, amigo mío, pasa por favor. —La enfermera los dejó solos.

—Hola, Lucas.

—Martín, me queda muy poco tiempo y te he mandado llamar. Voy a partir a un sitio donde voy a estar mucho mejor, te lo aseguro, pero no puedo irme aún, porque estoy preocupado por ti. —Martín se estremeció. Aquel hombre moribundo, a punto de enfrentarse a algo tan temido como la muerte, se preocupaba más por él que de sí mismo.

—Lucas, tranquilo. Ya sabes que no lo estoy pasando bien estos últimos años, pero sigo luchando.

—Eso es precisamente lo que me preocupa. Has convertido tu vida en una lucha, en una pelea, pero te has olvidado de vivir. Tenemos un tiempo limitado, Martín, solo tienes que mirarme a mí para darte cuenta de ello. No malgastes ese tiempo convirtiendo tu vida en un campo de batalla. —Martín no sabía que decir. Sus problemas, esos de los que hablaba cada día, se habían empequeñecido en aquel momento ante lo que estaba enfrentando su amigo. Guardó silencio.

—La muerte ya ha venido a buscarme. De hecho, ayer estuvo mi padre ahí muy cerca de donde estás tú y me pidió que partiera con él.

—Lucas, amigo, tu padre murió hace tres años, es imposible que estuviera ahí. —Martín pensó que posiblemente fuera una alucinación causada por los medicamentos que le daban para sedarlo.

—Sé muy bien que mi padre murió hace tres años, pero pude verlo ayer perfectamente. Me estuvo contando que está también con su padre, y que se encuentran en un sitio de descanso y recuperación. Me pidió que me fuera con él, pero no pude, tienes antes que hacerme una promesa. —Martín no daba crédito a lo que oía, pero aquel era Lucas, su Lucas. Un extraño escalofrío le recorrió la espalda de arriba abajo.

—Haré lo que me pidas.

—Bien, dentro de ese cajón del mueble que tienes justo detrás, hay un sobre cerrado. Cógelo. No lo abras todavía. En él, tienes un billete de avión que te llevará a un sitio muy especial. Hay también unas instrucciones específicas de lo que tienes que hacer. Voy a pedir al hospital que te informen cuando mi alma decida partir de este plano terrenal. Cuando eso suceda, tienes mi permiso para abrir el sobre y el compromiso de hacer lo que te pido por extraño que te parezca.

Martín asintió con la cabeza. Era un momento muy triste, uno más en esa letanía de tristezas que acumulaba en estos últimos años. Sin duda la más dura, la muerte de su hija Raquel con solo tres años. Y ahora su mejor amigo también se marchaba, para dejarlo aún más triste, más solo.

—Lucas, de buen gusto te cambiaba el sitio. A ti que eres pura vida te lleva la muerte y a mí, siendo un muerto en vida, me deja aquí.

—Todos tenemos nuestro tiempo. El mío ya llegó, hice lo que vine a hacer y me marcho con esa paz interior de haber cumplido con mi propósito vital. Sin embargo, a ti, amigo, creo que aún te falta encontrar eso que has venido a dar al mundo y estoy seguro de que lo harás.

—Ya sabes que no te entiendo cuando me hablas de propósitos vitales, aprendizajes, y momentos divinos. Solo sé que ahora también te pierdo a ti, y que dudo mucho que esto no sea lo que acabe de hundirme totalmente.

Se sorprendió abochornado. Seguía volcando su rabia sobre la persona que más le había ayudado a intentar comprender todo lo que estaba viviendo. Se le humedecieron los ojos cuando se dio cuenta de su egoísmo, su amigo se iba para siempre y él seguía solo quejándose de sus problemas. De sus tristezas. De sus necesidades. ¿Se había vuelto un egoísta amargado? Concluyó en su interior que sí.

Mientras, Lucas lo miraba compasivamente. Sentía pena de su amigo, pero a su vez sabía que todo era para su mayor bien. A veces, la vida te tiene que zamarrear para que te des por aludido. Para que comprendas que el tiempo se va y hay cosas que hemos venido a hacer.

—Martín, tengo que pedirte que te marches ya. Está llegando mi momento y no debes vivirlo aquí. Prométeme que cumplirás con las instrucciones que van en el sobre. Es mi última voluntad.

—Lo prometo.

—Un día nos volveremos a encontrar. Mientras, vendré a visitarte en sueños cuando estés listo para ello. Te quiero, Martín.

—Te quiero, Lucas.

Se abrazaron. Martín pudo sentir el gran amor que desprendía el cuerpo enjuto y demacrado de su amigo. Pudo comprender lo que Lucas siempre le decía: «para abrazar, suaves los brazos y fuerte el alma».

Un timbre desagradable rompió el silencio de la noche. Era el teléfono. Le comunicaron lo que ya esperaba, su amigo acababa de fallecer. Nervioso, abrió el cajón de la mesita de noche y sacó el sobre que le había entregado Lucas. Miró el reloj, las 3 y 33. Últimamente, el número 33 aparecía una y otra vez por todos lados. Casualmente descubrió que Lucas tenía en su número de teléfono el 33, y coincidía que en su número también aparecía el 33. A partir de ahí comenzó a verlo por todos lados, en matrículas, camisetas, anuncios… Allá donde él estuviera, acudía un número 33. Lucas siempre le decía que los números son uno de los lenguajes que utiliza el cielo para comunicarse con sus elegidos. Lucas y sus cosas. Su Lucas. Cuánto lo echaba ya de menos.

Abrió el sobre:

«Querido Martín, sé que en este momento estarás muy apenado por mi partida. Podría escribirte mucho aquí sobre la muerte, contarte que, donde voy a estar ahora, estaré mejor. Pero sé que esas palabras ahora te sonarían vacías y con falta de sentido, como lo fueron cuando perdiste a Raquel.

 

La persona con la que te vas a encontrar te va a ayudar a entender la muerte, pero más importante aún, te va a ayudar a entender la vida.

Sé que no comprendes lo que has vivido, el sufrimiento padecido, esa sensación de que “te ha tocado todo lo malo”. Yo humildemente he querido sembrar semillas de conciencia en ti aun sabiendo que en ese momento no iban a germinar. Lo harán pronto, pues todo tiene su momento divino perfecto para ser.

Cuando el alumno está preparado, aparece el maestro. En tu caso maestra. Se llama Marta. He incluido un billete de avión con destino a Andorra, es allí donde te espera.

Las instrucciones (que te recuerdo prometiste cumplir) son las siguientes:

—Toma el vuelo a Andorra el día y hora señalados en el billete.

—Antes de aterrizar recibirás un mensaje en tu móvil con la ubicación a la que debes dirigirte.

—Allí te esperará Marta, en el momento que la encuentres estarás a su disposición durante tres meses.

—Transcurridos los tres meses eres libre de hacer lo que quieras.

Todo esto te resultará extraño, pero responde a un plan perfecto. No creías en lo que decía, pero siempre me decías que creías en mí. Hazlo. Ha llegado la hora de saber quién eres.

Con amor, tu amigo siempre.

Lucas».

Estaba temblando. Andorra. Maestra. Avión. Las palabras se mezclaban en su mente a gran velocidad. Volvió a la cama. No se pudo dormir.

2

Llegó el taxi a la hora convenida para llevarle al aeropuerto, cuando el taxista cargaba las maletas pudo ver en la matrícula el número 33. No sabía por qué, pero ese número cuando aparecía le hacía sentirse seguro y lo hacía con mucha frecuencia últimamente. Era como si tuviera una certeza interior de que algo estaba dirigiendo sus pasos hacia algún lado.

Siempre le habían gustado los aeropuertos a pesar de su miedo a volar. Le hacían sentir que más allá de su rutina diaria, de su vida aburrida, había un amplio mundo por descubrir. Millones de vidas distintas con sus alegrías y sus penas, con sus luchas, con sus suertes, con sus amores… El amor, eso era punto y aparte. Había tenido varias parejas, pero sentía en su interior que el verdadero amor no lo había conocido nunca. Una mujer mayor se sentó a su lado y lo sacó de sus pensamientos.

—Qué larga se hace la espera cuando uno sabe adónde quiere ir, ¿verdad? —Martín se sorprendió de la pregunta de la mujer. Tendría unos setenta y ocho años, el pelo cano, pero se conservaba bien para su edad. Resaltaba el brillo de sus ojos.

—Eh… sí, así es.

—Yo es lo que peor llevo aquí. Me gustaría llegar y que estuviera el avión listo para partir. Subir y ya.

—Sí, a mí también se me hace larga la espera y si encima le añado el miedo a volar…

—Chico, pero cómo que miedo a volar…

—Sí, no lo paso bien en los aviones, la verdad, siento que estoy a merced del piloto que también es humano y puede tener un mal día, y bueno… me da muchísima angustia.

—Quizás ese miedo a volar realmente es un miedo a vivir.

—¿…?

—Sí. No estás a merced de un piloto, estás a merced de la vida. El piloto, el avión, las torres de control, solo son los medios con los que la vida se te presenta.

—No entiendo bien lo que me dice, señora.

—Cuando uno tiene Fe en su propio propósito vital, tiene Fe en la vida. Cuando esa Fe es fuerte y real no hay espacio para el miedo.

—Perdone que sea brusco, pero cuéntele eso a las familias de las personas fallecidas en un avión.

—No existen los accidentes.

—No, por ahí sí que no voy a pasar. No me niegue lo evidente.

—Algún día lo comprenderás. Suerte en Andorra, será un viaje maravilloso.

Y la mujer se marchó.

¿Cómo sabe esta mujer lo de Andorra? ¿Estaría esto preparado por Lucas? No quiso darle más vueltas al asunto, pero sí que le resultó muy extraña esa conversación. Que no existen los accidentes, dice… esa mujer no debe de estar muy centrada para negar algo tan evidente.

Sin embargo, sentía que algo se le había removido adentro. Miedo a la vida. No lo había pensado nunca. Sabía de su miedo a volar, de su miedo a la muerte, a algunas personas, a volverse loco, a no tener dinero… pero ¿miedo a la vida?

¿Sería que todos sus miedos estaban resumidos en ese? Comprendió que sí.

Realmente nunca había disfrutado plenamente de nada en su vida. Siempre aparecía el miedo a perder, el miedo a fallar, el miedo a no ser suficiente… Nada lo hacía completamente feliz porque todo lo vivía con miedo. Y ahora una extraña en un aeropuerto le había derribado por completo todas sus estructuras.

También le había hablado de Fe. Él siempre fue muy creyente, desde pequeño le habían enseñado a rezar, a pedir a Dios por todo aquello que deseara o necesitara, y lo hizo por mucho tiempo. Hasta que ese Dios se llevó a Raquel. Ahí se acabó la Fe. Dios no podía hacerle eso, no el Dios en que él creía. Se humedecieron sus ojos.

Aterrizó en el aeropuerto Seo de Urgel. Había sido un vuelo extrañamente tranquilo. Siempre que subía a un avión se le descomponía el estómago, le entraba una incómoda ansiedad. Miedo. Pero este vuelo fue diferente, quizás las palabras de aquella extraña le habían movido algo en su interior. Miedo a la vida. Sí, era eso.

Encendió el móvil y se encontró con el mensaje prometido, era un número desconocido acabado, cómo no, en 33.

«¡Hola, Martín! Tienes que reservar un coche para dirigirte a la dirección que te adjunto. Los gastos corren de mi cuenta. Un beso. Marta».

Reservó un utilitario, él era un hombre humilde y miraba por el dinero, aunque no fuera el suyo. Quedaban aún bastantes kilómetros hasta el punto indicado, pero no pudo evitar sentir un pinchazo en la barriga. Intuía que algo importante en su vida estaba a punto de pasar.

Entró en una zona montañosa y se detuvo en el puente románico de Ordino, justo por ahí bajaba agua de un río. El paisaje era espectacular. Se acordó de Lucas y una lágrima asomó a sus ojos. Hacía tiempo que no se permitía llorar. Sentía que ya había llorado bastante este tiempo atrás y que no iba a derramar una lágrima más, pero echaba de menos a Lucas. Su amigo, su sostén cuando no podía más, su maestro. De Lucas siempre se aprendía algo, ya estuvieran en un evento formal hablando seriamente de algún problema, o simplemente tomando una cerveza en la barra de un bar. Se dio cuenta de que su amigo era una fuente de sabiduría. Lo echaba de menos.

Continuó varios kilómetros y de pronto llegó a un punto donde no había carretera. Sin embargo, el GPS le marcaba que faltaban diez kilómetros más. ¿Cómo era posible? ¿Diez kilómetros andando? Hacía mucho que no andaba ni siquiera para ir a comprar el pan y suspiró profundamente, empezaba a plantearse si había hecho lo correcto con la promesa a su amigo. Quizás podía haber dicho simplemente que no, que no haría nada. Recordó que nunca sabía decir que no y eso le hizo sentir muy mal.

Cogió su maleta y se dispuso a caminar hasta el punto indicado, era una zona sinuosa y la maleta pesaba, pero al menos el paisaje de los Pirineos era espectacular.

Cuando se iba aproximando al lugar indicado comenzó a llover. Agradeció esa lluvia que le refrescaba. Se sentía extenuado. La mezcla de aventura y viaje le había dejado sin fuerzas, no estaba acostumbrado a vivir.

A unos trescientos metros se veía una casa muy grande, era similar a un hotel de una sola planta. Estaba construida en piedra de un color grisáceo, pero no desentonaba con el paisaje general que era de un verde radiante y frondoso.

Miró el reloj, eran ya las seis de la tarde. Entró a la casa.

Había una especie de recepción y en ella, de espaldas, una chica joven.

—Buenas tardes, soy Martín. Busco a la señora Marta, por favor.

—Bienvenido, Martín, sí y no.

—¿Perdón?

—Sí, soy Marta. Y no soy una señora, señorita tal vez. —Marta sonrío.

Martín no daba crédito. Era una chica guapísima. Morena, de ojos brillantes y oscuros, con una figura que quitaba el sentido. Lucas debió avisarle que era tan guapa, se sentía abrumado en ese momento.

—Sé que estás pensando que no tengo «la pinta» de una maestra espiritual, ¿no?

—Desde luego no eres como te imaginaba.

—Lo entiendo, es la parte complicada de hacerse expectativas, puedes sorprenderte tanto para bien, como para mal. La vida siempre sorprende a los que planifican demasiado.

—Disculpa si te he ofendido —se excusó Martín.

—¿Ofendido? Para nada, ahora me pongo la túnica blanca y te canto unos mantras. —Marta soltó una tremenda carcajada y Martín se ruborizó—. Te acompaño a la habitación, debes de estar cansado.

Lo acompañó por un largo pasillo, aunque no se veían muchas habitaciones ni había ruidos. Su habitación era muy simple. Era amplia, con las paredes en blanco y muy pocos muebles. Un armario, la cama y dos mesitas de noche eran el mobiliario. Una lámpara de mesa y un cuadro en la pared constituían todo el decorado. El cuadro era cuanto menos curioso. Parecía un dibujo hecho a mano, había un mago que asomaba por encima de una ciudad, como si desde arriba contemplara todo. Estaba hecho en blanco y negro, excepto la ciudad que era verde y violeta. A Martín le llamó la atención.

—¿Te gusta el cuadro, Martín?

—Sí, me resulta llamativo.

—¿Qué ves en él?

—Pues me llama la atención esa especie de mago que contempla desde arriba la ciudad. Y después, los colores en los que está pintada, verde y violeta.

—Todo habla, Martín. Hasta el detalle que te parezca más insignificante está contando algo. El mago, bien puede ser alguien que es capaz de salirse del mundo para conseguir verlo desde fuera y así ganar entendimiento. Los colores también tienen un sentido. El verde, es el color de la sanación y la esperanza. El violeta, es el color de la transmutación, de cambiar aquello que no nos gusta y transformarlo.

—Interesante. Porque ni tengo esperanza, ni sé cómo se cambia aquello que no me gusta.

—La esperanza volverá a ti cuando sanes aquello que hay que sanar. Eso ahora ocupa un espacio en ti que no deja entrar nada más. Hay que vaciarte de dolor. Para cambiar lo que no te gusta hay que mirar adentro, lo de afuera es un reflejo de lo que hay dentro de ti. Cuando dentro de ti hay caos, lo de fuera lo reflejará. Cuando hay paz dentro de ti, lo de fuera será armonioso. Como es adentro es afuera, como es arriba es abajo.

Me alegra que hayas visto más allá del cuadro, Martín, hay en ti más profundidad de la que crees.

—Ya te comentaría Lucas que no soy una persona como él. Quiero decir, no soy alguien «espiritual».

—Todos somos espirituales en nuestro fondo y muy distintos en nuestras formas, pero entiendo que estarás muy cansado. Te dejo descansar. Al final del pasillo está el comedor. A las nueve te esperamos para cenar.

—Muchas gracias, Marta, una última cosa, ¿podrías darme la clave del wifi?

—¿Clave del wifi? Dudo mucho que ni siquiera tengas cobertura. Aquí evitamos todo lo que sea una distracción de uno mismo, eso incluye teléfonos y televisión.

—¿Y cómo voy a pasar las horas? —protestó Martín.

—Pasarás mucho rato contigo mismo. Quizás sea algo novedoso en tu vida, pero ya verás que encierra maravillas para ti.

Le guiñó un ojo y salió de la habitación con una sonrisa. Martín no pudo evitar sonreír, había algo en aquella chica que le calmaba, incluso cuando le decía cosas que no le gustaba oír.

3

Despertó confundido. Asomaba un rayo de sol por la ventana, miró el reloj y eran las ocho de la mañana, la cena, Marta... Llevaba doce horas durmiendo y en su estómago había ruidos que anunciaban un hambre feroz. Se vistió rápidamente, se aseó, y se dirigió a la cocina. Allí estaba Marta.

—Buenos días, bello durmiente. Veo que la cena para otro día quizás…

—Buenos días, sí y no.

—¿Cómo?

—Sí a lo de durmiente, no a lo de bello.

—Bueno, es tu forma de verlo o de verte.

—Nunca me vi especialmente guapo, imagínate bello…

—La belleza está en los ojos de quien mira. No lo olvides. ¿Hay algo que te parezca bello, Martín? —Martín agachó la mirada, tragó saliva. Tú, tú eres bellísima, le hubiese gustado decir, pero guardó silencio. Ella sonrió como si hubiese leído su pensamiento.

—Estoy segura de que tus ojos pueden ver belleza, pues que sepas que eso es porque la tienes dentro de ti. Quizás tengamos que entrar a buscarla. ¿Qué quieres desayunar? Desayuna bien que hoy vas a conocer a alguien especial.

 

—Zumo y tostadas, por favor.

—Marchando, caballero.

Marta despedía un aire jovial y alegre que para Martín era agua en el desierto. No tenía ninguna gana de afrontar esos tres meses fuera de su casa, con gente desconocida y lo que es peor, sin saber qué iba a tener que hacer, pero era un hombre de palabra y para él cumplir lo prometido era muy importante. La presencia de Marta le hacía mucho más agradable la estancia en ese extraño lugar.

Se preguntaba quién sería ese alguien especial a quien iba a conocer, pero empezaba a confiar en la chica. Tenía la extraña sensación de que la conocía desde hace mucho tiempo.

Salieron por una puerta trasera de la casa que daba a un jardín. Era un jardín hermoso, estaba lleno de distintos tipos de flores. Había también varios árboles y un caminito de tierra que conducía a un pequeño puente que hacía de paso sobre un riachuelo. Siguieron caminando por el sendero, pasaron el puente y al fondo se veía un banco de madera. Sentado en él, un hombre anciano con pelo largo y blanco, al igual que su barba, les observaba con atención.

—Martín, te presento a mi abuelo. Se llama Salvador.

—Mucho gusto, señor.

—El gusto es mío, Martín. ¿Qué tal te encuentras?

—Bueno, he dormido casi doce horas así que cansado no le puedo decir, pero sí un poco abrumado con esta situación. Todo esto es nuevo para mí y, la verdad, Marta aún no me ha explicado qué hago aquí. —Al abuelo se le escapó una sonrisa pícara.

—Te entiendo perfectamente, sin embargo, déjame decirte que a veces necesitamos la explicación de todo como si el entender las cosas desde la mente te diera la certeza de que estás en buen o mal lugar, o haciendo lo correcto. Hay cosas que se explican solas y la mente no acierta a comprenderlas. Son cosas del corazón.

—Adivino que «esto» es una de esas, de las del corazón, ¿verdad?

—Ja, ja, ja, me caes bien, chico, creo que vamos a pasar muy buenos ratos tú y yo. De momento, por hoy está bien. Nos vemos mañana a la tarde, como ya conoces el camino, te espero solo. Un placer conocerte, Martín.

—Igualmente, Salvador.

Marta lo miró con esa profundidad que había en sus ojos negros.

—Mi abuelo no suele juzgar a las personas sin conocerlas así que nunca se sabe qué piensa sobre alguien, pero yo le conozco muy bien y puedo decirte que ha visto algo en ti que sabe que es de enorme potencial.

—Sí, ¡mi ironía!

—Ja, ja, ja entre otras cosas, Martín, entre otras cosas. Ponte algo cómodo que vamos a salir a correr.

—¿Correr? Ahora te diré yo lo que decía mi abuelo… ¡Correr es de cobardes! —Y rieron los dos.

Salieron por una puerta trasera que Martín no conocía. Daba directamente a un sendero de montaña, si mirabas a la izquierda, no muy lejos se divisaba un pequeño pueblo. Marta comenzó a trotar y él le siguió.

—Vamos, voy a enseñarte un lugar secreto.

—Mmm un lugar secreto… suena misterioso.

—Lo es.

—Pero Marta, baja el ritmo por favor que hace mucho que no hago esto.

—¡Si vamos casi andando! Sudar un poco te irá muy bien, ya verás.

Continuaron por un sendero que se hacía cada vez más angosto y rodeado de la flora natural del lugar. Había una fragancia agradable en el ambiente y corría una brisa refrescante. Avanzaron un kilómetro por el sendero y fueron a dar a un monte con una cueva en su lateral.

—Vamos, Martín, estamos llegando, es ahí —dijo señalando la cueva. Martín intentaba costosamente recobrar el aliento, estaba empapado en sudor. Marta sacó de su mochila un cortavientos.

—Toma, anda, no quiero que te me resfríes. En la cueva baja unos grados la temperatura.

—No habrá ahí ningún lobo, ¿verdad? Ya sabes, no es miedo, es por no molestar…

—A los lobos que hay que temer es a los que tenemos dentro, esos se vuelven peligrosos si no los conocemos y nos devoran la posibilidad de ser felices. Tenemos que entrar a conocerlos y hacernos amigos de ellos. Solo aceptándolos y dándoles su lugar te dejarán en paz.

—Suena genial, Marta, pero primero quiero estar seguro que no me devorará alguno que esté afuera. —Marta suspiró, las resistencias de Martín le hacían ver que quedaba mucho trabajo por hacer con él. Entraron a la cueva.

—Vengo a esta cueva desde que era pequeña, es mi pequeño rinconcito secreto. He querido enseñártelo a ti, pero no hables de ella con nadie. Considéralo un regalo porque me caes bien.

—Vaya, muchas gracias, de corazón.

—¿Cómo te sientes aquí?

—Pues no sé si es la carrera, el sitio, o la compañía, pero siento una enorme sensación de paz. Hacía mucho que no me sentía así. Últimamente, el estrés, la ansiedad, los miedos, han sido mi manera de sentirme cada día.

—¿Últimamente?

—Bueno, es una forma de hablar, si te digo la verdad ya no recuerdo la última vez que me sentí bien. Lo de ahora me parece como un oasis en el desierto.

—Esta cueva tiene una energía especial. Siempre he encontrado aquí paz y consuelo, no creas que mi vida ha sido un camino de rosas tampoco. A veces, venía aquí simplemente a llorar, a desahogarme. Cuando regresaba era otra. Recobraba la paz y podía continuar con aquello que estaba viviendo.

—Vaya, lo siento. No aparentas para nada ser alguien que ha sufrido. Si quieres contarme te presto mi oído, y mi hombro también si lo necesitas.

—Gracias, Martín. El sufrimiento es lo que nos mueve. Cuando todo es un camino de rosas, cuando la vida va sobre ruedas, no hay ni avance ni crecimiento. El sufrimiento te zarandea y te dice que hay cosas que no están funcionando en tu vida. Eso te pone en marcha, nadie quiere quedarse en un estado de sufrimiento permanente.

—Yo casi me he acostumbrado a vivir ahí, a quedarme en él.

—Sí, porque a veces de eso se saca un rédito. Puedes sentirte víctima, culpar al otro, a la vida, a la suerte, al karma… todo menos hacerte responsable de tu vida. Cuando te haces responsable las cosas empiezan a cambiar para bien.

—Siento mucha verdad en tus palabras. A ti todo lo que sabes, ¿quién te lo enseñó?

—El sufrimiento fue primero, después el amor. Pero no el amor de pareja, no pongas esa cara de pillo, fue un amor más grande. El amor que todo lo mueve.

—Yo quiero conocer ese amor.

—Estás en el camino, pero antes tendrás que mirar de frente a tu dolor y hacerte responsable. Pronto conocerás también a mi abuela. De hecho, ya la conoces. Ella sabe mucho del amor, vive conectada a él.

—¿Al amor que todo lo mueve?

—Exacto, Martín. Vamos, hay que regresar. —Y Marta sonrió.

Almorzaron tranquilamente y en silencio, después del ejercicio traían un hambre atroz y la carne con tomate le supo a verdadera gloria. Se notaba la mano experta de la abuela en la cocina, color, textura, sabor, ella sabía cocinar como «antiguamente», a fuego lento, con cariño, sabiendo mezclar los ingredientes. Acompañaban a la carne unas patatas fritas hechas en la sartén y un poco de verdura de la huerta.

—Martín, tienes la tarde libre.

—Bien, vacaciones, y eso que acabo de llegar. Debe de estar cambiando mi suerte.

—Ha sido demasiada información para empezar y ahora viene lo fuerte, te vendrá bien despejarte. Date una vuelta por el pueblo y pasa por el bar de Ramón, es un tipo muy majo.

—No pienso andar diez kilómetros para tomarme una cerveza, Marta, ni hablar.

—Ni falta que hace, por la puerta que salimos esta mañana tienes el pueblo a un kilómetro.

Martín se quedó pensativo, algo no le cuadraba.

—Oye y cuando llegué, no hubiese sido más fácil hacerlo por esa otra puerta o haber aparcado en el pueblo, qué sé yo… recorrí diez kilómetros cargado con el equipaje…

—Sí, hubiese sido más fácil, pero el camino fácil no suele ser siempre el mejor.

Después de una buena siesta Martín se fue a pasear por el pueblo como le había sugerido Marta. Recorrió el kilómetro que lo separaba de la casa disfrutando del paseo. La paz que sintió en la mañana aún continuaba en la tarde y eso le hacía sentir extraño. En su mente aparecían pensamientos de advertencia como si fuese peligroso para él sentirse feliz.

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