Poesía

Text
0
Kritiken
Leseprobe
Als gelesen kennzeichnen
Wie Sie das Buch nach dem Kauf lesen
Schriftart:Kleiner AaGrößer Aa

JUAN ARIEL PULLAO
Poesía


Pullao, Juan Ariel

Poesía / Juan Ariel Pullao. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2021.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-1995-5

1. Poesía Argentina. I. Título.

CDD A861

EDITORIAL AUTORES DE ARGENTINA

www.autoresdeargentina.com info@autoresdeargentina.com

Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723

Impreso en Argentina – Printed in Argentina

“No abandones las ansias de hacer de tu vida algo extraordinario.

No dejes de creer que las palabras y las poesías

sí pueden cambiar el mundo.

Pase lo que pase nuestra esencia está intacta.”

Walt Whitman

PRÓLOGO

Las composiciones de este volumen fueron escritas entre los años 2010 y 2015. Tantas cosas han pasado desde entonces que las razones que me llevaron a escribirlas han ido cambiando a lo largo de este periodo o se fueron adaptando a intereses artísticos cada vez más amplios. Esta afirmación, quizás desalentadora para quien lee este prólogo, no es incompatible con el hecho de que toda labor artística es siempre una búsqueda, a veces desdichada, a veces fortuita, de la belleza. Así, podríamos decir que el fin último de estos poemas es en esencia estético; y que los motivos iniciales que impulsaron su escritura pueden quedar de lado, o ser parte de un propósito puramente artístico e íntimamente relacionado con quien trabaja estas líneas.

En cuanto a mis intereses literarios, mi carácter conservador me llevó a descartar ciertas voces que no se correspondían con mi espíritu: eliminé el pronombre “vos” y lo reemplacé en todo momento por el “tú”, recuperé el verso libre de Whitman y la prosa olvidada de Tagore, desdeñé toda vanguardia ajena a mi expresión artística y a mi visión estética de la vida, y me mantuve al margen de las escuelas literarias que no representaban mis intereses. En este sentido, no quise apartarme de mis maestros ni de sus detractores. No quise pertenecer a la novedad literaria ni a la progresía moderna enmarcada en la misma.

Más allá de esto, el volumen está formado por seis obras. La primera de ellas, Tentativa de estación (2010-2012), es un escrito introductorio que busca recuperar, con muy poco éxito, textos iniciales y adolescentes; varios de ellos fueron escritos hace ya más de diez años, otros tienen leves cambios de estilo, otros modificaciones parciales en su estructura. El poema 1 resume lo que se leerá a continuación; el poema 9 comprende la totalidad de la obra.

El cuaderno de la lluvia (2012-2013) y El crepúsculo desde la plaza (2012-2013), escritos en el mismo periodo de tiempo, son textos que vienen a complementar la obra inicial. El lector encontrará en ellos elementos propios del romanticismo, descripciones de ciudades, recuerdos de plazas y arrabales, crepúsculos olvidados, calles cubiertas de sombras y transeúntes y algún que otro aspecto relacionado a aquella etapa inicial, ya tan lejana y distante, de mi adolescencia.

El deshojador (2013-2014), escrito al año siguiente, no pasa de ser una ficción. Si bien es cierto que el lector puede identificar en él algún aspecto filosófico vinculado al entendimiento de la naturaleza, del amor y de la muerte, esa no ha sido la intención de la obra. Más bien es un acercamiento a una parte de mi vida que transcurrió hace ya tanto tiempo y cuya expresión artística era necesaria desarrollar en este brevísimo poemario. Amapolas inventivas (2013-2014), redactado conjuntamente con El deshojador y de forma efímera, pretende recuperar el paisaje de mi infancia. Es un libro que abunda en evocaciones de campos y florestas y de flores provincianas y donde se intenta recordar la primavera campesina y los muelles que brillan a la orilla de la tarde mientas la luz desciende sobre los bosques.

Encuentro autumnal (2014-2015), la obra más elaborada y extensa de este volumen, la he trabajado con cuidado, intentando ajustar las palabras a la identidad que quise otorgarles. El lector verá que la obra tiene las características de una poesía amatoria, no muy distinta, en ciertos aspectos, a las obras previas que se presentan en este volumen, pero con un mayor grado de madurez y una mayor cercanía espiritual al tema de estudio. Me jacto de alguna que otra composición, quizás de alguna línea o de un final trabajado por las horas y el cansancio. El resto ahora depende del tiempo, que en cierta medida define la calidad y permanencia de las obras, no de los autores. De aquí en más, el lector participará de esta labor, que aunque ha sido ardua y trabajosa para mí, es una felicidad y una alegría entregársela al mundo.

Juan Ariel Pullao

San Carlos de Bariloche, 5 de agosto de 2021

TENTATIVA DE ESTACIÓN
(2010-2012)


1

De ella me gustan las trenzas claras; el oro que mueve sobre su cabeza cuando el sol se detiene delante de los prados;

los ojos en los que se agita el color del cielo mientras la estación sobreviene arrastrando nubes y auroras y pájaros;

las pecas claras, el gesto soberbio, la mirada dulce; la risa que vuela llevando consigo los lupinos del campo, las margaritas,

las pequeñas flores violetas;

el vello suave y dorado que crece detrás de su sien, el movimiento de su paso, el elevado dominio de sus senos.

Oh, te he concebido como lo más bello. Te he adorado como lo más puro.

Te he invocado en la hora última de la noche, y en el alba tallé tu nombre en las piedras del lago y en las cortezas del nogal. Pero es tarde. Tarde. Tarde.

El crepúsculo se desangra en el cielo de la estación.

El viento deshoja los árboles del campo. Crece una tristeza desde el fondo del poniente que se hunde entre las casas.

Y en el agua de los charcos, y en el barro del camino, las hojas de los pinos tiemblan con el paso del día mientras el paisaje negro y rojo y amarillo se repite sobre el campo peninsular,

y la tristeza crece devorando las negras tonalidades del suelo y la distancia campesina.

Oh, todo culmina en el estertor. En la humedad de la tarde. En la sombra de los pinos.

Todo termina en el silencio del bosque. En el barro del día. En las humaredas del campo.

Todo termina en mi espíritu sin ser más que sombra. Todo se apaga en el atardecer bajo la luna mortecina.

Pero tú eres ajena a las estaciones y al silencio del valle. Eres ajena a la soledad del camino y al creciente deseo de la hierba.

Guardas en tus ojos el fulgor del cielo, y tu cabello se refleja en las orillas del río.

Y mientras se apagan las torres del día,

y mientras vuelan los pájaros del cielo, la tarde avanza con la estación quebrándose en el hemisferio.

Ah, la tarde avanza, la tarde avanza, y todo el deseo y toda la furia y todos los delirios, descienden

sobre los campos, mientras el agua corre entre los árboles y el vapor del día asciende por los juncos.

2

Si de mí dependiera te amaría bajo los manzanos del camino o sobre las carretas que mueven la hierba vieja del campo.

Hundiría mi cabeza en tus senos. Hundiría mis manos en tu cuerpo, tomaría de ti el candor de tu infancia y el estío de tu adolescencia,

y en la hierba mojada serías una canasta enaltecida en medio de mis brazos, una cesta aromada con jazmines y petunias y hojas de nogal.

Pero la tarde es amplia y roja como los granos del trigo; y como una bandada de pájaros

desciende sobre la distancia atravesando campos y chacras y chalés,

envolviendo con claros colores las retamas, coronando los prados con la semilla del sol.

Oh, pequeña, la tarde pasa sobre el hemisferio peninsular deshaciendo el rocío, levantando la humedad hasta las copas de los árboles,

cubriendo los caminos que las carretas

recorren, y alcanza los establos del campo y las cercanías de la costa y los muelles del sur.

Pero el crepúsculo, amplio como el cielo, consagra en su ritual a los árboles, a los lupinos de la foresta, a las flores cargadas de polen y de aromas silvestres.

Y atravesando los bosques y cruzando las riberas, desciende sobre los establos abandonados,

sobre los restos de heno y de hierba negra,

sobre los niños que regresan corriendo, cuesta abajo, hacia sus hogares, sin ver el barro del sendero, o las verdes ramas que cuelgan de los pinos.

Oh, la tarde cae sobre la extensión peninsular, incontenible y magnífica en la distancia.

La tarde se posa en la superficie de las piedras, en la resina que pende de los árboles, en las enredaderas que cubren los troncos del bosque.

Y atravesando las casas de los hombres, y dando giros que se pierden en el cielo de marzo,

alcanza el final de la península donde se golpea contra las rocas,

 

donde estalla contra el agua, y se confunde en sus vueltas supremas con la voz del viento.

3

Sobre las copas de los árboles el sol acaricia, suavemente, las altas ramas del nogal. El viento desciende por el camino como un caballo que corre cuesta abajo.

Parece que la claridad crece con el paso del día. Parece que las sombras se proyectan en los caminos del bosque.

Una leve luz muestra las casas viejas que dan hacia el sur. Y mientras en las retamas se abren pequeñas flores amarillas,

las amapolas del sendero fulguran, tenuemente, ocultas entre pastos y hierbas polvorientas.

Oh, pequeña, tus trenzas son rubias y suaves y por ellas se eleva, nuevamente, el aroma del día.

Tus ojos miran las nubes iluminadas por la luz.

Tus manos rozan las puntas de los pastos.

Y con tu vestido blanco recorres el camino donde crecen los lupinos y los dientes de león.

Oh, cuántas veces la aurora ha descendido sobre estas cosas sin ser más que luz y estación.

Cuántas veces los campos se cubrieron de rocío sin que nadie en los establos lo supiera.

Cuántas veces las ascuas se apagaron, después de haber brillado en la noche, dejando brasas y cenizas que el viento del alba deshizo.

Pero la soledad aquí es amplia y profunda y los pinos están cargados de aroma y musicalidad. La soledad aquí tiene una tranquilidad que crece ocupando la floresta.

Y como nadie sabe lo que sucede en los campos, nadie ha visto el día amontonándose en el silencio, ni las enredaderas que avanzan sobre los techos mojados,

ni las ramas que se quiebran en el suelo de agosto, ni el alba que desciende, como una paloma, sobre el bosque andino.

4

Las hojas caen de los árboles con un movimiento que se repite en vueltas breves. Parece que los pájaros vuelan sobre las copas de los sauces mientras las huellas de los animales reverberan en el barro del camino.

Aquí y allá los vapores de la tierra ascienden con el calor del día,

y sobre las casas del barrio las veletas giran mientras el sol ilumina sus estructuras de hierro.

Esta hora está colmada de antiguas soledades; de viejos silencios que ascendieron con el rocío amargo de la noche.

Bajo los árboles la aurora fue acumulando las hojas de la estación, mientras el viento hacía crujir las ramas de los pinos.

Entre las casas del barrio los árboles se mueven con una cadencia que se vuelve parte del paisaje.

A lo lejos el campanario estalla en variados tonos amarillos y rojos, y el color violeta de los arbustos se refleja en el lago con un brillo que se acopla al silencio del agua.

Desde mi ventana el pasto es de un verde apagado y en la extensión hay una tristeza que por momentos parece ser mía.

Una tristeza que se tumba en el camino como un animal cansado, y que adormecido por el aire tibio, se deja morir a la sombra de los sauces.

Una tristeza que parece ser honda como un viento que emerge desde el fondo del lago y que se pierde, dando gritos en el crepúsculo, sin que nadie los oiga.

¡Oh, qué interminable este momento!¡Qué infinito el otoño! ¡Qué infinita la tristeza!

¡Aquí y allá las mismas hojas, los mismos vientos, la misma soledad!

¡Aquí y allá las aguas deshaciendo el musgo de las rocas, arrastrando maderas, ahuyentando pájaros!

Y a lo lejos las casas deshabitadas, crujiendo con el paso del día, temblando en el bosque cargado de sombras y abandono, sucumbiendo la humedad, el frío exaltado, la niebla habitada por vapores y formas.

Frente a mi ventana las hojas caen con su música de otoño. Bajo los árboles las raíces buscan la humedad de la aurora.

El agua golpea los muelles y los botes en la sombra amarrados.

Y un aire que rodea las enredaderas y los troncos pasa sobre las veletas y establos peninsulares.

Oh, la vida se desarrolla, plenamente, en las manos de la estación. En el bosque se elevan los pájaros hacia la costa lejana.

Y mientras en el alma del otoño hay una tristeza que no es sino mía, la soledad crece con la aurora porque soy yo quien observa.

5

La brisa desciende agitando las ramas del nogal y las corolas del campo. El sol es una moneda clavada en el cielo que crece hacia el infinito.

Sobre el lago se detienen las garzas de la aurora y un puñado de palomas arrulla en el silencio negro de los tejados.

A esta hora pienso que la vida pasa. Que las horas acontecen. Que la estación se consume.

Delante de mí los niños corren atravesando el bosque. Los animales braman en los establos

cubiertos de luz. Las mujeres regresan, a media mañana, de sus trabajos, y más allá de todo esto los vientos se agitan y las hojas caen, y un innecesario estallido de alas cruza velozmente la espesura.

Oh, mi corazón tiene una tristeza que asciende por sobre estas cosas.

Una amargura que crece, como un oleaje negro bajo la noche imponderable y que, golpeando los maderos y las algas, estalla contra las orillas rocosas.

Oh, mi espíritu es un espantapájaros clavado en un camino del que las aves se alejan en piruetas sombrías.

Una muñeca de trapo abandonada en una casa que se incendió hace años y de la que quedaron imágenes negras bajo cenizas y escombros.

Y porque el malestar de la estación parece ser mi malestar, el desprecio del equinoccio parece ser mi desprecio.

Y por el último rincón de las casas, donde se escucha el tumulto alborotado de hojas, y un silencio postrero que se apaga nuevamente hasta no ser sino un zumbido de hojarascas quebrándose con el viento,

se arremolina, en la sombra, una sensación que se extiende hasta las puntas de los pinos.

Oh, yo soy este espacio en el que todo colapsa y sucede. Yo soy la totalidad de lo que avanza y perdura en el campo.

Y mientras se deshojan los álamos del valle y las aguas declinan hacia el silencio definitivo de la costa, cuento las hojas que caen, las que aún no han caído, las que quedarán sin caer.

Cuento el día que transcurre, las alas que se quiebran, las sombras que descienden sobre mi espíritu.

Y en húmedos y cálidos matices, observo cómo el bosque avanza por los caminos, cubriendo las distancias y los campos de amapolas.

6

El cielo de la tarde es de un color rojizo que suavemente se extiende sobre la distancia verde de los campos.

En las cercanías de la casa los pinos se mueven con la brisa que baja por los senderos.

Sobre los tejados las veletas apuntan hacia el final del crepúsculo con sus figuras trazadas en hierro negro.

El polvo del camino, que se levanta con el viento alborotado de la tarde, se precipita sobre los árboles y las ventanas de los chalés que dan al lago.

Y en la distancia, las turistas regresan del almacén con los brazos cargados de alimentos.

El vestido de la primera es de una seda negra que deja entrever apenas el claro muslo.

El vestido de la otra es de un verde opaco, levemente oscuro,

y que tiene en las terminaciones una pequeña abertura que se dobla con el viento.

Ambas ríen y hablan y me miran al pasar sin decir nada.

Ambas tienen el cabello lacio y rubio y un perfume que sobrevuela las amapolas.

Con manos leves estiran sus cabellos que fulguran con el día. Y bajo el sol sus ojos arden como dos fuegos azules.

Oh, muchachas del camino, yo las amaría sin dejar jamás a ninguna. Las amaría con su totalidad femenina y sus bocas de flor.

Las amaría como nadie las ha amado antes; sintiendo sus alientos en mi mentón, el roce de sus senos en mi pecho, el aroma de sus cabelleras temblando en el aire.

Oh, muchachas que ríen y pasan y se alejan, dejando atrás amapolas, ponientes que se acuestan en la distancia, lagos y ríos que se golpean contralas rocas, amo vuestra hermosura,

y vuestra empatía, y el encanto que las acompaña por el bosque.

Oh, jóvenes rubias, delgadas, que por aquí pasan, permítanme tomarlas en mis brazos y hacerlas parte de mi espíritu,

permítanme ser quien las acoja en mi casa de madera y antiguas piedras, déjenme alabarlas como los paganos

a sus dioses, como las fuentes y monumentos a sus héroes, como las aguas a las primeras amapolas que se abren de cara al sol.

Y divirtámonos, sí, divirtámonos como niños que corren entre los árboles, que se mojan en la lluvia, que descansan en la sombra, y que en la última hora se calientan delante de la leña que arde en las cabañas.

Oh, muchachas, seamos el abrazo en el que se juntan nuestros cuerpos desnudos, y la caricia y el deseo y el placer de la adolescencia.

7

Las holandesas, que visitan la península a finales de diciembre, tienen las pupilas claras y el cabello suelto y los senos firmes como las frutas del campo.

A la hora del mediodía y bajo el primer sol que arde sobre las piedras, las turistas recuestan sus cuerpos, desnudos y breves, sobre las piedras del lago.

Y mientras los pinos se mueven con el viento, y el sonido del agua resuena en la espesura, sus colas apuntan hacia el cielo y sus espaldas se queman con el sol del mediodía.

Hace mucho, cuando tenía catorce años, estaba caminando por la costa, cuando me invitaron a sentarme junto a ellas.

Me preguntaron por la península; por sus habitantes y caminos. Me preguntaron por los senderos que bajaban a la costa, y por los cerezos que se encontraban al borde del camino y cuyas flores blancas no conocían.

Una de ellas me preguntó si conocía a las mujeres de Europa. La otra si me gustaría conocer a las mujeres de Europa.

Entonces hubo un silencio breve, pasajero, preciso, donde se rieron sin decir nada.

(Desde sus cabellos el perfume ascendía entre los árboles de enero. En sus vientres las pecas trazaban caminos que se abrían bajo las curvas de los senos.

Sus ojos eran de un celeste marino que brillaba con el sol.

Y sus sonrisas parecían dos arcos de luna en una noche de estío condecorada de estrellas).

La primera, deslizando sus manos sobre mis piernas, y acercando, lentamente, su cuerpo de mármol, juntó su boca con la mía y metió su lengua hasta el fondo.

La otra, que nos miraba sonrojada, se unió en silencio a nuestro abrazo. Finalmente se quitaron la ropa; desabrocharon mi camisa, bajaron mis pantalones,

y entre risas y palabras me llevaron de la mano a la espesura del bosque.

Entonces tuve en mis palmas dos rosas húmedas, mojadas, frescas, encendidas por el sol. Tuve senos y caderas y muslos alargándose en mi espíritu.

¡Y la belleza absoluta! ¡Y el aroma elevado! ¡Y el contacto y el deseo y la totalidad me pertenecieron!

En los campos el sol ardía sin ser más que distancia y silencio. Y entre besos y golpes nuestros cuerpos se apretaron hasta el paroxismo.