Despersonalización Mediática: Abuso linchamiento y genocidio

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Despersonalización Mediática: Abuso linchamiento y genocidio
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© Josué Vicente Ocegueda Hernández

Diseño de edición: Letrame Editorial.

Maquetación: Juan Muñoz

Diseño de portada: Rubén García

Supervisión de corrección: Ana Castañeda

ISBN: 978-84-1386-672-7

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

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INTRODUCCIÓN

Estamos en la era de la convulsión social, de la polarización, de las reacciones inmediatas, aumentadas y en cadena; de los linchamientos que comienzan con un dispositivo móvil y trascienden a las plazas públicas. Una era en que los usuarios de las redes sociodigitales se convierten en jueces y parte, peritos en nutrición, legisladores, criminólogos, forenses, sin más certificación que el pulgar arriba. Voceros y traductores de la vida en las calles, realidad que compartimos en partes, intensificamos el repudio al método, a la definición, a la unidad, al consenso, al especialista, al blanco, al negro, al amarillo, al cobrizo. Tendemos a olvidar las escalas, ignorar las variables y totalizar las opiniones declarando: “Todas”, “Nadie”, “Siempre”, “Nunca”, “Ellos” y “Nosotras”, palabras que nos recuerdan los inicios de una guerra cual crónicas viscerales narradas con la frialdad del soldado raso, así como mucho interés por callar, sofocar, despedazar al otro porque no me da lo que me corresponde: omnipresencia, omnisciencia, donde las cosas signifiquen lo que yo quiera que signifiquen, hagan lo que yo haga, digan lo que yo diga; extiendan mi obra a tal punto que donde yo vaya las cosas funcionen bajo mis términos y, en medio de mi delirio, yo decida qué existe, qué no existe y qué no debe existir.

Queremos ver nuestra opinión representada, pagamos con reacciones, con interacciones para que un influencer diga lo que queremos decir y para que alguien nos diga lo que queremos escuchar porque necesitamos tener la razón aunque eso signifique ocultar el engaño. Premiamos la intimidad siempre y cuando se transforme en espectáculo, creamos un personaje y lo monetizamos, decidimos por otros qué es lo que necesitan, qué no necesitan, sin siquiera saber sus nombres queremos administrar sus pensamientos. A final de año llenamos de juguetes a comunidades que mueren de hambre y cobramos visitas guiadas en las favelas. Detestamos los oficios, aplaudimos los excesos, asumimos narrativas, regañamos al nómada sin conocer su camino. Somos turistas invasivos de la intimidad, contaminando todo a nuestro paso.

De manera paralela, cientos o miles de bots surcan la World Wide Web parodiando, distorsionando, posicionando una falacia, tergiversando lo dicho, reciclando bulos, cocinando recuerdos para los transeúntes de la memoria colectiva y, en esa maraña tumultuosa de terrorismo mediático, comercial e ideologizado, casi religioso, nos envalentonamos para levantar un puño y dejarlo caer contra una imagen construida en pantalla. Aterrizamos la planta del pie sobre el rostro de esos “monstruos”, de los indeseables, ahora de los diferentes, ahora de los iguales, los inmutables, que tienen una forma a la que no pueden renunciar porque “así son”, no han cedido su barco a un océano de vaguedades porque creemos que esa es su condición, su naturaleza.

De ninguna manera esta obra es un descubrimiento, ni un estudio exhaustivo que documente algo que no se haya documentado ya. De ninguna forma pretendo culpar a alguien de este fenómeno canalizado y sistemático, sino que pretendo explorar un campo que no se ha explorado aún en nuestro idioma desde una perspectiva didáctica. Tampoco pretendo abordar el tema de una corriente filosófica como el personalismo. Este texto se centra en el poder de los medios de comunicación y sus potentes mecanismos que dan como resultado la coerción en contra de algunos grupos sociales, al punto del linchamiento o el genocidio, pero también es un breve paseo por viejos y no tan viejos canales de comunicación que han privilegiado algunas dinámicas sociales. Se trata de recuperar con cada caso el ejercicio de la metacognición, reconocer incluso el papel de las funciones del lenguaje en sus diferentes dimensiones. Estirar un poco los entramados sociales ante la rigidez cognitiva de una sociedad del espectáculo. Por último, una tímida respuesta a una necesidad de explorar áreas pocas veces redituables para el investigador pero necesarias para mantener el respeto por el desarrollo de la personas desde un enfoque sistémico.

Casi sin notarlo, atravesaremos el campo de las pulsiones, edificios propagandísticos, retomando visiones de McLuhan en que aparecen y desaparecen las diferencias entre los medios y los mensajes. Paulatinamente dejaremos correr como agua la posmodernidad; una vez ahogados, concluiremos haciendo referencia al big data dejando también algunas recomendaciones cinematográficas impregnadas de la cuestión.

LA SUSTANCIA Y EL NOMBRE

En la antigüedad, la familia elegía los nombres de sus hijos conforme a su historia personal, desde el estado del bebé en el vientre de su madre, la situación en que la madre dio a luz hasta la historia de un pueblo, sucesos importantes o las profecías de una etnia, pueblo o nación. De alguna forma, los progenitores determinaban y daban sentido a una narrativa que se convertía en el eje y motor del actual de una pareja, una docena, cientos, miles o millones de personas. El nombre era literalmente una palabra compuesta por los deseos, anhelos, con toda la fuerza de la predestinación o la continuidad de un núcleo familiar que buscaba su preservación. Nombrar seres vivos es significativamente más importante y significativo para la construcción social que nombrar cosas.

Entre los hebreos se sabía que el nombre hacía referencia al temperamento y al carácter de un hijo, pero aún es más importante saber que era reflejo de los deseos de sus tutores. De igual forma podías conocer mucho del pasado de una persona con solo escuchar cómo se le había nombrado. Moisés había sido rescatado del abandono en medio de un río y precisamente su nombre quería decir “rescatado de las aguas”. Cuando los deseos de los padres están desconectados de la realidad que les circunda y no hay ninguna narrativa familiar genética social que les empuje a seguir esa línea, el nombre se desvincula por completo de su etimología y adquiere sus propio significado, un tanto más efímero y cambiante que puede ser opacado paulatinamente por otros que formen parte de la memoria de los colectivos.

En la era posmoderna tardía, los nombres son piezas de colección que evocan personajes que marcaron una generación, en ocasiones también reducidos a una representación emocional momentánea, lejos de grupos de cualidades o narrativas universales surgen como escritura de sonidos agradables o curiosos al oído como ocurre en algunas comunidades en Estados Unidos en las que inventan palabras o reciclan nombres cambiando el orden y modificando letras, lo cual no determina ni influye directamente su futuro (Dubner y Levitt, 2005). Aunque este fenómeno se repite y aumenta en la actualidad aumentando la confusión y el enojo de los neuróticos, no se ha perdido aún el conocimiento de la necesidad de un verdadero nombre.

En una obra adaptada por la industria cinematográfica infantil, Merlín era un sabio de barbas largas y ropas azules que enseñaba a su discípulo a explorar las posibilidades de ser nombrado grillo, roedor, ave o rey. El poder del mago se confunde con la magia, un nombre útil para olvidarnos de la lógica y la razón por lo menos de manera momentánea, pero el personaje de sombrero puntiagudo estaba diseñado para explicar que su fuerza residía en nombrar a las criaturas y a las cosas, tal como la tarea que se le dio a Adán en el Edén o jardín de las delicias. En una de las escenas más representativas, al joven Arturo se le da la tarea de ordenar y lavar toda la cocina familiar, pero lo que parece una tarea impensable llena de vejaciones y reclusión se convierte en una fiesta de nombres. Merlín hace su aparición para señalar y nombrar a cada uno de los objetos y cada uno de ellos comienza a cumplir su función. Lamentablemente, el hechizo pierde su fuerza con el tiempo y la intromisión de otros actores hace que se olviden las funciones agregando elementos que no corresponden al lugar, tiempo y cualidades de los objetos.

Así de importantes son las definiciones para la ciencia y para la adquisición del conocimiento de la naturaleza y de los instrumentos fabricados. Por ese motivo, al comenzar esta obra debe de darse con los nombres que en línea recta den con el objeto de estudio, el homo, la persona, todavía más importante para las ciencias sociales y de la salud que las inanimadas. Del nombre parte toda construcción y de su ausencia la degradación de un ecosistema teórico o físico en declive. De la misma forma, en su obra Leviatán, Thomas Hobbes escribió acerca de la importancia de definir: “En la definición correcta de los nombres radica el primer uso del discurso, que es la adquisición de la ciencia; y en las definiciones incorrectas o inexistentes, radica el primer abuso, del cual proceden todos los principios falsos sin sentido” (1651).

 

El concepto de humano

Existe una diferencia sustancial entre término humano y persona. Humano viene del fragmento homo, que quiere decir “igual a”, pero esta concepción es rechazada por nuestros contemporáneos, quienes buscan desmarcarse de todo discurso teológico por su relación con los textos arameos que rezan: “Hagamos al hombre a nuestra imagen”, aunque, en realidad, en los textos antiguos se usa la palabra adam/adan, como equivalente a homo. Actualmente, es más defendida la raíz humus, referencia a un ente surgido de la tierra y ligado permanentemente a ella, como diosa madre en constante e irremediable conflicto con el implacable varón consumidor, otra concepción popular, teísta con influencia neomarxista. Por estas razones y con la intención de evitar alejarnos del punto central en un derroche discursivo religioso o ideológico, se suprimió el uso del término humano.

El concepto de persona

El concepto de persona lleva una carga en su significado muy similar al concepto original de alma, la cual es resultado de la integración entre espíritu (inspiración) y materia (cuerpo); un organismo único, indivisible e irrepetible. A pesar de su acercamiento filosófico-antropológico y teísta, se le ha dotado de gran flexibilidad en gran parte gracias a la corriente personalista de la cual solamente recuperamos parte de su definición psicológica útil para el terapeuta. Este concepto hace una división susceptible para su estudio multidisciplinar.

Para Carl Rogers (1972), una persona no es una entidad estática, conformada en definitiva, sino un organismo. En caso de que se le procure una definición, debe articularse más como un proceso que como un producto, pues se encuentra en constante cambio potenciado por una vida llena de experiencias y significados. En esta obra se establece una definición que surge de las coincidencias entre algunas de las expuestas con antelación. Corriendo el riesgo de sonar presuntuosamente neutrales, se enmarcó el término usando su etimología, una descripción y un significado desde una dimensión biopsicosocial. Debemos enfatizar que actualmente cada disciplina tiene su propia definición para fines bastante prácticos, por ejemplo, la persona jurídica, sujeta de derechos y obligaciones, pues se requiere un aterrizaje de las abstracciones a la práctica del jurista.

La persona es la parte expresiva de un organismo que para su estudio integra los elementos químicos, sociales y cognitivos indivisibles con una dinámica creativa, procreativa y cambiante que le hace diferente a los demás organismos que habitan la tierra. Bajo estos tres elementos podemos inferir que está sujeto a las leyes de la naturaleza, ligado a otros organismos mediante micro y macrodinámicas, además de ser potenciado por su capacidad de conocer, abstraer y dar significado a la realidad circundante. Es esta complejidad la que le hace merecedora de estudios multidisciplinares y prácticas transdisciplinares (Margery, 2019) en sus más variadas dimensiones; nosotros solo nos enfocaremos en la parte expresiva, observable, donde se vierte en esencia todo eso, usando las herramientas habituales de un comunicólogo.

Como se enfatizó en un párrafo anterior, se trata de la parte expresiva y observable, aunque no podemos dar por hecho que sea una constante e impenetrable representación de la psique con la ciencia actual. En el mismo sentido, la etimología de persona consiste en una palabra compuesta por el fragmento per, que quiere decir “por medio de”, y el fragmento sonus, que quiere decir “sonido”, (Vaca, 1982). Las acepciones más aceptadas surgieron con el paso de los años. Avanzadas las interpretaciones y proliferando las distintas versiones de la raíz, se le relacionó con el estrusco, pero usando de forma arbitraria otro gramema y otro lexema de origen griego (prósopon), haciendo referencia a una máscara que se colocaban en los teatros para representar personajes, lo que dio materia para muchas anécdotas imprecisas. Para Carl Jung, persona es “la cara pública que presenta un individuo al mundo externo” (APA. Diccionario Conciso de Psicología, 2010), sumándose voluntariamente a esta perspectiva. Por otro lado, en este trabajo se sostiene que más que un disfraz se trata de la forma de relación con los otros, esto quiere decir: un resultado solamente observable durante la convivencia. Además, entender que una persona es un constante cambio vuelve poco útil describirle como máscara (objeto remplazable), pero sí como un organismo en contacto con otro.

El contacto constante entre individuos es otra razón para hablar del efecto de la despersonalización, que desdibuja los límites entre las dinámicas, la comunicación y la persona. No es fortuito que el terapeuta Juan L. Linares haya declarado en una de sus obras que, si se le trata como un peligroso monstruo a una persona que maltrata a otras, tiene altas probabilidades de comportarse como eso mismo (2012). Lamentablemente, algunas dinámicas familiares, a veces claros vehículos de fuertes discursos destructivos, influyen en la conformación de una persona adoptando una función basada en las expectativas propias y ajenas.

Después de todo esto, hallaremos que todas las propuestas tienen algo en común: el rostro, algo que es visible para los demás; único lugar de donde salen las palabras, donde se manifiesta el logos, la mente (Vaca, 1982). Por ese poder que se le ha imputado, el rostro resume las expresiones principales del humano y puede llegar a tomar el lugar completo de un individuo. Es tan importante que pone de manifiesto sentimientos mediante una combinación incalculable de expresiones que multiplicaran su potencial comunicativo si también se usa la voz, portadora de la palabra, aparte de las otras partes del cuerpo (Fregoso, 2005).

Si se profundiza en ello, es inevitable recordar la tesis de McLuhan (1994) que reza: “El medio es el mensaje”. Este teórico de la comunicación fue más lejos y se aventuró a describir los medios de comunicación como una extensión-herramienta de las personas. Qué herramienta más poderosa que nuestro rostro, poderoso medio, a su vez potenciado por otras herramientas. Los escritores de historietas y novelas gráficas siguieron la misma premisa para construir personajes híbridos descritos como ciborgs, altamente conscientes, con sinfín de vínculos, en constante mutación, en completa simbiosis con sus herramientas de información e inteligencias artificiales, acompañados por otros personajes con máscaras, símbolos de dioses y reyes.

El rostro suele tener un protagonismo clave que incluso le hace brillar cuando está ausente. Puede usarse como figura retórica en el cine. Es la sinécdoque, por ejemplo, únicamente muestran la cara de Jack Nicholson intentando destruir una puerta, elemento suficiente para que conozcamos -o por lo menos nos imaginemos- todo lo demás. Cuando lo suprimes tienes todo el efecto contrario. Mediante otro recurso lingüístico llamado elipsis, se logra impactar al lector generándole un morbo indescriptible y algunos espantos. En la mayoría de los casos en películas del género terror, genera un nudo en la trama capaz de atrapar a los espectadores, hasta que la secuencia asigne un rostro (y por lo tanto una razón de ser) al sujeto en cuestión.

En cualquier forma de narrativa nos encontramos con algún enmascarado que meticulosamente ha construido un personaje (persona ficticia) el cual le permite hacer frente a las vicisitudes de la vida. Obviamente, bajo la pluma e ilustración de mentes brillantes que saben aplicar los conocimientos arquetípicos, estereotípicos y simbólicos en su trabajo. Todo esto debe sumarse a la exigencia mercantil y a veces adoctrinante que conllevan las producciones precedidas por millonarias inversiones seguidas de cuantiosas ganancias simbólicas además de monetarias (Somohano, 2012).

El concepto de despersonalización

Después de este breve recorrido de asociaciones, abordamos una probable definición de la palabra despersonalización: despersonalización se compone de los fragmentos des- (alejarse del punto de partida), -personal- (la persona), -iza- (alzar), -ción (acción y efecto). Estos dan como resultado: acción y efecto de levantar una persona alejándola de su punto de partida (Vaca, 1982). Como podemos ver, hay un marco de referencia muy bien establecido por la etimología. La despersonalización entonces llega a describirse como la acción de despojar de su centro, identidad o esencia a una persona. Si tomamos en cuenta la definición de persona antes desarrollada, nos toparemos con una acción mucho más reprochable.

No debemos confundir este término con el trastorno neurótico de despersonalización-desrealización que aparece en la Clasificación Internacional de las Enfermedades en su décima edición, pues el término que aquí se aborda implica el uso de la despersonalización como un fenómeno social mediático en perjuicio de grupos o sectores de una población en específico. En la guía de bolsillo de la clasificación CIE-10, publicada por la Editorial Médica Panamericana, habla de los síntomas de una paciente que presenta dicho trastorno de la siguiente forma: “… el paciente se queja espontáneamente de que la vivencia de su actividad mental, su cuerpo y su entorno están cualitativamente cambiados, hasta el punto de ser irreales”, y agrega que dichos individuos “pueden quejarse de que sus emociones, sensaciones o vivencias de sí mismos son distantes, extrañas, ajenas” o que sus acciones o emociones “pertenecieran a otra persona” o como si el sujeto estuviera “actuando en una representación” (CIE-10, pp.138 y 139).

A pesar de que los conceptos se entrelazan profundamente, a partir de aquí debemos dividir la despersonalización en dos ramas: los efectos de la despersonalización como un trastorno neurótico y como la acción de despersonalizar desde sistemas, sociedades o herramientas externas. La segunda es en la que nos enfocaremos, la que nos ayudará a trazar los límites entre el estudio psicológico abordado por sus especialistas y el estudio de los medios de comunicación artificiales actuales en relación a la persona. Tomamos distancia de la visión clínica. Podemos decir que establecer el asunto de la despersonalización a nivel de telecomunicaciones nos ayuda a vislumbrar su verdadera importancia. Por ende, afirmamos que la despersonalización sienta las bases para generar una dinámica de continua victimización. Todo lo que ocurre después, como el abuso, el linchamiento y el genocidio, ocurren por sinergia.

El madrileño René Solís de Ovando, psicólogo experto en el área de Metodología de la Intervención Social, elabora dos acepciones pertinentes al tema que nos ocupa, ya que uno de sus principales objetivos es alinear los conceptos desde la diversidad de disciplinas como el derecho y la psicología para aterrizar la teoría a las prácticas de intervención social y creación de políticas públicas, tarea de suma importancia para la aplicación de cualquier conocimiento. En su primera acepción establece el acoso como una “dinámica de interacción negativa entre un emisor (acosador), un destinatario (acosado) y un contexto concreto, caracterizada por una actitud y un conjunto de conductas hostiles dirigidas a provocar daño (psíquico y social) en el destinatario” (Solís 2016, pp. 28 y 29). En su segunda acepción establece que dicho actuar es “intencional” con el propósito de “molestar o causar daño”. Solís hace énfasis del carácter multidisciplinario al abordar este tipo se problemas y atinadamente amplía afirmando que una característica elemental del acoso “es el proceso de despersonalización de la víctima que fundamenta la dinámica de victimización a la que es sometida” (Solís 2016, p.29). En efecto, despersonalizar también es un proceso para perpetuar la victimización, por parte de uno o más victimarios; es despersonalización mediática siempre y cuando se aprovechen herramientas tan poderosas como las redes sociales análogas potenciadas por las digitales.

El lector notará un distanciamiento cada vez más pronunciado entre las acciones y ponerle rostro a las acciones. Para estos casos, el término dinámica debe ser comprendido grosso modo como la formas de relacionarse de dos personas que evidentemente se ven envueltos en un contexto lleno de factores que influyen en las personas involucradas y, por consecuencia, en sus acciones. Otra característica elemental de la dinámica es que esas relaciones generan reacciones que serían distintas si se dieran entre personas distintas.

 

Su importancia radica en que, fuera de la sesgada visión del vocablo observación, en que se intenta describir al objeto de estudio para definirlo y nombrarlo por sus cualidades estáticas y privadas de ambientes que le proveen de una esfera, se prefiere describir sus funciones y definirle a partir de sus roles en ambientes de continua interacción. Cabe señalar que dicha dinámica puede cambiar por completo en ambientes diferentes y no determinan a una persona pero sí ayudan a establecer un objeto de estudio, como un fenómeno psicológico o social.

De hecho, podemos encontrar dos definiciones en los diccionarios de psicología que nos aclaran más la casi indistinguible línea entre lo psicológico y lo social, todavía influenciados por la psicología clínica. La dinámica social es una vertiente de la sociología que se encarga de los “cambios progresivos en la constitución de la sociedad” o “estudio histórico de las actitudes y hábitos humanos” (Diccionario de psicología, 1987). Dinámica a secas, hace referencia a “las causas y efectos de la conducta y actividades psíquicas, insistiendo a menudo de modo especial en su motivación” o “procesos psíquicos inconscientes concebidos como activos” según el psicoanálisis (Diccionario de psicología, 1987. p.93).

Las definiciones no son un argumento por sí mismas, pero definir ayuda a estructurar un código lo más claro posible, por consiguiente, sienta las bases para el desarrollo de cualquier teoría mediante el método y comprobación. En este caso el ejercicio de definir, además de provenir de un experto, enriquece la lengua para que al ser nombrados los objetos de estudio puedan conocerse, delimitarse; más que saberse.

Concluida de una vez la tarea de ubicarnos en la materia, a continuación se proponen algunos pasos para la despersonalización, no con el ánimo de implementarlos, sino como un intento de recopilar lo que ya se implementa desde hace mucho tiempo y que no se había puesto sobre la mesa con una luz académica que nos ayude a estudiar el fenómeno y, por lo tanto, crear herramientas para prevenirlo y combatirlo.

PASOS PARA LA DESPERSONALIZACIÓN

Reducción de la persona: entre falacias y sesgos cognitivos

Las falacias son una evidencia del logos. Para iniciar, debemos entender que toda falacia es un argumento invalidado por la lógica desde su origen y estructura, que puede ser imperceptible por personas que no fueron capacitadas en el análisis del discurso para detectarle. Dentro de la argumentación, existe una falacia llamada hombre de paja. Un crash dummie es la versión actual de lo que podría ser el hombre de paja. Se trata de un muñeco útil para experimentación y que evidentemente está inhabilitado para defenderse por su naturaleza torpe y disminuida. Lo podemos ver en experimentos controlados; en amarillo, blanco, ocre, con un rostro inexpresivo e inquietante a la vez, articulado pero inmóvil, preparado para recibir impactos, jalones o fuertes sacudidas.

Un hombre de paja también es un espantapájaros (García, 2011) colgado de un madero, un recurso que puede servir para simular una persona que cuida su cosecha, pero que no sirve para repeler a un intruso o adversario. Tal como lo representan en la última de las películas de superhéroes más taquilleras de todos los tiempos en que el recurso del espantapájaros sirve como elemento natural e introductorio de un discurso en el que el villano representa superficialmente una deidad judeocristiana compleja en la narrativa de Los Vengadores. El mismo guion nos advierte que lo que vamos a presenciar es una versión mucho más reducida, tosca y fácil de vencer argumentalmente que las registradas en las narraciones arquetípicas de la antigüedad, de donde se obtuvieron las características para darle vida al personaje a destruir.

Para efectos del discurso, el hombre de paja es un razonamiento expreso, que no resiste los embates de la lógica y que consiste en repetir lo que dice el oponente, pero reduciéndolo en contexto, forma y contenido, para inmediatamente después refutarle usando argumentos más sencillos, generalmente ridiculizando el discurso del contrincante. Como podemos ver, los efectos se resentirán en la persona y en el discurso esgrimido por la persona, minimizando su credibilidad y minando el campo para futuras argumentaciones, convirtiéndolo así en un crash dummie.

Envenenar el pozo es otra falacia apoyada en mayor o menor medida en los mismos principios, pero destinada a usar un discurso previo para rodear al adversario de un aura negativa con el objetivo de que cualquier cosa que esta declare sea vista como falsa, incongruente o motivada por elementos viles y despreciables. Cualquier persona que se presente ante un terreno previamente preparado bajo los términos de este recurso será ante los ojos y oídos de los demás una víctima de la censura, la cerrazón y de las continuas agresiones de los otros. Víctima, pues, del imaginario social o memorias colectivas.

Antes de escuchar los argumentos, se niega la capacidad de la persona para defender una postura (García, 2011). “Tú nunca has tenido hijos, así que no puedes opinar acerca de esto”, “Ella qué va a saber si es ama de casa”, “Antes de que hable quiero que sepan que ha pasado por momentos muy difíciles y se encuentra bajo la influencia de otra persona”, “Te voy a creer lo que hablas de Colombia cuando vivas en Colombia”, “Ninguna persona con mínimo de sensibilidad podría sostener otra cosa”. Estas declaraciones llevan implícita la idea de que las personas de las que se habla son incapaces, hay una fuerza superior que les determina o no cuentan con el criterio, suficiente experiencia para argumentar o tomar decisiones acertadas. La peor parte de estar bajo estos ataques es el efecto abrumador de ser sentenciados antes de ser juzgados, como si no fuera posible cambiar, mejorar o reconocer sus propios errores, en caso de haberse presentado estos.

Si aplicáramos este discurso a casos extremos podríamos ver sus efectos en el campo del sistema jurídico Common Law, de tradición anglosajona: mediante el discurso un abogado podría persuadir al jurado de la necesidad de nombrar incapaz a una persona con ayuda de un parte médico con el objetivo de asignarle un tutor que tome las decisiones por él o ella. ¿De qué manera podría defenderse esa persona de cualquier ataque verbal si se le ha nombrado incapaz? ¿De qué manera podría defenderse mediante la oralidad, si se pasó directamente a la sentencia sin un verdadero juicio?

La falacia aún más recurrente es la falacia ad hominem o ad personam. Según García Damborenea, consiste en atacar a la persona con quien se establece una discusión o debate, en lugar de atacar a los razonamientos que está usando. El mismo autor establece una analogía en la que, en un partido de fútbol, el adversario agrede a su contrincante lanzando una patada con el objetivo de derribarle, lo cual sería considerado como una conducta antideportiva que puede significar una enorme ventaja para el agresor, pues neutraliza al oponente y a quienes no saben nada del deporte y sus reglas, pero deja en completa desventaja a quien está más centrado en el balón y en el partido que en el agresor; incluso puede dejarlo inhabilitado para continuar participando (García, 2011).

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