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Los gatos pardos
Visión histórica del contexto jurídico-político latinoamericano (siglos XX-XXI)
Los gatos pardos
Visión histórica del contexto jurídico-político latinoamericano (siglos XX-XXI)
José Rodríguez Iturbe
Rodríguez Iturbe, José, 1940-, autor
Los gatos pardos: visión histórica del contexto jurídico-político latinoamericano (siglos XX-XXI/ José Rodríguez Iturbe; Universidad de La Sabana. -- Chía : Universidad de La Sabana, 2016.
Incluye bibliografía
ISBN 979-958-12-0420-5
eISBN 978-958-12-0421-2
América Latina - Historia 2. Filosofía del derecho 3. Ciencia política – Historia – Siglos XX-XXI 4. Caudillos - América Latina 5. Estadistas latinoamericanos 6. Cultura política 7. América Latina - política y Gobierno I. Rodríguez Iturbe, José II. Universidad de La Sabana (Colombia). VI. Tit.
CDD 320.09 CO-ChULS
Reservados todos los derechos
© Universidad de La Sabana,
Facultad de Derecho y Ciencias
Políticas, 2016
© José Rodríguez Iturbe
Edición
Dirección de Publicaciones
Campus del Puente del Común
Km 7 Autopista Norte de Bogotá
Chía, Cundinamarca, Colombia
Teléfono: (57-1) 8615555
Ext. 45001
publicaciones@unisabana.edu.co
Primera edición: octubre de 2016
ISBN: 978-958-12-0420-5
eISBN: 978-958-12-0421-2
Eduardo Franco
CORRECCIÓN DE ESTILO
Boga Cortés y Triana: Julián Carvajal
DISEÑO DE CUBIERTA
Boga Cortés y Triana
DIAGRAMACIÓN
Conversión ePub: Lápiz Blanco S.A.S.
Hecho en Colombia
Made in Colombia
Contenido
A modo de explicación
Introducción
El marco teórico
El texto en el contexto
Estática y dinámica histórica
Conocer-interpretar
Líderes, caudillos, estadistas
El regalismo subconsciente en el imaginario colectivo
Cesarismo, caudillismo
Mito de origen y caudillismo de subconsciente monárquico
Política de ideas y las élites
Política con ideas y conciencia de Estado
Las élites liberales del siglo XIX y comienzos del siglo XX
El fin del siglo XIX y los comienzos del siglo XX
El Caribe, frontera imperial a fines del siglo XIX
Hacia la hegemonía de los Estados Unidos
El Manifiesto de Ostende
Estaciones carboneras y racismo
La guerra buscada: el Memorandum Breckenridge
La guerra hispano-estadounidense
The Splendid Little War
El corolario de Roosevelt
El inicio del siglo XX
Brasil: el nacimiento de la República
El bloqueo a Venezuela y la Doctrina Drago
Colombia: de los Mil Días al canal de Panamá
Darío como voz antiimperialista
Racismo y partidarios del “progreso” y la “modernidad”
Muchas aguas revueltas
Indigenismo, criollismo y planteamientos de ruptura
Manuel González Prada: del rechazo al anarquismo
José Enrique Rodó y el arielismo
La Revolución mexicana
José Vasconcelos: cultura y política
El tiempo de entreguerras
Políticas e interpretación cultural
Stalinismo y trotskismo en el asesinato de Mella
La ocupación militar de Haití
La ocupación militar de República Dominicana
Trabajo cultural y trabajo político
El indigenismo
Mariátegui, el socialismo peruano “ni calco, ni copia”
La guerra civil española (1936-1939) y la intelectualidad de izquierda
Jorge Eliécer Gaitán, el liderazgo truncado
La segunda posguerra y la guerra fría
El entorno internacional después de la Segunda Guerra Mundial
Chile
Argentina y Perón
Perú
Ecuador
Bolivia
Paraguay
Colombia
Brasil
El caso especial de México
Guatemala
Nicaragua, El Salvador, Honduras
La Venezuela de los partidos modernizadores
Panamá
Cuba
Suicidios y asesinatos
República Dominicana y Haití
Las islas liberal-democráticas
El caso especial de Costa Rica
Figueres, Grigulevich y Vesco
La insurgencia guerrillera
Poder y voluntarismo: la modernidad retrasada
El hegelianismo al revés
La búsqueda del Estado en forma
Modernización y democratización
La mitología de los héroes
La perspectiva de Carlyle
Positivismo y modernidad pretoriana: el caso de Venezuela
América Latina en la guerra fría
El caso cubano: Fidel Castro, las Fuerzas Armadas Revolucionarias, las Organizaciones Revolucionarias Integradas, el Partido Comunista de Cuba
La domesticación de la cultura
Transición y transiciones
Cuba y la transición chilena
Venezuela y Cuba
El Frente Sandinista de Liberación Nacional y Nicaragua
La caducidad del mundo bipolar
El fin de la guerra fría
Globalización, intereses nacionales y democracia liberal
La realidad cultural-política posguerra fría
La tentación autoritaria
Los gatos pardos
La huella de lo hispánico en nuestro mestizaje
Universalismo y fortalecimiento de la identidad cultural-política
Para superar la historia política de los gatos pardos
Nuevos políticos para nueva política
Bibliografía
A modo de explicación
Estas páginas fueron inicialmente escritas para la Maestría en Derecho Internacional de la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas de la Universidad de La Sabana. Poseen, por tanto, un carácter muy general, dado el tema que fue propuesto. Intentar una visión global de América Latina a lo largo del siglo XX y comienzos del XXI, desde una perspectiva histórico-política, requeriría un trabajo de mucha mayor extensión. Tienen así un carácter introductorio y ninguna ambición de plenitud. Se ha buscado una visión cultural-política, porque sin ella resulta imposible dar explicación, por más somera que fuera, de los fenómenos históricos que se distinguen en nuestro proceso de pueblos soberanos, es decir, procesos postindependentistas. A pesar de estar limitada al siglo XX, era imposible hablar del inicio del siglo sin tomar en cuenta los acontecimientos de mayor relieve de fines del siglo XIX, que tanta huella dejaron en la historia latinoamericana, como la guerra hispano-estadounidense de 1898.
Podrá constatarse, sin mayor esfuerzo, un desarrollo disímil de acontecimientos y personas. Consideré que, siendo necesaria una elección, era preferible destacar facetas menos conocidas por el universitario actual, en beneficio de una mejor información que permitiera al lector entender el enfoque y elaborar su propio juicio. Así, estas páginas tienen algo de collage histórico-político. Espero, sin embargo, que la visión caleidoscópica de procesos, protagonistas y situaciones permita entender la fundamentación de las tesis que se formulan. Es muy variada y compleja la realidad latinoamericana. Buscar algunos elementos en el denominador común de los procesos que en ella se han dado, resaltando, a la vez, las singularidades de cada realidad nacional, no es algo fácil. Estas páginas son, pues, una incitación al estudio de lo nuestro más que una pretensión de ensayo acabado.
Los gatos pardos es el título general del texto. Tomo el título de un escrito de mi amigo Antonio Sánchez García, de quien me declaro en este punto deudor. Me parece que el drama de nuestra vida independiente a lo largo del siglo XIX, pero con singularidades de continuidad en el siglo XX y en este inicio del siglo XXI, radica en buena parte en una trilogía tumoral que ha impedido (e impide aún en buena parte) nuestra afirmación en la modernidad y el progreso sin pérdida de nuestra identidad cultural e histórica. Esta trilogía perversa ha sido la del caudillismo, el jacobinismo y el militarismo.
Los que buscaron o llegaron al poder lo hicieron a menudo pretendiendo ser sustitutos republicanos del monarca ibérico. El caudillismo fue así un subproducto de la guerra de Independencia (como señaló Augusto Mijares). Pero, con ese lastre de conductas originales en el camino de la ciudadanía republicana, esta no ha terminado nunca de cuajar plenamente. El paso del súbdito al ciudadano se ha visto impedido por caudillos (o personajes que sin serlo tuvieron o tienen una mentalidad de tales), que, acompañados por un entorno social con patentes intereses económicos y políticos, siempre han procurado que todo cambie, para que todo siga igual, como en la obra literaria de Giuseppe Tomasi di Lampedusa.
Si hubiera sido un constante empeño conservador, hubiera bastado su denuncia y su crítica para lograr su erradicación. Pero no fue ni ha sido así. Los intentos de dar vida a Estados independientes y soberanos, con un ropaje jurídico que obedeciese a la realidad, se vieron entorpecidos por la búsqueda de la apariencia como terca alternativa al reconocimiento de la verdad de lo que somos y a la alergia no disimulada a la visión de la política como servicio al bien común, en cuanto se la percibió (y se la percibe aún por muchos) como instrumento para mineralizar privilegios y para alejar de la perspectiva histórica los urgentes cambios en democracia y libertad.
El siglo XX en América Latina resultó complicado, además, por lo que aquí se llama el hegelianismo al revés. Muchos de quienes lo practicaron posiblemente ni siquiera supieron quién era Hegel, pero hicieron de su esfuerzo históricopolítico una elipse ideológicamente orientada a la antítesis de lo propuesto por el autor de la Fenomenología del espíritu. Si para Hegel cada pueblo da vida a una nación, y el Estado resulta la configuración jurídica de la nación, las oligarquías de turno pensaron, una y otra vez, que ellos eran los que en realidad darían, desde el poder del Estado, vida a la nación, y que serían los nuevos parteros del pueblo republicano, porque, en realidad, pueblo solo eran con propiedad (y en propiedad) ellos.
Intentaron hacerlo provocando cortes culturales que simplemente generaron vacíos, o sintiendo vergüenza de nuestra criollidad, y llegaron a postulados sustitutivos, basados en una migración que variara, racialmente, la hermosura de nuestro mestizaje. El intento de variar la savia cultural resultó paradigmático en el porfirismo en México o en el guzmancismo en Venezuela. El racismo pretendió adornarse con la contraposición entre civilización y barbarie, y encontró planteamientos teóricos destacados en Argentina y Brasil. Todo ello fue intentado, la mayoría de las veces, por Gobiernos dictatoriales, que, llamándose paradójicamente liberales, fueron en realidad expresiones gubernamentales de oligarquías ilustradas, que se consideraban con una especie de derecho absoluto a imponer por la fuerza una Weltanschauung (concepción del mundo y de la vida) que contradecía frontalmente con los principios y valores que habían servido para la formación histórico-cultural de nuestros pueblos.
Así ese intento de despotismo ilustrado a la criolla se hizo no solo sin el pueblo, sino contra el pueblo. Se consideró que la creencia católica y el origen hispánico era la causa fontal de nuestros males. Fueron tiranías que tremolaron la bandera de un supuesto progreso que nunca llegó, pero que sí adornó con notable bienestar material y hegemonía sociopolítica a quienes las ejercieron y a su entorno de allegados. El Estado, que en realidad nunca fue liberal, se consideró como el in fieri (haciéndose) hegeliano, porque lo que en realidad se percibía como in fieri era el pueblo que daba vida a la nación, metida forzadamente en el corsé de las ficciones e inautenticidades de las oligarquías gobernantes.
Todo ello venía acompañado desde la Independencia por una romántica comprensión de nuestro devenir histórico, que se apoyaba en el culto a los héroes. De ahí la referencia que en la parte final se hace a Carlyle. El culto a los héroes facilitó la desnaturalización de la institución castrense y la expansión del militarismo en la dinámica histórico-política de nuestra América. De ahí el militarismo tradicional de los caudillos, el militarismo alternativo de quienes deseaban desprenderse de ellos, el militarismo ideologizado de las irrupciones con intención de ruptura que se encuentran, una vez y otra, no solo en el siglo XIX, sino también en el siglo XX.
Como la agresión exterior del Destino Manifiesto estadounidense tuvo un ariete militar, el militarismo adquirió ribetes de nacionalismo sobre todo en México, América Central y el Caribe. Cuando después de la Primera Guerra Mundial, en cuyo contexto se produce la Revolución bolchevique de 1917 en Rusia, la Internacional Comunista promovió la rápida formación de los partidos comunistas en América Latina, también el militarismo adquirió un nuevo rostro. Fue el rostro terrible de la guerra que dio mutación ideológica a nuestras guerras civiles. Porque si la violencia es la partera de la historia, la violencia mayor y, en consecuencia la más grande partera, resulta la guerra. Así podrán verse los movimientos guerrilleros de inspiración marxista-leninista y los regímenes militares de izquierda; fenómenos estos que contaron con el impulso de la Revolución cubana, triunfante desde el inicio de 1959. Todo ello debe ser realistamente considerado dentro de la guerra fría, que desde mediados del siglo XX hasta su casi conclusión, caracterizó la dinámica del llamado orden pos-Yalta.
Se omiten en el texto referencias detalladas a la génesis y el desarrollo de las agrupaciones políticas de filiación socialdemócrata, en las décadas precedentes a la Segunda Guerra Mundial, así como al proceso de surgimiento e implantación de los partidos demócrata-cristianos, en la segunda posguerra, ante el efecto cultural y político de los estadistas promotores de la reconstrucción y unidad de la Europa Occidental (De Gasperi, Adenauer, Schumann). Es un tema importante y atractivo, pero que hubiera requerido para su tratamiento adecuado una extensión muy superior a la prevista.
Tampoco existe un estudio de los intentos de ideologización de la religión católica que se dieron con disímil expresión en el continente con la teología de la liberación (Gustavo Gutiérrez [1928], en Perú; Leonardo Boff [1938], en Brasil; Jon Sobrino [1938] e Ignacio Ellacuría [1930-1989], en América Central), así como de movimientos que en el seno del catolicismo se dieron en América Latina, que favorecieron el compromiso eclesiástico con los llamados movimientos de liberación de carácter guerrillero o con el cambio sociopolítico de inspiración marxista (por ejemplo el Grupo Golconda, en Colombia; Cristianos por el Socialismo, en Chile).
Podrá constatarse que tampoco se llega a un análisis de las terribles dictaduras militares que, esgrimiendo la Doctrina de la Seguridad Nacional, abundaron en América Latina, con sus expresiones más duras en el Cono Sur (Uruguay, Argentina y Chile). Para su adecuado estudio se habría requerido un estudio a se.
A pesar de tales carencias, dado el cometido del escrito, espero que quienes lo lean y participen en su discusión puedan captar, ante todo, la complejidad de la historia política latinoamericana que no admite localismos autorreferentes. La historia de nuestra América está llena de aguas agitadas. Quien se decida a iniciar por ellas su navegación, bien podrá recordar un dicho de los marinos insulares de mi tierra, que me imagino tiene raíz ibérica:
El que no sepa rezar
que vaya por esos mares,
que pronto lo aprenderá
sin enseñárselo nadie.
Porque el proceso político del siglo XX fue la antítesis del mar de los Sargazos. En él no tuvo cabida la ataraxia. Los dramas de nuestra historia latinoamericana se sucedieron (y se suceden en este inicio del siglo XXI) con tal rapidez que no dejan tiempo ni siquiera para profundizar en su conocimiento y en la comprensión de sus causas y efectos. Por eso ha faltado la consideración intelectual sobre nuestros aciertos y desaciertos. La reflexión sobre estos últimos más necesaria, como pedía Mario Briceño Iragorry, para procurar no repetirlos y mucho menos caer en la insania, nutrida de estupidez, de exaltarlos.
Sí se ha procurado, con las lógicas limitaciones, poner de relieve el sustrato cultural de los fenómenos políticos. Porque considero que solo con la consideración del trabajo político como trabajo cultural, tal como lo pedía Augusto del Noce, puede entenderse cómo los principios y valores nutren el imaginario colectivo y aparecen en la razón, en la voluntad y en los sentimientos de quienes, por amor a sus patrias y con afán de servicio, deciden participar en el turbión generado por las corrientes —subterráneas o de superficie— de la historia, sabiendo que ella, la historia, es el escenario para el trabajo, siempre inconcluso de la artesanía de la libertad.
He utilizado algunos textos de varios de mis escritos precedentes. La mayoría del texto es original y el conjunto permite, a mi entender, una consideración a se, en función del cometido que lo originó. Agradeciendo a la Maestría de Derecho Internacional de la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas de la Universidad de La Sabana, y en particular a la profesora doctora María Carmelina Londoño Lázaro, su directora, la invitación a participar en esa Maestría con mis lecciones, y pidiendo excusas por las limitaciones que quedan indicadas y las que adicionalmente el lector descubra, queda aquí mi modesta contribución a una visión de conjunto del siglo XX e inicios del siglo XXI de nuestra familia de pueblos, a la espera de que este siglo sea el de la superación histórica y política de los gatos pardos.
José Rodríguez Iturbe
Octubre de 2016
Introducción
El siglo XIX postindependencia estuvo marcado por los insularismos y las inautenticidades. Hubo continuidad en la huella negativa de lo hispánico y terco rechazo por las élites de la savia positiva de lo ibérico, que era el vínculo y la base de los variados y complejos elementos de nuestro mestizaje. Así, el caudillismo estuvo hermanado simultáneamente a la barbarie y el desprecio oligárquico a lo propio. Todavía no hemos captado del todo que sin entender lo hispánico no podemos entendernos a nosotros mismos. Y se pensó, con constancia digna de mejor causa, que copiando formas políticas y estructuras jurídicas que tenían poco o nada que ver con nuestro pasado hispanoamericano y con nosotros mismos entraríamos de lleno en la modernidad postergada. Y no fue así. Esperanzas y desengaños tachonaron la historia circunstancialmente heroica y muchas veces trágica de nuestros pueblos. La Independencia fue un proceso pensado y realizado por élites en función dirigente. La visión romántica de ese proceso ha hecho que doscientos años después aún nos cueste entender (y, por supuesto, admitir) que en su inicio se hizo sin el pueblo; y, en algunos casos, contra el pueblo.
Andrés Bello (1781-1865) dejó constancia de una visión integradora, no de rechazo ni de exclusión, de los tres siglos de presencia hispánica en su Guía de forasteros, aparecida en Caracas en vísperas de la revolución de independencia (cfr. Bello, 1952; Grases, 1946). En su larga y fructuosa permanencia en Chile contribuyó luego, hasta su muerte, a la vertebración institucional de la llamada República portaliana, cuyo ciclo se extinguirá con el siglo. Bello era un liberal y también un creyente católico. Lo que nunca se le ocurrió ser fue jacobino. Ejemplo de ello se encuentra tanto en su Código Civil, que tendría largo eco continental, como en su Discurso inaugural de la Universidad de Chile, pieza antológica que debiera haber servido de norte para el desarrollo sin ruptura de una educación superior de calidad y de notable soporte humanístico, acorde con la savia cultural de nuestra historia. En los comienzos de la emancipación, en medio del trauma bélico y de la represión contra los intelectuales de la gestación de nuestras patrias independientes y soberanas, Juan Germán Roscio (1763-1821) escribe El triunfo de la libertad sobre el despotismo (cfr. Roscio, 1996). En ese escrito fundamental, intentó dar soporte en su creencia cristiana a la lucha contra el absolutismo borbónico de Fernando VII, haciendo alarde de conocimientos bíblicos. En el caso de esta obra de Roscio hay, sin embargo, un intento de ideologización de la religión, aunque en su obra puede verse claramente un deseo de hacer compatible su honda fe (que nutría su cultura) y los postulados básicos del liberalismo republicano. Otro venezolano, devenido español por el abandono de su patria e insertado en la política ibérica, Rafael María Baralt (1810-1860), notable humanista igual que Bello, intentó conciliar liberalismo y cristianismo. Basta leer su Discurso de incorporación como individuo de número en la Real Academia Española de la Lengua (cfr. Baralt, 2003). Baralt —primer latinoamericano en lograr tal distinción— ocupó el sillón de Donoso Cortés (1809-1853), marqués de Valdegamas. Esa pieza, extraordinaria en el fondo y en la forma, resulta la crítica más serena y profunda del tradicionalismo español. Baralt no fue nunca, tampoco, un jacobino. Fue el jacobinismo el que deformó con su obsesión antirreligiosa el posible proceso de búsqueda de una modernidad sin ruptura.
El liberalismo inicial de nuestras tierras fue un liberalismo hispánico. Fue el resultado de una ilustración que, más que por fuentes directamente galicanas o anglosajonas, llegó al imaginario colectivo, a través de la intelligentsia de nuestras tierras, con una impronta muy clara. A excepción de algunos casos de extremismo carbonario o de jacobinismo (paradójicamente manifestado en las capas sociales más privilegiadas e instruidas), la búsqueda de la modernidad política se procuró realizar inicialmente sin negar la propia historia, con su humano mestizaje, su lengua y su creencia, casi universalmente compartida.
Esa búsqueda de la modernidad resultó obstaculizada e impedida por el extremismo posterior de algunos que diciéndose liberales, sin serlo, intentaron no tanto la modernidad sino la sectaria invención de la República. Y la invención fue ficción jacobina, que supuso erróneamente que la simple voluntad del mando permitiría cambiar la realidad de lo que éramos y somos por aquello que esas élites querían creer que eran y que deberíamos ser todos. Ese jacobinismo latinoamericano inmediatamente posterior a la Independencia tuvo, a semejanza de la Revolución francesa, un contenido de violencia contra la creencia religiosa, pensando que por la fuerza de quienes mandaban se lograría imponer en el imaginario el molde del racionalismo. Por eso tales élites inauténticas buscaron y ejercieron (nada democráticamente casi siempre) el poder. Sustituir a Dios por la diosa razón significaba, para esos jacobinos, la ruta del progreso. Y como pensaban que el catolicismo latinoamericano era de molde hispánico, perecieron tener como consigna común “Desespañolizarnos es progresar”. Algo lograron y no progresaron nuestros pueblos. Pero, más que admitir que el camino era equivocado, insistieron tozudamente en seguir trillando un sendero que casi siempre terminó en profundos barrancos, marcados de tragedia. A pesar de ello, el deseo liberal de armonizar libertades fundamentales con igualdad social siguió como aspiración compartida por todos quienes luchaban contra las dictaduras que acuerparon históricamente un sui generis despotismo ilustrado latinoamericano.
Pero como desde el poder, con fuerza militar sostenida, se intentó vaciar de creencia a la vida de los pueblos ahora constituidos en Estados soberanos, esas élites, que no eran liberales aunque así se llamaran, provocaron un corte cultural oficial que tendría insospechadas consecuencias. En los vericuetos del siglo XIX, aunque el anticlericalismo (entendido erróneamente como antirreligiosidad) fuera aceptado en no pocos núcleos o élites dirigentes, la continuidad en la visión de España como madre patria fue una realidad. Realidad exasperada, cabría añadir, cuando desde fines del siglo XIX, con la guerra hispano-estadounidense, la visión de los Estados Unidos adquirió, en la opinión común de nuestra América, tonalidades repulsivas por su abierto imperialismo que, a costa de las naciones hispanoamericanas, pretendió ejercer de facto un vasallaje sobre pueblos que el ingrediente racista consideraba inferiores por un doble motivo: por su origen hispánico (lo cual para la perspectiva imperial anglosajona ya era una tacha: todo lo susceptible de ser motejado de hispanic era motivo de desprecio) y por el mestizaje distintivo de la criollidad.
La reacción antiestadounidense tuvo, pues, mucho que ver con la comprensión de la acción estadounidense en nuestra América desde la dicotomía entre Ariel (América Latina) y Calibán (el monstruo imperialista de los Estados Unidos), que Rubén Darío planteó en 1898, dos años antes que José Enrique Rodó, en 1900, con su Ariel sirviera de referencia para un vasto movimiento cultural-político, de gran expansión en la juventud universitaria. En la Reforma Universitaria Argentina, que tuvo como epicentro a Córdoba (1918), se proclamó a Rodó como maestro de la juventud de América. Si en la Reforma Universitaria hubo, sin duda un ingrediente de jacobinismo anticlerical (en el sentido antes dicho de antirreligioso), se mantuvo, sin embargo, para exaltar lo propio, una continuidad cultural con lo hispánico. Intentaron entonces no pocos un camino histórico inspirado ya más en el jacobinismo que en el liberalismo propiamente dicho (aunque algunos siguieran llamándose liberales).
La Generación de 1898 en la madre patria (Miguel de Unamuno [1864-1936], Azorín [José Augusto Trinidad Martínez Ruiz, [1873-1967], Ramón María del Valle-Inclán [1866-1936], Pío Baroja [1872-1956], Ramiro de Maeztu [1875-1936], Vicente Blasco Ibáñez [1867-1928], Serafín [1871-1938] y Joaquín [1873-1938] Álvarez Quintero, Manuel [1874-1947] y Antonio [1875-1939] Machado, Ángel Ganivet [1865-1898], Francisco Villaespesa [1877-1936] etc.), impactados por la pérdida de Cuba, Puerto Rico y Filipinas, fueron severos críticos del canovismo (la Restauración, que tuvo como político fundamental a Antonio Cánovas del Castillo [1828-1897]) y partidarios, con distinta intensidad, del llamado regeneracionismo, que dejaba ver una amarga confusión sobre el ser y el destino de España.
No se trata aquí de esa llamada Generación de 1898, “tan valiosa en literatura como fútil en política” (Moa, 2000, p. 45). Se trata de mostrar algunos trazos de la situación de crítica complejidad creciente que experimentó España desde fines del siglo XIX hasta el comienzo de la guerra civil. España, sin pulso, dijo Francisco Silvela (1843-1905)1 en el fin del siglo XIX español, a causa del desastre (la guerra hispano-estadounidense de 1898). Las guerras de Cuba y Filipinas, más la de 1898 propiamente dicha (la guerra hispano-estadounidense) arrojaron 50 000 muertos. De ellos, solo 5 % cayó en combate; 95 % restante falleció principalmente a causa de enfermedades tropicales.
En 1900, en el Presupuesto de Guerra de Españam los sueldos de los oficiales absorbían 80 millones de pesetas; los sueldos de tropa, 45 millones; y el armamento 13 millones. Había entonces 24 700 oficiales para 80 000 soldados (Moa, 2000, p. 61). Aunque esto mejoró luego, las reformas se retrasaron y las consecuencias se vieron en la guerra de Marruecos.
El comienzo del siglo estuvo signado en España por un proceso de desestabilización creciente. El anarquismo ibérico se caracterizó por su práctica terrorista. El socialismo extremo, unido en el caso de Cataluña a un regionalismo radical, dio a la izquierda política una presencia y beligerancia hasta entonces desconocida en la vida política española. Comenzó una dialéctica de extremos, con escaso margen a equilibrios de centro, que culminaría, en 1936, con la vorágine belicista de la guerra civil. El Ejército se fue convirtiendo, poco a poco, en el árbitro de situaciones políticas sin salida. Al menos, sin salida estable y verdadera, pues cada fórmula de coyuntura, en lugar de representar la superación de una crisis en cadena, simplemente significaba el comienzo de otra fase (a menudo más aguda que la anterior) del conjunto de tensiones, confrontaciones, insurrecciones y tentativas revolucionarias que iban sembrando de incomprensión y caos la vida nacional.
Un ejemplo de ello fue la Semana Trágica de Barcelona (fines de julio de 1909): una protesta por el envío de tropas a Marruecos terminó en insurrección (saqueos de comercios, quema de iglesias y edificios religiosos, barricadas, etc.). El Ejército intervino: 118 muertos. Los procesos siguientes produjeron 17 condenas a muerte; 5 ejecutadas. De estas, la más notable fue la de Francesc Ferrer i Guàrdia (1859-1909), quien unía en sus enseñanzas racionalismo y anarquismo. Miguel Sánchez González, quien había sido secretario de Ferrer i Guàrdia, lo describe como un ser “malvado y miserable”, y lo acusa de estar detrás del asesinato de Cánovas, del atentado fallido contra Maura (realizado por un alumno de la Escuela Moderna de Ferrer i Guàrdia) y de los sangrientos atentados contra el rey (pp. 66-67).