Cara y cruz

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Aus der Reihe: Caminos XL #85
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Septiembre de 1922. Inspector del Seminario

En septiembre de 1922 se produjo un giro radical en la actitud de sus superiores.

Como hemos visto, durante el curso académico 1920-1921, el primero que pasó Escrivá en el Seminario de Zaragoza para estudiar segundo de Teología, el Rector le aconsejó vivamente que se marchara.

Durante su segundo año en el Seminario, en el curso académico 1921-1922, en que estudió tercero de Teología, el Rector pasó a animarle decididamente en su vocación y a defenderle «contra todos».

Y a comienzos del curso 1922-1923 –cuando se disponía a vivir su tercer año en aquel Seminario, para estudiar cuarto de Teología– le nombraron inspector del Seminario. Tenía veinte años y no había recibido siquiera las órdenes menores.

El mismo día que fue nombrado para el cargo, el 28 de septiembre, recibió la tonsura en la capilla del Palacio Arzobispal, mediante la cual entraba en el estado clerical, requisito necesario para ocupar cualquier cargo34.

El Rector llegó a confiar tanto en su criterio que un compañero del Seminario asegura que llegó un momento en que lo dejó prácticamente en sus manos. «Me parece que puede decirse que, en los últimos años de estancia en el San Francisco, era Josemaría la única autoridad»35. Y el mismo cardenal Soldevila no tenía reparo, cuando le veía junto con otros seminaristas, en dirigirse directamente a él. Es más, en ocasiones le llamaba para charlar a solas36, algo realmente excepcional37.

Aquel cargo supuso una prueba de fuego para Escrivá, que seguía esforzándose por cultivar virtudes y pulir defectos, como su impulsividad, fruto de su carácter fuerte.

Esa impulsividad le jugó una mala pasada pocas semanas después de su nombramiento como inspector. El 19 de octubre, Julio Cortés, un seminarista de cuarenta y cinco años, hombre de carácter difícil, comenzó a insultarle por la mañana cuando se encontraban en la catedral de la Seo, en presencia del Rector. Al día siguiente, ya en el Seminario, siguió agrediéndole verbalmente. La conversación fue subiendo de tono hasta que le dio una bofetada. Josemaría no dudó en contestarle con otra.

Tiempo después se lamentaría, más que por el castigo que les impuso el Rector, por el hecho de haberse dejado llevar por sus impulsos, aunque el responsable de la trifulca no había sido él, sino aquel seminarista que, años después, siendo sacerdote, pocos meses antes de fallecer, le escribió una carta pidiéndole perdón: «Arrepentido y de la forma más sumisa e incondicional. Mea culpa»38.

Aquel suceso le afectó especialmente por el mal ejemplo que podía haber dado a los seminaristas jóvenes. Pero en aquel tiempo tanto don Gregorio, al que se lo contó por carta, como el Rector de Zaragoza, testigo de los hechos, le conocían bien. Es más, el rector valoró positivamente su actitud ante el castigo que no tuvo más remedio que ponerle: «fue una gloria para él, por haber sido a mi juicio su adversario quien primero y más le pegó, y profirió contra él palabras groseras e impropias de un clérigo, y a mi presencia le insultó en la catedral de la Seo»39.

Uno de sus profesores, Elías Ger –conocedor de estos percances– explicó, mientras daba clase, de forma indirecta, el fruto que podía sacar de aquellas «malas experiencias»:

Había una vez un comerciante que compraba canela en rama, y luego la pasaba por un molino de bolas muy bueno, que la convertía en polvo finísimo. Tenía un inconveniente, y es que cada vez que se estropeaba una de las bolas tenía que pedir ex professo el recambio a una fábrica de Alemania.

Hasta que un día se le gastaron todas las bolas y, cansado de tener que esperar a que llegaran de aquel país, se fue al lecho de un río, y tomó tres cantos rodados, duros como el pedernal, de tamaño más o menos parecido a las bolas originales. Los metió en el molino, y empezó a darles vueltas y vueltas... Al cabo de quince días, estaban pulidos y redondos como las bolas alemanas, y molían la canela perfectamente [...].

De esta misma manera hace Dios nuestro Señor con las almas a las que quiere. ¿Me entiendes, Escrivá? –concluyó don Elías.

De todas formas, este suceso –excepcional y aislado– no caracteriza su comportamiento durante aquellos años, presididos por el estudio, la alegría, el esfuerzo por moderar su genio y adaptarse al modo de ser de los demás.

En los ratos libres –recordaba su amigo Moreno– «bajaba a la iglesia de San Carlos. Se ponía muy cerca de la Sacristía, arrodillado. Desde luego, era el único seminarista que yo conocía que bajara a la iglesia en horas libres»40.

Pasaba mucho tiempo rezando por las noches en la iglesia del Seminario y «ya desde joven –comentaba el dominico Ambrosio Eszer, relator general de la Congregación para las Causas de los Santos– el Señor le condujo a través de experiencias místicas que le llevaron a alcanzar las cumbres de la unión transformante: locuciones interiores, purificaciones y consolaciones que le hacían “sentir”, en toda su humildad, la acción impetuosa de la gracia, y que, como todos los verdaderos místicos, acompañaba con un rigurosísimo esfuerzo ascético»41. De esto dan testimonio sus apuntes personales.

Al principio, como era previsible, sus compañeros le pusieron a prueba. Salió airoso y se ganó su respeto y confianza42, entre otras razones, porque «nunca tuvo formas autoritarias». Apunta Val Olona que «usaba de su autoridad con afabilidad, sin intemperancias»43.

Sus informes reflejan una actitud comprensiva ante los fallos de sus compañeros: faltan –escribía– sin darse cuenta de que faltan. Esa comprensión –que sería un rasgo de su tarea formativa a lo largo de su vida– le llevó a reducir los castigos a lo imprescindible, y a no magnificar los problemas, resolviéndolos con su buen humor característico, que, en palabras de su amigo Moreno, acababa convirtiendo «los dramas en comedias»44.

Sus años como inspector supusieron una experiencia positiva para el Seminario y fueron la primera forja de Escrivá en las tareas de dirección45. Se mantuvo unido al Rector y se esforzó por mejorar la urbanidad y la educación de los alumnos, al tiempo que reforzó la dimensión formativa de su encargo. «Quería aprender a hacer todo por amor y enseñarlo con el ejemplo a los seminaristas», recordaba años después46.

Era «muy piadoso», escribe Arsenio Górriz, uno de sus compañeros: «se le notaba la vida de piedad más que por lo que hacía, por cómo lo hacía»47.

«El sentido de amistad con todos era tan fuerte –añade Agustín Callejas, otro compañero– como el de su responsabilidad en el cumplimiento del encargo: nunca dejó en mal lugar a un seminarista ante los superiores [...]. Le estoy viendo ahora en la sala de estudio, avisando a alguno que enredaba con delicadeza y, si no le hacía caso enseguida, decía como pidiendo un favor: “¿no ves que me comprometes ante el Rector?”».

Escribe Val Olona48: «No recuerdo haberle visto nunca enfadado. Creo que lo puedo señalar como una buena cualidad porque motivos –aunque fuesen pequeñas cosas– los había. Podía estar justificado el enfado de un inspector, de cuando en cuando. Nunca lo vi enfadado. Posiblemente le costaría este dominio de su temperamento. Tampoco le oí murmurar»49.

«Yo recuerdo tantas virtudes de aquellos chicos –comentaba Escrivá, años más tarde–, muchos de ellos después mártires. Tantas cosas maravillosas recuerdo. Y recuerdo [...] que iba anotando con alegría: van mejor, se les ve crecer, Dios está aquí en esta alma... tantas veces»50.

Su cargo de inspector le proporcionaba acceso directo a la biblioteca del Seminario, que contaba con numerosas obras clásicas y de espiritualidad. Esos años fueron posiblemente –como apunta Baltar– los más intensos y fructíferos en lecturas de su vida51.

Al terminar la jornada leía algunas de esas obras en su cuarto y pasaba largo rato rezando, pidiendo por aquella misión cuyo contenido específico ignoraba: «¡Que sea! ¡Que sea!, ¡Señor, que eso que Tú quieres, se cumpla!»52.

Septiembre de 1923. En la Facultad de Derecho

El 4 de junio de 1923, a finales del curso académico, dos anarquistas asesinaron al cardenal Soldevila. Escrivá, muy afectado por el hecho, veló su cadáver junto con otros seminaristas. Aquel suceso produjo gran consternación en el país.

Durante aquel verano Escrivá concluyó cuarto de Teología con buenas calificaciones y el curso siguiente, cumpliendo el deseo de su padre y de acuerdo con su tío Carlos –que tenía sus propios planes para «la carrera eclesiástica» de su sobrino y deseaba «dirigirla» personalmente–, se matriculó en la Facultad de Derecho de la Universidad de Zaragoza y comenzó a asistir a clases como oyente53.

Hizo amistad con varios profesores como Miguel Sancho Izquierdo, Carlos Sánchez del Río, Juan Moneva (que le llamaba afectuosamente «el curilla») y, sobre todo, con José Pou de Foxá, sacerdote y catedrático de Derecho Romano, al que consideraría con el paso del tiempo, además de un maestro, «un amigo leal, noble y bueno»54.

Esa formación universitaria en la Facultad de Derecho tuvo gran trascendencia en su vida: le proporcionó una mentalidad jurídica55 y le facilitó un contacto directo con los afanes de la vida académica y civil. Muchos de sus profesores, como apunta Martin Schlag, eran «representantes de la que se ha denominado como Escuela Social de Zaragoza, uno de los núcleos más significativos del pensamiento cristiano-social de la época»56. Esa formación dejó una profunda huella en su pensamiento, que ya estaba sensibilizado en este aspecto por la educación familiar que había recibido.

 

* * *

Poco antes de comenzar primero de Derecho, el 13 de septiembre de 1923, el general Primo de Rivera, entonces capitán general de Cataluña, había exigido al rey que le concediera plenos poderes; y Alfonso XIII, ante el temor a un golpe de Estado, había aceptado el establecimiento de una dictadura, pensando que respondía a los deseos de un gran sector de la opinión pública.

Suárez y Comellas retratan a Primo de Rivera como un militar enérgico, simpático y no demasiado inteligente, pero «con intuiciones», que implantó el Directorio Militar como una situación transitoria, creyendo que todo se arreglaría con «diez o quince medidas bien tomadas», en un plazo de «cuatro o cinco meses».

«Las cosas no eran tan fáciles. Tomó medidas eficaces, desa parecieron los desórdenes y el terrorismo, mejoró la economía, aumentó el empleo y la gente aplaudía cuando detenían a un político corrupto o multaban a un cacique. Pero la idea de que, arregladas las cosas, era posible volver “a lo de antes” se vio cada vez más complicada». No bastaba con sustituir a unas personas por otras: para que el país funcionara era necesario cambiar todo el sistema57. Además, era necesario un cambio de mentalidad, también entre los católicos.

Luis Cano ha estudiado algunos rasgos de la mentalidad católica que dominaba en ese periodo, en el que se dieron algunos hitos históricos, como la consagración de España al Sagrado Corazón en el Cerro de los Ángeles, el 30 de mayo de 1919; el comienzo del pontificado de Pío XI, el 6 de febrero de 1922 y el llamamiento a la paz que hizo este Papa en su primera encíclica Ubi arcano, en unos momentos en los que el país «se encontraba atribulado por el terrorismo, la inestabilidad social y la guerra de Marruecos»58.

«Los obispos –escribe Cano–, como la mayoría de los españoles, acogieron positivamente a Primo de Rivera. La difícil situación social y económica, el desgaste de la clase política, la interminable guerra de Marruecos, pedían aquel “cirujano de hierro” por el que había clamado Joaquín Costa y la “revolución desde arriba” que había pregonado Maura. Primo de Rivera se prestó a desempeñar ambos papeles».

Esa acogida por parte de la Jerarquía no estaba exenta de reservas, como señala este autor; pero, en general, muchos eclesiásticos vieron en este militar al hombre que podría poner en marcha los ideales regeneracionistas con los que soñaban.

Volvió a brotar con fuerza, tanto en los círculos eclesiásticos como en los intelectuales, una interpretación religiosa y patriótica de la historia de España, que enlazaba con la creencia común en el siglo de Oro de que la prosperidad del Imperio dependía de la religiosidad y moralidad de sus habitantes.

Cano recoge los consejos cargados de ironía que le dio el cardenal Gasparri al nuevo nuncio Tedeschini. Sus palabras reflejan el momento emocional en el que vivían muchos españoles de aquel tiempo, con una tendencia a las confusiones político-patrióticas. «Quizá no haya pueblo que guarde de los felices tiempos un recuerdo tan vivo como el pueblo español –comentaba el Cardenal–, el cual habla de Carlos V, de Felipe II, de Hernán Cortés o de Juan de Austria como si fuesen héroes de su tiempo y los hubiese visto el día anterior entrar triunfalmente en la ciudad»59.

«La idea de que el catolicismo propiciaría la vuelta a esos tiempos gloriosos –afirma Cano– no era un postulado ideológico, sino una simplificación gratuita de la historia y un ensueño. Pero esta convicción tan arraigada formaba parte del deseo de colaborar activamente en la regeneración del país que tenían los obispos españoles»60.

Esa mentalidad, que este autor denomina «cato-patriótica», informaba profundamente aquel periodo, en el que muchos católicos suspiraban por una vuelta nostálgica a la «España “de siempre”, la auténtica, la que amaban y no querían separar del catolicismo, so pena de destruirla»61.

En medio de aquel clima social tenso y crispado, en el que se iba larvando una revolución, Escrivá concluyó su quinto y último año de Teología62.

IV
Una muerte repentina
Ordenación sacerdotal y estancia en Perdiguera. Tiempo de espera
(1924-1927)
27 de noviembre de 1924. Una muerte repentina

El 14 de junio de 1924 recibió el subdiaconado de manos de Díaz Gómara, el obispo auxiliar; y pocos meses después su vida dio otro giro inesperado: cuando faltaban pocas semanas para su ordenación como diácono, falleció su padre, el jueves 27 de noviembre de 1924, con cincuenta y siete años.

Era la fiesta de Nuestra Señora de la Medalla Milagrosa. José Escrivá había estado rezando por la mañana, antes de marchar al trabajo, ante una imagen peregrina con esa advocación que albergaban en su hogar durante aquellos días. Se entretuvo un rato con Santiago, su hijo pequeño, y a la hora acostumbrada se dirigió hacia la puerta. Antes de alcanzarla, se desplomó en el suelo. Su esposa y su hija le pidieron que se acostase, pero él les dijo que prefería ir a trabajar. Dolores fue corriendo a hacerle una manzanilla, pensando en que podría haberle sentado mal algo del desayuno. Cuando se la llevó estaba tan desfallecido que tuvieron que ayudarle para que se acostara.

Dolores llamó al médico, que le aplicó unas rudimentarias sanguijuelas, en el cuello para que le bajara la tensión sanguínea, y a Daniel Alfaro, un sacerdote amigo, que le administró los últimos sacramentos. Murió dos horas después, sin volver en sí.

Mientras tanto vino a la casa Manuel Ceniceros, para preguntar qué sucedía, porque solía ser extremadamente puntual y siempre estaba a las nueve en su puesto de trabajo, hora en que se abría. Dolores le pidió que pusiera a Josemaría un telegrama urgente pidiéndole que viniera.

«En ese telegrama –me contaba Ceniceros– solo le decía que su padre estaba gravemente enfermo».

Ceniceros fue a recoger a Escrivá a la estación de tren y solo cuando se encontraban cerca de la casa, antes de que pudiera ver la mesa con las firmas de condolencia que había en la entrada, se atrevió a decirle que su padre había fallecido1.

Fue un nuevo mazazo para los Escrivá, que no se habían repuesto aún de los anteriores. Ninguno de sus parientes de Zaragoza y Barbastro acudió al velatorio ni al entierro, a pesar de la cercanía geográfica.

Tras el funeral, que se celebró al día siguiente del fallecimiento, Josemaría caminó hasta el cementerio acompañado por unos conocidos –su madre, su hermana y el pequeño Santiago, siguiendo la costumbre, no formaron parte de la comitiva fúnebre– y contempló cómo daban sepultura a su padre2.

A partir de aquel momento cayó sobre sus hombros –cuando era solo un subdiácono de veintidós años– la responsabilidad de sacar adelante a su madre y a sus hermanos. Estaban tan mal económicamente que tuvo que pedirle dinero prestado a Daniel Alfaro para poder pagar los gastos funerarios.

Marzo de 1925. Ordenación sacerdotal y primera Misa

Pocos días después regresó al Seminario y siguió preparándose para el diaconado, que recibió el 20 de diciembre de 1924. Debido a las circunstancias, ni su madre ni sus hermanos pudieron estar presentes.

En las primeras semanas de 1925 Dolores se instaló en Zaragoza con Carmen y Santiago, con la idea de que Josemaría fuera a vivir con ellos en cuanto se ordenara. Alquilaron un tercer piso en un callejón oscuro, corto y estrecho del barrio de Tenerías. Era una vivienda modesta y abuhardillada, cercana al Seminario. «En el cementerio de Barbastro dejaron a tres hijas enterradas. En el de Logroño, al cabeza de familia»3.

La mudanza de Logroño a Zaragoza –explica Herrando– trajo nuevos disgustos y mayor soledad en esas horas dolorosas. Esta decisión contrarió profundamente al arcediano, don Carlos Albás que, aunque no había asistido siquiera a los funerales de su cuñado, consideró un grave error ese traslado. En su enfado tuvo unos gestos de gran desconsideración para con Josemaría, su hermana y su madre, negándoles su ayuda y distanciándose de ellos desde ese momento. Por otra parte, desde hacía algún tiempo, se había enfriado su relación con Josemaría; de una parte, quizá, por influencia de una sobrina, y de otra, además, al descubrir los proyectos de Josemaría, que seguía una línea que no coincidía con los planes que él se había forjado para la carrera sacerdotal de su sobrino4.

Cuenta Ángel Camo, primo de Escrivá: «Tengo entendido que mis tíos Carlos –canónigo en Zaragoza–, Mariano –también sacerdote, que fue fusilado en Barbastro durante la guerra–, Vicente –beneficiado en Burgos– y Florencio Albás pensaron en pasarles una cantidad si se quedaban en Logroño; no sé por qué –a mi modo de ver hay que saber respetar la intimidad de la vida de cada familia– los tíos se molestaron cuando decidieron venirse a Zaragoza, y no les ayudaron nada»5. «Algunos de los tíos se distanciaron a fin de no tener que ayudarles», explica otro pariente, Pascual Albás6.

La situación económica familiar se volvió particularmente apurada. Hasta aquel momento los Escrivá habían vivido al día con el sueldo del cabeza de familia. Al faltarles, Josemaría tuvo que comenzar a dar clases particulares7 cuando quedaban pocos meses para su ordenación. Era el único trabajo compatible con su situación en aquellos momentos.

Pocas semanas después los Escrivá se mudaron a otro piso, pequeño y modesto, en el nº 11 de la calle Rufas.

El sábado 28 de marzo de 1925 –Año Santo en la Iglesia–, Josemaría recibió la ordenación sacerdotal8 en la iglesia del Seminario de San Carlos, de manos de Miguel Díaz Gómara, obispo auxiliar de Zaragoza, junto con otros nueve presbíteros9, cuatro diáconos y catorce subdiáconos. Tenía veintitrés años10.

El domingo abandonó el Seminario, y al día siguiente, 30 de marzo, Lunes de Pasión, consiguió celebrar su primera Misa en la Santa Capilla de la Basílica del Pilar –no le resultó fácil que le concediesen hacerlo allí–, que ofreció por el alma de su padre.

No fue una Misa solemne, sino simplemente rezada, con ornamentos morados. Comenzó a las diez y media de la mañana y solo estuvieron presentes su madre, vestida de luto, al igual que Carmen y Santiago; el Rector del Seminario; dos sacerdotes conocidos; Juan Moneva, su profesor de Derecho, junto con su mujer y su hija; su prima Sixta Cermeño y su esposo; dos chicas de Barbastro, «las de Cortés», que eran amigas de su hermana Carmen, y un primo de su madre, junto con su esposa. En total, unas quince personas.

A Josemaría le ilusionaba que su madre –que ese día se encontraba enferma– fuera la primera en recibir la comunión de sus manos; pero una señora se arrodilló antes que ella en el reclinatorio y no quiso hacerle un desaire.

Dolores Albás estaba feliz por tener un hijo sacerdote, pero debió ser especialmente doloroso para ella que no quisieran asistir a esa primera Misa ninguno de sus hermanos y cuñados de Barbastro y Fonz; y que ni siquiera su hermano Carlos, canónigo arcediano de aquella misma catedral, la tercera dignidad eclesiástica de la archidiócesis, hubiese estado presente; ni su otro hermano sacerdote, Vicente. Lo habitual es que ellos hubieran sido «los padrinos de altar».

Por no tener, Josemaría no disponía siquiera de la cinta con la que ataban las manos del nuevo presbítero durante la ceremonia y la tuvo que pedir prestada. Se entiende que, al terminar la Misa, el joven sacerdote se apartara a un lado, y tras cubrirse con su manteo, comenzara a llorar11.

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