Ignacio de Loyola, nunca solo

Text
Aus der Reihe: Bolsillo
0
Kritiken
Leseprobe
Als gelesen kennzeichnen
Wie Sie das Buch nach dem Kauf lesen
Ignacio de Loyola, nunca solo
Schriftart:Kleiner AaGrößer Aa

© SAN PABLO 2021 (Protasio Gómez, 11-15. 28027 Madrid) Tel. 917 425 113 - Fax 917 425 723

E-mail: secretaria.edit@sanpablo.es - www.sanpablo.es

Jose María Rodríguez Olaizola

Distribución: SAN PABLO. División Comercial Resina, 1. 28021 Madrid

Tel. 917 987 375 - Fax 915 052 050

E-mail: ventas@sanpablo.es

ISBN: 978-84-2856-367-3

Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta obra puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio sin permiso previo y por escrito del editor, salvo excepción prevista por la ley. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la Ley de propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal). Si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos – www.conlicencia.com).

www.sanpablo.es

Ignacio de Loyola, nunca solo

José Mª. Rodríguez Olaizola


Carta-presentación

Querido Josemari:

No sé quién es más atrevido, si tú escribiendo hoy una biografía de Ignacio de Loyola, o yo presentándola. Sin duda tú. Gustoso sumo mi atrevimiento al tuyo.

Confesarte que, cuando me enviaste el primer original de este libro, mi primera reacción fue: «Pero, ¿dónde se ha metido este muchacho?». Luego me fui metiendo yo. Hasta el final. Me metiste tú, tu manera de narrar. Lo que contabas, detalle más, detalle menos, me lo sabía. Pero lo nuevo de este libro no es la erudición, sino el arte de contar la historia recreándola, filmándola contigo dentro, como de hoy mismo.

Con lo cual me has probado que la historia es inagotable, si uno se mete en ella y la recrea. Has entendido muy bien lo del «como si presente me hallase» de Ignacio de Loyola (Ejercicios espirituales, 114). La que tú cuentas no es la historia de Pedro de Ribadeneira o la de Diego Laínez, que estuvieron físicamente presentes en muchas cosas, ni tampoco la de García Villoslada hoy, ni la de Dalmases, o la de André Ravier o la de Tellechea... Y curiosamente no excluye a ninguna ni estorba a ninguna.

Es simplemente tuya. Y esto la hace auténtica desde el título, que es el punto de mira escogido por ti para contemplar a Ignacio. Efectivamente, Ignacio nunca vivió solo. Ni cuando soñaba otros mundos ni, mucho menos, cuando Dios le abrió al suyo.

Y, como soñada o vivida por ti, o las dos cosas juntas, me gusta que confieses que esta historia te ha hecho bien. Como te volverá a hacer bien si un día, por ejemplo a los 80 años, la reescribes, porque te lo pide el cuerpo, de tanto como en esos años seguirás conociendo a Ignacio.

Y otra conclusión a la que me has llevado: Ignacio de Loyola es de hoy, precisamente leyéndolo desde hoy. Anda por nuestras calles, en nuestros medios de comunicación social, en nuestra Iglesia, en nuestra política, en nuestro arte, en nuestra ciencia, en nuestro deporte... Es todo, menos un santo para una hornacina y unas velas. Se le entiende mejor metiéndolo en nuestro mundo, como tú haces.

Total, que me has enseñado muchas cosas sobre alguien a quien creía conocer. No es la tuya una biografía científica. Tampoco fue eso lo que te pidieron. Pero, contando la historia de ayer y de otro, como de hoy y tuya, te ha salido una historia verdadera. ¡Enhorabuena!

Ignacio Iglesias, S.J.

Prólogo

¿Un nuevo libro sobre Ignacio de Loyola? ¿Otra semblanza? ¿Pero no está ya todo dicho sobre el fundador de los jesuitas? ¿Otra vuelta de tuerca, machacona y reiterativa, sobre las andanzas del «peregrino»? ¿La enésima relectura de las cavilaciones del autor de los Ejercicios espirituales en el confuso y apasionante siglo XVI? He de confesar que estas, y otras preguntas del mismo cariz se convierten en una muralla sólida que parece clavarse en tierra ante mí al pensar en acometer este empeño. «¿Para qué?», me susurra, sensato y lúcido, mi yo más pragmático. «Sugiere otro nombre, otro autor, algún especialista que lo escriba», me aconseja, certero, mi sentido común. «Lánzate», me dice, atolondrado, mi yo más impulsivo, el que a veces me conduce en la dirección más acertada y otras me precipita de cabeza al abismo. «Discierne», me dice, bienintencionado, mi yo más jesuítico, aun sabiendo que no conviene abusar de esos términos. Y así me encuentro, reflexivo y dubitativo, especulando sobre la conveniencia o inconveniencia de adentrarme en una nueva aproximación a Ignacio.

Si estás leyendo estas páginas es señal de que me he lanzado, y tal vez a este prólogo siga un libro, de mejor o peor calidad (tú lo tendrás que juzgar), sobre san Ignacio de Loyola. Por ahora, comparte conmigo las reticencias, las abundantes objeciones que me provocan fatiga sólo de pensar en escribirlo.

La cuestión principal es esta: ¿No está ya todo dicho? Desde todas las perspectivas y puntos de vista imaginables, la vida, obra y pensamiento de Ignacio han sido objeto de innumerables estudios. Desde la ferviente alabanza y desde el odio febril. Desde su autobiografía y la inmediatez de las décadas posteriores a su muerte hasta estos inicios del siglo XXI, que siguen viendo aproximaciones al peregrino de Loyola. Una y otra vez se ha vuelto sobre su figura desde las inquietudes de distintas épocas (y ello comprende enfoques tan peculiares como el análisis de su liderazgo para ejecutivos agresivos de nuestros tiempos). Hay sesudos estudios históricos, ensayos sobre su psicología, tesis innumerables que profundizan en la relación de Ignacio con su época, congresos para estudiar sus escritos, monografías sobre aspectos de su personalidad y su obra, artículos de prestigiosos pensadores que analizan pormenorizadamente la significación del peregrino. Y si se trata de intentar sintetizar todo esto en una obra sugerente que permita aproximarse con fluidez y hondura a la persona, creo que esa síntesis, abundante y literaria, ya la hizo Ignacio Tellechea, bajo el encabezado de Ignacio de Loyola, solo y a pie, con tal sensibilidad y rigor a partes iguales que durante décadas seguirá siendo una obra de referencia.

Ante tal abundancia documental uno ha de preguntarse, con honestidad, para qué (o cómo) volver sobre la figura de Ignacio. Evidentemente no se trata ahora de hacer un trabajo enciclopédico de erudición ignaciana, dedicando arduos esfuerzos a releer «todo» lo escrito y entresacar párrafos en un orden que pretenda ser original. O uno es un verdadero sabio –no es el caso–, o se corre el peligro de terminar haciendo un impecable trabajo de cortar y pegar, en el que lo más digno sería la bibliografía consultada (y, en consecuencia, recomendada). Tampoco puedo pretender un planteamiento muy especializado. Esto por dos razones. En primer lugar, no creo ser especialista en ninguna de las áreas que permitirían dicho enfoque (historia, psicología, filología, espiritualidad ignaciana...). En segundo lugar, una semblanza –que es de lo que aquí se trata– tiene que evitar el excesivo énfasis en una dimensión si quiere contribuir a un acercamiento comprehensivo a la persona presentada.

Hasta aquí todo me conduce, irrevocablemente, al «no». Solucionaría la papeleta con una amable carta a la editorial, la sugerencia de algunos nombres alternativos y la tranquilidad de no tener que afrontar este reto. Sin embargo, hay también motivos para intentarlo.

Evidentemente, como cualquier jesuita, me siento heredero de Ignacio de Loyola, y creo que hoy sigue siendo significativo para nuestro mundo. No soy un apologeta del santo, del que valoro muchas cosas, pero también puedo criticar algunas otras. De hecho, irme encariñando con él ha sido un proceso gradual y sobrio, y conozco gente que manifiesta por Ignacio una devoción mucho más filial y emotiva que la que yo puedo expresar. Honradamente soy de los que en el noviciado me sentía muy conmovido al conocer a una figura como san Francisco de Asís, libre, radical, pobre y sencillo; o san Francisco Javier, apasionado, misionero, afectivo e infatigable. En cambio, no me emocionaba tanto imaginarme a san Ignacio redactando cartas y constituciones desde su cuarto en el centro de Roma, por más que el maestro de novicios tratase de hacerme descubrir la hondura del hombre detrás de los datos. Sólo durante mis años de formación como jesuita he podido ir descubriendo a un personaje complejo, carismático, sugerente a ratos y exasperante en otros, pero en todo caso fascinante. Un hombre cuya historia es toda una escuela. Una figura que es interesante por lo que transmite, que desborda con mucho su vida. Y un hombre que hoy tiene una sorprendente actualidad.

Me seduce, entonces, la idea de presentar a Ignacio desde una mirada contemporánea. Me parece posible tratar de desplegar su vida desde la sensibilidad de alguien que se pregunta de qué manera la figura del santo puede iluminar las vidas de quienes nos acercamos a él. Resulta un reto intentar presentar a Ignacio a la gente de hoy; a personas inquietas, deseosas de compartir un tiempo con este peregrino, cuyos pasos resuenan aún en los caminos de medio mundo, en los pasos de tantos hombres y mujeres herederos de su espiritualidad, es decir, su forma de descubrir a Dios y su proyecto aquí y ahora. Porque al final de esto se trata con Ignacio. Es, siempre, un personaje que remite al Dios a quien toda su vida está orientada. Y un personaje que nos enseña una forma inquieta y fecunda de estar en el mundo hoy.

 

Así que decido intentarlo. Por delante se extiende un camino complejo, al tiempo emocionante y aterrador. Hay tantas posibilidades de no llegar a buen puerto que me encomiendo al propio Ignacio antes de zambullirme en este mar. Y, si algún día, en forma de libro, estas páginas llegan a tus manos, entonces lee con benevolencia, sabiendo que sólo quiere ser un medio para acercarte al peregrino (y con él a Dios en este mundo).

1 La herida

Por el camino avanza, despacio, un grupo de hombres. Dos de ellos sujetan con dificultad una camilla. La fatiga se hace sentir. La lluvia es compañera intermitente, y el barro hace pesada la marcha. En la camilla, tumbado y mal envuelto en una manta yace un hombre. Murmura palabras inconexas que parecen situarle de nuevo en las murallas de Pamplona. «¡Vamos! ¡Muramos con dignidad! ¡Demostremos a los franceses cómo lucha un verdadero soldado!». Por unos instantes parece volver al fragor de la batalla, a la pasión del enfrentamiento, hasta que una sombra cruza su rostro mientras se ve caer por enésima vez. Luego se sume en un silencio febril, mientras sus labios parecen recitar una plegaria, tal vez pidiéndole a Dios que acabe con todo de una vez.

En las ocasiones en que el dolor remite y puede pensar con más sentido, le asaltan sucesivamente la ira, el dolor, el orgullo y la sensación de humillación. No era esta la forma en que se imaginó que regresaría al caserío de Loyola. ¿Qué ha sido de sus esperanzas de volver triunfante? ¿Dónde quedan sus sueños de gloria? ¿Es este el caballero en que había de convertirse? ¿Qué le queda, al fin? Un sollozo pugna por abrirse camino en su interior, pero su orgullo es lo único que le queda, y antes prefiere tragarse las lágrimas que dejar que alguno de los que le llevan en este triste regreso vea cómo se hunde definitivamente. Aprieta las mandíbulas, y se concentra en el dolor de su pierna destrozada.

Así avanza Íñigo de Loyola, camino del hogar familiar, de la casa torre que, en el valle de Azpeitia, le vio nacer hace casi 30 años. Nos encontramos en 1521. El hombre que vuelve a casa ha fracasado. No es mejor ni peor que otros muchos. Tal vez en esta época, como todas las épocas, no basta la mejor de las voluntades si no acompaña la suerte, si eres hijo segundón, si tu protector cae en desgracia, si luchas en el bando perdedor, si los sueños son demasiado altos para la realidad que te ha tocado... Todo esto le ha ocurrido a Íñigo en los quince años transcurridos desde que saliera de Loyola.

El hijo pequeño de la casa de Loyola

Íñigo creció en un hogar donde la madre estaba ausente –doña Marina de Licona murió poco después de nacer él, en 1491– y donde seguramente el padre, don Beltrán Yáñez de Loyola, hombre de su época, excitaría a sus hijos con sueños de gloria y triunfo. Era esa voz paterna, ruda y masculina, poderosa y enérgica, la que se escuchaba en la casa torre, en ese hogar huérfano de madre, contando historias de sus antepasados, de conquistas y hazañas, de caídas y nuevos surgimientos.

De su infancia, ¿qué podemos imaginar? Sabemos que a la muerte de doña Marina habrá que llevar al niño a la cercana casa del herrero, para que sea la mujer de este, María Garín, la que lo críe en los primeros años de vida. ¿Y después? ¿Cómo serán esos primeros años de vida? Un tiempo para los juegos y las primeras lecciones; un constante aprendizaje, en contacto con la naturaleza, en ese valle enmarcado por el poderoso monte Itzarraitz y el río Urola; un hogar ruidoso, poblado con las voces, gritos, risas y peleas de unos hermanos mayores igualmente llenos de optimismo y sueños. La progresiva adquisición del orgullo de un nombre, de una tradición, de unos ancestros heroicos y de una historia compartida.

¿Qué podía esperar el hijo pequeño de una familia noble, pero no exageradamente rica? Ciertamente no podía Íñigo pensar en el señorío de Loyola, que iría sin duda a parar a uno de sus hermanos mayores. De los nueve hijos legítimos del matrimonio (por no hablar de los hijos ilegítimos de don Beltrán), sólo el heredero del señorío tenía el futuro asegurado. Cuando el mayor, Juan, murió luchando contra los franceses por el reino de Nápoles en 1596, el siguiente, Martín García, se convirtió en heredero. Efectivamente, a la muerte de don Beltrán, en 1507, será Martín el nuevo señor de Loyola. Para las tres hijas había que concertar casamientos convenientes. Los varones restantes, Beltrán, Ochoa, Pero e Íñigo, tendrían que labrarse un porvenir en el mundo eclesiástico, en el militar o en el cortesano. Esos tres caminos los emprenderá Íñigo. Y en los tres fracasará antes de retornar a Loyola, herido y fatigado, en 1521.

El camino eclesiástico

En realidad no podemos decir que Íñigo emprendiese este camino. En todo caso otros lo emprendieron por él. Ni siquiera sabríamos que, desde su infancia Íñigo era –al menos en teoría– eclesiástico si no fuese por sus andanzas menos virtuosas. Parece que a los hermanos menores de la casa de Loyola, Pero e Íñigo, se les encaminó a la vida clerical. No es extraño. Era una opción bastante frecuente para los hijos menores de las casas nobles. Ello suponía el acceso a algún puesto más o menos estable y una vida asegurada. Era costumbre en estos siglos encaminar desde la más tierna infancia a los muchachos por esta vía. De hecho, Pero siguió este camino y terminó siendo rector de la iglesia de Azpeitia en 1518. Sin embargo pocos pasos (o ninguno) debió dar Íñigo en esta dirección. La única fuente por la que conocemos el dato son las actas de un juicio de 1515 en el que ambos hermanos, Pero e Íñigo, apelan a su condición clerical para salir bien parados por alguna ofensa en la que, parece, tenían todas las de perder. De Íñigo se dice entonces que nadie le ha visto nunca vestir ni vivir como clérigo, y que ni siquiera estaba tonsurado. Sin embargo su apelación le servirá para lograr una absolución. Parece que el balance de su itinerario clerical antes de 1521 se reduce al uso a conveniencia del título para solucionar un problema. Ciertamente, no parece esa primera incursión en el mundo eclesiástico un indicio de vocación personal y honda.

Esto no quiere decir, ni mucho menos, que no fuese desde joven un hombre religioso y piadoso. Lo sería, seguramente, como tantos en su época. Con una fe apasionada y una piedad tradicional. Con una devoción perfectamente compatible con el espíritu guerrero y galante de la época. Con un cristianismo que bebía de imágenes y cuadros, de Cristos y Vírgenes, de misales ricamente ornamentados, de bulas y títulos, de misas y novenas, en una Iglesia omnipresente, dinámica y contradictoria, necesitada de una reforma urgente y una hondura distinta. Pero esto no preocupa, en esa etapa juvenil, al muchacho, interesado en otros campos de batalla.

El camino cortesano

Parece, en cambio, que se adentró con paso firme en los otros dos caminos, el militar y el cortesano. No es sorprendente. En una familia noble, con un apellido que hacer valer, el acceso a las cortes castellanas y el trato con los personajes más encumbrados eran considerados un derecho y una oportunidad a partes iguales. Y es precisamente ese acceso lo que se le posibilita a Íñigo cuando don Juan Velázquez de Cuéllar, un poderoso castellano emparentado con los Licona –la familia de la madre de Ignacio– ofrece a don Beltrán educar a uno de sus hijos en su castillo de Arévalo como si fuese un hijo propio. Íñigo será el escogido. En un hogar donde ya había doce hijos (seis varones y seis mujeres), el vástago de Loyola sería tratado como uno más de la familia.

No tenía mucho que perder al dejar por primera vez el hogar, en 1506. Siendo su hermano Martín el heredero del título y la fortuna familiar, Íñigo tenía que trazar su propio camino. Entonces se iba cargado de ilusiones, de energía, con sueños de grandeza bullendo en su cabeza. Se veía triunfando en las cortes, conquistando damas y títulos; se veía ganando honra y riquezas que harían palidecer de envidia a señores y vasallos; se soñaba al lado de reyes, al mando de ejércitos, y escuchaba su nombre cantado en poemas y gestas. Sin duda son sueños naturales en un adolescente que siente que tiene todo al alcance de la mano: el vigor y apostura de la juventud, la nobleza del nombre, la seguridad de quien nunca se ha estrellado...

El mundo cortesano era, sin duda, mucho más atractivo que la vía clerical. En el nuevo Estado que va surgiendo bajo la mano firme de Fernando el Católico un muchacho puede soñar con llegar alto si juega bien sus cartas. Juan Velázquez de Cuéllar, mayordomo de la reina Isabel y Contador mayor de Castilla era un hombre poderoso y rico, y gozaba de la confianza del rey. Su esposa, María de Velasco, fue durante un tiempo gran amiga de doña Germana de Foix, la segunda mujer del rey. Su casa se convierte para Ignacio en la puerta por la que sale del cerrado valle de Loyola y entra en el ancho mundo, vertiginoso y vibrante, de la Europa renacentista.

El refinamiento y el lujo de un palacio real son muy superiores a la comodidad de la casa familiar en Loyola. Se acostumbra el joven Íñigo a vivir entre tapices y alhajas, imágenes y joyas, vajillas de plata, sábanas de Holanda, etiqueta cortesana y sirvientes siempre prestos a atender a los señores.

Allí se forma como cortesano y como soldado. Con otros compañeros, como los hijos de Velázquez de Cuéllar, o Alonso de Montalvo, paje como él y amigo querido en estos años de descubrimientos y maduración, aprende las artes militares y se prepara para ocupar puestos administrativos. Se acostumbra al lenguaje cortés y diplomático. Se forma en retórica, poética y música. Adquiere una delicada caligrafía que le servirá siempre, también cuando, décadas después, escriba, infatigable, cartas que habrán de llegar a cada rincón del mundo. Aprende en estos años a cabalgar y a manejar armas para la caza y para la lucha.

En Arévalo transcurren su adolescencia y primera juventud. Poco sabemos de él en esta etapa. Posiblemente Ignacio habló con cierto detalle de ella al narrar su autobiografía, muchos años después, al Padre Cámara. Pero todo lo referente al período anterior a su conversión ha quedado reducido a una línea, dicen las crónicas que por mandato de san Francisco de Borja, tercer General de los jesuitas, que no estaba muy conforme con que el mundo conociese la parte menos piadosa de la vida del fundador. Esa solitaria línea («Hasta los veintiséis años de edad fue un hombre dado a las vanidades del mundo») abre la puerta a las especulaciones... ¿Qué podemos imaginar? Pues amoríos primeros, sueños de gloria y poder, episodios violentos, competencia entre iguales para alcanzar visibilidad y aprecio. De hecho, es en 1515 cuando tanto Íñigo como su hermano Pero son juzgados, en Azpeitia, por un delito serio que no conocemos, y se libran alegando la inmunidad clerical. Se va perfilando ante nosotros un joven impulsivo, vital, enérgico y dispuesto a jugar bien sus bazas, una y otra vez.

¿Qué ideales llenarían su corazón y su cabeza? ¿Los de la caballería, con su exaltado orgullo y su mundo de hazañas y honores? ¿Los discursos humanistas que comienzan a provocar a los pensadores de la época? ¿Los relatos aventureros, con noticias, aún vagas, de tierras lejanas recién descubiertas y lugares exóticos colmados de riquezas? Es muy posible que una mezcla de todo esto vaya llenando la cabeza del joven al tiempo que crece, vive, ama, lucha, ríe y sueña.

Allá transcurren los años, entre torneos y banquetes, entre lecciones y acontecimientos. De vez en cuando la corte viene a Arévalo. Otras veces es la familia la que se desplaza a Burgos o a Sevilla, a Valladolid o a Toledo, siguiendo al rey. Tal vez de lejos ve Ignacio a personajes encumbrados en su época: al rey Fernando «el Católico», a su segunda mujer, doña Germana de Foix, a Juana, la reina loca, encerrada en Tordesillas o a su hija, la hermosa infanta Catalina; todas ellas son presencias que hacen que el muchacho se sienta importante, poderoso, fuerte, ambicioso y capaz...

Sin embargo este período cortesano terminará peor de lo esperado. Nada hacía presagiar, en los primeros años felices de Íñigo en Arévalo, que su protector, el poderoso Velázquez de Cuéllar, caería en desgracia. Y, a pesar de todo, así fue. En los primeros años de reinado de Carlos I, el joven monarca, ignorante de las tradiciones castellanas, quiso imponer algunas medidas chocantes. Entre ellas convertir a Germana de Foix, la viuda de su abuelo, en señora de Arévalo. La oposición de Velázquez de Cuéllar a la medida, contraria a los antiguos privilegios reales de la villa, que no se debía desvincular de la corona, le lleva a perder, en 1516, el favor del monarca y su posición en la corte. Morirá en agosto de 1517, gastado y fracasado.

 

El camino cortesano parece, de momento, complicarse para Ignacio. Y si es un camino tan fugaz, tan efímero y volátil, donde hoy eres señor y mañana no eres nadie, tal vez no merezca la pena seguir labrándose un futuro en él. Si un hombre honrado y noble, como don Juan, puede perder el favor de los reyes por permanecer fiel a lo que cree justo y legítimo frente a decisiones caprichosas de los monarcas, y con ello se desmorona lo que ha construido en toda una vida, ¿no es este un camino demasiado arbitrario? ¿Merece la pena seguir peleando por un puesto, un nombramiento, un lugar en la corte? Algo semejante debe impulsar a Íñigo para inclinarse, en este momento, por la vía militar. O tal vez no le quedó otro remedio. Sin valedor, sin influencias suficientes, sin haber tenido aún tiempo para demostrar su capacidad, veía cerrarse ante sí las puertas de la administración del Reino.

Sin embargo el tropiezo no resulta tan trágico. Entre las últimas disposiciones de su protector está recomendar a Íñigo al duque de Nájera para que lo acoja como parte de su Casa. No parece mal arreglo para el joven, que con veinticinco años de edad, y pasado el tiempo de preparación, necesita ejercitar lo aprendido y avanzar, con paso firme, en el mundo.

El camino militar

En 1517 Íñigo se aleja definitivamente de Arévalo y se dirige a Pamplona para encontrar a don Antonio Manrique de Lara, duque de Nájera y virrey de Navarra. Allí pasa a formar parte de la casa del duque, lo que le permitirá irse adentrando en el camino militar, en un tiempo de agitación y luchas que va a exigir, sin duda, buenos soldados y hombres bien preparados.

Navarra es en este momento un reino por el que los monarcas franceses y los españoles llevan años luchando, en pleno proceso de consolidación de sus nuevos estados. Y un reino además dividido por luchas intestinas entre clanes adictos a la corona castellana (beamonteses), y clanes opuestos a ella (agramonteses). En 1517 Navarra es parte del reino de Castilla, pero una parte no consolidada y constantemente amenazada con revueltas internas o con invasiones externas. Se trata sin duda, como Nápoles o Milán, de una pieza importante en el gran tablero de juego en que se va perfilando la política europea al inicio del siglo XVI. A su capital, Pamplona, llega Íñigo a finales de 1517, dispuesto a participar en la apasionante partida diplomática y militar que está teniendo lugar.

Dos episodios particulares conocemos de esta etapa, y nos permiten vislumbrar en qué se iba convirtiendo el joven Íñigo, que llega a la casa del duque ávido de gloria, de mundo y de vivir con intensidad. Esos episodios nos hablan de un joven orgulloso y pasional.

Descubrimos al joven orgulloso cuando, poco después de su llegada, es atacado por un grupo de hombres en las calles de Pamplona. ¿Por qué le atacaron? ¿Tal vez los agresores pertenecían a un bando rival en las luchas de clanes que enemistaban a las familias más poderosas de Navarra? ¿Tal vez estaban molestos con algún rasgo o actitud del recién llegado? El caso es que tratan de avasallarlo. La reacción de Íñigo no es pusilánime. Saca la espada y los pone en fuga. Ciertamente no es este un hombre dispuesto a dejarse amedrentar. Está antes preparado para la lucha que para la rendición.

Lo pasional asoma en su solicitud de permiso de armas, presentada al rey en 1518. El motivo era que sentía su vida amenazada. Y la causa de dicha amenaza no era otra que un lío de faldas. La enemistad de un criado, un cierto Francisco de Oya, desde los tiempos de Arévalo y presumiblemente por causa de una mujer, termina llevando a Íñigo a solicitar del rey el permiso de portar armas para defenderse, temiendo que el tal Francisco decida zanjar el asunto a la brava. El permiso le será concedido en 1519 y prorrogado al año siguiente. En este episodio percibimos al joven galante, en cierto grado mujeriego y de nuevo preparado para la pendencia.

¿Arrogante o simple hijo de su época? ¿Bravo o pendenciero? ¿Digno o vanidoso? ¿Orgulloso o insensato? Tal vez todas esas semillas están puestas en el hombre, esperando a ver qué germina y qué se lleva el viento.

La vida militar pasa, por fin, del ejercicio a la realidad. En el contexto conflictivo de la llegada de Carlos I al trono de España surgen focos de resistencia e incomodidad por la influencia excesiva de los flamencos llegados con el nuevo rey. La más conocida de estas revueltas será la de los comuneros, en Castilla, aplastada el 23 de abril de 1521 en Villalar, en las cercanías de Valladolid. A su sombra, y aprovechando el alboroto, surgen otros muchos focos de descontento y violencia. También el rey Francisco I de Francia decide plantar cara al monarca español, y para ello encuentra en Navarra el escenario perfecto, secundando al príncipe Enrique Albret, aspirante al trono de este reino.

Se habla de una guerra inminente. No cesan los movimientos de soldados. Parece llegar al fin la hora soñada por Íñigo. Hasta ahora todo lo que ha hecho es ejercitarse. Cazando o participando en torneos ha aprendido a utilizar las armas, pero siempre en escenarios ociosos, fáciles, inútiles. Si ha peleado ha sido en tugurios o reyertas puntuales, con maleantes o nobles tan aburridos como él. Siempre por motivos fútiles, desvanecidos ya. Es ahora el tiempo de luchar de verdad. Con el virrey. Por el rey. Contra Francia. Es ahora el momento de mostrar verdadero valor, de dar nuevo brillo al nombre de Loyola. Es la guerra la que hace héroes y labra futuros. Íñigo ve llegar su momento. Se desvela. Se agita mientras las noticias van llegando.

Se multiplican los focos de conflicto. Los campesinos de varias villas riojanas, contagiados de la inquietud comunera que había prendido en Castilla en ese verano, se han alzado contra sus señores. Entre ellos los habitantes de Nájera se han levantado contra el duque. Este avanza hasta la villa con dos mil hombres, entre ellos Íñigo. Combaten con arrojo y recuperan la ciudad, que saquean sin piedad, aunque Íñigo no toma parte en el saqueo. Parece considerar que el guerrero sólo combate por la nobleza, por la causa que defiende, y no por el botín. Este enfrentamiento, el 18 de septiembre de 1520, le pone por primera vez frente a la guerra, la violencia, la muerte y el triunfo. Y alimenta su heroísmo, su hambre de lucha y victoria, su impaciencia.

Tiene lugar entonces un episodio en el que no llega la sangre al río. También a la sombra de la rebelión comunera, parece inminente un conflicto bélico entre las villas guipuzcoanas. De enero a abril de 1521, durante meses frenéticos, y ante la perspectiva de una guerra civil destructiva, el virrey busca la paz, negociando con la ayuda de sus más fieles hombres, entre ellos Íñigo. Finalmente, el 12 de abril consiguen una resolución pacífica del conflicto entre las villas guipuzcoanas. ¿Se descubrió aquí Íñigo como un diplomático, negociador y hábil? Ciertamente en el futuro lo será. Probablemente su formación cortesana le ha preparado para dialogar, convencer, con firmeza o con seducción, a interlocutores poco dispuestos. Esta prueba parece superada, y un nuevo incendio apagado.

Sin embargo, la chispa está prendida. Sólo está por ver cuándo estallará el verdadero conflicto, el de Navarra. Llegan rumores de la frontera. Se habla de un ejército de franceses, de alemanes, de una invasión inminente que finalmente se produce el 12 de mayo de 1521. Los invasores avanzan ocupando sin resistencia las localidades importantes que encuentran en el camino. En pocos días llegan a los alrededores de Pamplona. Es un ejército que reúne a franceses y alemanes, navarros y vascos fieles a Enrique. La ciudad no está preparada para una resistencia larga. El duque se marcha a Segovia y envía a Íñigo a Guipúzcoa a buscar ayuda. En la ciudad quedan milicianos y pocos soldados. Cuando Íñigo regresa, junto con su hermano Martín y las tropas de refuerzo, se encuentran una ciudad asustada, poco dispuesta a luchar, y mucho más proclive a entregarse que a oponer resistencia. Martín se indigna ante ese derrotismo y se va. Íñigo se niega. Entra en la ciudad, y con sus tropas se une a los pocos defensores atrincherados en la ciudadela, un fortín en el interior de Pamplona.