Buch lesen: «Los transformados»

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Los Transformados

Jose Fado


Primera edición. Agosto 2020

© Jose Fado Sousa

© Editorial Esqueleto Negro

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ISBN Digital 978-84-122515-4-8

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La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual según el Código Penal.

INDICE

Primera parte

Segunda parte

Tercera parte

Cuarta parte

Primera parte

En Rumania hay personas que se convierten en perros.

La frase le vino a la cabeza de casualidad, al ver entrar a los dos hombres rumanos en la vieja casa. La escuchó, por primera y única vez, ya hacía al menos ocho años, cuando compaginaba la universidad con trabajos eventuales de dependiente y otros oficios similares; recordó con nitidez, como la frase fue pronunciada, tal cual, por un rumano de casi dos metros, ancho como un tonel y de oficio fontanero; según el propio individuo, aquellas palabras tan siniestras hacían referencia a lo que pasaba en su pueblo natal incrustado en la Rumanía rural. Todos los que le escuchaban dentro de la tienda de materiales de fontanería se rieron, pero el hombre continuó insistiendo en que en su tierra existían personas que se transformaban en perros.

Perros salvajes y asesinos.

Habían pasado muchos años y los dos individuos a los que Manel perseguía en aquel momento le recordaron aquella frase pronunciada por el enorme fontanero, y no porque creyese que los dos rumanos se fuesen a convertir en perros o algo parecido, pero sus rostros grandes e intimidantes, deformados por la carne sobrante de sus anchas mejillas, le habían hecho recordar aquellas inquietantes palabras.

Les había seguido desde la dirección inicial que le dieron en la agencia correspondiente a una calle de pisos bajos situada en un barrio a las afueras de Madrid; primero a pie, hasta que se vio en la necesidad de coger un taxi precipitadamente para no perderles de vista cuando los dos hombres se subieron en un coche. Llegaron al pequeño pueblo después de una hora en la carretera, los individuos aparcaron el vehículo en una solitaria calle y antes de abandonar el taxi, Manel pudo apreciar como entraban en una pequeña casa adosada en un estrecho callejón.

Desde entonces llevaban dos horas metidos en la vivienda. Solo tenía que seguirles y apuntar sus movimientos, lugares que visitasen, personas con las que se viesen…, nada del otro mundo, lo típico que un detective privado hacía con mucha frecuencia.

Un trabajo fácil y muy bien pagado.

Manel se acurrucó en su abrigo y comenzó a dar discretos paseos sin alejarse demasiado de la casa; en un pueblo pequeño como en el que se encontraba era difícil pasar inadvertido, pero el frio helador que reinaba aquel día y que ya quería dar paso a una noche donde la temperatura seguramente caería algunos grados por debajo de cero, ayudaba a que no hubiese un alma por la calle.

Afortunadamente, ya quedaba poco menos de una hora para que finalizase su turno y llegase algún novato en prácticas mandado por la agencia para sustituirle y que continuase con la vigilancia durante la noche.

El detective abandonó su posición y dejó atrás el callejón tomando una de las calles perpendiculares que le condujo hasta otro callejonzuelo que corría en paralelo a la calle de los rumanos; la noche iba ganando terreno y la oscuridad comenzaba a ser casi absoluta, la pobre iluminación del pueblo no parecía querer llegar hasta aquella zona.

Manel aceleró el paso hasta salir del callejón y rodear la manzana. La figura apareció por la esquina, de repente, dirigiéndose a toda velocidad hacia él; sintió un escalofrío, la estampa resaltaba en la oscuridad con una luminosidad fantasmagórica; se pegó contra la pared como si el ser que acababa de aparecer fuese un tren a toda velocidad y apenas tuviese espacio para no ser arrollado, aguantó la respiración mientras la extraña figura pasaba a su lado como una exhalación; era una mujer, joven y atractiva, aunque en su rostro moreno pudo apreciar una inquietante mueca de angustia, tal vez miedo, y lo que más sorprendió al investigador, fue la escasa ropa, porque una camiseta de manga corta y un pantalón, ambos de un intenso color blanco, no eran las prendas más apropiadas para protegerse del frio en aquella noche invernal.

Y descalza. Estaba claro que aquella joven huía de alguien.

Manel miró hacia el final de la calle con su corazón latiendo a la máxima intensidad y con la seguridad de que vería a los dos hombretones rumanos aparecer corriendo en pos de aquella chica. Percibió como los nervios comenzaban a agarrotar cada una de sus articulaciones y a sentir una desagradable sensación de angustia dentro de su pecho.

Él aún no estaba preparado para situaciones como aquella, en los tres años que llevaba trabajando en la agencia, tan solo había realizado funciones de vigilancia y de seguimiento, y nunca había tenido excesivas complicaciones más allá de que alguno de sus objetivos se diese cuenta de que estaba siendo vigilado y saliese corriendo o en otros casos, los menos, le reprochasen airadamente su actuación.

Los dos hombres rumanos no aparecieron y la chica de blanco se perdió por la calle que descendía hasta desaparecer por las afueras del pueblo. Manel no se lo pensó y comenzó a correr tras ella. Descendió la calle en busca de la muchacha. Pasó junto a la última casa, silenciosa y oscura. La calle, mal asfaltada, enseguida se convirtió en un camino de tierra y piedras que se adentraba temerosamente en la oscuridad.

Manel sacó su móvil y encendió la linterna.

—¿Oiga? ¿Señora? —susurró a la oscuridad—. ¿Se encuentra bien?

Como respuesta a las preguntas del detective se escuchó un gemido que se mezcló con sus pisadas y con el rasposo sonido de alguna ráfaga de viento helado, un quejido que hizo detener el avance del hombre.

—¿Oiga?

A unos pocos metros de él pudo distinguir el bulto blanco. Quieto. Inmóvil. Un nuevo y oscuro gemido se despegó de la silueta como si fuese expulsado por unas negras manos.

En Rumania hay personas que se convierten en perros.

La frase volvió a la memoria de Manel de manera inquietante en medio del frio helador de la noche y la negrura.

Se detuvo a menos de tres metros de la figura blanca, la oscuridad era casi absoluta en concordancia con el frio, su instinto de detective le decía que no se acercase más. Entonces dio un salto sobre sí mismo, su corazón pareció excavar en su pecho como si le hincasen un pico.

El móvil comenzó a vibrar en su mano.

Alguien llamaba. Maldito momento.

—¿Sí? ¿Quién es? ―contestó con un tembloroso sollozo.

“Manel, ¿dónde estás?” Respondió una voz chillona y juvenil.

Conocía aquella voz, era Javi, uno de los jóvenes becarios que hacían prácticas en la agencia, un chico pelirrojo de poco más de veinte años con el rostro del color de la leche salteado de unas manchas rojas que le daban un aspecto enfermizo; le había visto algunas veces por la oficina, aunque había intercambiado muy pocas palabras con él, tan solo algunas frases junto a la máquina de café; únicamente sabía de él que era un estudiante de Derecho con aspiraciones de convertirse en abogado penalista, y que más que hacer prácticas en una agencia de investigación privada, parecía un despistado seminarista en camino de convertirse en sacerdote.

—Estoy en el pueblo, a unos metros de la puerta de los rumanos —se le ocurrió decir—. ¿Y tú dónde estás?

“Pues en la puerta”, contestó con notable sorpresa el becario. “No te veo”

—Espérame ahí, me ha surgido un problema, enseguida…

Las palabras del investigador se cortaron en seco. La figura blanca que había estado agazapada comenzó a moverse. A levantarse. Manel tuvo deseos de huir de aquel lugar. De salir corriendo.

—Ayúdame ―susurró una voz femenina.

El detective dirigió el haz de luz del móvil hacia la silueta recién erguida. Era el bello rostro de la joven que había pasado corriendo minutos antes delante de él.

La muchacha alzó una mano cubriendo sus ojos intentando protegerse del deslumbramiento de la linterna. Manel apartó el foco de la cara de la chica. Era muy atractiva, y a pesar de las oscuras ojeras que pintaban sus ojos, su rostro permanecía sereno y despierto, aunque con un semblante que el investigador no atinó a descubrir.

El detective se relajó al comprobar que la chica no iba a saltar sobre él.

“¿Estás ahí?”. Preguntó indecisa la voz del becario por el teléfono.

—Sí, ahora te llamo —Manel cortó la comunicación y dio un paso hacia la joven—. ¿Qué te ha ocurrido?

—Esos hombres… —enseguida supo que la joven se refería a los dos rumanos a los que él había estado siguiendo—. Son peligrosos, me quieren hacer daño.

Las palabras de la muchacha sonaron enigmáticas en el frio helador de la noche.

—¿Por qué? ¿Qué tienes que ver con ellos? —la joven pareció no tener mucha intención en contestar a las preguntas de Manel que la observó con atención, su fina ropa blanca y sus pies descalzos no eran, a todas luces, lo suficiente para protegerla de la gélida temperatura de aquella noche, sin embargo, no parecía tener frío—. Ven, vamos al coche, te vas a congelar.

—No —protestó la chica—, si me ven me harán daño.

—Está bien —Manel hizo un gesto de tranquilidad con su mano y llamó al becario para decirle que se acercase con el coche hasta su posición, después buscó en la agenda del teléfono el número de Isidro para explicarle lo que había sucedido.

“Verás, no conozco personalmente al cliente que nos encargó este caso —Isidro Melgar era el gerente, el dueño y el administrador de la agencia de detectives “Vueltas”, un hombre pequeño que ya superaba los setenta años, con un rostro sagaz y despierto, que había sido policía y que había trabajado para el antiguo CESID como espía. Todos los trabajadores de la agencia le tenían un inquebrantable respeto—, tan solo sé que no debemos de perder de vista a esos hombres, porque es nuestro trabajo y porque el cliente nos ha pagado mucho dinero”.

—Pero la chica dice que está en peligro, tal vez deberíamos llamar a la policía.

“¿La policía? Escucha —espetó la voz severa de Isidro al otro lado de la línea telefónica—, olvidaros de la chica, no es nuestro problema, que Javi se quede contigo. No perdáis de vista a esos dos hombres, vigilar cada uno de sus movimientos y dejad en paz a esa chica de la que hablas. Voy ahora mismo hacia allá. Tener cuidado”.

La comunicación con Isidro se cortó al tiempo que los focos de un auto se acercaban lentamente, indecisos. Manel comprendió que su turno se iba a alargar un poco más, en su contrato se especificaba muy claramente que, en caso de imprevistos, los empleados de la agencia deberían de ser flexibles en sus horarios. Agitó su mano y el coche pareció acelerar hasta que se detuvo a unos pocos metros.

El joven del rostro blanquecino bajó del vehículo con un terrible aspecto de asustado. Miró a la chica y luego a Manel, y antes de que dijese una sola palabra, el detective le dio una orden.

—Llévatela a la oficina, que tome algo caliente y que entre en calor, asegúrate de que se queda tranquila ―dijo. Por supuesto que no iba a dejar a aquella joven a la intemperie y en manos de aquellos ogros rumanos. Por mucho que el todopoderosísimo Isidro mandase que se olvidasen de ella. A veces no entendía las extrañas decisiones de su jefe. Que le despidiese si ese era su deseo, ya tenía la suficiente experiencia como para poder trabajar en cualquiera de las muchas agencias de detectives que poblaban Madrid.

—¿Quién es? —preguntó Javi.

—No lo sé, pero parece que está en peligro, he hablado con Isidro y no quiere que avisemos a la policía, de momento. Voy a intentar averiguar algo más de esos hombres, tú haz lo que te digo.

El becario volvió a subir al coche esta vez acompañado de la chica que no dijo palabra, y después de unas maniobras, volvió a alejarse por la misma calle que había aparecido.

Manel se dirigió de nuevo hacia la casa de los rumanos envuelto en turbias meditaciones. Isidro llegaría en menos de una hora y se haría cargo de aquella extraña situación, probablemente le preguntaría por la chica. Inventaría cualquier cosa para justificar que Javi se la había tenido que llevar en el coche, ya no tenía duda de que aquel caso se había convertido en uno de los más importantes que le habían encargado desde que trabajaba en la agencia. Y no pensaba desaprovecharlo. Mientras se acercaba a la casa, intentó elaborar mentalmente la estrategia a seguir. Llevaba cinco años trabajando como investigador desde que terminase sus estudios en la universidad, tres de ellos en la agencia “Vueltas” y los dos anteriores en trabajos esporádicos; la investigación privada era su pasión, aunque había avanzado poco. Realmente, el oficio de detective privado no era tan excitante como pintaban las películas y los libros, pero Manel esperaba impaciente a que llegase su oportunidad, a que llegase ese caso que se pareciese más a las películas. Y él tenía recursos, por supuesto que los tenía.

Se asomó cautelosamente a la esquina que daba a la calle de los rumanos. Una figura caminaba hacia la puerta de la casa procedente del otro lado de la calle, una silueta que se recortaba contra la oscuridad ostentosamente. Su avance parecía renqueante, lento y torpe. Manel estuvo seguro de que se trataba de unos de los hombres rumanos, su corazón volvió a protestar dentro de su pecho, pero el detective enseguida lo controló, sintió deseos de acercarse al individuo y sin más preámbulos preguntarle qué era lo que había pasado con la chica, pero solo tenía la orden de vigilar.

Con sumo cuidado volvió a asomar su cabeza por la esquina.

El hombre ya había desaparecido.

El detective se pegó a la pared y avanzó sigilosamente hasta la puerta de la casa. Aquellos individuos podían ser cualquier cosa. Asesinos, mafiosos, traficantes… La puerta estaba abierta de par en par como invitándole a entrar. Echó una furtiva mirada. Desde el interior de la vivienda parecía exhalar un inquietante silencio y una amenazadora oscuridad. Sus ojos solo pudieron distinguir el perfil de un estrecho pasillo que se deslizaba entre dos viejas paredes de tierra.

“¡Pum!” El ruido llegó claro desde el interior. Desde el fondo del pasillo.

Manel respiró hondo y dio un paso adentrándose en la casa. Le embargó un intenso olor que no supo ni quiso descifrar en aquel momento, deseó el haber tenido un arma encima, aunque solo hubiese sido una maldita pistola corta, de hecho, tenía el permiso B para poder llevar ese tipo de pistolas, pero la agencia prohibía por norma llevar armas, tan solo el jefe y alguno de los detectives más antiguos iban armados.

La sombra se visualizó al fondo del pasillo. Sonó un nuevo “pum”, pero esta vez más distorsionado, como si no fuese producido por ningún objeto físico y proviniese de algo húmedo, vivo.

Por fin, Manel se decidió a hablar.

—He escuchado jaleo hace algunos minutos —dijo dirigiéndose a la oscuridad del pasillo—. ¿Están bien? He pensado que podrían necesitar ayuda.

Nadie contestó. Sin embargo, la sombra del final del pasillo se irguió. Manel dio un paso atrás. El nuevo “pum” recorrió la estancia en su dirección como si le quisiese tragar, incluso sintió un calinoso aliento. La sombra comenzó el avance. Lentamente, hacia él. El detective creyó escuchar unas palabras, distorsionadas, pero su pecho latía con tal fuerza que obligó a su cuerpo a girarse y a salir nuevamente de la vivienda. Quiso volver su mirada, pero no lo hizo, estaba seguro que unos pasos sonaban acercándose hacia él.

Sintió que su integridad física corría peligro. Comenzó a correr.

Parecía sentir el ruido de los “pum” detrás de él. Corrió en dirección contraria al callejón por donde había aparecido la chica. Dobló la esquina sin detenerse. Las casas del pueblo parecían estar todas en total silencio y dominadas por la más negra oscuridad, salvo alguna luz que escapaba tenuemente por alguna de las ventanas, pero ni rastro de persona viviente.

Cuando hubo recorrido más de doscientos metros y las últimas edificaciones del pueblo luchaban por no caer escondidas en la negrura de la noche, se detuvo y miró hacia atrás. No había nadie. Nadie le había seguido.

Manel soltó una risita nerviosa.

—Eres un cobarde —dijo en voz alta.

Sacó su móvil del bolsillo dispuesto a llamar a Isidro y exigirle que le mandase el relevo de manera inmediata. Allí estaba pasando algo extraño. Tenía que convencer al jefe de que debían avisar a la policía.

Tal vez la joven aportaría algún dato.

Comenzó a andar nuevamente deshaciendo su carrera. Lentamente. Hacia el callejón de los rumanos. El ruido de un motor le hizo mirar hacia una de las bocacalles. Un auto ronroneaba quieto a unos pocos metros. La figura de un individuo se recortaba en el interior contra la luna trasera. Inmóvil.

Manel reconoció el coche a pesar de la oscuridad de la noche y de la distancia. Era el viejo Renault del becario.

—Maldito estúpido —murmuró y se dirigió hacia el auto.

El vapor que escapaba por el tubo de escape relucía en la negrura de la noche y parecía querer volver a entrar por el estrecho conducto temeroso de la oscuridad y del frio.

Nadie se movía en el interior del vehículo. Manel recorrió el lateral del coche hasta la puerta del conductor, la ventanilla estaba rota y por fin pudo distinguir el cuerpo de Javi.

—Pero que haces aún aquí…

La sangre dejó de circular por las venas del detective. Un líquido viscoso de color rojo oscuro lo empapaba todo. Era sangre, por supuesto. Todo estaba pringado, el salpicadero, la luna delantera y todas las ropas del becario. Su cabeza se inclinaba hacia atrás dejando al descubierto la descarnada herida de su cuello, sus ojos abiertos como enormes platos reflejaban en la oscuridad un terror desencajado.

—¡Dios! —Manel dio un paso atrás como empujado por una enorme y candente mano. Su boca no podía articular ninguna palabra más. Cogió su móvil dispuesto a llamar a alguien. Luego lo volvió a meter en su bolsillo con un torpe movimiento.

La chica. Manel intentó relajarse y asumir la dantesca escena que se presentaba ante él. Sin acercarse, miró por las ventanillas traseras. No había nadie más. Comenzó a caminar rodeando al coche. Cada paso que daba parecía que se fuese a convertir en el último que le condujese hasta el precipicio de su propia muerte.

No había ni un alma más. Tan solo el pobre becario degollado y desangrado como un cerdo. Muerto.

—Dios —repitió.

El ruido al final de la calle hizo que su corazón protestase dolorosamente dentro de su pecho una vez más. Una ágil figura, que llevaba pegada a su espalda como si fuese una capa lo que parecía ser un trozo de tela de un color blanco intensísimo que resaltaba como un faro en medio de la negrura de la noche, atravesó veloz la calle y se perdió por la esquina.

—¡Eh! ¡Quieta! —gritó dando por sentado que era la bella muchacha perseguida por los hombres rumanos y que había dejado minutos antes en compañía del desafortunado becario; al parecer, ella estaba viva.

Manel buscó algo que le sirviese como arma dentro del coche poniendo todo el cuidado posible en no rozar el cuerpo destrozado y cubierto de sangre. Ni siquiera lo miró. Encontró una vieja barra de seguridad de hierro, la asió con fuerza y corrió hacia la esquina. La calle que descendía y que parecía atravesar al pequeño pueblo de norte a sur, parecía no tener fin, o más bien, parecía tener un tenebroso fin en la oscuridad.

Pero no había ni rastro de la chica.

El detective se detuvo y dirigió su mirada hacia el final de la calle sujetando con fuerza la barra de seguridad. Su respiración sonaba como una antigua maquina a vapor. Sacó nuevamente su móvil y esta vez sí buscó un número en la agenda digital.

“Diga”, contestó la inanimada voz de Isidro. “¿Eres tú, Manel?”.

—Sí —la palabra del investigador sonó quebrada—. Esta muerto… Javi…, lo han degollado.

“¿Qué ha pasado?” Dijo Isidro tras un silencio casi imperceptible. ”Te dije que os olvidaseis de la chica”.

¡Maldito estúpido! Que tenía que ver la joven con el asesinato del pobre Javi. Manel pensó en protestar airadamente y decirle a su jefe que la culpa de todo aquel embrollo era exclusivamente suya por no haberle dejado llamar a la policía, pero por el contrario sintió como su consistencia y su fuerza se desmoronaban como una cascada de agua.

—¡No lo sé, maldita sea! Le dejé con la chica, los dos se fueron en el coche y…

“Está bien, tranquilízate, ya me queda poco para llegar”. La voz fría y calculadora de su jefe no pareció alterarse por la noticia de que había desobedecido su orden, más bien se asemejaba a la de un padre intentando consolar a la familia en un momento de dificultad.

—Voy a llamar a la policía.

“No, espera a que llegue”. Esta vez la voz de Isidro fue mucho más cortante y… amenazante.

—Está muerto, lo han asesinado, ¿no lo entiendes?

“Claro que lo entiendo, pero es un deseo expreso del cliente, nada de policía”.

—Solo había que vigilar a esos tipos —la voz de Manel parecía al borde del llanto—. No se dijo nada de asesinatos.

“Espera a que llegue”, repitió la serena y autoritaria voz de Isidro a través del móvil. “Mientras, mantén la vigilancia de esos tipos y olvídate de la chica”.

Isidro cortó la comunicación.

—¡Hijoputa!

Manel se guardó el móvil, por un momento se olvidó de la chica y comenzó a caminar lentamente hacia la calle donde estaba la casa de los rumanos. La barra metálica de seguridad bailaba en su mano. Se detuvo en seco, una figura caminaba por el callejón, creyó reconocer de nuevo la silueta de uno de los hombres a los que había vigilado y que caminaba con notoria dificultad, su enorme cuerpo pareciese que de un momento a otro fuese a estrellarse contra el suelo.

La figura se alejó por la otra punta de la calle hasta que dobló la esquina desapareciendo de la vista del detective. Manel corrió atravesando todo el callejón hasta llegar a la esquina por la que había desaparecido el rumano, le vio doblar por otra de las callejuelas como si estuviese buscando a alguien; el detective volvió a correr hasta asomar su cabeza por la esquina, pudo ver al hombre introducirse en una de las casas. La luz que salía por la ventana era amarillenta, sucia. Se pegó a la pared y fue acercándose hacia la puerta temiendo que de un momento a otro el individuo apareciese blandiendo un hacha.

El alarido atravesó sus tímpanos como si quisiese destrozarlos en mil pedazos. Manel contuvo un grito, como respuesta, lleno de terror. Temblando de pies a cabeza, levantó la barra de hierro que aún mantenía en su mano y se asomó, la puerta estaba abierta de par en par, un pequeño pasillo con un modesto recibidor de madera daba la bienvenida a quien fuese a entrar en la vivienda.

El ruido de un pesado objeto arrastrarse se escapó desde el interior.

Miró hacia atrás y meditó la posibilidad de volver junto al coche y esperar a la llegada de su jefe, pero por el contrario, dio un paso y se adentró en la casa. Recorrió el pasillo todo lo sigilosamente que pudo hasta llegar a un pequeño salón; el investigador se llevó la mano a la boca y contuvo una desagradable arcada, apartó su mirada. La vieja estaba sentada en el sillón, tenía las ropas abiertas a la altura de su pecho, sus carnes blancas y arrugadas estaban surcadas de grotescos cortes que dejaban entrever sus octogenarias vísceras. El hombre estaba tumbado bocabajo. Su cabeza estaba separada a medio metro de su cuerpo de anciano.

La sangre que envolvía los dos cuerpos aún parecía rezumar vapor caliente.

Al fondo del comedor se abría una puerta que daba a una habitación, la luz estaba encendida. Dos figuras forcejaban en su interior, una de ellas dio un atlético salto y despareció por un lateral de la estancia, la otra, mucho más voluminosa comenzó a avanzar hacia él.

Los dedos de la mano del detective comenzaron a temblar en un incontrolable movimiento. La barra cayó de su mano. Manel se giró dispuesto a huir de aquel lugar. Sus pies tropezaron con la cabeza separada del viejo y su nariz chocó de golpe contra el canto de la puerta abierta, al instante, una ráfaga de dolor recorrió todo su rostro haciéndole tambalear a punto de caer.

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