El gorrión en el nido

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SEGUNDA PARTE

DE CÓMO EL CELOSO NO TIENE REPOSO

XI

DE CÓMO GORRI DESCUBRIÓ QUE LAS CIGÜEÑAS ERAN DETESTABLES

Pronto pasaron la boda, los festejos y las celebraciones y, en menos de lo que tarda la estela de un cometa en desaparecer todo volvió a su rutina y cada uno se ocupó de lo suyo. Con Paka, Cari y Edurne casadas y con casa, la parte de la vivienda de los abuelos de Gorri que antes ocupaban las tres hermanas se quedó vacía, se perdieron risas, riñas, gritos, y el silencio se desbordaba por cualquier rincón llenando de añoranza el corazón de la abuela, que demandaba la presencia de Gorri como alivio a su desazón, así que siempre que era posible lo tenía con ella y ambos disfrutaban de la mutua compañía.

Gorri era el centro de atención de propios y visitantes, a quienes les regalaba amplias sonrisas, mirándolos fijamente con sus grandes ojos mientras recibía respuestas cariñosas y llenas de ternura que acogía con gran agrado. Había aprendido que los perros ponen caras estudiadas para conseguir lo que quieren y, al igual que ellos, con aquella mueca se convertía en el centro de atención y la utilizaba siempre que alguien se ponía a tiro para ser objeto de toda clase de mimos y arrumacos, especialmente con las mujeres, que eran muy sensibles a sus carantoñas y enseguida caían rendidas. Fue otro truco aprendido en la niñez que prodigó a lo largo de su vida con muy buenos resultados.

Aconteció que Paka volvió a ponerse culeca pocos meses antes de la boda de sus hermanas y, como era de embarazo delicado, con muchas posibilidades de perder a la criatura —incluso de irse con ella—, demandaba largos descansos (o como recomendaba el doctor H. Nike; reposo absoluto). Los abuelos, de común acuerdo con Patxi y Paka, decidieron hacerse cargo de Gorri durante el tiempo que fuese necesario, gestación, parto y recuperación de la madre. La abuela estaba necesitada de responsabilidades y, para el abuelo, un nieto en casa al que dedicarle enseñanzas después del trabajo le reportaba una gran satisfacción. Por otro lado, Patxi estaba desbordado de tareas entre sus obligaciones en la fábrica y las horas que empleaba en instalaciones, reparaciones y la venta de los aparatos de radio que él mismo montaba para obtener el dinero extra que tan bien les venía ahora que iban a tener un miembro más en el nido. Además, los obligados descansos de Paka llevaban a Patxi a tener que atender el gallinero y otras tareas que habitualmente ella realizaba.

Gorri, en casa de los abuelos, era rey a tiempo completo. Dormía en el piso de arriba en la habitación que había sido de Edurne, en una cama alta de colchón de lana y almohada del mismo relleno, entre sábanas que olían a membrillo y un par de mantas que le cubrían hasta las orejas. En las frías noches de invierno ponían a sus pies una botella de cristal con agua caliente envuelta en una toalla y, antes de acostarse, la abuela calentaba la cama con un artilugio de cobre en cuyo interior había brasas calientes. Cuando le acostaba le daba un beso de buenas noches y el abuelo otro, luego, ambos se quedaban mirándole, sonriendo sin decir nada hasta que apagaban la luz y cerraban la puerta.

Gorri, desde el silencio de su cama, oía el sonido del agua del Zirauntza, que fluía junto a la casa de los abuelos igual que lo había hecho algunos cientos de metros antes al pasar por La Central. Ese sonido monótono de agua discurriendo a lo largo del cauce, un sonido que había escuchado desde el primer día de su vida, le relajaba y le llevaba a un profundo sueño que duraba tantas horas como horas tiene la noche y algunas más de las que tiene el día, hasta que despertaba escuchando esa música repetitiva y uniforme del discurrir del río junto a la casa mientras paseaba la vista por la habitación y se quedaba atento mirando la luz que entraba a través del cristal y la entreabierta contraventana, todo lo cual creaba finos rayos que el polvo en suspensión hacía visibles y con los que Gorri disfrutaba por su aspecto etéreo e inconsistente hasta que oía ruido en la cocina y se decidía a llamar a la abuela. La abuela acudía a la llamada con la misma devoción que los fieles a las campanadas de la misa, apareciendo en la habitación, hablándole con una música y un tono especiales que solo con él empleaba, llenándolo de besos y achuchones como el mejor regalo que Dios le hubiese podido hacer.

Un día tras otro los rituales se repetían, el aseo en la cocina en un gran barreño metálico dentro del fregadero con agua calentada en la cocina de leña, colonia y repeinado que intentaban domar algún rizo, ropa limpia y desayuno a base de leche con su nata en tazón de loza con sopas de pan y azúcar, y así de aseado, desayunado y lustroso, iban paseando hasta La Central para que madre e hijo estuviesen todos los días algún rato juntos y para que Patxi compartiese comida y cabezada con su pequeño.

—Mamá —le preguntaba Gorri—. ¿Por qué no te levantas de la cama?, ya es de día hace rato y podemos ir a pasear.

—Verás, mi niño —le contestaba Paka—. Estoy esperando a la cigüeña que te va a traer un hermanito, y cuando llegue me tiene que encontrar en la cama para dármelo. Si la cigüeña llega y no estoy en la cama acostada se enfadará y se llevará a tu hermanito para dárselo a otra madre.

Para Gorri, lo de la cigüeña y el hermanito que obligaban a su madre a no levantarse de la cama, más que una alegría, como todos querían hacerle ver, le resultaba una pena, pensaba que las cigüeñas eran buenas y las solía ver en el nido que había en el campanario pequeño que estaba encima de la sacristía, blancas, grandes, volando elegantes, pero eso de que decidiesen si le daban un hermanito o no dependiendo de si su madre estaba o no en la cama cuando llegasen le parecía un abuso y comenzó a tener manía a tan detestables pajarracos. Además, ¿para qué quería un hermanito?, él quería a su madre para él solo, que jugase con él y le hiciese tartas, que le abrazase y le llamase «mi ángel» y no verla allá, postrada un día tras otro sin poder hacer nada con ella.

—Mamá, yo no quiero un hermanito —dijo Gorri compungido—. Yo quiero estar contigo paseando. ¡Odio a las cigüeñas!, ¿por qué tienes que estar siempre en la cama esperándolas? Diles que no quieres el hermanito y nos vamos a pasear ¿vale, mamá?

Cuando Patxi regresaba a la fábrica tras la cabezada del mediodía iba acompañado de Gorri y de la abuela hasta donde el camino de La Central todavía hoy se topa con la carretera que sube a la fábrica desde el pueblo, allí había crecido una planta silvestre a la que Gorri había bautizado como «la lechuga», y que era el punto donde se separaban. En «la lechuga» su padre se iba hacia arriba a la fábrica, y él, con la abuela, se iba hacia abajo a casa a comer.

Por las tardes había siesta, para la abuela era sagrada, pero no así para Gorri, que prefería seguir divirtiéndose con los animales de casa, con las cosas de la huerta o con un lápiz y un papel, haciendo garabatos mientras la abuela se desesperaba porque el sueño la podía y Gorri no la dejaba tranquila, por eso algunas veces aparecía Cari y se quedaba en la cocina con Gorri, para darle un respiro a la abuela y que pudiese echarse un rato. Como Gorri no era un gran echador de siestas, si no aparecía Cari y la abuela le metía en la cama, se pasaba la tarde llamando a la abuela para decirle que no se podía dormir. En estas ocasiones, la eterna sonrisa de la abuela desaparecía y, aunque nunca tuvo una mala palabra ni un mal gesto, el verse privada de su siesta era lo que peor llevaba de aquella, por otra parte, deseada situación.

Cuando llovía o hacía frío se quedaba en casa, pero si hacía bueno Cari llevaba a Gorri a pasear. Si en el potro que había enfrente de casa de la abuela se encontraba el herrador ocupado con algún caballo, Gorri se quedaba allí todo el rato mirando cómo cortaban las pezuñas, las limaban y le clavaban las herraduras al animal; algo que le parecía que tenía que ser muy doloroso, pero al ver que el caballo, yegua, burro o mulo no se quejaba entendía que no debía de ser diferente a ponerse unos zapatos nuevos de esos que a veces te duelen, pero poco. Lo que más le gustaba a Gorri era pasear con el abuelo cuando este regresaba del trabajo. El abuelo era grande en estatura y en el resto de dimensiones, con cara redonda, gafas redondas y una gran papada, gustaba de fumar puros y tabaco de liar y, casi siempre, portaba uno u otro entre sus dedos; sonriente, afable, tranquilo y bromista, era un gran aficionado a la lectura y, para él, el mejor regalo que podían hacerle era un buen libro, tal vez por esa razón era un gran contador de historias, historias que le relataba a Gorri en sus paseos y si eran inventadas o no Gorri nunca lo supo, ni le importó. A Gorri le gustaba que el abuelo le contase historias mientras paseaban hasta el alto de San Juan, como la del casero al que robaron el txakoli de su borda, o aquella del tío soltero de Gorri del puerto de mar:

—Mira, Gorri —le contaba el abuelo—. ¿Ves Aratz?, pues así es tu tío, el del puerto de mar, grande y fuerte.

—¿Los montes pueden ser personas? —preguntó Gorri.

—Los montes pueden ser lo que tú quieras —dijo el abuelo—. Pueden ser personas, familia, animales. Mira Umandia, ¿no te parece el tejado de una casa?

—Sí —dijo Gorri—. ¿Qué pasó con el tío?

—Tu tío se enamoró de una chica que venía al pueblo a pasar el verano con sus padres, se llamaba Irune; y es que la madre de aquella chica había ido de muy jovencita a servir a un pueblo de la costa, aún no lo sabes, pero verás a muchas chicas irse a servir a otros pueblos cuando sean jovencitas.

—¿Qué es servir, abuelo? —preguntaba Gorri aún falto de mucho vocabulario.

—Servir es ir a ayudar a gente a cambio de dinero para que les hagan el trabajo que ellos no quieren hacer. Aquella chica que se fue a servir se hizo mayor, y se casó con un hombre del pueblo de la costa y los veranos volvían aquí con su hija Irune para pasarlos con la familia.

 

—¿Qué es la costa, abuelo? —seguía preguntando Gorri.

—La costa es donde se acaba la tierra y comienza el mar y el mar es como el Zirauntza, pero muy, muy, muy grande —le explicaba el abuelo—. Pues tu tío se enamoró de Irune, la hija de aquella señora que se marchó a servir, pero no solo se enamoró él, también se enamoró de la misma chica el hijo del carnicero que entonces era amigo de tu tío.

—¿Y qué pasó, abuelo? —preguntaba Gorri siguiendo la historia.

—Pues pasó que cuando la chica se volvió al pueblo pesquero tu tío la siguió y se buscó un trabajo allí para poder estar junto a ella y ser novios, pero el hijo del carnicero también quería ser su novio y un domingo se fue al pueblo pesquero con una nota que le hizo llegar a la novia de tu tío.

—¿Qué es una nota? —volvía a preguntar Gorri.

Y el abuelo explicó pacientemente lo que era una nota.

—¿Y qué le quería decir, abuelo? —seguía Gorri.

—Pues para que solo entendiese la nota la novia de tu tío, la escribió codificada, pensando que ella la descifraría.

—¿Qué es codificada, abuelo? —seguía preguntando Gorri.

Nuevamente el abuelo, con gran paciencia, volvió a explicarle el significado de codificada.

Aparte de las mil historias como esta y otras que le contaba, también le gustaba a Gorri cuando el abuelo cogía un caracol, lo ponía sobre una piedra y le comenzaba a cantar:

—Caracol, miricol, saca tus cuernos y ponte al sol. —Una y otra vez cantaba hasta que el caracol sacaba sus cuernos al sol. Aquello a Gorri le parecía magia.

A veces veían cómo el sol se ponía sobre el horizonte por encima de los cuernos del caracol, sentados en la hierba, el abuelo, su perro Tute y Gorri viendo el gran círculo rojo que se metía por el horizonte hasta desaparecer y, según el color de las nubes, el abuelo decía cuál iba a ser el clima del día siguiente:

—Mañana lloverá por la tarde.

O:

—Mañana viene viento solano —decía el abuelo, y luego todos volvían a casa a cenar.

Así pasaron varios meses, puede que nueve. Aquella mañana no le sacó de la cama la abuela ni tampoco le aseó, ni le dio de desayunar, ni le vistió. Aquella mañana fue Cari la que se ocupó de estas tareas.

—Tía Cari, ¿por qué no está hoy la abuela? —preguntó Gorri extrañado.

—La abuela ha ido a La Central —dijo Cari—. Es posible que la cigüeña haya ido a ver a tu madre y te haya llevado un hermanito. Te voy a preparar y vamos a subir para ver si es así. Esta mañana, temprano, se han visto cigüeñas volando por encima del pueblo con niños dentro de sábanas que colgaban de sus picos. Si han encontrado a tu madre acostada es fácil que le hayan dejado uno.

Gorri puso cara de gran alegría que Cari atribuyó al deseo de Gorri por tener un hermanito, pero la alegría no era por el hermanito —del que Gorri no quería saber nada—, la alegría era porque al fin su madre podría liberarse de la cama, darle arrumacos, llamarle «mi ángel» y hacerle tartas.

Cuando llegaron a La Central se encontraron en la explanada que hay frente a ella con su padre, Donostia, el doctor H. Nike y Mateo celebrando con vino, queso y jamón la llegada de un nuevo miembro a la familia y todos se acercaron a Gorri con una gran sonrisa.

—Gorri, que tienes una hermanita —le repetían unos y otros como si eso a él le importase algo.

Gorri lo que quería saber es si su madre ya estaba levantada y subió rápidamente a la casa en su búsqueda. En la cocina se encontró con el abuelo y la abuela sosteniendo a la recién nacida envuelta en una manta, y se la enseñaron a Gorri, quien la miró con desprecio diciendo que era muy fea y salió corriendo al cuarto de su madre, que continuaba en la cama. Gorri se quedó extrañado de verla allí después de haber venido la cigüeña.

—Mamá, levántate y vamos a pasear —le dijo Gorri nada más verla.

—No puedo todavía, mi vida —le contestó su madre—. Tengo que continuar en la cama.

—Que sí puedes, mamá —le insistió Gorri—. La cigüeña ya ha venido y ha dejado una niña muy fea que está con la abuela en la cocina.

—Ya lo sé, mi niño —le contestó su madre—. Es que la cigüeña me ha hecho mucho daño de un picotazo cuando le he cogido a la niña y ahora tengo que seguir en la cama hasta curarme de la herida.

Gorri se quedó perplejo pensando en lo detestables que eran esos pajarracos mientras se tumbó en la cama al costado de su madre herida.

XII

DE CÓMO GORRI SE AFICIONÓ A LAS TETAS

A las siete de la mañana Paka Goñi había dado a luz una niña en la misma cama del mismo cuarto de la misma casa del mismo pequeño pueblo donde cuatro años antes, un mes y un día había nacido Gorri. La llamaron Isuriñe, nombre que paseó con orgullo por todo el mundo. Este día fue el fin de la buena vida de Gorri, a partir de entonces solo tuvo media buena vida.

Gorri se debatía en un sinfín de dudas, nuevas sensaciones le invadieron. No entendía cómo de repente todo el mundo estaba pendiente de la fea y le dejaban a él a un lado a pesar de poner ojos grandes y la mejor de sus sonrisas; lo único que conseguía es que le hablasen de su hermana una y otra vez. Él se acercaba a mirarla y no le encontraba nada de especial, no hacía nada, no sabía jugar, no le contestaba cuando le hablaba y se pasaba el día durmiendo o tomando teta, acaparando totalmente a su madre, que solo tenía tiempo para ella.

En un intento desesperado por tener contacto con su madre, aprovechando que le estaba dando de mamar a Isuriñe, le hizo una propuesta:

—Mamá, yo también quiero teta.

—No, Gorri —contestó su madre esgrimiendo una sonrisa.

—Mamá, tú tienes dos tetas. La que ahora está chupando mi hermana que sea para ella y la otra para mí. ¿Vale?

—Gorri, la teta es solo para los bebés, tú ya eres mayor, así que olvídate de la teta —concluyó Paka con firmeza. Lo cierto es que Gorri nunca consiguió olvidarse de la teta, y si alguna imagen de su infancia le ha perseguido como un fetiche ha sido la teta negada de su madre, por eso cada vez que ve una se queda mirando, como hipnotizado, en un deseo lujurioso de cogerla, amasarla y succionarla, ante la mal entendida intención de su portadora que, en más de una ocasión, ha reaccionado con violencia ante tal descaro sin que le hayan servido las explicaciones que le ha dado Gorri.

Donostia, como era obligado, se apresuró a organizar el bautizo de la recién llegada, y como era el segundo hijo del matrimonio —y además chica—, Patxi decidió de acuerdo con Paka que en esa ocasión harían algo más familiar e íntimo que con el varón primogénito. Esta decisión venía propiciada por un intento de ahorrar costes y dedicarlos a fines más necesarios y también por no acrecentar más la desazón que veían en Gorri preparando un fasto que le hiciese sentir más desgraciado de lo que ya se sentía. Además, a Paka su recuperación le impedía participar de forma activa y le parecía mejor un acontecimiento discreto. Por otra parte, la homenajeada no se iba a enterar a su corta edad, ni era necesario darle explicaciones en el futuro, así que, definitivamente, quedó consensuado realizar un evento familiar.

Los abuelos se ofrecieron para que la comida se hiciese en su domicilio después del bautizo, empleando su despensa particular y condimentando el ágape con la ayuda de Cari y Edurne. También invitarían a la hermana de Patxi con su respectivo, pero solo los familiares del pueblo para evitar desplazamientos y engorros al hermano de Madrid, al soltero del puerto de mar o a la que vivía al otro lado de las montañas. En total se juntarían, contando con Donostia, naturalmente, una docena de personas que cabían perfectamente en la amplia cocina de la casa de los abuelos de Gorri.

Tres días después de haber nacido Isuriñe, a primera hora de la mañana comenzaron a aparecer en casa de los abuelos los participantes en el evento. De la capital llegaron Edurne y Gotzi, que hicieron el viaje en tren y fueron recogidos en la estación por Mateo. Al poco apareció Cari para ayudar con los preparativos de la comida, saludó a su hermana con un par de fríos besos. A su cuñado le regaló un par de efusivos besos y una amplia sonrisa que fue correspondida y que no pasó desapercibida a Edurne. Gorri, que seguía durmiendo en la habitación de arriba, la que había sido de Edurne, al oír los sonidos que llegaban de la cocina llamó a la abuela, que enseguida acudió a su encuentro, y envuelto en una manta, lo llevó con todos. Allí Gorri seguía siendo el rey y le rindieron pleitesía, que fue correspondida con abundantes sonrisas. La abuela pronto distribuyó las tareas, Cari se encargaría del niño, asearlo, darle el desayuno y subir a La Central acompañada por Gorri, a por Isuriñe y Patxi. Edurne le ayudaría a preparar la comida y la mesa, y aprovechando que estaba el buen mozo de Gotzi, cortaría algo de leña para descargar de aquella pesada tarea al abuelo. El abuelo, como patriarca, no haría nada, solo leer el último libro que había caído en sus manos, liar su tabaco y fumárselo a grandes bocanadas.

Cuando Cari hubo terminado de preparar a Gorri salió con él al patio de la casa, la mañana era soleada y junto al muro del garaje de los amos vio cómo Gotzi se afanaba cortando la leña, estaba desnudo de cintura arriba para no mojar de sudor las ropas de fiesta que se había puesto para el evento. Cari se quedó mirándolo a través de los rosales enredados en la reja que separa el patio de la huerta donde Gotzi cortaba la leña, allí estuvo, sin duda comparando aquel cuerpo musculoso y bien formado con el tapón de su marido que, aunque muy buena persona, no podía presumir precisamente de un cuerpo espectacular, así que sin pestañear Cari se deleitaba observando fascinada aquel cuerpo musculado tan bien formado, húmedo por el esfuerzo y brillante por los reflejos del sol. Edurne salió un momento para hacerse con una gallina de la que daría buena cuenta y la pondría en pepitoria cuando se topó con la ensimismada Cari y con su sudoroso marido ajeno a lo que sucedía.

—Cari, ¿quieres subir de una maldita vez a La Central a por Isuriñe y Patxi? —dijo Edurne—. Ya me estás hartando —concluyó.

Cuando Edurne le rebanó el pescuezo a la inocente gallina no pudo menos que imaginarse a su hermana en el lugar del sorprendido bicho que en dos espasmos y un grito sordo dejó de existir, cerrando sus ojos mientras se desangraba. La abuela, que contempló la escena, se dio cuenta enseguida de que algo bullía en la mente de su hija, aunque no sabía muy bien de qué se trataba. La gallina fue escaldada, pelada, troceada, sofrita y vuelta a sofreír con la misma rabia con la que había sido decapitada y la abuela, viendo a Edurne ir y venir con el cuchillo en mano por la cocina, intervino para evitar males mayores.

—Mira, Edurne, no sé qué te pasa, pero me estás dando miedo con ese cuchillo yendo y viniendo como si buscases una víctima —dijo la abuela con un punto de enfado—. Ponte a montar la nata para los buñuelos y yo acabaré de preparar la gallina con el respeto que se merece.

Edurne vio cómo se acercaban por la carretera Patxi con Gorri cogido de la mano y Cari con Isuriñe en brazos. Para marcar su territorio cogió un barreño con agua tibia y un paño y se acercó a Gotzi.

—Deja ya de cortar leña —dijo Edurne dirigiéndose con el barreño hacia él—. Con lo que has cortado ya tienen suficiente, ahora siéntate aquí que voy a lavarte.

Cuando Cari llegó a la altura de la casa pudo contemplar cómo Edurne le recorría con el paño tibio el cuerpo a su marido para asearle y quitarle el sudor entre arrumacos y carantoñas mientras, de reojo, miraba la cara de Cari, que entró a la casa tiesa y con el ceño fruncido. Al menos eso es lo que le pareció a Edurne.

A las doce del mediodía en el pórtico se encontraron los pocos invitados que quedaban por llegar para completar la docena y todos entraron en la iglesia. Dado que el público asistente era escaso, Donostia había habilitado la pequeña capilla del Arcángel San Gabriel que, al ser recogida, hacía que los pocos asistentes parecieran más. Gorri, al entrar en aquel espacio desconocido para él, iba de sorpresa en sorpresa, nunca se había encontrado de forma consciente en un lugar que a sus ojos aparecía como fascinante, con velas encendidas en llamas bailarinas, olor a incienso, que desconocía, figuras como muñecos gigantes, techos tan altos como las nubes, paredes con dibujos que brillaban y columnas retorcidas llenas de imágenes talladas. Miraba sorprendido a un lado y a otro descubriendo a cada instante algo nuevo que no le dejaba cerrar la boca y a cada descubrimiento buscaba los ojos de su padre, creyendo que lo encontraría tan sorprendido como él, pero allí nadie se sorprendía de nada, todos estaban serios, solo había uno que hablaba y de vez en cuando el resto le contestaba, todos a unísono en un idioma que no entendía y que nunca antes había escuchado.

 

Cuando ya hubo descubierto todo se fijó en su hermana, que emitía leves sonidos mientras era acunada por Cari, así que él también emitió un leve sonido a ver si alguien se ocupaba y le hacía caso, pero solo recibió una mirada inquisidora de su padre, que le dejó petrificado y pensativo, no entendía por qué a la fea nadie le decía nada y a él, enseguida que había rechistado, su padre le había mirado con aquellos ojos que pocas veces le había visto poner, pero que eran peores que el peor de sus gritos.

Al rato dejaron la capilla y se acercaron a la pila bautismal donde a su hermana empezaron a hacerle cosas raras que todos miraron con interés y sonrientes. Le hubiese gustado salir corriendo de allí, todos estaban atentos a la que ahora había prorrumpido en llanto después de que uno de los presentes, vestido de colores y al que todos hacían caso le hubiese lavado el pelo, así que se dio media vuelta para no ver más aquel circo y se topó de bruces con el misal de la señora que tenía detrás, y de la rabia que acumulaba le dio un manotazo al misal, que salió volando por los aires y cayó dentro de la pila bautismal. De inmediato, Patxi se abalanzó sobre Gorri con la misma mirada que hacía un rato, pero de un modo más persistente, y Gotzi se interpuso indicando a Patxi que llevaba fuera a Gorri para que siguiesen con la ceremonia sin contratiempos. Cari, al ver que Gotzi salía con Gorri de la ceremonia —y sintiéndose responsable del cuidado del niño— se unió al grupo de desterrados ante la mirada hinchada en sangre de Edurne.

Gotzi, Cari y Gorri no esperaron en el pórtico al final de la ceremonia. Se fueron paseando y charlando hacia la casa de los abuelos entre risas y bromas que Gorri no entendía, pero de las que se reía como ellos y así llegaron a la casa y al no encontrar a nadie se acomodaron en los asientos de la mesa que más les apeteció, Gorri junto a Cari y esta junto a Gotzi.

Al rato y una vez terminada la ceremonia del bautizo fueron llegando el resto de la docena. Patxi regañó a Gorri por su comportamiento en el bautizo, Edurne seguía con los ojos hinchados de sangre y se los clavó a su hermana, que le devolvió una sonrisa, el Riojano llegó el último y se sentó en el extremo opuesto a su mujer y así, todos en los puestos que ocuparon según iban llegando, completaron la docena.

A Isuriñe la llevaron a La Central con Paka y entonces Gorri, sin su hermana acaparando la atención, se sintió feliz, como feliz era el ambiente que se respiraba, excepción hecha de Edurne, que no quitaba ojo a su hermana y a las descaradas muestras de cariño que prodigaba a Gotzi, así que Edurne, cada vez que veía insinuarse a Cari, se apresuraba a demandar su presencia para ayudarla a recoger, poner, servir, preparar o cualquier otra tarea que la distrajese de estar junto a su marido para evitar tanto acercamiento y tanto coqueteo, coqueteo que fue subiendo de tono conforme el vino corría y la abundante comida llenaba y endulzaba el estómago con una sensación de plenitud que hacía florecer y expresar sin inhibición sentimientos y pasiones hasta llegar al punto en que Edurne se veía incapaz de controlar a su hermana, así que decidió poner punto final a aquel devaneo de una vez por todas.

Cuando los postres se encontraban sobre la mesa, Edurne le pidió a Cari que bajase al sótano, donde se encontraba el gallinero, y le subiese media docena de huevos, pues iba a preparar un ponche. Lo del ponche le agradó a Cari, que se encontraba animada, ya que aquello era una promesa de más fiesta y más risas, así que se fue a por los huevos, y cuando estaba en ello apareció su hermana Edurne en el gallinero, cogió uno y se lo estampó en la cabeza.

—Este te lo estampo por mirarle a Gotzi mientras cortaba la leña —dijo Edurne enojada mientras cogía otro huevo.

Cari, sin saber cómo reaccionar se quedó paralizada.

—Este te lo estampo por haberte ido del bautizo con Gotzi —siguió Edurne mientras se hacía con otro huevo.

Cáscaras, claras y yemas empapaban el pelo y chorreaban por la cara de la agredida.

—Este te lo estampo por las insinuaciones en la comida —prosiguió Edurne, y así siguió uno por uno hasta estamparle los seis en la cabeza ante la aturdida expresión de Cari, que no supo reaccionar y se quedó en el gallinero, embadurnada como un filete empanado antes de freírlo.

—Creía que había huevos, pero no hay huevos —dijo Edurne con retintín cuando volvió a la cocina.

Todos menos Cari siguieron con la sobremesa entre risas, brindando por «Isu», como ya la había rebautizado la abuela castrándole su nombre, según la tradición familiar.

XIII

DE CÓMO GORRI APRENDIÓ LO QUE ERA LA PENITENCIA

Cari, descompuesta, humillada y embadurnada de huevo tardó en reponerse del castigo infligido por su hermana Edurne y, con el sigilo del ladrón que se mueve en la noche, salió de la casa de los abuelos, cruzó la carretera y por el pasadizo que se encontraba junto al herrador subió al alto de San Juan controlando que nadie la viese, bordeando el pueblo por los altos y entre la espesura de los árboles hasta llegar a La Central.

—Paka, Paka —llamaba Cari desesperada—. ¿Dónde estás?

—¿Qué pasa, Cari? —se asustó Paka al oírla—. Pensaba que algo grave había sucedido —dijo al darse de bruces con el esperpento de su hermana y la imagen aclaró todas sus dudas.

—Ha sido Edurne —confesó Cari entrecortada por los sollozos, intentando aclarar su penoso aspecto—. Me ha dicho que estoy coqueteando con Gotzi y que la tengo harta y no lo entiendo porque en ningún momento he pretendido insinuarme. Mira cómo me ha dejado, parezco un cuadro horroroso como los de ese tal Dalí.

—Está claro que Edurne no lo ve como tú —repuso Paka—. Dada la reacción que ha tenido, creo que la tienes muy enfadada.

—Esto ha sido desproporcionado y no me lo esperaba —continuaba relatando Cari—. Reconozco que Gotzi me cae bien y que durante algún tiempo he competido contra Edurne porque sea mi novio, pero ahora cada cual tenemos nuestra familia y aquello es pasado. Solo que, al verlo hoy, después de tanto tiempo, me apetecía saber de él, estar en su compañía y disfrutar juntos de un día alegre y festivo, pero sin ir más lejos ni tener otras intenciones.

—Yo creo que, por el bien de todos, lo que tienes que hacer es mantener una distancia prudente con Gotzi —le dijo Paka tras escuchar con interés a su hermana—. Ya sabes que Edurne siempre está atenta al devenir de su marido y que no le gusta ver a ninguna moscona cerca, esté justificado o no.

»Ahora date una buena ducha y cámbiate de ropa, yo te dejo ropa mía, ya verás cómo luego te encuentras mejor en cuerpo y espíritu —rio Paka.

Cari se duchó con gusto, se lavó el pelo, que le quedó brillante y sedoso gracias al abundante huevo, lo secó con toallas y se cambió de ropa dispuesta a lavar la suya para así finalizar aquella enojosa anécdota. Al recoger su ropa para lavarla, vio que también Paka tenía colada y decidió que, en lugar de lavar solo la suya en el fregadero, se iba con toda la colada al lavadero para ayudar a su hermana mientras esta se recuperaba del parto y atendía a Isu, que en ese momento dormía plácidamente en su cuna.