Tres rendijas parar mirar al mundo

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Tres rendijas parar mirar al mundo
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Letrame Editorial.

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© José Antonio Bustelo Lutzardo

Diseño de edición: Letrame Editorial.

Maquetación: Juan Muñoz

Diseño de portada: Rubén García

Supervisión de corrección: Ana Castañeda

ISBN: 978-84-1114-140-6

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PRÓLOGO

El ser humano puede ser extraordinario pero también detestable. Tenemos una capacidad innata para buscar la discordia donde no existe. Se han escrito, por ejemplo, miles de líneas acerca de si ciencia y literatura van de la mano o por el contrario miran hacia horizontes distintos. El poeta John Keats dedicó unos versos a quejarse de Newton que «destejió el arcoíris» al reducirlo a los colores prismáticos. Hay cierta elegancia en que esta frase fuese utilizada por Richard Dawkins para titular su libro de 1998 Destejiendo el arcoíris. Dawkins, uno de los más prolijos escritores y divulgadores científicos de nuestro tiempo, opina que la ciencia, lejos de provocar frialdad y desolación, puede provocar asombro reverencial mostrando el sentido de lo maravilloso que hay en el mundo. Las resoluciones pueden en ocasiones ser más bellas que los propios enigmas y tras cada respuesta pueden aparecer otros enigmas que inspiren una poesía más elevada.

El escritor Aldous Leonard Huxley suspiraba por un futuro utópico en el que científicos y artistas fuesen de la mano «en las regiones, en constante expansión, de lo desconocido». Creía tan fuertemente en esta unión que dos meses antes de su muerte, publicó su último libro titulado Literatura y ciencia. Estaba aquejado de un tumor en la lengua que sufrió y trató durante 3 largos años en los que, sin embargo, nunca dejó de dar conferencias y atender a sus obligaciones. Falleció el 22 de noviembre de 1963, el mismo día del asesinato de John F. Kennedy. Pocos años antes, el físico y novelista Charles Percy Snow llamaba la atención en su discurso Las dos culturas (1957) sobre la brecha existente entre los científicos y los intelectuales literatos, «quienes, por cierto, mientras nadie miraba, empezaron a referirse a sí mismos como “intelectuales” como si no hubiesen otros». En su obra, lamenta que la cultura tradicional no haya comprendido la revolución industrial y mucho menos la revolución científica «que son, junto con la revolución agrícola, los únicos cambios cualitativos que ha conocido realmente la especie humana». Snow tuvo la gran suerte de codearse con eruditos tanto de humanidades como de ciencias y observaba a unas mentes privilegiadas renegar de los ámbitos de estudio de las otras. No pocos hemos detectado que se llama inculto a quien no conoce cierta obra literaria y sin embargo se disculpa a quien no haya oído hablar de tales otras teorías científicas. A mí me parece que ambos se pierden una parte fascinante de la realidad que les rodea.

Aunque pensadores tan influyentes como Karl Popper han afirmado que el pensamiento científico es completamente reducible a la razón y no le debe nada a la imaginación, Paul de Kruif en Cazadores de microbios (1926) escribe que «un científico, un investigador verdaderamente original de la naturaleza, es como un escritor, un pintor o un músico. Es en parte artista, en parte frío investigador». Esto es especialmente cierto en las pioneras y los pioneros de la investigación que deben hacer un ejercicio especial de creatividad y proyección a futuro; un esfuerzo en el que pueden francamente fracasar y solo el tiempo y los experimentos les dirán si están en lo cierto. En este sentido, el Nobel Peter Brian Medawar aseguraba que la comprensión científica comienza siempre con un esfuerzo de la imaginación, un salto especulativo que reconstruye lo que podría ser verdadero, «una preconcepción que siempre, necesariamente, va un poco (y a veces mucho) más allá de aquello en lo que tenemos motivos lógicos o factuales para creer».

Lo cierto es que el arte encuentra inspiración en la ciencia y la ciencia tiene en el arte la herramienta perfecta para ser recreada. Pocos negarán que la mejor representación de la genialidad del Nobel Santiago Ramón y Cajal son sus ilustraciones. El padre de la neurociencia moderna conjugó como nadie su amor por la pintura y el detalle requerido para llevar a cabo sus investigaciones. Tampoco he escuchado a nadie que diga que las obras de Leonardo da Vinci son menos bellas por emplear una anatomía correcta, posiciones astronómicas o conceptos matemáticos. Hace un par de años conocí la iniciativa Binomio, un diálogo entre arte y ciencia, un proyecto de arte inspirado por la ciencia realizado en el Centro Nacional de Investigaciones Oncológicas (CNIO). En el contexto de la exposición, la científica María Blasco aseguraba que «científicos y artistas siempre hemos mirado de frente a lo desconocido, a la oscuridad, y no hemos temido adentrarnos en ella, con la mente abierta, para poder aprender».

Si bien con todos estos ejemplos es evidente que ciencia y arte van de la mano, en el caso de la divulgación científica esa mano no nos debería soltar en ningún momento. Los humanos somos consumidores empedernidos de historias. Dedicamos gran parte de nuestro tiempo y esfuerzo a escucharlas, a leerlas y también a contarlas. En un estudio publicado en 2017 en Nature Communications titulado «Cooperation and evolution of hunter-gatherer storytelling», se propone que la narración de historias es un rasgo cultural con un gran valor adaptativo ya que ayudó a articular eficaces sistemas de cooperación en las sociedades de cazadores-recolectores. Se resalta además el hecho de que ciertos comportamientos o rasgos beneficiosos para el grupo, también se seleccionaban de manera individual. En el estudio se observó que la presencia de buenos narradores mejoraba la colaboración y la coordinación del comportamiento social. Y no solo eso, los mejores narradores eran preferidos como compañeros de cuadrilla, amigos y como compañeros reproductivos. Pero esto no resulta extraño, ¿verdad? Todos tenemos en nuestro grupo de amigos y amigas aquella o aquel que siempre tiene algo que contar y que nos hace disfrutar con una buena historia, chiste o anécdota. Además suele ser el que más liga.

Pero contar historias va más allá de la cohesión del grupo. Nuestro cerebro entiende y recuerda los discursos ordenados, las secuencias emocionantes y las imágenes bellas. La divulgación de la ciencia recoge hoy una extensa tradición que proviene de los relatos populares que se contaban —y aún se cuentan— en los pueblos. Esas historias que narran sucesos acaecidos en épocas o lugares remotos. La tradición oral trasciende el entretenimiento y la diversión ya que sirve para conocernos a nosotros mismos. De alguna forma nos tranquiliza saber que lo que nos pasa hoy ya sucedía hace mucho tiempo… y tenía solución.

El autor de este libro, José Antonio Bustelo, tiene un alma compleja y amalgamada de letras y números. Su producción literaria no es una mera deposición sedimentaria de datos y lecturas sino que es una verdadera cultura metamórfica que conjuga lo mejor de ambos mundos —si es que existen por separado—. Sus textos rezuman conceptos científicos y los convierte en bellas letras con un orden preciso y elegante. Hay que conocer bien un terreno para recorrerlo pero hay que conocerlo mucho mejor para dibujar un mapa, y José Antonio es un verdadero cartógrafo de la literatura científica. Conocí a Bustelo en redes sociales y pronto me llamó la atención su actividad comunicadora de la ciencia a través de textos ora en verso, ora en prosa. No en vano tiene una escuela de literatura científica creativa y un merecido premio Prismas a la Divulgación, concedido por A Casa das Ciencias da Coruña que en 2004 reconoció su ópera prima en forma del libro Equilibrio de tensiones (2005).

Tras muchas interacciones en redes por fin pudimos conocernos en persona en Desgranando Ciencia, el evento de divulgación que organizo junto a la Asociación Hablando de Ciencia (HdC) desde 2013. En la sexta edición, celebrada en 2019, nos hizo un regalo precioso en forma de varios textos que sirvieron para presentar las diversas sesiones. Recuerdo con especial cariño el imposible diálogo entre Miguel de Cervantes y Albert Einstein acerca de la ciencia moderna y de la necesidad de su divulgación. Resulta que la relatividad especial tenía explicación incluso para los gazapos del Quijote. Solo Bustelo puede convertir a don Quijote de la Mancha en un verdadero hidalgo relativista y cuántico.

El año 2020 ha sido un año duro y seguramente nos esperan otros cuantos complicados. Las conferencias pasaron a ser HdConline y en la inauguración, José Antonio volvió a sacarnos una media sonrisa acariciada de lágrimas. En aquella ocasión nos dio a conocer un sciku cuya explicación incluye en este libro.

Paradoja celular.

 

La vida tiene libertad de ser

solo si está confinada.

Lo que seguramente no se puede transmitir es que escuchar esas palabras en pleno decreto del estado de alarma por pandemia y sin poder celebrar nuestro querido evento de manera presencial, fue una de las caricias más dolorosas que un texto ha podido ejercer sobre nuestro corazón. Y es que los textos de Bustelo tienen ese poder punzante y balsámico a la vez.

Te invito, pues, a introducirte en este libro que teje y desteje la ciencia y la literatura. Un texto que forma parte de ese futuro distópico en que científicos y artistas van de la mano «en las regiones, en constante expansión, de lo desconocido» hacia la tercera cultura. En sus páginas verás muchos conceptos de ciencia, pero te van a parecer cantos de sirena que te trasladarán al mundo de la imaginación. Déjate llevar.

ÓSCAR HUERTAS-ROSALES

Licenciado en Bioquímica y Doctor en Microbiología

Divulgador y CEO de LANIAKEA M&C, SL

INTRODUCCIÓN

«Sándwiches peligrosos». Este es el título de un artículo publicado en la revista médica The Lancet en su número del 20 de diciembre de 2008. En él, cardiólogos del Hospital Universitario de Birmingham describen el caso de una joven de 25 años que alega frecuentes episodios de mareos, náuseas y desvanecimientos.

La paciente llevaba ocho años con los mismos síntomas: breves episodios de mareo que en ocasiones desembocaban en pérdida de conciencia. Este cuadro, que duraba en torno a diez segundos y no iba acompañado de crisis epilépticas ni convulsiones, podía repetirse varias veces a la semana sin que los médicos fuesen capaces de averiguar la causa.

La batería de pruebas, que se repetían una y otra vez, incluía análisis de sangre, de función tiroidea, de celiaquía, radiografías de tórax, electrocardiogramas y electroencefalogramas. Ante unos doctores desconcertados, nada anormal se atisbaba en los resultados hasta que la joven recordó, con evidente angustia, que recientemente se había desmayado conduciendo su coche mientras aliviaba la gazuza con un sándwich. La bombilla se encendió.

Los cardiólogos pidieron que prepararan un sándwich mientras colocaban los electrodos a la extrañada paciente. Cuando el apetitoso emparedado llegó al Departamento de Cardiología, el doctor Christopher Boos conectó el electrocardiógrafo mientras le deseaba bon appétit. Los síntomas no tardaron en aparecer con los primeros bocados, mientras el trazo sobre papel milimetrado mostraba una alteración en el ritmo de los latidos del corazón que detenía su pulso durante dos segundos y medio. La paciente fue, por fin, diagnosticada de síncope deglutorio, un efecto de los reflejos del esófago que inciden en el corazón. Los impulsos nerviosos provocaban la bradicardia y el consecuente desmayo en la joven.

Nicole Dyer, por aquel entonces editora de la revista Popular Science, se hizo eco de este curioso caso publicando estas breves líneas:1

Eating sandwiches

sometimes made her faint. But why?

Case solved. The answer

cuyo equivalente en castellano podría ser algo así:

Un sándwich le provocaba

misteriosos mareos y desmayos

hasta zanjar el enigma.

Esta condensada composición se conoce con el nombre de haiku y comenzó a gestarse en el Japón del siglo XVII.

Tanka, renga y haiku

En contraste con la tendencia europea, que creaba epopeyas con miles de versos, en Japón se inició un camino poético hacia la brevedad. En torno al año 760, una composición llamada tanka se había convertido en la forma poética dominante. Una tanka se crea con cinco versos cuya métrica es 5-7-5-7-7 y que, aunque admite rima asonante, es usual que no incorpore rima alguna. En El oro de los tigres (1972) Jorge Luis Borges escribe seis tankas, de los cuales el sexto dice así:

No haber caído,

como otros de mi sangre,

en la batalla.

Ser en la vana noche

el que cuenta las sílabas.

En las notas al final de la obra, Borges puntualiza:

He querido adaptar a nuestra prosodia la estrofa japonesa que consta de un primer verso de cinco sílabas, de uno de siete, de uno de cinco y de dos últimos de siete. Quién sabe cómo sonarán estos ejercicios a oídos orientales.

Dado el ingenio del que había que hacer gala, pronto se convirtió en un desafío según el cual un poeta componía los tres primeros versos y otro, a modo de respuesta, completaba los dos restantes.

A principios del siglo XII, estas composiciones colectivas a base de largas series de estrofas adoptaron el nombre de renga, y se caracterizaban por su lenguaje culto y por su uso en los círculos de la nobleza. Los primeros tres versos de estas composiciones, que recibían el nombre de hokku, eran los más importantes pues sugería el tema o motivo sobre el que se desarrollaría el resto del poema.

Con el tiempo sería cada vez más frecuente que el hokku apareciera en antologías como poema independiente, tendencia que comenzó de la mano del poeta Matsuo Bashō (1644 – 1694), y que coincidió con una versión más popular del renga por parte de jóvenes poetas. El haikai renga (haikai hace referencia a ese carácter popular) surge como respuesta a la rigidez formal y conceptual, cultivando la libertad expresiva, el lenguaje llano y la amplitud de temáticas.

Noche infinita.

Pienso en cómo será

en diez mil años.

Masaoka Shiki

A mediados del siglo XIX, durante la era aperturista de Japón a Occidente, tiene lugar el giro decisivo para que este género hiperbreve adquiriera su identidad actual. El periodista y poeta Masaoka Shiki se alineó con esa mentalidad progresista y se mostró crítico con el estilo místico y espiritual de la poesía de Bashō. Shiki introduce su punto de vista agnóstico, inspirándose en la objetividad y la observación directa. Para diferenciarse más claramente del estilo clásico, renombra el poema de tres versos conocido como hokku, que desde ese momento se popularizará como haiku2 por la contracción de haikai y hokku.

El haiku irrumpe en la literatura occidental durante la época de las vanguardias, desde donde sus 17 sílabas encontrarían un rincón en las letras hispanas. Poetas de las generaciones del 98 y del 27 lo cultivan, unos con más asiduidad y otros de manera más accidental. Con posterioridad crece el número de autores españoles e hispanoamericanos que lo integran en sus obras.

Sus ojos tienen

un volar de libélula

¡tan transparente!

Juan José Domenchina (La corporeidad de lo abstracto, 1929)

Talle de viento.

Un jazmín se desploma.

Llanto del agua.

Luis Alberto de Cuenca (Elsinore, 1972)

Lejos un trino

el ruiseñor no sabe

que te consuela.

Jorge Luis Borges (La cifra, 1981)

Hecho en aire

entre pinos y rocas

brota el poema.

Octavio Paz (Árbol adentro, 1987)

Pasan las nubes

y el cielo queda limpio

de toda culpa.

Mario Benedetti (Rincón de haikus, 1999)

Un diario de viajes llamado haibun

El siguiente hito en esta comunión entre la literatura hispana y japonesa llega con el encuentro de dos diplomáticos. El hispanista Eikichi Hayashiya llega a México en abril de 1952 para la apertura de la primera Embajada de Japón tras la Segunda Guerra Mundial, un proceso que contaría con la colaboración del responsable de negocios de México con Japón, Octavio Paz. El interés de cada uno por la cultura de su homólogo pronto dio sus frutos. Hayashiya lo rememora con estas palabras:

No recuerdo exactamente cuándo surgió la idea; pero mientras más conversábamos, más crecía en mí el deseo de emprender la traducción de alguna obra representativa de la literatura japonesa con este hombre de letras, que aliaba a la honda sensibilidad la aguda observación de mi cultura. Cuando Paz me propuso que trabajáramos juntos en la versión castellana de «Oku no Hosomichi» dudé un poco: no estaba seguro de poder transmitir a Paz cabalmente en español el sentido de esta obra de Bashō, y en particular sus haiku, sutiles, tejidos de alusiones y que nunca lo dicen todo.3

Oku no Hosomichi (Estrecho camino al interior) es la crónica de un viaje que realizó Bashō en 1689 por la región septentrional de Japón. Un periplo de 156 días que realiza a pie y sobre el que plasma en su cuaderno impresiones, escenas y paisajes. Concluida su aventura, dedica los siguientes cinco años a revisar sus anotaciones para la redacción final del texto, el cual adopta la forma de episodios en prosa acompañados de uno o varios poemas. Bashō inventa este tipo de composición y la llama haibun.

Texto en prosa que rodea, como si fuesen islotes, a un grupo de haikus. Poemas y pasajes en prosa se completan y recíprocamente se iluminan.

Esto es lo que comenta Octavio Paz en la traducción al español de esta obra, que realizaría junto a Hayashiya en 1957 y que titularían Sendas de Oku.4

Aunque inicialmente un haibun se construía con un simple párrafo acompañado de un haiku, el desarrollo contemporáneo de esta forma literaria híbrida ha extendido tanto su estructura como su temática. Lo que nació como un diario de viajes, actualmente abarca géneros como el ensayo, la biografía, la historiografía o el relato. Inevitablemente, tuve que hacerme la pregunta: ¿podría incluir a la ciencia entre las materias que aborda?

Con esta cuestión de partida, la deducción parece lógica. Un haiku inspirado en la ciencia sería un sciku,5 como aquel publicado en Popular Science sobre el extraño caso de los sándwiches; un suceso médico condensado en un «sándwich poético». En consecuencia, un texto en prosa sobre ciencia acompañado por uno o varios scikus debía ser un scibun.6

Las analogías aparecieron en mi mente casi sin pretenderlo. Como los rengas, esas composiciones de largas series de estrofas, la ciencia tiene sus propios «poetas» que construyen colectivamente extensas obras de conocimiento acumulativo. Del mismo modo el haiku, al abandonar el tono místico y pasar a inspirarse en la observación y la objetividad, cultiva el mismo ideal que la ciencia cuando representa una ley natural en una sencilla expresión. «En más de tres siglos todo ha cambiado excepto tal vez una cosa: el amor por lo simple», apunta Jorge Wagensberg, y prosigue: «Desde que Galileo, Descartes y Newton inventaran la física, simples han sido los objetos descritos por la ciencia, muy simples las leyes para describirlos y simplísimas sus expresiones matemáticas [...] Lo extenso y lo complejo se hace inteligible porque se comprime en lo breve y lo simple», dice de nuevo Wagensberg. La comprensión por compresión subyace tanto en una ecuación como en un haiku.

Más de tres siglos después de que Bashō imaginara los haibun como cuaderno de bitácora en versiprosa, esta colección de scibun es una propuesta para transitar senderos de la ciencia, la ciencia como una de las formas más particulares y exitosas de explorar la naturaleza.

.

SCIKU

En sendas insospechadas,

la esencia condensada de la ciencia

se cuela por tres rendijas.

LA SENDA DE LOS ORÍGENES

1

Desde formas diminutas,

nuevos poderes y miembros adquieren

que respiran y divergen.

No es extraño que este poeta mire a las nubes en busca de inspiración. Lo que resulta inusual es que las observe y explique cómo se forman, elevando sus versos al estudio de la atmósfera.

Es aún más infrecuente que se encierre en un laboratorio y que, en pleno ataque de galvanismo, haga convulsionar ancas de rana. Mary Shelley, contagiada del paroxismo eléctrico, convirtió en monstruo aquellas inertes extremidades de batracio.

Pero lo que resulta completamente excepcional es que sembrara la semilla, biológica y de pensamiento, en un tripulante casual del HMS Beagle. Erasmus Darwin, el poeta, hubiera aceptado de buen grado la tesis de su nieto Charles: la naturaleza no es menos bella porque su armonía no haya sido planificada.

Erasmus Darwin era un médico inusual que abogaba por los beneficios del ejercicio físico y de la práctica del sexo. Lejos de los prejuicios que plagaban la Inglaterra victoriana, afirmaba que la taxonomía botánica creada por Carl von Linné era «territorio poético inexplorado». Dicho y hecho. Si Ovidio convirtió personas en plantas en sus Metamorfosis, Erasmus transformó en su poema Los amores de las plantas a especímenes vegetales en amantes secretos que protagonizaban encuentros eróticos.

 

Su obra más importante, Zoonomia; or the Laws of Organic Life (1794), acabó en el índice de libros prohibidos por la Iglesia católica. Pero si sus poemas licenciosos ya habían ocasionado escándalo, decir que la Tierra tenía más de 6.000 años y que los seres humanos habían surgido a lo largo de millones de años a partir de organismos primitivos, era pasarse de la raya.

2

Una mente narradora

se explora a sí misma para contar

historias de conexión.

Encender un fuego es de las tareas más antiguas y trascendentales que ha realizado la humanidad. Hoy, 800.000 años después de que lo lleváramos a cabo por primera vez, seguimos repitiendo este gesto que nos invita a congregarnos alrededor de la lumbre para otra tarea tan antigua como placentera: contar historias, un vehículo emotivo que nos vincula con los demás y conecta nuestra memoria a la de otros. Me pregunto dónde reside ese hechizo que nos posee cuando escuchamos una buena historia.

La legendaria Scheherezade conocía muy bien ese poder y lo puso en práctica astutamente: solo salvaría su vida si se transformaba de concubina en narradora. A propósito de Scheherezade, hay historias que no pertenecían originalmente a Las mil y una noches pero que lo merecían. Fue el caso de Simbad el marino, cuento incorporado en torno al siglo XVII, y en el que se comprueba que las historias también comparten memoria entre ellas. Las aventuras de Simbad bebieron de la Historia del marinero náufrago (Egipto, 2200 a.C.), se enriquecieron con pasajes de la Odisea, y es razonable pensar que se inspiraron en las siete expediciones navales que realizó el marino chino Ma Sambao (también conocido como Zheng He) entre 1405 y 1433.

Otra historia que merecería formar parte de la célebre recopilación de cuentos es la que comenzaron a escribir el matrimonio Oskar y Cécile Vogt junto a su discípulo, Korbinian Brodmann. Tenían muy claro que para internarse en tierra inexplorada son necesarias dos cosas: ser intrépido y confeccionar un buen mapa, sobre todo si esta tierra desconocida es el cerebro humano. Estos tres investigadores no podían concebir que el cerebro fuese un paisaje homogéneo. Debía estar dividido en regiones con funciones diferenciadas como leer, entender el lenguaje o escribir. Brodmann, como un Simbad de la neurología, fue detallando poco a poco la cartografía cerebral en una exploración que le llevó seis años. Las áreas del córtex fueron dibujando sus bordes a la vez que se identificaban, como si nuevos países delimitaran sus fronteras, hasta alcanzar 52 regiones distintas.

En épocas más recientes surgieron nuevos territorios soberanos. Sin hostilidad ni revoluciones, las fronteras se dividieron, se trasladaron de lugar y cambiaron de forma, y el número de áreas creció hasta 83. Pero una última expedición, equivalente a adentrarse en alta mar con una vulnerable carabela de madera, ha aumentado hasta 180 las zonas corticales conocidas. Los navegantes del Proyecto Conectoma Humano han inaugurado un nuevo orden, han abierto un Nuevo Mundo de áreas y conexiones ante nuestros ojos. Nuevas rutas en el océano cerebral que nos acercan al día que logremos circunnavegar por completo ambos hemisferios.

Quizá la existencia del alma tenga que ver, en el fondo, con todas estas conexiones. Las que conectan las distintas áreas del cerebro, las que conectan entre sí las historias, las que nos unen unos a otros en torno al fuego. Quizá desde ahora comencemos a contar la verdadera historia, la del área 55b, precisamente el área cortical que se activa cuando escuchamos una historia. Comenzaremos a escribir la historia que nos contará por qué a los humanos nos fascinan las historias.

3

La Scheherezade científica

narra historias del Imperio al sultán

desde la puesta de sol.

Cuentan que cuando el sultán Shahriar debía viajar lejos por asuntos de gobierno, añoraba enormemente las historias que le contaba su amada esposa Scheherezade. Ella debía quedarse para atender las tareas de palacio por lo que escogió personalmente a Tawaddud, una de las esclavas más versada en las ciencias, para acompañar al sultán como narradora.

En cierta ocasión que hubieron de pasar noche en Basora, Tawaddud contó al sultán la historia del califa Harún al-Rashid, un soberano con tal avidez de conocimiento que todo aquel que le trajese algún libro que aún no formara parte de su biblioteca sería recompensado con su peso en oro. Para albergar todas las obras que acumulaba, al-Rashid hizo construir Bait al-Hikmah, la Casa de la Sabiduría, donde un ejército de traductores trasladaba al árabe textos provenientes de todos los rincones del mundo. En esta labor, conocida como el Movimiento de Traducción, cada traductor podía ganar hasta 500 dinares de oro al mes, una fortuna que ningún artesano podría ver reunida en toda su vida. Pero entre los traductores hubo uno que destacó por sus extraordinarias dotes y a quien el califa envió a Egipto para descifrar un lenguaje secreto.

Tawaddud, bien aleccionada por Scheherezade, dio por concluido el relato en este punto para darle continuación a la noche siguiente. Su señor ya sabía que las súplicas para que prosiguiera con la historia serían inútiles.

La historia de Ibn Wahshiyya

La segunda noche en Basora, y con el equipaje preparado para marchar al amanecer, el sultán se dispuso a seguir escuchando a Tawaddud. Aquel traductor que viajó a Egipto por orden del califa se llamaba Abu Bakr ibn Wahshiyya, un erudito nabateo que estaba dispuesto a rescatar de las tinieblas los saberes alquímicos de los egipcios, sus técnicas más celosamente guardadas, para lo cual debía enfrentarse a una críptica lengua. Basándose en el lenguaje copto contemporáneo, comprendió que los jeroglíficos egipcios no eran ideogramas o símbolos sino que tenían valor fonético: representaban sonidos. Trató de dar sentido a un buen número de ellos en su obra Kitab shawq al-mustaham fi maarifat rumuz al-aqlam del año 985, cuyo largo y poético título podría traducirse como «Libro del ansiado deseo de conocimiento de los alfabetos ocultos». Desgraciadamente, los jeroglíficos no contenían los secretos que pretendía revelar Ibn Wahshiyya, pero la curiosidad insaciable de los eruditos no mermaría ni un ápice. Años más tarde, un sabio llamado Abu al-Hasan ibn al-Haytham hizo llegar al califa Huséin al-Hákim la propuesta de una construcción que evitara las inundaciones del Nilo y almacenara el agua de las lluvias. El califa, profundamente impresionado, le invitó inmediatamente a El Cairo. A su llegada, al-Haytham tuvo ocasión de contemplar las pirámides y quedó sobrecogido ante la destreza en ingeniería y geometría de los antiguos egipcios. «Si fuese posible controlar el Nilo, ellos lo habrían hecho antes», pensó. Al comprobar con sus propios ojos la dimensión del proyecto, comprendió que era inabordable con los medios a su alcance. De nuevo ante el califa confesó su incapacidad de llevar a cabo el plan previsto. Temiendo la ira del soberano, que ordenaría su ejecución sin dudarlo, ideó una estratagema con la esperanza de evitar las fatales consecuencias que se cernían sobre él.

Tawaddud guardó silencio y la luz de la Luna congeló la atención del sultán, que volvió a quedar en ascuas hasta la noche siguiente.

La historia de al-Haytham

El regreso a Bagdad era un viaje largo de varias etapas, la primera de las cuales les haría detenerse en la localidad de Naysan. Tras ponerse el sol, Tawaddud prosiguió el relato del sabio que temía ver su cuello bajo el filo de la cimitarra. Para escapar de su más que probable cita con el verdugo, al-Haytham, ni corto ni perezoso, simuló un repentino ataque de demencia. No era la primera vez que al-Haytham simulaba estar loco, pues ya había recurrido a esta treta para librarse de un puesto como funcionario y dedicarse a su pasión, la ciencia.