50 miradas a la educación

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50 miradas a la educación
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Índice de contenido

50 miradas a la educación

Dedicatoria

Índice

Presentación. Razón de ser de este libro

Dedicatoria

1. Homero

2. Confucio

3. Sócrates

4. Platón

5. Aristóteles

6. Cicerón

7. Séneca

8. Plutarco

9. San Agustín

10. Ibn Tufail

11. Santo Tomás de Aquino

12. Ramón Llull

13. Pico della Mirandola

14. Erasmo de Róterdam

15. Maquiavelo

16. Luis Vives

17. San José de Calasanz

18. Rousseau

19. Diderot

20. Kant

21. Herder

22. Jovellanos

23. Pestalozzi

24. Froebel

25. Marx y Engels

26. Tolstói

27. Giner de los Ríos

28. Concepción Arenal

29. Ramón y Cajal

30. Dewey

31. Manjón

32. Unamuno

33. Machado

34. María Montessori

35. Poveda

36. Emilia Pardo Bazán

37. Ortega y Gasset

38. Ferrière

39. Piaget

40. Freire

41. Neill

42. Illich

43. Sartre

44. Lobrot y Lapassade

45. Foucault

46. Declaración Universal de los Derechos Humanos

47. Unesco

48. OCDE

49. Stephen Downes

50. La Agenda 2030

Epílogo. Mi mirada personal

Bibliografía

Notas




Título:

50 miradas a la educación

© José Ángel López Herrerías, 2021

De esta edición:

© Turner Publicaciones SL,

2021 Diego de León, 30 28006 Madrid

www.turnerlibros.com

Primera edición: septiembre de 2021

Ilustración de cubierta:

Diseño TURNER

Retrato de Platón, 1864 © iStock

Retrato del filósofo Immanuel Kant, 1870 © iStock

Retrato de Santo Tomás de Aquino, ca. 1754 © Universal History Archive/Getty Images

Retrato de María Montessori, s. f. © Science History Images/Alamy

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ISBN: 978-84-18428-78-4

E-ISBN: 978-84-18895-71-5

DL: M-20300-2021

Impreso en España

La editorial agradece todos los comentarios y observaciones:

turner@turnerlibros.com

Erudición no enseña sensatez.

Índice

Presentación. Razón de ser de este libro

1. Homero

2. Confucio

3. Sócrates

4. Platón

5. Aristóteles

6. Cicerón

7. Séneca

8. Plutarco

9. San Agustín

10. Ibn Tufail

11. Santo Tomás de Aquino

12. Ramón Llull

13. Pico della Mirandola

14. Erasmo de Róterdam

15. Maquiavelo

16. Luis Vives

17. San José de Calasanz

18. Rousseau

19. Diderot

20. Kant

21. Herder

22. Jovellanos

23. Pestalozzi

24. Froebel

25. Marx y Engels

26. Tolstói

27. Giner de los Ríos

28. Concepción Arenal

29. Ramón y Cajal

30. Dewey

31. Manjón

32. Unamuno

33. Machado

34. María Montessori

35. Poveda

36. Emilia Pardo Bazán

37. Ortega y Gasset

38. Ferrière

39. Piaget

40. Freire

41. Neill

42. Illich

43. Sartre

44. Lobrot y Lapassade

45. Foucault

46. Declaración Universal de los Derechos Humanos

47. Unesco

48. OCDE

49. Stephen Downes

50. La Agenda 2030

Epílogo. Mi mirada personal

Notas

Presentación
Razón de ser de este libro

La capacidad de dar buenas y valiosas respuestas a los retos nuevos e intensos de nuestro presente. Esa es la necesidad que nos hace pensar sobre la educación. Siempre y ahora la reflexión y la acción educativas han despertado el interés de la sociedad, y la vocación de este libro es contribuir a ello.

La educación aquí no está usada en el sentido restringido, imperfecto, de solo sistema escolar. Educación es el aire, el espíritu, con el que una sociedad proyecta y planifica el horizonte de su realización humana, como individuo y como conjunto social. Y eso no se hace solo en la escuela. Eso se realimenta y construye en la familia, la escuela, los diferentes grupos sociales, los ámbitos y experiencias laborales, y la savia reflexiva, la cultura, que fluye compartida por el conjunto social.

 

La educación es una acción interpersonal. Su finalidad Kant la refleja en una frase de la Antropología: “El hecho de que el hombre pueda tener el Yo en su representación le eleva infinitamente por encima de todos los otros seres que viven en la tierra”.

Al potenciar la razón reconocemos que todos los seres humanos tenemos como carácter determinante y diferenciador el ser una racionalidad apalabrada, logos: el hombre es el único animal que tiene razón o palabra (logos), afirma Aristóteles en La Política.

Si se incrementa el conocimiento de uno mismo, llevando a efecto el sabio lema clásico “gnosce te ipsum”, ‘conócete a ti mismo’, se consigue alcanzar más libertad respecto de nuestras ataduras bioreactivas derivadas de la fuerza de lo instintivo. En la medida en que nos educamos, potenciamos la conciencia, nos esforzamos en conocer nuestra realización (reali-dad-zación) personal, los ideales, valores y actitudes. Hay dos pensadores que describen certeramente este aspecto. Luis Vives, en el siglo xvi dice: “Hay que avivar la fuerza de la razón para que tenga algún poder sobre las fuerzas del alma”. Y Nietzsche, en el siglo xix, no suena muy diferente: “La inteligencia es un instrumento al servicio de los instintos; siempre ha sido así; nunca ha sido libre”. En este sentido, educar es liberar el espíritu.

Por último, el sentido y enigma de la existencia humana es que tenemos la posibilidad, la libertad, de hacernos. Existimos retados para dar razón de nuestra realidad, que es nuestra ineludible realización personal. Para llevar a cabo esa experiencia es para lo que nos educamos. Considero que esto requiere generar el programa ético de la personal realización.

Estas experiencias las necesitamos todos los seres humanos por dos grandes razones. La primera es que, desde el punto de vista antropológico, la condición humana es abierta y liberada. Requerimos realizarnos, dar razón del horizonte y recorrido de nuestra existencia, que es personal e inalienable. Un humanista del siglo xvi, Pico della Mirandola, en el magnífico Discurso sobre la dignidad humana matiza con claridad esta diferencia antropológica:

Oh, Adán, no te he dado ni un lugar determinado, ni un aspecto propio, ni una prerrogativa peculiar con el fin de que poseas el lugar, el aspecto y la prerrogativa que conscientemente elijas y que de acuerdo con tu intención obtengas y conserves. La naturaleza definida de los otros seres está constreñida por las precisas leyes por mí prescritas. Tú, en cambio, no constreñido por estrechez alguna te la determinarás según el arbitrio a cuyo poder te he consignado. Te he puesto en el centro del mundo para que más cómodamente observes cuanto en él existe. No te he hecho ni celeste ni terreno, ni mortal ni inmortal, con el fin de que tú, como árbitro y soberano artífice de ti mismo, te informases y plasmases en la obra que prefirieses. Podrás degenerar en los seres inferiores que son las bestias, podrás regenerarte, según tu ánimo, en las realidades superiores que son divinas.

La otra gran razón es de tipo psicológico, social y cultural, es decir “psico-socio-cultural”. Queremos atender y responder adecuadamente a las necesidades y las coyunturas de nuestro tiempo y retos contextuales. Durante nuestra existencia nos comprometemos con nuestra radical e insorteable presencia social.

Esta es la razón de ser de las inquietas y constantes apelaciones y demandas referidas a la educación por parte de todos. Empresarios, políticos, hombres, mujeres y ciudadanos. Por ello, conviene en estos tiempos leer, reflexionar y generar sobre qué y cómo se ha pensado y actuado respecto de la educación a lo largo de nuestra historia funcional y espiritual. Con alegría y buenas expectativas estamos muy exigidos de incrementar nuestro mundo de palabras, nuestra conciencia, de mensajes variados y relevantes respecto de qué y cómo llevar a cabo la realización de nuestro territorio personal, espiritual, ámbito de posibilidad de nuestro bienestar. De una buena convivencia, y de nuestra felicidad personal y comunitaria, en nuestro complejo mundo. Exigidos hoy, como siempre, y más que nunca, de aprender el papel teatral a representar entre todos para una verdadera, bella y buena convivencia.

Tengo que hacer referencia a un hecho comprometido y problemático: tener que seleccionar miradas para traerlas aquí, ante ti, amable lector. De nuevo es aplicable el dicho cotidiano: ni son todos los que están, ni están todos los que son. Y hay una ausencia que debo justificar. Son innumerables las mujeres que han contribuido al desarrollo de la educación, tanto formal como informal, a lo largo de la historia y, sin embargo, una vez más, su ausencia en la esfera pública y en el ámbito académico se manifiesta también en la publicación de textos. Aunque no puedo cambiar este hecho en el pasado, confío en que las ideas recogidas en esta antología inspiren otras nuevas desarrolladas por mujeres también.

Los textos están escogidos desde una toma de conciencia razonada y noble. He procurado evitar toda manía persecutoria y todo fanatismo emocional. Pero si están es porque en algún momento de mi vida personal y profesional me han sugerido, aportado, ayudado, a ver más y mejor el horizonte de la existencia y la posibilidad aplicativa de alguna solución a los retos cotidianos de la convivencia económica, social y cultural.

Los griegos clásicos sí tenían un término preciso para referirse a esta realidad, que la educación no es solo lo escolar. La educación es un asunto de paideia, la cultura vivida por el conjunto social, aquello que es real y guía de los hechos y las proyecciones en los que una sociedad orienta y da sentido al reto ineludible de la existencia, y que compromete y da identidad a todos.

No más indicaciones. Solo queda empezar a leer y reflexionar. Disfrutar de las palabras y enseñanzas de los clásicos, antiguos y actuales aquí escogidos, que tan bella y profundamente nos sugieren cómo enfocar y responder a los muchos y variados retos de la existencia. Para qué y cómo educarnos. Gracias.

Sube a nacer conmigo, hermano.

1
Homero

s. viii a. C.

Un esfuerzo de realización de las posibilidades humanas

Homero es una de las cumbres universales de la creación humana. Es uno de los focos originarios de la conciencia presente en el mare nostrum. Antes de entrar en la paideia, la cultura del logos, la visión racional de lo real, establecidos aún en el mithos, se nos muestran los profundos y complejos retos de la existencia.

La existencia es una experiencia problemática, luchadora, que requiere preparación para la aventura y la hazaña. El tremendo viaje de Ulises, la Odisea, y la epopeya dramática de la lucha por el honor herido y el desagravio, concretado en la presencia del caballo, Ilíada, son metáforas grandiosas, míticas, de la realización personal de cada uno a lo largo de la propia historia personal y comunitaria.

En los siglos vii a iv a. C., los humanos de los territorios del mundo reconocidos, el mare nostrum y la relación viajera y comercial con Oriente, generan una manifestación del espíritu cargada de elevación literaria, religiosa y metafísica, que manifiesta la expresión de una madurez e inquietud reflexivas, relacionadas con las incertidumbres e inquietudes colectivas del espíritu humano. Ejemplos de ello son las obras de Homero, Confucio, confucionismo, filósofos presocráticos, escritores trágicos… Esta es una de las ideas que sirven a Jaspers de ejemplo, entre otros, para desarrollar su teoría madurativa de la presencia del espíritu, que denomina tiempo eje: aquellos tiempos en los que coincide una potente manifestación reflexiva y creativa.

Homero, síntesis magnífica de la tradición histórica de un pueblo, que expresa formas de narrar y transmitir las grandes cuestiones e inquietudes del espíritu humano, es personaje del que se mantiene permanentemente el debate sobre la autenticidad, más o menos novelada, de la presencia histórica del mismo. Sea como fuere, lo que hay que admirar y aprender de las dos grandes epopeyas de la tradición helénica, la Ilíada y la Odisea, es que manifiestan de manera creativa y clásicamente permanente los retos, las guerras, los conflictos, las traiciones y las alternativas, acciones heroicas, afanes de justicia, apelaciones a lo elevado y noble del espíritu. Están cargadas de ejemplos que muestran el camino a seguir, la proyección educativa, para la superación y resolución del conjunto social.

© Princeton University Art Museum. Gift of Junius S. Mogan

“No hay mayor fama para un hombre que la que él gana con la destreza de sus pies y la fuerza de sus manos”

Los héroes griegos

“En tales términos hablaban. Príamo llamó a Helena y le dijo: ‘Ven acá, hija querida; siéntate a mi lado para que veas a tu anterior marido y a sus parientes y amigos –pues a ti no te considero culpable, sino a los dioses que promovieron contra nosotros la luctuosa guerra de los aqueos– y me digas cómo se llama ese ingente varón, quién es ese aqueo gallardo y alto de cuerpo. Otros hay de mayor estatura, pero jamás vieron mis ojos un hombre tan hermoso y venerable. Parece un rey’. Contestó Helena, divina entre las mujeres: ‘Me inspiras, suegro amado, respeto y temor. ¡Ojalá la muerte me hubiese sido grata cuando vine con tu hijo, dejando a la vez que el tálamo, a mis hermanos, mi hija querida, mis amables compañeras! Pero no sucedió así, y ahora me consumo llorando. Voy a responder a tu pregunta: ese es el poderosísimo Agamenón Atrida, buen rey y esforzado combatiente, que fue cuñado de esta desvergonzada, si todo no ha sido un sueño’. […] Fijando la vista en Ulises, el anciano volvió a preguntar: ‘Ea, dime también, hija querida, quién es aquel, menor en estatura que Agamenón Atrida, pero más espacioso de espaldas y de pecho. Ha dejado en el fértil suelo las armas y recorre las filas como un carnero. Parece un velloso carnero que atraviesa un gran rebaño de cándidas ovejas’. Respondióle Helena, hija de Zeus: ‘Aquel es el hijo de Laertes, el ingenioso Ulises, que se crio en la áspera Ítaca; tan hábil en urdir engaños de toda especie, como en dar sabios consejos’. […] Respondió Helena, la de largo peplo, divina entre las mujeres: ‘Ese es el ingente Ayax, antemural de los aqueos. Al otro lado está Idomeneo, como un dios, entre los cretenses; rodéanle los capitanes de sus tropas. Muchas veces Menelao, caro a Ares, le hospedó en nuestro palacio cuando venía de Creta. Distingo a los demás aqueos de ojos vivos, y me sería fácil reconocerlos y nombrarlos; mas no veo a dos caudillos de hombres, Cástor, domador de caballos, y Pólux, excelente púgil, hermanos carnales que me dio mi madre. ¿Acaso no han venido de la amena Lacedemonia? ¿O llegaron en las naves que atraviesan el Ponto, y no quieren entrar en combate para no hacerse partícipes de mi deshonra y múltiples oprobios?’. De este modo habló. A ellos la fértil tierra los tenía ya en su seno, en Lacedemonia, en su misma patria”.1

La conciencia del honor

“Canta, oh diosa, la cólera del Pelida Aquiles; cólera funesta que causó infinitos males a los aqueos y precipitó al Hades muchas almas valerosas de héroes, a quienes hizo presa de perros y pasto de aves –cumplíase la voluntad de Zeus– desde que se separaron disputando el Atrida, rey de hombres, y el divino Aquiles. ¿Cuál de los dioses promovió entre ellos la contienda para que pelearan? El hijo de Zeus y de Leto. Airado con el rey, suscitó en el ejército maligna peste y los hombres perecían por el ultraje que el Atrida infiriera al sacerdote Crises. Este, deseando redimir a su hija, habíase presentado en las veleras naves aqueas con un inmenso rescate y las ínfulas del flechador Apolo, que pendían de áureo cetro, en la mano; y a todos los aqueos, y particularmente a los dos Atridas, caudillos de pueblos, así les suplicaba: ‘¡Atridas y demás aqueos de hermosas grebas! Los dioses, que poseen olímpicos palacios, os permitan destruir la ciudad de Príamo y regresar felizmente a la patria. Poned en libertad a mi hija y recibid el rescate, venerando al hijo de Zeus, al flechador Apolo’”.2

 

“Más quisiera ser un labrador en la tierra de otro, de quien bienes no tiene y apenas procura a su vida, que ser rey y mandar sobre todos los que fenecieron”

La grandeza de espíritu

“‘¡Adivino de males! Jamás me has anunciado nada grato. Siempre te complaces en profetizar desgracias y nunca dijiste ni ejecutaste cosa buena. Y ahora, vaticinando ante los dánaos, afirmas que el Flechador les envía calamidades, porque no quise admitir el espléndido rescate de la joven Criseida a quien deseaba tener en mi casa. La prefiero, ciertamente, a Clitemnestra, mi legítima esposa, porque no le es inferior ni en el talle, ni en el natural, ni en inteligencia, ni en destreza. Pero, aun así y todo, consiento en devolverla, si esto es lo mejor; quiero que el pueblo se salve, no que perezca. Pero preparadme pronto otra recompensa, para que no sea yo el único argivo que se quede sin tenerla; lo cual no parecería decoroso. Ved todos que se me va de las manos la que me había correspondido’. Replicóle el divino Aquiles, el de los pies ligeros: ‘¡Atrida gloriosísimo, el más codicioso de todos! ¿Cómo pueden darte otra recompensa los magnánimos aqueos? No sé que existan en parte algunas cosas de la comunidad, pues las del saqueo de las ciudades están repartidas, y no es conveniente obligar a los hombres a que nuevamente las junten. Entrega ahora esa joven al dios, y los aqueos te pagaremos el triple o el cuádruple, si Zeus nos permite tomar la bien murada ciudad de Troya’. […] Contestó el rey de hombres Agamenón: ‘Huye, pues, si tu ánimo a ello te incita: no te ruego que por mí te quedes; otros hay a mi lado que me honrarán, y especialmente el próvido Zeus. Me eres más odioso que ningún otro de los reyes, alumnos de Zeus, porque siempre te han gustado las riñas, luchas y peleas. Si es grande tu fuerza, un dios te la dio. Vete a la patria, llevándote las naves y los compañeros, y reina sobre los mirmidones: no me cuido de que estés irritado, ni por ello me preocupo, pero te haré una amenaza: Puesto que Febo Apolo me quita a Criseida, la mandaré en mi nave con mis amigos; y encaminándome yo mismo a tu tienda, me llevaré a Briseida, la de hermosas mejillas, tu recompensa, para que sepas cuánto más poderoso soy y otro tema decir que es mi igual y compararse conmigo’”.3

El peligro de las sirenas

“Me dijo Circe, la augusta: ‘tú escucha lo que te voy a decir… Lo primero que encuentres en ruta será a las Sirenas, que a los hombres hechizan. Quien incauto se les llega y escucha su voz, nunca más verá a sus padres, ni a su esposa querida ni a sus tiernos hijos… Con su aguda canción las Sirenas lo atraen y le dejan para siempre en sus prados; la playa está llena de huesos y de cuerpos marchitos con piel agostada…’. Entretanto la sólida nave en su curso ligero se enfrentó a las Sirenas: un soplo feliz la impelía, mas de pronto cesó aquella brisa, una clama profunda se sintió alrededor: algún dios alisaba las olas. Se levantaron entonces mis hombres, plegaron la vela, la dejaron caer en el fondo del barco y, sentándose al remo, blanqueaban de espumas el mar con las palas pulidas. Yo entretanto cogí el bronce agudo, corté un pan de cera y, partiéndolo en trozos pequeños, los fui pellizcando con mi mano robusta: se ablandaron pronto, que eran poderosos mis dedos y el fuego del sol de lo alto. Uno a uno a mis hombres con ellos tapé los oídos y, a su vez, me ataron a la nave de piernas y manos en el mástil, derecho, con fuertes maromas y, luego, volvieron a azotar con los remos el mar espumante. Ya distaba la costa no más que el alcance de un grito y la nave crucera volaba, mas bien percibieron las Sirenas su paso y alzaron su canto sonoro: ‘Llega acá, gloriosísimo Ulises, el mejor de los dánaos, refrena el ardor de tu marcha para oír nuestro canto, porque nadie pasa aquí en su negra nave sin que atienda a esta voz que en dulzores de miel nos fluye de los labios. Quien la escucha se va contento conociendo mil cosas…’. Tal decían exhalando dulcísima voz y en mi pecho yo anhelaba escucharlas. Frunciendo mis cejas mandaba a mis hombres soltar mi atadura”.4

Bibliografía

Homero (2019): Ilíada, Madrid, Austral.

— (2015): Odisea, Madrid, Penguin Clásicos.