Milonga para una intrusa

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Aus der Reihe: Minimalia erótica #174
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Milonga para una intrusa
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Primera edición, octubre de 2003


Director de la colección: Alejandro Zenker

Coordinadora de la colección: Ivonne Gutiérrez Obregón

Cuidado editorial: Elizabeth González

Coordinadora de producción: Beatriz Hernández

Coordinadora de edición digital: Itzbe Rodríguez Ciurana

Diseño de portada: Luis Rodríguez


Fotografía de interiores y portada: Alejandro Zenker

Modelo: Leda Rendón


© 2003, Solar, Servicios Editoriales, S.A. de C.V.

Calle 2 núm. 21, San Pedro de los Pinos

Teléfono y fax (conmutador): 5515-1657

solar@solareditores.com

www.solareditores.com

www.edicionesdelermitano.com


ISBN 978-607-8312-59-7

Hecho en México


Imagino que le sucede a cualquiera: inesperadamente, se aparece desnuda y abroga el código de la supuesta decencia. Uno pasa las horas de la noche jugando con palabras, sorteando adjetivos y pronombres con el afán de confeccionar párrafos publicables y, de pronto, se avisa la presencia soñada de la musa, de eso que llaman inspiración y que uno imaginaba vestida como Madame Bovary. Pero resulta que anda desnuda, por ende, perfecta. Quizá se trate de una confirmación: la inspiración no se disfraza. Ni huipiles ni túnicas inmaculadas, sin joyas ni maquillajes.


He sabido de pintores que afirman que su musa es una lagartija de barro que se desliza por los suelos y de poetas que aseguran haber conversado con musas infantiles, niñitas inocentes que no pasan de los seis años y que aplauden todos sus versos entre risitas que nadie más escucha. También he leído de escritores cuya atormentada creatividad se ha hecho acompañar por musas ancianas que sonríen bocas desdentadas y revelan su arrugada piel verde bajo los delicados encajes de sus blusas de seda. Cualquiera podría confundir a su musa con la muerte. Cualquiera podría resignarse a perder la razón en cuanto se aparece vestida, desconocida e inesperada la inspiración disfrazada, porque no habría más solución que la locura para digerir la intromisión de una musa por obligación. Si se materializa vestida como tehuana, uno tendría entonces la obligación de sentirse indigenista; si se deja ver con sombrero ancho y parasol anacrónico, uno se vería obligado a pensar en pretéritos y escribir historia pura del pasado histórico. Pero resulta que se ha presentado desnuda y parece entonces un alivio saber que no habrá dictado obligatorio, vestuario insinuante o tono impuesto.


Tenía razón el viejo escritor que leía en mi adolescencia. Decía que si acaso llegara la musa, sería preferible que nos encontrara trabajando. Esa recomendación se volvió el axioma rector de mi vocación literaria. Así he podido librarme de la legión de ociosos que se dicen escritores sin escribir, pues renuncian a todo esfuerzo con la vaga ilusión de que llegará la musa para dictarles sus libros. Así también he podido alejarme de los dipsómanos líricos que se emborrachan con la fe ciega puesta en la utopía de que su respectiva musa llega todas las madrugadas, sin considerar que —de ser cierto— esa inspiración sólo se aparecerá para velar su sueño y lamentar el patético estado de quien ya no puede ni sostener una pluma fuente.


Pero confieso que la había intuido. Mucho antes de conocerla, le había asignado el rostro y la personalidad de la mujer amada. Creía que el fervor de alguna infatuación ocasional o el luengo devenir de un amor de verdad se evaporarían a través del espejo de la página en blanco, trazando un rostro de ojos azules, nariz indescriptible por muy conocida y la idéntica boca que hasta la fecha se aparece en sueños. Estaba equivocado, pues al parecer la musa inspiradora no necesariamente se corresponde con la mujer que se vuelve pareja de carne y hueso. También la llegué a soñar como pelirroja, quizá por las escasas mujeres tan castañas que he conocido a lo largo de mi vida o la rubia de publicidad internacional. Lo cierto es que la intrusa se ha aparecido con su cuerpo y rostro propios. Una epifanía insospechada que no corresponde a ninguna de las apariencias que había imaginado.


Hubo una época larga en que profesé la fe de que la inspiración era políglota o por lo menos bilingüe. Ahora he escuchado que sus murmullos no pertenecen a ningún idioma. De hecho, la inspiración suspira en silencio y no contribuye ni mejora en nada la confección de los párrafos. No mide la rima ni cuenta endecasílabos, no fomenta la perfección de la trama ni señala los mejores desenlaces. Simplemente se deja ver. No sé por qué, para qué ni cada cuándo, pero hoy se ha dejado ver. Afortunadamente, me ha sorprendido con un libro en la mano y una narración propia en la cabeza. Quizá alcance a leer mis pensamientos y sepa qué tanto miento y qué tanto invento, cuánto se puede medir en memoria verídica y cuántas amnesias caben en un texto. Quizá no habla porque ya sabe de sobra los caminos de mis párrafos y ejerce la nobleza de respetar mis afectos. Eso lo digo porque aun desnuda no he sentido que llegara para insinuarse. No creo que su presencia tenga el propósito de la distracción, alejarme de la página que leo y distraerme de la historia que imagino al mismo tiempo, en aras de la tentación por abrazarla. Se ha presentado desnuda quizá para informarme que los ángeles no necesariamente llevan alas y que la verdadera inspiración se siente de manera callada, pues las palabras sobran tanto como una gabardina sin lluvia y un sombrero sin sol.

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