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La constitución del Estado-nación y las reformas en México

El proceso de conquista y colonización dejó repercusiones de largo alcance en la estructuración de la sociedad mexicana: desde ese momento una línea racial constituyó los lazos de dominación como una frontera definida por el color de la piel que separaría a los oprimidos de las elites (Roux, 2005:66). De la colonización quedó el reconocimiento y la incorporación de las comunidades indígenas a la entidad política, proceso que las castellanizó y obligó a adaptar sus antiguas formas de producción comunal para fines que les eran ajenos. El resultado fue un híbrido, o como lo llama Echeverría (1998), un proceso de mestizaje cultural en el cual los grupos indígenas tuvieron que rehacerse, reestructurarse y reconstruirse mutuamente para poder integrarse.

Además de configurarse mediante un largo ciclo de violencia agraria desatado en el siglo XIX, durante la revolución mexicana y en las conquistas y derrotas de las clases subalternas, el Estado mexicano se erigió por el proyecto liberal de reemplazar las tradiciones coloniales, construyendo otras reglas ajenas a las sociabilidades, mitos y representaciones colectivas.

“La construcción del Estado-nación mexicano no fue un proceso mecánico marcado por la delimitación tajante entre república de indios y republica liberal, sino uno más complejo, caracterizado por la adaptación liberal a socialidades antiguas y por la irrupción de éstas en el escenario en que se configuraba la comunidad estatal; el retorno a la antigua nación indígena, a la nación mexicana desplazada por la conquista, sería uno de los mitos fundadores de la identidad colectiva5, el mito del retorno a la nación original se volvió junto a la Virgen de Guadalupe un elemento de cohesión social”. [...] Tierra soberanía y nación, quedaron fijados como elementos constitutivos de la comunidad estatal, no solo por la resistencia de las socialidades comunitarias del mundo agrario que impuso el reconocimiento de los pueblos, sino porque la construcción del Estado nacional pasó por un despojo territorial y por la resistencia frente a poderes intervensionistas externos” (Roux, 2005:84).

Con este contexto de fondo se construyó el primer proyecto de modernización con el fin de constituirse como nación y como república. Así se aniquilaron a los pueblos y se homogeneizó, jurídica, cultural y lingüísticamente una sociedad heterogénea, destruyendo la oligarquía agraria que se había posesionado anteriormente, rompiendo también los pilares corporativos heredados del orden colonial a partir de un proyecto nacionalista, anticlerical y agrarista. Esto supuso la realización simultánea de cuatro procesos: conservación de la integridad del territorio nacional; afirmación de la soberanía estatal; construcción de una esfera de lo público-estatal secularizada, arrancando a la iglesia del poder sobre los asuntos que competen a los ciudadanos y la construcción de una relación estable de mando-obediencia.

La segunda oleada modernizadora estuvo envuelta en la reestructuración del capital del último cuarto del siglo XIX, que abarcó un proceso de reorganización estatal de la economía y un intento de cambiar el modo de dominación política, transformando a fondo los ámbitos productivos y financieros y provocando, a su vez, dislocaciones sociales y mutaciones culturales. Este proyecto de modernización quebró los soportes de la cohesión política en varios niveles y de la relación mando-obediencia expresada en la resistencia en dos terrenos: en la rebelión campesina y en la exigencia de una modernización con democratización expresada en la rebelión urbana.6

La revolución y otros conflictos posrevolucionarios que atravesaron todo el siglo XIX, tuvieron que ver con la reconfiguración interna de la sociedad mexicana y una nueva reordenación del Estado posterior a la reorganización del conflicto armado. La disputa jurídica sobre el artículo 27 y, en particular, sobre la propiedad nacional de la tierra y el petróleo fueron algunas de sus expresiones. De este periodo sociopolítico, quedó promulgada la constitución de 1917 que expresó una reorganización de la economía, la sociedad y la política al reconocer jurídicamente el derecho campesino a la tierra (en la figura de ejido) y los derechos sindicales y laborales de los trabajadores.

La crisis mundial del 1974 marcó la clausura definitiva del ciclo: el Estado mexicano se enfrentó a la disyuntiva de hacer caso omiso a las pautas de los mercados y organismos internacionales o asumir transformaciones que afectarían toda su estructura. Si bien la primera opción se descartó rápidamente, la segunda se tomó de manera cautelosa por significar el desmonte de privilegios del Partido Revolucionario Institucional (PRI). A partir de la sucesión presidencial, en 1988 se dio un quiebre con la ruptura del pacto estatal que mostró de manera clara la crisis de legitimidad del régimen mexicano que se observaba en el ciclo de protestas de distintos sectores y en las rebeliones indígenas y campesinas. La rebelión armada zapatista7 de 1994 también fue un síntoma evidente de la crisis estatal.

Esta nueva reforma no solo se fundó en la apertura a nuevos mercados, sino en las consecuencias políticas que las transformaciones traerían consigo a la seguridad de la estructura estatal, sostenida a partir de la década de los treinta en el presidencialismo y en la vigencia de un único partido, que se encargaba centralizadamente de la operación política, económica y administrativa del Estado. De acuerdo a Rubio (1992:198) para el gobierno mexicano de entonces,

“reformar causaba inestabilidad porque atacaba a los intereses creados que tradicionalmente habían sostenido al régimen. No reformar causaba inestabilidad porque el estancamiento económico y la inflación carcomían a la sociedad, deterioraban los niveles de vida de los mexicanos, desequilibraban aún más la ya de por sí pésima distribución del ingreso, facilitaban el desarrollo de movimientos fundamentales y mesiánicos y, en general corroían la malla social”.

A finales del gobierno de José López Portillo (1976-1982) se reorganizaron las instituciones del Estado, se reasignaron competencias, y se hizo frente al déficit fiscal por medio de la disminución de las importaciones, pero sin tocar la estructura misma del aparato estatal, es decir, se realizó una reforma de carácter institucional. Esto cambió a partir del gobierno de Miguel de la Madrid (1982- 1988) y hasta finales de la década de los noventa con el del ex Presidente Ernesto Zedillo (1994-2000) en tanto se identificó que el hecho de no reformar ya no era un curso de acción posible.

“A partir de la crisis fiscal de 1982 y sus posteriores políticas de ajuste y reforma estructural del modelo económico, así como de la crisis político-electoral de 1988, se entronizan dos propuestas que se entreveran para determinar las nuevas relaciones entre Estado y sociedad: reducir el tamaño del Estado y avanzar en el camino de la alternancia electoral. De esta manera, la reforma del Estado caminó de nuevo por dos avenidas dominantes, la electoral y la económica-administrativa” (Aguilar, 2006:40).

En los noventa, la reestructuración se enmarcó en seis grandes ejes: caída de salario, reorganización de los procesos productivos y reorganización de las relaciones laborales (acabando con los contaros colectivos); modificación constitucional del régimen de propiedad agraria (artículo 27) con la transformación del ejido y la incorporación de la tierra al intercambio mercantil privado; transferencia de bienes y servicios de propiedad pública (tierra, recursos naturales, medios de comunicación etc) a agentes privados; reestructuración del sistema educativo, quebrantando su carácter de patrimonio público; redefinición de las relaciones con la iglesia y, por último, integración subordinada al proyecto hemisférico estadounidense.

Esta reestructuración cambió el país de manera radical, penetrando todos los ámbitos de la vida social; reconfiguró las relaciones sociales, reformó la legislación, reconfiguró códigos culturales y reorganizó la dominación; no solo modificó la pirámide social aumentando la desigualdad sino también destruyó las formas de sociabilidad y de organización colectiva (como el sindicato o el ejido) sustituyéndolas por formas individualizadas y fragmentadas.

“…la reorganización del capitalismo mexicano ha significado la disolución de los lazos protectores implicados en la comunidad estatal, la respuesta espontánea a esta orfandad es el resguardo de la otra comunidad: la de la identidad étnica, la de la rabia compartida ante un horizonte de certidumbres (como la de jóvenes y estudiantes racialmente excluidos y pobres); la del éxodo forzado, tejida en la vivencia del maltrato y humillación-también racial-compartida por los migrañitas (Roux 2005: 245)

Las políticas indigenistas en México

Dado el tipo de régimen político de México, en un primer momento las reformas alentaron la esperanza de un cambio profundo en el sentido de conformación de un nuevo pacto social; al mismo tiempo las movilizaciones se ampliaban las movilizaciones de los sectores de sociedad que buscaban afirmar sus nuevos derechos, entre ellos los pueblos indígenas.

En la historia de México hay distintos intentos de generar instancias de inclusión de los indígenas a la vida nacional. En términos muy esquemáticos se puede reconocer un primer momento signado por los anhelos de modernización y los deslizamientos de la lógica occidental que, al buscar la homogeneidad, tendieron a volver invisible la condición indígena; en un segundo momento, en cambio, la preocupación por la cuestión indígena se estableció a partir del reconocimiento y el respeto de las diferencias; sin embargo, como luego veremos, hay distintos aspectos de la política pública mexicana que permiten observar que dicho reconocimiento es más bien una cuestión formal que efectiva.

Entre estos dos momentos hay uno intermedio (cronológicamente hablando) que es la visión de la integración en el que desaparece prácticamente el concepto de raza y la definición de lo indígena se basa en la cultura y, de manera especial, en la lengua como su rasgo diagnóstico; desde esta concepción de integración, empieza a adquirir sentido la política de desarrollo de la comunidad para lograr hacer integral la acción indigenista.

Pese a las diferencias entre el primer momento y el intermedio, hasta finales de la década de los noventa del siglo pasado las perspectivas planteadas acerca del tema indígena se han caracterizado por responder a una política de Estado denominada como indigenismo que, bajo diferentes modalidades, ha configurado la acción gubernamental de forma unidireccional hacia la población indígena, en un intento por construir una única nación mexicana en la que “todos hablen el mismo idioma”.

Aguirre Beltrán identifica tres políticas indigenistas: una es la política indigenista de segregación que se da durante el régimen colonial en América y que establece una barrera étnica que estructura a la sociedad colonial como una sociedad dividida en castas. La política indigenista incorporativa que surge con la emergencia de los Estados nacionales independientes; tal política se desarrolló bajo el signo de las ideas liberales y la incorporación se sostuvo sobre la base de la libre competencia, la ganancia y la propiedad privada. El objetivo de esta política era “convertir al indio en ciudadano de la nación emergente, concebida ésta como una nación occidental”. Finalmente la política de integración que pretende introducir, desde la diferencia, un elemento de justicia social en la política indigenista (Díaz Polanco, 1979: 18-19). El papel de los tratados internacionales ha cumplido un rol fundamental en esta tarea de la “inclusión” de los distintos grupos indígenas (Rouland, 1999).

El indigenismo puede ser concebido como un “estilo de pensamiento” que forma parte central de una corriente cultural y política más amplia, identificable como el pensamiento nacionalista, pensamiento que orientó el discurso del Estado desde los años veinte a los ochenta del siglo pasado. Es así que se puede reconocer como “indigenista” no sólo a los intelectuales, a las instituciones, a las acciones y visiones de los funcionarios en torno a la política pública hacia los indígenas sino también a los discursos educativos estatales sobre estos temas. Es posible incluir arqueólogos y la producción artística que exalta a las culturas indígenas como origen de la nacionalidad mexicana (Zolla Márquez, 2004). A continuación expondremos las principales características de estos períodos.

Primera etapa de la política indigenista

El primer momento de la política hacia los pueblos indígenas tuvo sus inicios en la Revolución Mexicana de 1910 con un proyecto de construcción de una “nación” que se enfrentaba a la existencia de las comunidades indígenas como un problema, generando la necesidad de estructurar una política que se empeñara en resolverlo. Así surgió la política indigenista que intentó capacitar a los indígenas para que pudieran resolver los problemas que les presentaba su incorporación a una sociedad compleja y pluricultural. De acuerdo a Warman (2003:34), este momento sobre todo se extiende hasta 1939 y se caracterizó por medio de estrategias educativas como la castellanización, que buscaban reemplazar la cultura de las comunidades indígenas por aquella considerada como nacional y propia. En esta etapa lo indígena se definía con el concepto de raza.

Algunos autores entienden esta etapa como el momento preinstitucional del indigenismo, aunque con cierto margen más amplio en la temporalidad (Sámano, 2004). En este periodo destacan tres figuras claves: Manuel Gamio, José Vasconcelos y Manuel Saenz.

El antropólogo Manuel Gamio puede ser pensado como la figura central de la cual surge la raíz del indigenismo moderno en México. En su obra titulada “Forjando Patria” (1916) discute por primera vez la inexistencia de una nación mexicana y la importancia de construir un proyecto nacional para incorporar al indio –categoría usada por Gamio- al grupo social hegemónico a fin de construir una verdadera nación.

“El problema no está pues, en evitar una ilusoria agresividad conjunta de tales agrupaciones indígenas, sino en encauzar sus poderosas energías hoy dispersas, atrayendo a sus individuos hacia el otro grupo social que siempre han considerado como enemigo, incorporándolos, fundiéndolos con él, tendiendo, en fin, a hacer coherente y homogénea la raza nacional, unificando el idioma y convergente la cultura” (Gamio, 1916:10).

La importancia del pensamiento de Gamio no sólo reside en términos de su aporte académico, sino también en el hecho de que a partir de sus propuestas empezaron a materializarse una serie de instancias gubernamentales específicamente dirigidas a la población indígena (Portal-Ariosa y Ramírez- Sánchez, 2010). Tal fue el caso del Departamento de Arqueología y Etnografía de la Secretaría de Agricultura y Fomento creado en 1917. Dicho departamento posteriormente se convertiría en 1919 en la Dirección de Antropología (Gamio fue su director hasta 1924).

Otra figura importante en indigenismo posrevolucionario fue José Vasconcelos. Como Gamio, Vasconcelos consideró que la heterogeneidad étnica en México era un “problema” que debía atenderse para construir una nación homogénea; en su caso la vía para esto fue la educación. Vasconcelos fue nombrado Ministro de Educación en el año de 1920 por el general Alvaro Obregón; al año siguiente se creó la Secretaría de Educación Pública (SEP) de la que Vasconcelos estuvo a cargo desde octubre de 1921 hasta 1924 (cuando la dejó porque se exilió a Estados Unidos por problemas de índole político).

Entre 1921 y 1923, Vasconcelos procuró que la educación tuviera un sentido nacionalista y culturizante, sobre todo con miras a que la población indígena pudiera integrarse al desarrollo social; su principal meta fue transformar a los indígenas en mexicanos (Arreola Martínez, 2009). Para ello se crearon: la escuela rural, encargada de la campaña de alfabetización; la escuela de la comunidad, que cumplió con la tarea de organizar a las comunidades alrededor de las actividades económicas predominantes en cada región y las “misiones culturales” que buscaron el mejoramiento profesional del maestro rural y el progreso material de la comunidad (Lazarín, 2009). El pensamiento central de Vasconcelos fue que los indígenas no debían ser ni exterminados ni recluidos en reservaciones –como pasaba en Estados Unidos-, sino integrados al desarrollo social y a la nación mexicana.

La tercera figura importante, Moises Saenz, operó también a partir de la educación para incidir en las poblaciones indígenas. En Palabras del propio Saenz:

“Estamos tratando de integrar a México y de crear en nuestras clases campesinas un espíritu rural. Integrar a México. Atraer al seno de la familia mexicana a dos millones de indios; hacerlos sentir en español. Incorporarlos dentro del tipo de civilización que constituye la nacionalidad mexicana. Introducirlos dentro de esta comunidad de ideas y de emociones que es México. Integrar a los indios sin sacrificarlos” (Sáenz, 1926: 14).

Las tres figuras claves del inicio del indigenismo expresan que es necesaria una transformación del indígena y de sus comunidades para que éstos puedan formar parte de la nación mexicana; al mismo tiempo conciben que dicha transformación, era una tarea exclusiva del Estado.

Segunda etapa de la política indigenista

La segunda etapa alude al indigenismo institucionalizado (momento intermedio antes referido). En este período se ajusta la idea anterior, promoviendo un esquema de integración en el que se define lo indígena en función de la cultura y especialmente de la lengua.

Se podría decir que esta etapa tiene sus orígenes con el cardenismo, sexenio a partir del cual comenzaron a constituirse varias instituciones y efectuarse encuentros importantes para la política indigenista del siglo XX. El 30 de noviembre de 1935 se creó el Departamento Autónomo de Asuntos Indígenas (DAAI), a raíz de que el presidente Cárdenas planteara en su primer informe de gobierno la necesidad de contar con una institución dedicada de forma exclusiva a los problemas indígenas (Sámano-Rentería, 2004). Posteriormente, se crearon otra serie de instituciones relacionadas con el indigenismo mexicano, algunas dedicadas exclusivamente a la investigación y recopilación de información sobre los indígenas y otras de corte más operativo; entre las más destacada señalamos: Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) creado en 1938, cuyo objetivo es el estudio de las etnias del país, la primera Comisión Intersecretarial en la Tarahumara de 1936, para conocer las condiciones de vida de los indígenas que la habitaban, el Departamento de Educación Indígena de la SEP de 1937) y el Consejo de Lenguas creado en 1939.

Aunque no fue una institución un evento que representó un hito de este periodo fue el Congreso Indigenista Interamericano de Pátzcuaro de 1940 que dio paso a la creación del Instituto Indigenista Interamericano a nivel continental y en México a la creación del Instituto Nacional Indigenista (INI) en 1948 (Korsbaek y Sámano- Rentería, 2007). Una de las resoluciones fundamentales de este congreso fue la definición del sujeto de la política indigenista, lo cual quedó asentado en la resolución LII con el título “Situación de los pueblos indígenas”. La recomendación fue que la política para mejorar las condiciones de vida de los indígenas debía tener como eje central “… el concepto del indio, como un individuo, económica y socialmente débil” (Instituto Indigenista Interamericano, 1948: 26).

También hay que enfatizar que, a expensas de esta definición del “indio”, la acción de la política indigenista en realidad ya no estaba dirigida a los sujetos particulares, sino al concepto de “comunidad indígena”, lo cual se puede observar en la resolución LIII titulada: Integración de la comunidad indígena como base para promover el desenvolvimiento de los grupos autóctonos. En este punto se recomendaba que los países de América Latina tomaran las medidas necesarias para proteger a la comunidad indígena, desde la vía jurídica y política; que por medio de la acción económica, social y cultural se procurara incorporar a la comunidad indígena a la vida social de cada país y que se respetaran a los grupos indígenas considerando los valores positivos de la mentalidad y cultura de cada grupo (Instituto Indigenista Interamericano, 194).

El INI creado durante la presidencia de Miguel Alemán siguió de cierta forma la idea de mexicanizar al indígena; es decir, que los indígenas se modernizaran, hablaran español y pudieran vincularse con las instituciones oficiales que había creado el estado mexicano. Alfonso Caso, su director, dejó claro cuál sería la forma de entender al indígena (como en el acta final del congreso de Pátzcuaro la figura clave era la comunidad indígena)

“Es indio todo individuo que se siente pertenecer a una comunidad indígena; que se concibe a sí mismo como indígena, porque esta conciencia de grupo no puede existir sino cuando se acepta totalmente la cultura del grupo; cuando se tienen los mismos ideales éticos, estéticos, sociales y políticos del grupo; cuando se participa en las simpatías y antipatías colectivas y se es de buen grado colaborador en sus acciones y reacciones. Es decir, que es indio el que se siente pertenecer a una comunidad indígena” (Caso, 1948).

Con la creación del INI se centralizaron las tareas estatales respecto a la población indígena que se focalizaban en proceso de aculturación8 del indígena mediante los Centros Coordinadores encargados de ampliar la incidencia de la política indigenista. El primero se estableció en Chiapas 1951 (Centro Coordinador Indigenista de la Región Tseltal Tsotzil). A partir de los centros la comunidad ya no sería la única figura central sino también las denominadas regiones indígenas, “surgidas” a través del concepto Regiones de Refugio de Gonzalo Aguirre Beltrán (1973).

Asimismo a partir de la creación de los Centros la política indigenista centraba cada día más su atención en el tema de la marginalidad de las regiones y comunidades indígenas; es decir, no solamente había que producir cambios culturales en los indígenas, sino que también había que atenderlos por su posición marginal en la sociedad nacional. En este sentido, la política indigenista de los años setenta y hasta inicios de los ochenta (1970-1982), no sólo buscó integrar a los indígenas sino también atender su marginalidad.

La integración se buscó realizar durante el gobierno de Luis Echeverría (1970-1976) con la institucionalización de las organizaciones indígenas, que se concentraron en instancias como el Consejo Nacional de Pueblos Indígenas (CNPI) y los Consejos Supremos, ambos parte de la Confederación Nacional Campesina (CNC). También con el despliegue de la acción Estatal a partir de la creación de cincuenta y ocho nuevos Centros Coordinadores Indigenistas (CCI) que funcionaban como unidades operativas del INI en los diferentes estados de la Federación.

Así, aunque en su momento se reconocieron las bondades de estos espacios para la expresión y participación indígena, la relación de las organizaciones indígenas con el Estado era dependiente y limitante por el hecho de estar atadas al Estado que buscaba “corporativizar y mediatizar las luchas de los pueblos indios, alejarlos de los demás sectores explotados y desviar el sentido de sus reclamos (Sánchez, 1999: 95-96).

El segundo rasgo de la política integracionista, es decir la caracterización de marginalidad, se observa con el gobierno de José López Portillo (1976-1982); Según Cazés (1980:19 citado por Sánchez, 1999) se trataba de “crear una escuela de caciques ilustrados, fácilmente manejables por el indigenismo oficial”. Así el gobierno llevó a cabo varias acciones entre las que se destacan el programa de Coordinación General del Plan Nacional de Zonas Deprimidas y Grupos Marginados (COPLAMAR), y la política de educación bilingüe-bicultural, apoyada en el Programa de Formación de Etnolingüistas, por medio del cual se instruía a líderes indígenas en el idioma español para que actuaran como promotores de la lengua nacional dentro de sus pueblos y no con el fin de fortalecer sus propio lenguaje.

De igual forma, durante este período el gobierno continúo abordando el tema indígena como una cuestión agraria, ignorando su contenido cultural y político. Además, de obstaculizar cualquier esfuerzo de participación de las organizaciones indígenas en la toma de decisiones a ellos concernientes. Ejemplo de esto, es el caso omiso a la propuesta de dichas organizaciones para la creación de la “Comisión Nacional para el Desarrollo Social y Económico de los Pueblos Indígenas” que estaría a su cargo, y el bloqueo a sus esfuerzos por separarse de la estructura de la CNC y del mismo PRI, iniciativas que al final quedaron reducidas, generando el afianzamiento de la sujeción y dependencia de dichas organizaciones a las instituciones estatales antes mencionadas. (Sánchez 1999: 95,99).

En torno a este período de “inclusión” de los grupos indígenas es posible observar dos visiones que apelan a modalidades distintas pero, en el fondo, con argumentos parecidos: una es la etnocentrista por la que la incorporación se realiza desde parámetros occidentales y los valores del progreso y la “civilización”; la otra visión es la relativista cultural. Esta última plantea la noción de aculturación, proceso que implica respetar las culturas autóctonas, permitiéndoles un desarrollo propio, pero con la secreta esperanza de que tal respeto conduzca a los indígenas, en todo caso, al abandono de su sistema para incorporarse finalmente en el occidental, lo que implica nuevamente el etnocentrismo pero de manera solapada (Díaz Polanco, 1979: 16). Entonces, el relativismo cultural norteamericano replantea, subrepticiamente, un etnocentrismo que se expresa en la aculturación.

Las formulaciones indigenistas en sus distintas variantes (integracionista, etnicismo, “cuartomundismo”, etc.) desvinculan la problemática de la cuestión nacional y anulan su aspecto político. De esta manera, las demandas y los derechos de los pueblos indígenas son despojados de su carácter político reducidos a una perspectiva culturalista. Asimismo el influjo indigenista conduce a comunidades y organizaciones indígenas a la alienación e inmovilidad respecto de sus verdaderos intereses. Por su parte la versión etnicista, particularmente, indujo a las comunidades bajo su influencia a limitar sus reivindicaciones a aspectos “culturales”, a encerrarse sobre sí misma y a mostrar poco interés por vincularse con otros sectores y organizaciones políticas. Es así que, según Consuelo Sánchez, los indigenismos no actúan para solucionar el conflicto étnico – nacional sino para asegurar la sujeción de los indígenas al Estado (1999: 104).