Buch lesen: «Exclusión, discriminación y pobreza de los indígenas urbanos en México», Seite 2

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Estructura de la obra

Para reflexionar sobre los procesos de discriminación en las ciudades realzamos la complejidad de lo indígena pues buscamos considerar su carácter conflictivo y problemático y privilegiar la tensión entre la tendencia a asimilarlos a la cultura occidental y una mirada culturalista que, al acentuar “el respeto por las diferencias”, trae como consecuencia un aislamiento y una despolitización del asunto con el riesgo de arrinconarlos en lo local, sin problematizar su inserción en unidades sociales más complejas de gran escala. Así, en el primer capítulo se analizan las mutaciones de las políticas indigenistas en México y la forma en que incorporan el problema étnico a fin de interpretar, historizadamente, el marco legal-normativo y las políticas públicas y sociales que atraviesan la vida de los indígenas que residen en las ciudades de Guadalajara y el sureste mexicano.

Desde los años setenta, la inserción del indígena en el mundo urbano viene creando bases materiales y culturales que permiten la recreación étnica y la producción de identidades, de tal manera que las ciudades mexicanas se han convertido en un escenario donde indígenas y no indígenas están interconectados cultural, social y económicamente y donde los indígenas se ubican en espacios independientes atravesados por relaciones de exclusión y desigualdad. En el segundo capítulo nos referimos a los procesos de discriminación, estigma y autodiscriminación conectándolos con la dinámica de inclusión-exclusión de las sociedades y a la forma en que, a partir de ella, las personas se vinculan con identidades individuales y colectivas, son o no reconocidas por los otros y se vuelven vulnerables en distintos aspectos y ámbitos.

Además de exponer los instrumentos normativos y políticas públicas existentes, en el tercer capítulo se reflexiona sobre la manera en que efectivamente se asume el tema desde el Estado mexicano. Los capítulos 4 y 5 se basan en un trabajo de análisis cuantitativo de fuentes secundarias para dar cuenta de la estructura de la población indígena en las ciudades, de su dinámica migratoria, de los determinantes de su ingreso y de la expresión de procesos de segregación espacial y laboral y de discriminación educativa y salarial. En el capítulo sexto se analiza la desigualdad y discriminación laboral hacia los indígenas a partir de las brechas de ingreso y de educación en México así como la percepción que tiene la población indígena y no indígenas de las ciudades de la oferta-demanda de prestaciones sociales. El séptimo capítulo se basa en fuentes primarias de información generadas a partir de distintas técnicas cualitativas y analiza las condiciones de vida en las ciudades y la forma en que indígenas, funcionarios y otros agentes que interactúan con ellos visualizan dichas condiciones, las distintas formas de discriminación y el acceso a la ciudad. Finalmente se presentan conclusiones que apuntan a la necesidad de contar con políticas públicas que reconozcan la especificidad de las comunidades indígenas residentes en los espacios urbanos y de distintas situaciones que son singulares según el tipo de ciudad a la que llevan, a su edad, experiencia previa y sus acervos socioculturales.

1 Una siguiente fase de investigación iniciará en un segundo proyecto financiado por Ciencia Básica de Conacyt que permitirá el contraste de otras regiones de centro y del sur del país (como son Oaxaca, Guerrero y Puebla), con Monterrey y las ciudades del norte del país, de tal manera que se tenga un diagnóstico de la problemática como de su evolución con el objeto de que se encuentre presente tanto en la agenda de investigación como en la formulación de política pública.

2 En total se efectuaron 32 entrevistas cortas de léxico, 35 entrevistas abiertas, 90 entrevistas semi-estructuradas y 4 grupos focales que incluyeron talleres de sensibilización (ver Anexo 1).

Capítulo 1
La cuestión indígena en México

En este capítulo se discutirá la relación problemática entre la conformación del Estado-nación mexicano y los grupos indígenas. Lo titulamos “la cuestión indígena” debido a que destacamos el carácter conflictivo, histórico, sociopolítico y nacional de la problemática étnica en el país. En este sentido, consideramos que las comunidades o pueblos indígenas no constituyen comunidades autárquicas sino que son parte de un todo más complejo (Díaz Polanco, 1979); son “unidades socioculturales”, políticas, económicas y productivas vinculadas a distintos actores (Estado, mercado, organizaciones de diverso tipo) que han vivido saqueos y desposesiones económicas y simbólicas sistemáticas.

En las últimas décadas las trasformaciones experimentadas por los Estado-nación latinoamericanos han generado efectos importantes sobre la sociedad en su conjunto. Estas transformaciones que nos hablan de una preponderancia de tipo estructural de la exclusión por sobre la inclusión social (Santos, 2011 citado por Gracia 2015: 21) han tenido implicaciones diferenciadas en los distintos sectores y espacios territoriales; para el caso de los campesinos y pueblos indígenas el pasaje del modelo de Estado desarrollista a otro de corte neoliberal agudizó los procesos de movilidad espacial que ya se registraban desde mediados de siglo, al intensificarse la crisis del campo y de las economías regionales.

Los cambios en lo económico, lo social y lo territorial generan nuevas formas culturales y transforman tanto la vida rural en la comunidad de origen como en los espacios urbanos a los que migran los grupos indígenas. En los contextos urbanos, los integrantes de las comunidades indígenas se ven envueltos en nuevas relaciones sociales en espacios laborales, educativos, de salud e inclusive en la propia organización familiar, al tiempo que establecen diversas relaciones con las comunidades de origen.

Las transformaciones de los modelos de Estado vinculadas a los cambios en los patrones de acumulación también supusieron diversas modificaciones en la formulación de las políticas dirigidas a los pueblos originarios, pueblos que se fueron organización desde los años setenta para demandar su reconocimiento como sujetos de derecho público (lo cual, en la mayoría de los países como México, aun no han conseguido), tanto dentro de las instituciones políticas o en diálogo con los representantes estatales como por fuera de ellas, como es el caso del Ejército Zapatista de Liberación Nacional.

En este capítulo se analizan las mutaciones de las políticas indigenistas en México y la forma en que ellas incorporan el problema étnico. Con ello buscamos poder interpretar, historizadamente, el marco legal-normativo y las políticas públicas y sociales que atraviesan la vida de los indígenas que residen en las ciudades de Guadalajara y el sureste mexicano (y que presentamos en la segunda parte del informe).

Buscando desnaturalizar una entidad compleja, en primer lugar nos referimos a la noción de Estado y de reforma, a la forma en que se problematizó lo étnico desde la conformación del Estado mexicano y a cómo este Estado-nación encaró los procesos de reforma. Finalmente, abordamos las políticas en materia indígena formuladas desde los años setenta del siglo pasado y la forma en que ellas fueron concibiendo sus proyectos hacia lo indígena: buscando incorporarlos como raza o cultura a los anhelos modernizadores de la nación y, posteriormente, reconociendo y respectando mucho más las diferencias, aunque con una serie de deudas relativas a la justicia social, económica y política. En este sentido, el conflicto étnico-nacional sólo puede encontrar solución en el marco de una nueva nación con actitud realmente democrática que reconozca y haga efectivos los derechos específicos de los pueblos indígenas mediante un replanteamiento de las bases de la sociedad y del Estado (Sánchez, 1999: 106-105).

La noción de Estado

El Estado ha sido conceptualizado y abordado de múltiples formas por parte de distintas disciplinas científicas. En términos generales esta noción remite a un tipo específico de forma de vida social, es decir, a una forma particular a partir de la cual las sociedades han organizado su vida colectiva. Esto es importante destacarlo para historizar y desnaturalizar la noción pues los grupos humanos se han organizado para subsistir de distintas maneras y la forma Estado expresa sólo un tipo de organización posible dentro de un amplio abanico histórico.

Entre las características básicas del Estado-nación moderno destaca la articulación que existe entre el ejercicio de gobierno, la población a la que va dirigida tal ejercicio y el territorio en el que se ejecuta.

El Estado expresa un tipo de relaciones muy específicas de dominio-subordinación que se ejercen mediante una autoridad reconocida colectivamente como legítima y capaz de establecer una ley común que expresa lo permitido, lo prohibido, lo correcto, lo incorrecto, lo posible y lo sancionable. Este binomio dominio-subordinación (Roux, 2005) ha sido constante en esta forma de autoridad colectiva que apareció en la historia de la humanidad como una entidad territorial de dominación coercitiva posterior a las organizaciones sociales primitivas basadas en lazos de sangre (Engels, 1976).

La dominación coercitiva que ejerce el Estado también se expresa por medio del monopolio del uso de la violencia legítima (Weber, 2002). Junto a las funciones políticas (sistemas de dominación y organización del poder), desde sus orígenes el Estado ha tenido funciones relacionadas con el impulso y regulación de los elementos necesarios para la reproducción social (Gramsci, 1975).

El Estado como un aparato contiene un conjunto de instituciones que ordenan y dan regularidad y permanencia a la relación entre gobernantes y gobernados así como al conjunto de la vida pública1. Entre las distintas instituciones que componen el Estado como aparato, la literatura contemporánea destaca aquellas dedicadas a la producción simbólica y cultural, las cuales posibilitan pensarlo como como una comunidad imaginada (Andersen, 1993).

Tanto las funciones vinculadas al ejercicio del poder, la dominación-control y reproducción de la población en términos materiales y simbólicos, así como sus resultados van cambiando históricamente en tanto

“…, la forma de avanzar en este propósito y la capacidad de lograrlo están sujetas a la acción de fuerzas variadas y a las posibilidades que los propios actores involucrados tengan de imponer o negociar sus condiciones” (Escobar Ohmstede et al, 2010: 23).

“Mientras que en ciertas épocas y lugares la función del Estado ha sido fundamental en el impulso al progreso económico, social y cultural, en otras ha sido un fuerte obstáculo al desarrollo y progreso humano, ha absorbido más recursos de la sociedad de los que le ha ayudado a producir y ha subvencionado a grupos parasitarios, ahogando las expresiones sociales más creativas e innovadoras, o bien ha organizado enormes aparatos de muerte y destrucción” (Dabat, 2010: 21).

Pensar que el aparato estatal no es inamovible sino que está en permanente reconstitución posibilita entenderlo como una formación política de dominación en construcción permanente. Sayer (1994) piensa en el Estado como una tendencia a largo plazo en la que se expresa un predominio de clase que no es coherente ni inamovible sino que manifiesta contradicciones a partir compromisos e intereses cambiantes que lo llevan a una reforma constante. ¿A qué se alude con reforma del Estado si éste se transforma constantemente?

Reforma y modelos de Estado

La reforma del Estado supone el cambio en las relaciones entre Estado y población; si bien refiere a lo económico y a los intentos de reorganizarlo y racionalizarlo, la misma involucra distintos elementos que buscan la gobernabilidad. Por ello la reforma,

“…refiere a sus elementos materiales (población y territorio) y a la configuración, modo de ejercicio y orientaciones del poder… El poder político del Estado, tanto en sus dimensiones institucional y simbólica como en la coactiva, es puesto al servicio de intereses y objetivos distintos que los anteriormente promovidos, en una matriz social y económica, espacial y poblacional, también ella modificada. El cambio significativo en los intereses y en los actores obliga a cambios en las agencias y en las políticas, en las instituciones y en los procesos” (Vilas, 1998: 151).

La reforma del Estado supone una reformulación en su relación con la sociedad y con el mercado, así como en la lógica de procuración del bienestar. Es así como los modelos de Estado liberal, o estado de bienestar, desarrollista o neoliberal no solo aluden a formas estatales o regímenes políticos diversos, sino a formas sociales de articulación entre instituciones sociales como la escuela, la familia, la subsistencia económica y la constitución de la vida ciudadana.

“La expresión Estado podría ser denominada configuración histórica socioestatal, conveniente sobre todo para comprender la independencia entre la forma de ser históricamente determinada de la sociedad que contiene también su dimensión política y estatal y el régimen político específico que se constituye de manera diferente (...) (Hirsch, 2001:16).

Respecto a la reforma del Estado, Echebarria- Ariznabarreta (2000:1-4) contempla dos categorías de reformas: las institucionales y las sustanciales. Las primeras involucran el diseño y funcionamiento de las instituciones y pueden tomar la forma de reforma política o administrativa; las sustanciales, en cambio, están relacionadas con el contenido de la acción pública, es decir, suponen una redefinición de sus fines, contenidos y alcances.

Teniendo en cuenta estas distinciones es posible identificar tres grandes transformaciones del Estado contemporáneo. La primera de ellas, la que dio origen al Estado liberal2, fue más bien una reforma institucional en la medida que significó la separación entre política y economía a partir de la separación entre los tres poderes y la definición de las funciones de cada uno de ellos. Este modelo postula la libertad individual y del mercado y una acción estatal que no debe intervenir en la economía.

La segunda transformación dio origen al Estado de Bienestar3, Estado social o Estado desarrollista para el caso de los países latinoamericanos y fue de tipo sustancial en tanto amplió y redefinió el papel del Estado en la economía mediante el gasto público y el pleno empleo de los factores productivos para alcanzar una economía óptima. A partir del fortalecimiento del movimiento obrero y de los partidos políticos afines, entre 1950 y 1973 la participación del gasto social en el PIB se elevó considerablemente en los países centrales (Dabat, 2010) a partir del estímulo al consumo de masas, del pleno empleo y de la construcción de políticas sociales que económicamente solventaran la demanda existente y políticamente desactivaran los problemas sociales provocados por la precedente desatención estatal a las demandas ciudadanas.

Este modelo de Estado generó una transformación profunda de todas las estructuras de la sociedad, de las relaciones sociales y las condiciones de vida; en cuanto a la economía artesanal y agrícola, los pequeños productores fueron reemplazados por la producción industrial masiva, lo que supuso que las relaciones sociales se organizaran en formas monetarias y de intercambio. A su vez la producción industrial incorporó a un sector más amplio de personas asalariadas. También existe una historia de resistencia de formas de sociabilidad comunitaria frente a las amenazas de aniquilamiento y destrucción que se puede observar en las diversas rebeliones indígenas y campesinas por la conservación de su propia identidad comunitaria; en el caso de México esta historia de rebeliones y resistencias están enmarcadas en la lucha por la tierra y la resistencia ante la imposición de un estilo de vida ajeno impuesto por la sociedad capitalista.

“La tierra, como núcleo problemático del proceso de construcción del Estado, como cualquier forma de propiedad, el régimen de propiedad agraria no era un problema de relación entre hombres y cosas, sino de la relación entre hombres, el pueblo, representaba no solo un modo posesión usufructo sino una forma de relación social: un modo de interacción social en el que estaban supuestos actitudes y sentimientos, una noción de la vida y de la muerte, una representación de sí mismos y de los otros, un código de conducta una forma de hacer política y una moral publica4. […]. Familia, trabajo, fiesta y política, formaban un mundo de la vida coherentemente estructurado por lazos comunitarios. Nada era más extraño y hostil a ese mundo que la idea de individuo solo y autosuficiente de la que partía el contractualismo liberal”. a estos conflictos se refiere (Roux, 2005:62).

Visto en su conjunto, se pueden encontrar saldos positivos en este modelo de Estado en tanto favoreció avances importantes en las condiciones de trabajo, vida y seguridad social de los trabajadores, posibilitó diferentes tipos de reformas sociales y culturales progresistas y, aunque de forma desigual, promovió el desarrollo científico y tecnológico. Aún así, no es posible olvidar que también, el intervencionismo estatal posibilitó el advenimiento de regímenes político sociales aberrantes como el fascismo (Dabat, 2010).

A partir de la crisis mundial detonada por la caída en los precios del petróleo (1973) la reconfiguración del patrón de acumulación, la inflación y el desbordamiento de la capacidad de respuesta por parte del Estado ante nuevas demandas de la sociedad se promueve un nuevo modelo, el Estado Neoliberal, que defiende la concepción de Estado mínimo y su intervención moderada. Esta tercera transformación amalgamó reformas institucionales y sustanciales y volvió a colocar a la economía (mercado) en el lugar central de la vida social y política.

Este modelo de Estado se ha ido reconfigurando a partir de los que se denominan reformas estructurales. Las denominadas de primera generación

“… se enfocaron a garantizar la estabilidad macroeconómica, el adelgazamiento del Estado, la desregulación y apertura de mercados… se promovió la liberalización política que desembocó en una democracia electoral en los países de América Latina, dándose una serie de ajustes en los ámbitos políticos y sociales que han abierto nuevas opciones también en la construcción de nuevas ciudadanías” (Escobar Ohmstede et al, 2010: 12).

Debido a que la primera generación de reformas no cubrió las expectativas de las agencias transnacionales se implementaron las reformas conocidas como de segunda generación que:

“buscaban fundamentalmente reforzar la institucionalidad a través de reformas jurídicas, la descentralización político-administrativa e incluso la creación de nuevas instituciones. Todo ello para facilitar aún más el funcionamiento y accionar del libre mercado…” (Escobar Ohmstede et al, 2010: 17).

La tercera oleada de reformas apareció en el momento en que los estados nacionales en América Latina comenzaban a reconstruir su imagen de nación a fin de representar la diversidad cultural y política que albergan sus respectivos territorios. De esta forma, dentro de estas reformas están aquellas que reconocen la pluralidad étnica y lingüística. Como otros países, México ha estado impulsando reformas de tercera generación a partir del reconocimiento de su gran diversidad étnica; sin embargo -como veremos más adelante en este capítulo y en la segunda parte del informe mediante con la revisión del marco legal y las políticas públicas-aun están lejos de alcanzar un marco equitativo y justo para con los pueblos indígenas que lo integran.

El Estado Neoliberal toma una nueva estructura basada en la reducción de su mismo aparato institucional y de la implementación de políticas sociales condicionadas a nuevos criterios, tales como la focalización, el asistencialismo y la descentralización.

“La política social deja de tener una función integradora; mucho más que incorporar a la población de bajos niveles de ingreso a condiciones satisfactorias de empleo y de vida, apunta a impedir un mayor deterioro de la población que ya se encuentra en condiciones de pobreza, y presta asistencia a las víctimas del ajuste. No les ayuda a salir del pozo: trata de impedir que se hundan más” (Vilas, 1998: 117).

Mediante la focalización se hace una diferenciación entre pobres y pobres extremos. Siendo los primeros capaces de afrontar las dinámicas de la economía, la política pública del Estado recae sobre los pobres extremos, que ya sea, por su escasez de recursos o por sus propias capacidades, son considerados en el grupo vulnerable de la sociedad. Los argumentos a favor de este criterio se basan en una mejor asignación del gasto estatal, mejora de la relación entre costo e impacto, y las posibilidades de evaluar la acción del Estado debido a la delimitación de la población atendida. La focalización entonces implica que las políticas sociales son selectivas; debido a la contracción de los fondos asignados a la política social, es necesario garantizar que éstos lleguen efectivamente a quienes deben llegar: los más pobres de los pobres. Esto significa que la focalización responde a la necesidad de confrontar la masificación de los problemas sociales con fondos recortados, se busca un uso eficiente de los recursos escasos. Uno de los objetivos claves de atender a los sectores más vulnerables es evitar que la pobreza extrema derive en tensiones sociales y políticas, por eso las acciones emprendidas a partir de la política social en el neoliberalismo buscan soluciones a corto plazo mediante: generación de empleos temporales, asistencia, capacitación laboral, apoyos productivos, infraestructura básica, complementos alimentarios, saneamiento, entre otros (Vilas, 1998).

Por su parte, el asistencialismo consiste en la provisión de ciertos servicios sociales por parte del Estado a esa población focalizada, que en razón de su incapacidad para proveerse por sí mismos, necesita de la ayuda estatal. Cambiando el lenguaje de derechos por el de auxilios.

Por último, la descentralización en un sentido negativo, es entendida como la forma del Estado para descargar y desviar las demandas sociales al ámbito local, a favor de la eficacia y la eficiencia financiera, quitándose así, la directa responsabilidad sobre el contenido de las políticas que emprende. La lógica que se siguió fue que la coordinación de la política social por un Estado centralista se prestaba a que los recursos y las atenciones llegarán a regiones que no los “necesitaban” en cuanto estos ya poseían recursos y potencialidades de desarrollo económico y social; de esta forma, uno de los argumentos centrales de la descentralización fue conseguir una mayor equidad, es decir, que la política social llegara a todos, aun a los de menores recursos y potencialidades, para así poder combatir la pobreza. Un segundo argumento para la descentralización fue que ésta fomentaba una participación más directa de las comunidades; se pensó en auspiciar una gestión más social de la política y no únicamente una gestión estatal, lo cual coincidía con las recomendaciones neoliberales de lograr que los pobres participaran en el alivio a la pobreza a través de lo que les quedaba: su fuerza laboral (Lerner Sigal, 1998). De cualquier forma, lo que significó la descentralización en varios países de América Latina fue el abandono de la responsabilidad del gobierno ante ciertos servicios que durante mucho tiempo fueron de su total atención.