Buch lesen: «Panteón»
Akal / Anverso
Jörg Rüpke
Panteón
Una nueva historia de la religión romana
Traducción: Ana Useros
La intención de este libro es relatar la historia de una convulsión cuyo impacto marcó una época. Esta es la historia de cómo, a partir de un mundo en el que se practicaban ritos, surgió un mundo de religiones a las que se podía pertenecer. No es una historia en línea recta. Los cambios que se narran no fueron inevitables, nadie podría haberlos previsto; tampoco fueron irreversibles, más bien al contrario. Es una historia viva, dinámica, colectiva e individual.
En este monumental texto, Jörg Rüpke nos entrega una narración histórica, sorprendente y original, de la religión antigua romana y mediterránea desde la Edad del Bronce hasta la Antigüedad Tardía pasando por la Roma imperial. Tomando como punto de partida la religión vivida, una perspectiva que destaca cómo las prácticas y las experiencias individuales transforman la religión en algo muy diferente de su aspecto oficial, el autor construye un cuadro radicalmente novedoso tanto de la religión romana como de un periodo crucial de la religión occidental, un momento decisivo que influyó en el judaísmo, el cristianismo, el islam e incluso en el concepto moderno de religión.
Por su enfoque innovador y su dimensión sin precedentes, estamos ante un relato inigualable de la cultura romana y mediterránea.
«La enorme erudición de Rüpke, combinada con su insistencia en la experiencia y en la agencia individual dentro de este contexto más amplio, abren una forma nueva de entender la religión misma y convierten este libro en un acontecimiento.»
Harriet Flower, Princeton University
«Panteón es el logro que corona la labor de un investigador consagrada a una exploración singular de la religión romana antigua en toda su complejidad.»
Zsuzsanna Várhelyi, Boston University
Jörg Rüpke es vicedirector e investigador permanente de estudios religiosos en el Max Weber Center for Advanced Cultural and Social Studies en la Universidad de Erfurt, Alemania, y ha sido profesor invitado en el Collège de France, Princeton University y la University of Chicago. Entre sus muchos libros destacan On Roman Religion y From Jupiter to Christ.
Diseño de portada
RAG
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Nota editorial:
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Nota a la edición digital:
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Título original
Pantheon. A New History of Roman Religion
© Princeton University Press, 2018
© Ediciones Akal, S. A., 2021
para lengua española
Sector Foresta, 1
28760 Tres Cantos
Madrid - España
Tel.: 918 061 996
Fax: 918 044 028
ISBN: 978-84-460-5116-9
Agradecimientos
En el corazón de este libro está la convicción de que un estudio de la historia de la religión antigua que no adopte como punto de partida a los actores colectivos, como Roma o «los romanos», sino más bien a los actores individuales y cómo estos vivían la religión, producirá no solamente una visión diferente de la religión sino, y por encima de todo, una nueva conciencia de la mutabilidad de las concepciones y las prácticas religiosas. Mi propia investigación y la oportunidad de trabajar con un equipo compuesto por Marlis Arnhold y Benjamin Sippel (que me ayudaron con la selección de ilustraciones), Christopher Degelmann, Valentino Gasparini, Richard Gordon (a quien tengo que agradecer más de una década de intensos intercambios), Maik Patzelt, Georgia Petridou, Rubina Raja (que codirigió el proyecto), Anna-Katharina Rieger, Lara Weiß y, finalmente, Emiliano Urciuoli y Janico Albrecht, en un proyecto que hizo posible una Advanced Grant del European Research Council (n.o 295555), me han permitido probar esa convicción. Lo que este equipo ha aportado al resultado claramente excede lo que he podido señalar en las notas y en la bibliografía. Esto puede decirse también de las muchas personas que han colaborado en esta empresa, tanto participando en simposios, mediante invitaciones en el Max Weber Centre, como integrando el grupo de investigación «Religious Individualization in Historical Perspective», financiado por la Deutsche Forschungsgemeinschaft (German Science Foundation, n.o KFOR 1013), o coeditando la revista Religion in the Roman Empire, que ha surgido de este proyecto. Menciono aquí a Roberto Alciati (que está preparando con Maria dell’Isola la edición italiana del libro), Clifford Ando, Michal Bar-Asher Siegal, Eve-Marie Becker, Elisabeth Begemann, Anton Bierl, Malcolm Choat, Nicola Denzey-Lewis, Ulrike Egelhaaf-Gaiser, Esther Eidinow, Cristiana Facchini, Harriet Flower, Jonas Grethlein, Ingvild Gilhus, Simon Goldhill, Manfred Horstmannshoff, Maria dell’Isola, Julia Kindt, Karen King, Patricia McAnany, Harry Maier, Teresa Morgan, Maren Niehoff, Vered Noam, Valeria Piano, Ilaria Ramelli, Federico Santangelo, Günther Schörner, Seth Schwartz, Marco Francisco Simón, Christopher Smith, Darja Šterbenc Erker, Guy Stroumsa, Ann Taves, Zsuzsanna Várhelyi, Jutta y Markus Vinzent, Katharina Waldner y Greg Woolf. La colaboración con este último fue posible gracias al Alexander von Humboldt Trust que financió la investigación sobre los santuarios. Jan Bremmer, Max Deeg, Martin Fuchs, Valentino Gasparini, Bettina Hollstein, Ute Hüsken, Antje Linkenbach, Katharina Rieger, Veit Rosenberger (que murió pocas semanas después y a quién aún echamos de menos en el Centro) y Michael Stausberg se tomaron la molestia de debatir el texto completo conmigo en julio de 2016. Mis más sinceras agradecimientos a todos ellos.
Ursula Birtel-Koltes y Diana Püschel crearon la infraestructura organizativa del trabajo. Katharina Waldner asumió mucho más que mis tareas docentes, liberándome de otras obligaciones. El equipo gestor del Max Weber Centre for Advanced Cultural and Social Studies, Bettina Hollstein, Wolfgang Spickermann y después Hartmut Rosa, y los presidentes y rectores de la Universidad Kai Brodersen y Michael Hinz, Walter Bauer-Wabnegg y Thomas Gerken, apoyaron el proyecto de todas las formas imaginables. Doy mis más sinceras gracias a todos ellos y al personal de las organizaciones que lo financiaron. Sarah Al-taher y Karoline Hohmann buscaron sin descanso nuevas referencias para incorporarlas a la bibliografía. Se lo agradezco también, así como a la British School de Roma, con su director Christopher Smith, que me proporcionó un refugio durante el proceso final de corrección. Gracias a Maik Patzelt y Janico Albrecht por recopilar el índice.
Este libro no habría adoptado su forma actual si Al Bertrand de Princeton University Press y Stefan von der Lahr de C.H. Beck no me hubieran convencido de que debía configurarse como un relato de los cambios religiosos, así como un análisis general de los mecanismos de la religión en la Antigüedad. Así, el resultado no ha sido únicamente una «nueva» historia de la religión romana, sino una historia de cómo las «religiones» surgieron de las prácticas e ideas religiosas locales. Estoy muy contento de que esta historia esté ahora también disponible en español.
Erfurt
Verano de 2021
1. Una historia de la religión mediterránea
1. ¿QUÉ ENTENDEMOS POR UNA HISTORIA DE LA RELIGIÓN MEDITERRÁNEA?
La intención de este libro es relatar la historia de una convulsión cuyo impacto marcó una época. Esta es la historia de cómo un mundo que para la mayoría de nosotros está más allá del entendimiento se transformó en un mundo muy parecido al nuestro, al menos en un aspecto concreto. Para decirlo con brevedad: vamos a describir cómo, a partir de un mundo en el que se practicaban ritos, surgió un mundo de religiones a las que se podía pertenecer. No es una historia en línea recta. Los cambios que voy a describir no fueron inevitables; nadie podría haberlos previsto. Tampoco fueron irreversibles, más bien al contrario.
Hablar de religiones –en plural– es algo que hoy nos parece normal. De hecho, podemos definirnos en términos de una religión. Una religión puede abrirnos algunas puertas –acceso al funcionariado, a los medios de comunicación de masas, a las oficinas de hacienda cuando se trata de una exención fiscal o, en algunos casos, las puertas de una cárcel–. Pero, aunque en tanto individuos podamos pertenecer a una religión, ya no podemos «des-pensar» la declinación plural del término cuando usamos el concepto para describir tanto las sociedades de nuestra época como las históricas. Y, sin embargo, cada vez con mayor frecuencia, surgen tendencias que desafían dicha categorización. «New Age» ha sido uno de esos conceptos. «Espiritualidad» se dibuja cada vez más como otro de ellos y «misticismo» tiene una larga historia en tanto manifestación en este sentido. Innumerables personas, cristianas, musulmanas e hindúes, hablan con bastante naturalidad de sí mismas en tanto pertenecientes a una de las muchas religiones (es raro que se pertenezca a varias), pero tenemos buenas razones para preguntarnos si, en muchos casos, no deberíamos hablar de culturas y de diferencias culturales más que de feligresía en las diferentes religiones.
Cuando un concepto tiene muchos sentidos diferentes se abren ventanas de comparación a través del tiempo y del espacio y, en muchos casos, solamente entonces empieza a ser posible tener una conversación con sentido. Pero una historia, en cambio, solo se logra comunicar cuando el número de conceptos en juego es limitado, cuando se garantiza una recognoscibilidad a quienes participan, a pesar de las pequeñas diferencias; de otro modo, nos enfrentaríamos a una multitud de historias dispares, a veces en conflicto, con resultados que pueden ser entretenidos (pensemos únicamente en Las mil y una noches) y completamente informativos y reveladores (mil relatos diarios que se suman a una «microhistoria») pero que no tendrían un fin, una «moraleja». Esto es especialmente cierto en el caso de una historia tan larga como la que aquí se intenta contar, en la que los actores cambian repetidamente o, al menos, cambian con una frecuencia mucho mayor que los parámetros de las prácticas y de los conceptos religiosos.
Por supuesto, a las dificultades se suma la armonización conceptual cuando el intento de alcanzar dicha armonía nos lleva a imponer una apariencia de continuidad que enmascara los cambios y las transformaciones ininterrumpidas. En ese momento es crucial refinar nuestros conceptos, apreciar las diferencias. Empezamos a ver que el mundo que describimos comprende muchos espacios geográficos, donde tienen lugar muchos tipos distintos de acontecimientos: un cambio que percibimos en un lugar puede que también haya sucedido en otro, pero no tenemos ninguna garantía de que haya tenido las mismas consecuencias en ambos escenarios. Así pues, aunque una historia de la religión mediterránea no sea una historia universal de la religión, debe siempre tener en cuenta otros espacios geográficos, debe preguntarse qué ocurrió en ellos y debe percibir los momentos en los que las ideas, los objetos y las personas atravesaron esos muros erigidos por nuestra imaginación mediante la metáfora de los espacios separados.
Mi narración mediterránea reconoce que en otras épocas y en otros ámbitos tuvieron lugar transformaciones comparables con resultados semejantes (en religiones, en ensamblajes de prácticas, en los conceptos y en los símbolos), y que las personas a las que afectaron estas transformaciones las percibieron claramente. Estoy pensando en concreto en Asia occidental, oriental y meridional. Y, sin embargo, en el último medio milenio, en muchas de estas zonas, la religión ya era muy diferente. Yo sostengo que la institucionalización de la religión característica de la Era Moderna en muchas partes de Europa y de las Américas, y la rigidez espoleada por el conflicto de las «religiones» o «confesiones» de las que se podía ser o no miembro –pero solamente de una en una– se debe a las particulares configuraciones de la religión y del poder que predominaron en la Antigüedad y en su codificación legal en la Alta Antigüedad. No solamente la expansión islámica sino, por encima de todo, los acontecimientos específicamente europeos de la Reforma y de la formación de los Estados nacionales reforzaron el carácter confesional y la consolidación institucional de las redes religiosas suprarregionales. Este modelo se exportó a muchas partes del mundo (aunque, por supuesto, no a todas) a lo largo de la expansión colonial y, con frecuencia, con un espíritu de arrogancia[1].
Es esta historia, primero en torno al Mediterráneo y después, progresivamente, euromediterránea, lo que nos lleva a centrarnos en Roma. Pero nuestra elección de Roma como núcleo sería un error si lo que estuviéramos buscando fueran los mitos de origen. El politeísmo antiguo y sus mundos narrativos no se desarrollaron en absoluto cerca de Roma, sino más bien en Oriente Próximo, Egipto y Mesopotamia. Las tradiciones monoteístas del judaísmo, el cristianismo y el islam conectaron en Jerusalén, no en la ciudad a orillas del Tíber. Más aún, tenemos que agradecer a Atenas, y no a la ciudad de las Siete Colinas, la polémica separación de la filosofía y la religión, prácticamente una característica única del pensamiento religioso occidental. Incluso la codificación del derecho en lengua latina, el Corpus iuris civilis, que ha dejado su impronta en tantos sistemas legales modernos, surgió de Constantinopla, la Roma del Imperio bizantino, y no de su predecesora italiana. Sin duda la palabra religio tiene su origen en Roma. Pero eso tiene muy poca relevancia para el cambio que constituye el tema del presente relato.
Pero el origen no lo es todo. Roma estaba emplazada en una parte del mundo con una larga historia de absorción de los impulsos culturales, más que de la creación de estos. Desde finales del primer milenio a.C. en adelante, la ciudad exportaba múltiples concepciones de la religión por todo el Mediterráneo[2]. Y, después de la destrucción de Jerusalén, el poder político romano se convirtió en un factor central de la historia de las distintas identidades religiosas. Cuando el Imperio creció para convertirse en un espacio multicultural con una nueva estructura estratificada del poder, el intercambio acelerado de ideas, mercancías y personas dentro de este espacio, la atracción que su centro ejercía, tanto sobre profetas como sobre filósofos, fueron todos ellos factores que se combinaron para garantizar que Roma sería el punto focal del primer milenio d.C. En los siglos anteriores, hay que concebir a Roma como un ejemplo más del desarrollo mediterráneo, uno más de ellos, con su propia historia y su cronología, lo que tiene como consecuencia que tenemos que cuestionarnos continuamente lo que se puede considerar típico y lo que no se puede considerar típico de otras regiones. La veta distintiva que representará Roma en la presente historia solo quedará patente, por lo tanto, a partir de una reflexión sobre sus inicios italianos y mediterráneos.
Nuestra atención queda liberada, por lo tanto, para cubrir el amplio espectro de concepciones, símbolos y actividades religiosas, todo el abanico de prácticas culturales, desde las altas culturas orientales de la Antigüedad Tardía (y más allá), y para observarlas mientras experimentan procesos esenciales de desarrollo, todos ellos con una multiplicidad de aspectos comunes. Desde una perspectiva a largo plazo y global, el desarrollo de las formas particulares y sus cambios en la arquitectura y en los medios de comunicación adquieren aquí una importancia considerable. La imaginería del budismo, que surgió desde la India, tiene una enorme deuda con las modificaciones griegas de los arquetipos egipcios, como puede verse en el arte de la región de Gandhara. El concepto de un «panteón» de deidades que interaccionan en una jerarquía, un concepto que una vez más se originó en Asia occidental y en el antiguo Oriente, jugó un papel importante a la hora de definir la forma y la personificación de las concepciones griega y romana de lo divino, y en su adopción posterior por el cristianismo. La historia religiosa del periodo romano tiene unas vastas ramificaciones. En el mundo mediterráneo tenemos la formación del judaísmo, del que después surge el cristianismo y la difusión de la forma romanizada del cristianismo a través de Roma y Constantinopla, mientras que el islam aparece en la periferia suroriental de este mismo mundo y, con su expansión por el sur, cada vez más hacia el este e incluso hacia el noreste de este espacio, señala en muchos sentidos el fin de la Antigüedad. Los procesos de difusión o, dicho con más precisión, los procesos de intercambio mutuo en las fronteras orientales y a lo largo de las rutas de contacto –la Ruta de la Seda hacia Asia Central, las rutas marítimas hacia el sur de la India[3]– aún yacen en las regiones sombrías de la investigación y a menudo no han sido objeto de la evaluación más básica: una situación que no puede alterarse mediante una historia tan concreta como la que queremos trazar aquí.
En cualquier caso, hay una clara ventaja relacionada con la decisión de centrarse en Roma. Ya en la época helenística, en los dos últimos siglos a.C., Roma era probablemente la ciudad más grande del mundo y, en la primera etapa del Imperio, alcanzó una población de medio millón de habitantes y hay quien dice que llegó a un millón. Esas cifras no se volverían a igualarse hasta la Alta Edad Media, con ciudades como Córdoba, en la España musulmana y Bian (ahora Kaifeng) en la China central o Pekín en la temprana Edad Moderna. En lo que se refiere a la función de la religión en la vida de la metrópolis y al papel de las megaciudades como motores económicos e intelectuales, la Roma antigua –y especialmente la Roma imperial– proporciona un «laboratorio» histórico con el que muy pocas ciudades del mundo antiguo podrían compararse. Lo más parecido serían Alejandría, la ciudad fundada por Alejandro Magno, y el crisol cultural del Delta del Nilo; y quizás Antioquía, con Ptolemaida y Menfis como las siguientes en tamaño. El peyorativo término latino pagani no se limitaba a describir a la gente como «no cristiana», sino que también las identificaba como habitantes del campo. La idea de que todo lo importante ocurre en las ciudades –y especialmente en las metrópolis– no es nueva, pero nunca se ha estudiado a fondo en el caso de las religiones. Y así mi historia de la religión se adentra aquí en nuevos terrenos. Pero, ¿qué es exactamente la religión?
2. RELIGIÓN
Cuando se trata de describir transformaciones de la religión, no debemos permitir que queden preconceptos sin analizar. Normalmente basamos nuestro pensamiento sobre la religión en su plural, «religiones». Hay incluso quien defiende que la religión solamente existe en realidad en los términos de su forma plural. Las religiones se entienden como tradiciones de prácticas, concepciones e instituciones religiosas, en algunos contextos incluso como iniciativas empresariales o similares. Según una importante corriente de pensamiento sociológico que se remonta a Émile Durkheim (1858-1917), de lo que se trataría aquí es de productos sociales, productos de unas sociedades[4] compuestas de grupos de personas que normalmente viven juntas dentro de un territorio, para quienes el núcleo central de su existencia en común, de su orientación compartida, se resguarda de la discusión habitual invistiéndose de formas religiosas simbólicas. Ahí surge un sistema de signos cuya inmanencia se protege mediante la ejecución de los ritos y que busca explicar el mundo mediante imágenes, relatos, textos escritos o dogmas refinados, así como regular el comportamiento mediante el uso de imperativos éticos o mediante una forma de vida establecida, recurriendo en ocasiones a un aparato eficaz de sanciones (por ejemplo, mediante el poder del Estado), pero a veces incluso sin esa amenaza implícita.
Un concepto así de religión puede explicar muchas cosas; pero se topa con sus límites, no obstante, cuando busca explicar el pluralismo religioso, la coexistencia duradera de concepciones y prácticas diferentes y mutuamente contradictorias. Se encuentra perdido también cuando tiene que descifrar la relación bastante peculiar entre el individuo y su propia religión. Se le acusa repetidamente de estar demasiado estrechamente orientado a «Occidente» y, sobre todo, a la historia conceptual y religiosa del cristianismo, y se le critica su incuestionable «colonialismo» cuando superpone los conceptos occidentales a las otras culturas[5]. Hay otras ramificaciones similarmente problemáticas cuando tratamos de aplicar ese concepto a la Antigüedad[6]. La razón para esto radica también en el presente. La disolución de las lealtades tradicionales que observamos con tanta frecuencia en nuestra época se lee como un individualismo religioso, o como el declive de la religión o, incluso, como el desplazamiento de una religión colectiva por una espiritualidad individual[7]. Entonces se asocia esta perspectiva con la premisa complementaria de que las primeras sociedades y sus religiones deben haberse caracterizado por un alto grado de colectivismo. Veremos ahora que esta idea, ya problemática con respecto a nuestro momento presente, crea una imagen del pasado completamente distorsionada[8].
Esto no es razón, sin embargo, para que nos abstengamos de hablar acerca de la religión. Lo que necesitamos, en cambio, es un concepto de religión que nos permita describir con precisión esos cambios, tanto en los aspectos sociales de la religión como en su importancia para los individuos. Esto puede lograrse mediante un concepto de religión elaborado desde el punto de vista del individuo y de su entorno social. No me voy a centrar en los sistemas mentales que han construido observadores tanto externos como internos, porque estos sistemas, en cualquier caso, no pueden arrojar más que detalles fragmentarios e incompletos sobre una religión[9]. En lugar de ello, mi punto de partida es la religión antigua vivida, en todas sus variantes, sus contextos diferentes y sus configuraciones sociales[10]. Solamente en contadas ocasiones –y a estas, por supuesto, se les prestará la atención debida– las actividades de las personas que tratan unas con otras se fusionan en redes[11] y en sistemas organizados, o se abren camino hasta los textos escritos, de forma que adoptan vida propia y se convierten en las estructuras masivas, autónomas y a menudo longevas que normalmente categorizamos como religiones.
Entonces, ¿cómo debemos conceptualizar la religión? Solamente podemos esperar adquirir una perspectiva sobre los cambios en la religión, sobre las dinámicas encarnadas en ella y sobre cómo estas dinámicas producen cambios en los contextos sociales y culturales de los actores religiosos si no asumimos, desde el inicio, que la religión es algo evidente. Por lo tanto, debemos localizar las fronteras de nuestro tema y que estas incluyan los aspectos de la religión que nos interesan, es decir, esos aspectos de ella que se conforman a nuestra perspectiva del tema. Pero, al mismo tiempo, las fronteras deben ser lo bastante amplias como para incluir las desviaciones, las sorpresas en las prácticas religiosas de una época en concreto. Yo veo la religión de la época que estamos tratando desde una perspectiva situada, en tanto que incluye actores (ya se describan estos como divinos o dioses, demonios o ángeles, los muertos o los inmortales) que son, en cierto sentido, superiores. Por encima de todo, no obstante, su presencia, su participación, su importancia en una situación concreta no es simplemente un hecho incuestionable: otros humanos que participen en la situación podrían considerarlos invisibles, silenciosos, inactivos o sencillamente ausentes; incluso tal vez no existentes. En resumen, la actividad religiosa está presente allí donde, en una situación concreta, al menos un individuo humano incluye a dichos actores en sus comunicaciones con otros humanos, ya sea mediante una mera referencia a estos actores o dirigiéndose directamente a ellos.
Incluso en las culturas de la Antigüedad, comunicarse con seres así, o actuar con relación a ellos, no era algo que se aceptara tranquilamente. Con respecto a la época actual, esto apenas se discutirá: la afirmación de que actores transcendentes[12] participan, ya por su cuenta o mediante una invocación, se verá con recelo en muchas partes de Europa y, de hecho, a mucha gente le parecerá muy poco plausible. Incluso cuando un actor humano concreto está firmemente convencido de la inmanencia de un dios, o de una presencia divina, habitualmente se abstendrá de defender algo así en presencia de otras personas, mediante palabras o acciones, por miedo al ridículo. Puesto que, en mi opinión, la religión consiste principalmente en comunicación, tengo que decir que, en una situación así, la religión no acontece. El reticente creyente europeo moderno que he descrito no es, no obstante, una figura universal. La presencia de lo transcendente es algo que en otras regiones no es en absoluto un tema controvertido, y así lo ha sido en otras épocas.
No obstante –y aquí es a donde quiero llegar– hacer una afirmación así y/o adoptar acciones compatibles con ella sería algo problemático incluso en el mundo antiguo. El hablante se arriesgaría a dañar su credibilidad y podría cuestionarse su competencia. Por eso la afirmación nunca se enmarcaría como una declaración general de que los dioses existen. En lugar de ello adoptará la forma de una afirmación sobre que una determinada deidad, ya sea Júpiter o Hércules, habría ayudado o ayudaría al hablante o a otros individuos y que la Fortuna (el destino) estaba tras las acciones del hablante. Una pretensión así podría sostenerse, o no. «¿Justamente a ti?» «¿Venus?» «¡Ya nos gustaría verlo con nuestros ojos!» «¡Pero normalmente eres muy piadoso!»: las posibles objeciones son legión. Y la autoridad religiosa no podía adquirirse simplemente mediante la oración: algunos individuos tenían éxito en sus peticiones y se ganaban la vida con ello; para otros, el sacerdocio seguía siendo un pasatiempo para sus ratos libres y, en último término, no les garantizaba ni siquiera ser elegidos para el consejo local. Adscribir autoridad a actores invisibles y ejercer la circunspección correspondiente en las propias acciones parece haber sido, tal y como postula el evolucionismo, una táctica que ayudaba a la supervivencia y, por lo tanto, favorecida por el desarrollo humano[13]; pero era una táctica que abría la posibilidad de ser cuestionado por parte de los congéneres y su empleo sistemático podía provocar un disenso organizado[14].
En la Alemania actual (y hasta cierto punto en la Europa actual) que, ya sea con satisfacción o con horror, se ve a sí misma como en buena medida secularizada, es fácil olvidar que gestos como la asistencia regular a la iglesia, el matrimonio por la iglesia, saberse el catecismo y el impuesto generalizado a favor de la iglesia no se impusieron en general hasta el siglo XIX y que esto se llevó a cabo con la intención de emplear la religión como un instrumento de disciplina social, para instilar en todo el mundo la conciencia de pertenecer a una confesión determinada y para hacer que la membresía en una iglesia y los oficios religiosos estuvieran disponibles para todo el mundo y fueran obligatorios para todo el mundo, incluso en los lugares más remotos[15]. El asunto no es simplemente que el pasado fuera más piadoso. Miles y miles de personas llevaron pequeñas ofrendas a los templos romanos para mostrar su gratitud o para dar énfasis a sus peticiones; pero hubo millones que no lo hicieron. Millones de personas enterraron con mimo a sus hijos o a sus padres fallecidos, e incluso los proveyeron de ajuares funerarios; otros incontables millones se contentaron con deshacerse de los cadáveres.
La pregunta que tenemos que hacernos, en relación tanto con la religión de hoy en día como con la religión del pasado, del antiguo mundo mediterráneo, es ¿de qué maneras la comunicación religiosa y la actividad religiosa realzan la agencia individual, la capacidad de actuar y de labrarse un espacio para las propias iniciativas? ¿Cómo su trato con los problemas cotidianos y con los problemas que van más allá de lo cotidiano fortalece su competencia y creatividad? En otras palabras, ¿cómo puede ser que la referencia a actores que no sean indiscutiblemente plausibles contribuya a la formación de las identidades colectivas, que permitirían al individuo actuar o pensar como parte de un grupo, de una formación social que podría variar mucho, tanto en forma como en intensidad, sin que importe si estos actores existían realmente o vivían únicamente en la imaginación o en la conciencia febril de unas pocas personas? Si estamos aquí hablando de estrategias, no obstante, tenemos que pensar no solamente en los tratos con otras personas y en los progresos y adquisiciones (¡o pérdidas!) del aprendizaje implicados en el estatus social, sino también de las estrategias para lidiar con éxito con quienes se sitúan fuera de lo cotidiano, o que intervienen sin ser invitados en esa cotidianeidad; es decir, con los actores trascendentes, con los dioses. Hay que atraer su atención. Hay que pedirles que nos escuchen. Una «potencia» divina de la que nadie habla y que no habla con nadie no es una potencia. Sin invocaciones ni ritos, sin inscripciones ni infraestructuras religiosas, sin imágenes visibles ni sacerdotes audibles, la religión no ocurre. Y esto tiene consecuencias. En una sociedad sin memoria institucional, los acontecimientos religiosos (y no solamente los acontecimientos religiosos) pueden disolverse con rapidez.