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1. Desplazar lo efímero. Etnografía y modos locales de relación con la diferencia en contextos de ferias en los Andes del sur
Lucila Bugallo1
Francisco Pazzarelli2
DOI: https://doi.org/10.17533/978-628-7519-01-5_1
Introducción
Escribir o hablar sobre etnografía es siempre bastante difícil, dado que es una práctica que solo se entiende, justamente, practicándola. Posee pautas, procedimientos, técnicas; pero así y todo su característica y valor principal provienen del hecho de ser un trabajo artesanal. Es artesanal, pero como práctica es metódica y rigurosa. Al mismo tiempo, nos toca personalmente y nos modifica; nos transforma como personas, para siempre. Nos transforma porque nos desplaza, nos saca de nuestro propio eje, tanto personal como social y nos lanza hacia otros universos de prácticas y sentidos. Es una experiencia que se nos hace cuerpo, relaciones, memoria; se nos hace gusto. La primera experiencia etnográfica es la del descentramiento y, posiblemente, también del encantamiento. Después vienen otras, quizás más cortas, quizás menos centrales, pero siempre intensas.
Se trata de un “método” en el que la “herramienta” es el mismo, la misma investigadora; esto puede resultar asombroso, incluso extraño y sospechoso desde posiciones positivistas. Ser herramienta significa que todos nuestros sentidos, nuestro interés y atención están puestos en el trabajo, en la relación con otros, al igual que nuestra capacidad de afectar y ser afectados.3 Los deseos, expectativas, incomprensiones de los otros, así como de quien hace la etnografía, se entrecruzan, se encuentran e influyen. Se nos atribuyen varios lugares y posiciones que no siempre son fáciles de contradecir o rechazar. Las relaciones que entablamos traducen muchos de nuestros intereses, pero también muchas más cosas: la propia historia de un grupo, los entramados en que se vio inserto, los devenires de las desgracias y opresiones que nos precedieron. ¿Cómo podemos encarnar tantas historias? ¿Cómo asumirlas, cómo rechazarlas? Los y las etnógrafas somos herramientas: percibimos, nos interesamos, nos conmovemos, analizamos, nos insertamos en relaciones, nos comprometemos, a la vez que intentamos desarmar algunas madejas enredadas y desactivar antiguas prácticas colonialistas. Muchas veces es difícil y, a pesar de las primeras décadas de su desarrollo,4 todavía confiamos en que la etnografía puede convertirse en una práctica descolonizadora que ayude a revisar nuestros estereotipos de conocimiento.5 Y para ello es necesario comprometernos con ella, enteramente.
Como sugiere Alejandro Haber6 en relación con las teorías locales que se reproducen en la práctica, y nos conectan en la relación sin hacerse explícitas de manera verbalizada, la etnografía supone adquirir un conocimiento que solo puede ser aprendido en las relaciones y nunca por fuera de ellas.7 El resultado será lo que permitan las relaciones generadas, mantenidas y vividas. Nada más ni nada menos. Ese posiblemente sea, a nuestro entender, un aporte importante de la reflexividad en el método etnográfico: considerarse en las relaciones que se construyen y despliegan en los hilos cruzados de las múltiples reflexividades.
Teniendo en cuenta estas ideas, nuestro objetivo en este ensayo es presentar y discutir algunas relaciones entre “espacio” y “etnografía” desde nuestra experiencia de campo. Pero, antes que discutir los métodos y desafíos de hacer etnografía sobre el espacio (algo sobre lo cual existe una copiosa bibliografía), nos interesa reflexionar acerca de las formas en que ciertas espacialidades, especialmente aquellas conectadas con ferias de intercambio, nos confrontan en nuestras experiencias de campo y nos obligan a modular constantemente nuestras perspectivas. La pregunta aquí sería ¿por qué el análisis de una feria y de sus espacialidades podría ser de importancia para pensar el trabajo etnográfico? Aquí proponemos que las prácticas, operaciones, emociones y disposiciones que los espacios efímeros de las ferias habilitan y promueven8 nos devuelven una imagen cercana a lo que es practicar la etnografía. Así como las interacciones en los contextos efímeros de ferias ayudan a deslocalizar y desplazar productos para que la vida productiva y ritual sea posible en regiones lejanas, así la etnografía ayuda a desplazar experiencias sin las cuales la antropología tampoco sería posible. Proponemos, entonces, un ejercicio de pensamiento sobre esa idea en particular: el desplazamiento de lo efímero.
Para avanzar en nuestros argumentos, presentaremos primero algunas características de nuestras etnografías en comunidades rurales indígenas de las tierras altas de Jujuy, Argentina. A pesar de sus especificidades,9 en un primer momento elegimos situarnos en un nivel que nos permita comprender aspectos en común relativos a ciertas cuestiones de la espacialidad pastoril. Luego, incorporamos reflexiones sobre el trabajo etnográfico en ferias de intercambio y comercialización de productos, enfatizando una experiencia etnográfica conjunta en Huari, un pueblo del departamento de Oruro, Bolivia, en la región del altiplano colindante con el lago Poopó. En estos casos, el desplazamiento y lo efímero aparecen asociados, conectando contextos que poseen más resonancias que las que aparentan a primera vista.
Espacios y etnografías en las tierras altas de Jujuy
El tipo de trabajo de campo que desarrollamos suele asociarse a unidades de análisis de “pequeña escala”, que refiere al tejido relacional implicado en la observación. Este ha sido un aspecto característico de la antropología social y cultural desde sus inicios, que ha persistido luego de los profundos cambios de la década de 1970 y posteriores.10 Nuestras experiencias etnográficas incluyen observación, participación y observación participante en comunidades indígenas caracterizadas por economías pastoriles y agrícola-pastoriles, que habitan en las tierras altas de la provincia argentina de Jujuy. Estas comunidades comparten ciertas relaciones productivas, presentan similitudes en sus prácticas rituales y emplean una variedad del castellano andino (que incluye préstamos y sobrevivencias de lenguas indígenas –especialmente quechua y aymara–). Por tierras altas referimos aquí de modo general a las regiones geográficas de Prepuna y Puna, entre los 3200 y 3800 metros de altura sobre el nivel del mar.
En las economías domésticas de los pastores con los que trabajamos existen muchas prácticas que generan y ayudan a mantener circuitos de movilidad y espacialidades diferenciadas. La antropología ha dedicado muchos esfuerzos a la descripción de estas relaciones en distintas regiones de los Andes, enfatizando, mediante diferentes abordajes y supuestos, las articulaciones entre “escalas” espaciales.11 Aunque no es aquí nuestro objetivo, sí debemos resaltar algunos aspectos que son de interés para los argumentos que siguen. En primer lugar, el espacio y el tiempo siempre plantean desafíos a la observación participante. En las dinámicas pastoriles, muchas prácticas y relaciones se desarrollan simultáneamente en diferentes espacios donde no podemos estar/participar a la vez. La primera experiencia etnográfica en relaciones de este tipo es, entonces, la de una elección y selección, en ocasiones intuitiva, de los espacios físicos a donde podemos llegar y, consecuentemente, de las prácticas y relaciones en las que podremos participar.
En segundo lugar, el pastoreo supone recorridos con los animales en el espacio, ya sea pastoreando o llevándolos a algún sitio. Los pastores también se mueven para conocer el estado general de sus pasturas o de las vertientes de agua; muchas veces, deben desplazarse diariamente para regar áreas de cultivo alejadas de las casas. En ocasiones, las familias cambian de residencia, mudando buena parte de sus pertenencias, hacia puestos o estancias de uso estacional, donde aprovechan los recursos del lugar durante algunas semanas o meses. Antiguamente, todas las familias tenían y utilizaban estos complejos residenciales en el marco de un sistema de movilidad estacional que se repetía cada año; actualmente solo algunas unidades domésticas lo practican. Hacer etnografía de estos espacios y comunidades, entonces, supone moverse junto con las personas, acompañándolas en sus desplazamientos de pastoreo, diarios o estacionales. Pero estos desplazamientos no solo afectan a las actividades productivas. Cada movimiento a un puesto o residencia estacional inaugura la posibilidad de nuevas relaciones y experiencias, que muchas personas y familias esperan. En los puestos y estancias el entorno se modifica, pero también cambia el sabor del agua, los animales criados se comportan de modo diferente, la relación con los animales silvestres adquiere otros códigos, hay nuevas plantas a disposición y hasta se dice que el aire y el sol son distintos. Cuando los pastores se mueven, lo que se desplaza también es su relación con el mundo. Y aunque muchas personas no realicen ya estos circuitos, las memorias están presentes y latentes en las experiencias actuales de los pastores que se siguen pensando a sí mismos “en movimiento”, como si la posibilidad de volver a recorrer los espacios a la manera antigua no estuviera completamente cancelada.12 Es decir, aunque desde una mirada externa pareciera que algunas familias ya no se mueven tanto (e incluso algunas ya no lo hagan), la memoria de esos desplazamientos tiene efectos sobre sus experiencias actuales de vida en el espacio y eso nos interpela como etnógrafos.
Al mismo tiempo, los espacios en donde se vive, se produce y se crían animales y plantas son considerados vivos y poblados de entidades que, al modo de personas, participan del entramado relacional de los movimientos.13 En otras palabras, el espacio es una alteridad no humana con la que la gente se relaciona.14 No se trata de un espacio total y general, regido siempre por las mismas reglas; está marcado y diferenciado: cerros, abras, ojos de agua (manantiales) son lugares que se distinguen en la percepción local. Hacer etnografía en estos contextos supone el esfuerzo de aprender a ver ese “espacio vivo”, sus conexiones y articulaciones, para integrar esas relaciones a nuestras perspectivas.15 Es un proceso en el que una nueva configuración reemplaza a la visión de la racionalidad moderna.16 Solo entonces, cuando entendemos cómo y qué son estos lugares (o quiénes son, deberíamos decir), podemos comenzar a hablar con adecuación. Dejamos de balbucear para entrar en tramas reales de relaciones, que implican una nueva manera de estar ahí, en un espacio que se configura nuevo para nosotros. Dar de comer, chayar (libar), saludar y respetar esos lugares adquiere una importancia central dentro de la sociocosmología local, y así deviene central también para nuestro trabajo.
Espacios vinculados: del campo a la feria
Hasta hace unos años, las poblaciones sur andinas realizaban largos recorridos, vinculando espacios ecológicos, como puna, quebradas, valles, yungas y costa del Pacífico17 para intercambiar con otras personas y participar en ferias. Hasta las últimas décadas del siglo xx, la gente de la puna jujeña llegaba con sus animales cargueros (especialmente burros) hasta los valles, en busca de maíz, papas y fruta.18 Realizaban estos largos viajes para concretar intercambios directos con otras familias. Actualmente, estos viajes ya casi no se realizan19 (aunque continúan ciertos intercambios con otros transportes, como autos y camiones), pero sí sobreviven las ferias anuales, a las que muchas personas continúan viajando desde diferentes lugares, llevando y comerciando productos.20 Etnografiar estas circulaciones, entonces, supone muchas veces seguir los recuerdos de nuestros interlocutores que nos hacen conocer los caminos, los productos, las alegrías, los esfuerzos y los sabores a través de sus relatos.
Los espacios domésticos y productivos, allí donde se crían y generan los seres (animales, vegetales), cuyas partes luego devienen productos, se vinculan con las ferias mediante tramas de caminos. Y aquí nuevamente el propio recorrer el espacio hace surgir su participación como una entidad que interviene “activamente” en el movimiento y circulación. Las apachetas (acumulaciones de piedras, en ocasiones de más de un metro de altura), por ejemplo, se encuentran en las abras de los caminos como marcas que apuntalan pasos de gran importancia. En ellos se trastuna, se producen vuelcos, se pasa de un espacio a otro. En esos pasos se saluda a las apachetas, que son chayadas y allí se les ofrenda coca, actualizando las relaciones con los caminos. Las abras, así, son espacios liminales21 que unen regiones y circulaciones, donde se dialoga ritualmente con las apachetas y los viajes, la integridad de los productos dependerá en parte de estas relaciones. Nunca se camina solo, se camina con el camino que nos lleva.22 En la circulación de personas y producciones la dimensión anímica del espacio aparece en toda su amplitud. La posibilidad de caminar y llegar a destino también depende de esos “otros”, de esos seres que habitan y constituyen los caminos, así como de los vínculos que se logre establecer con ellos. Así es como las personas logran viajar desde sus localidades a las ferias: atravesando “otros”.
Etnografiar lo efímero
Las ferias plantean desafíos con matices propios. A diferencia de los mercados estables, las ferias de las que hablaremos tienen una vida corta: se desarrollan una vez por año, duran una semana aproximadamente y se montan y desmontan con rapidez. No se constituyen en espacios previamente diferenciados: en general, se trata de algún lugar despejado, una plaza o las calles de alguna localidad que se transforman durante unos días. De la misma manera en que los patios de las casas y los corrales se vuelven espacios para el despliegue de prácticas rituales religiosas (corpachadas y señaladas de animales),23 para luego volver a ser los espacios cotidianos de siempre (donde se cocina, lava la ropa o se ordeñan animales), así también los espacios donde se levantan los puestos de las ferias vuelven después de unos días a ser simplemente las calles de un pueblo o un descampado. Se trata de un espacio-tiempo limitado, donde se articulan y condensan muchas y variadas gentes, productos, sabores, olores; se combinan productos, partes de cuerpos vegetales, minerales y animales que viajaron con los propios oferentes, o bien son resultado de intercambios previos. Ese espacio atrae y concentra varios otros espacios, que suponen relaciones, distancias, recorridos y ecologías diferenciadas. Lo efímero, entonces, es una característica principal de estas ferias y define el tipo de trabajo a realizarse.
Las experiencias previas que uno de nosotros tenía en etnografías de este tipo se inscribían en las ferias periódicas tradicionales de la puna de Jujuy, y las de los valles de altura ubicados en la vertiente oriental de las tierras altas.24 En ese momento, el interés estaba principalmente enmarcado en aprender y comprender en qué circulaciones participaban las familias puneñas y en qué transacciones se incluían sus productos, cuyos orígenes conocíamos bien. Se trataba de seguir a la gente con la que trabajábamos. Esa experiencia etnográfica tuvo varias consecuencias. La primera de ellas fue comenzar a vislumbrar, gracias también a la historia oral de los viajes de intercambio, que la espacialidad puneña era compleja: no solo incluía la movilidad propia del pastoreo (aquella estacional, que implicaba el manejo de los animales), sino las mencionadas anteriormente, que insertaban el territorio de la puna en una red más amplia, conectándola mediante múltiples circuitos con otras regiones. El territorio, las producciones, las circulaciones y las relaciones de las que nos hablaban nuestros interlocutores suponían estas conexiones. Así, el trabajo etnográfico implicaba también comprender cómo se preparaban ciertos productos para las transacciones, para dejar la puna y entrar en nuevos circuitos. En las ferias, estos desplazamientos resonaban en cada conversación, en cada transacción. Allí también la “pequeña unidad de análisis” se desdibujaba y perdía sentido si no estaba conectada con aquellos otros espacios (previos y posteriores) a los que las ferias también referían y con los que se conectaba. La segunda consecuencia fue la necesidad de ampliar todavía más la mirada hacia regiones y contextos lejanos, que no formaban parte de las experiencias personales de nuestros interlocutores (aunque en ciertos casos habían formado parte de las de sus abuelos), pero cuyos efectos se sentían en las relaciones y productos que observábamos en los puestos de venta.
La Feria del Jampi
En 2007, mientras participábamos de la Feria de Santa Catalina25 (puna de Jujuy), una joven nos habló sobre la feria de Huari, en Bolivia, un lugar de abastecimiento de pomadas, ungüentos, medicamentos, remedios tradicionales y yuyos. Era la primera vez que escuchábamos sobre ese lugar. En 2008, un año después, realizamos una estadía en Challapata (Oruro), una población cercana a Santiago de Huari, con la intención de conocer la feria. Lamentablemente, ese año no logramos participar en el evento, aunque fue importante observar los momentos previos, comprender cómo la gente se preparaba e incluso conocer sus expectativas sobre la posibilidad de que “los argentinos” (generalmente gente de la puna) volvieran a llegar, como ocurría en épocas anteriores. Esa primera estadía permitió acercarnos y entender mejor en qué tipo de trama se habían insertado los antiguos arrieros puneños y de dónde llegaban muchos productos y sustancias que actualmente se comercializan en las ferias de la puna jujeña.26 Desde ese momento, seguimos intentando recabar datos sobre los vínculos entre las ferias, pero, aunque existían breves referencias en otras investigaciones27 y en el propio registro oral, las relaciones no aparecían de modo evidente. Se hacía necesario volver a Huari e intentar, finalmente, conocer la feria.
Retomamos la etnografía de esta circulación en abril de 2019. En principio, nos interesaba conocer los circuitos en los que los puneños habían estado insertos desde épocas coloniales, valorar la importancia de ciertos ingredientes rituales y de curación que, por medio de otros transportes, continúan llegando actualmente desde el sur boliviano e indagar acerca de las relaciones actuales de las poblaciones de las tierras altas de Jujuy con las transacciones que allí ocurrían. Durante el trabajo, terminamos de confirmar que la Feria de Huari era, en realidad, la Feria del Jampi (o Hampi, traducido generalmente como medicina tradicional), una feria anual que hasta hace poco tiempo se realizaba durante la Pascua y la semana subsiguiente, pero en los últimos años se realiza en los días previos al domingo pascual. Forma parte así de las ferias características del final de la época húmeda.
Esta feria es conocida desde tiempos coloniales por constituirse en un enorme espacio de intercambio de productos, especialmente rituales y medicinales, así como por haber sido parte de un circuito de ferias de ganado mayor, cuyo auge se sitúa en la segunda mitad del siglo xix.28 Al lugar llegaban gran cantidad de vendedores de diferentes procedencias: de todas las regiones de Bolivia, incluyendo el área circumtiticaca y las zonas de chaco y yungas; de los altiplanos y las costas peruana y chilena, y claro, del altiplano argentino.29 Los muleros argentinos arribaban además para vender sus animales, comprar otros y participar en las fiestas patronales (como las del pueblo cercano de San Pedro de Condo).30 La diversidad presente en este evento se vincula hasta hoy con el propio espacio de articulación interétnica que ocupa Huari: una región caracterizada por el encuentro de diferentes poblaciones lingüísticas (quechua, aymara, uru) y vía de circulación de diferentes tipos de viajeros y comerciantes.
Nuestra sorpresa etnográfica en la Feria del Jampi provino, en primer lugar, de su envergadura. A pesar del desarrollo creciente de otros mercados regionales cercanos en las últimas décadas y de su supuesta disminución,31 la Feria de Huari continúa siendo todavía hoy el más importante centro de compraventa, intercambio y distribución de medicinas rituales en los Andes meridionales. Siguen asistiendo a ella centenares de personas que, ocupando más de diez cuadras del centro del pueblo, intercambian y comercializan centenas de plantas, decenas de especies animales y minerales, además de una gran cantidad de remedios fabricados por pequeñas manufacturas bolivianas y peruanas. Sea mediante iniciativas de los propios recolectores y productores, o a través de intermediarios, los puestos ofrecen variedades enormes de medicinas, en diferentes estados, a granel o en distintos empaquetamientos. Algunos puestos se especializan en productos (lanas, misterios) o regiones (productos lacustres), pero lo cierto es que la mayoría ofrece productos y sustancias que provienen de diferentes geografías, colectados y comprados a lo largo del año. La continuidad más fuerte que se observa en los puestos parece ser la del interés por el intercambio de medicinas tradicionales y productos asociados. Pero, luego, todo es diferencia.
Una mañana, por ejemplo, una mujer joven había llegado para vender achacanas, unos pequeños cactus silvestres que crecen en la altura. Su “puesto” era muy simple: sentada sobre un pequeño banquito, ofrecía “montoncitos” (una de las medidas utilizadas en las ferias) de cactus ubicados sobre un paño, así como agua de achacana que había preparado previamente en una jarra y la vendía por vasos. Conocíamos la achacana porque en la puna jujeña también se la recolecta y consume de diferentes maneras. Intercambiamos algunas palabras sobre el tema con la vendedora y con otra que tenía un puesto cercano, pero que no conocía la planta. Le pedimos un vaso de agua de achacana y nos quedamos bebiendo junto a ella. En esos pocos minutos, pudimos participar de la curiosidad que generaba ese cactus en varios de los que pasaban; paraban a preguntar y al menos dos mujeres, que era la primera vez que veían la planta, se llevaron un montoncito, junto con algunas indicaciones sobre su uso. Las preguntas que se hacían eran del mismo tipo que las que habíamos escuchado en otros puestos, directas y simples: ¿y ese qué es?, ¿ese para qué es? La vendedora respondía “es remedio” e inmediatamente indicaba para qué afecciones se utilizaba y cómo prepararlo. En cada una de estas interacciones nos quedaba claro que los asistentes a la feria no solo van en busca de productos específicos, sino que también están alertas y muestran curiosidad por todas aquellas cosas nuevas que no conocen.
Los caminos y espacios que se recorren para llegar y salir de la feria también están sugeridos en los puestos. En ocasiones, estos espacios parecen “en silencio”, no explicitan sus trayectos, pero los productos lo sugieren con sus apariencias, olores y texturas, así como con los rostros, vestimentas y voces de los participantes. Todos llegaron allí atravesando y dialogando con espacios vivos; del mismo modo, los recorrerán de regreso. Los productos también participan activamente de estos viajes. En nuestros trabajos etnográficos previos aprendimos que la duración de los productos está relacionada con su parte anímica, por eso los remedios y los alimentos deben llegar y partir con su animu. Lo mismo afirman otros autores para los Andes centrales. Por ejemplo, Ricard Lanata refiere que el animu del maíz es sensible, establece relaciones con diversos seres del espacio, los cerros y los animales se vinculan con él. En los viajes de intercambio, el maíz puede asustarse y perder su animu; para que esto no suceda, los costales con los alimentos son sellados con una arcilla roja, taku, para que nada escape, “[de otra manera, los productos no duran] una vez que los has traído hasta aquí, es como si no hubieras traído más que la apariencia, pero los alimentos no duran mucho tiempo. En un instante, ya no hay más [...] si los alimentos tienen su animu, entonces duran mucho tiempo”.32 Es decir, el trayecto, el camino, los espacios y los desplazamientos están sugeridos en las transacciones y los intercambios, en el estado de los productos y en su potencia.
Lo que trae de nuevo la experiencia de Huari es la radicalidad de las diferencias que componen la feria: mientras en los contextos del altiplano jujeño que conocemos existe una diversidad de productos y gente de distintas regiones, en la Feria de Huari esta diversidad aumenta de manera llamativa. Además, en las ferias de Jujuy participan personas que son nuestros conocidos, con los que trabajamos en las localidades donde permanecemos por largos períodos. En Huari, en cambio, la situación era completamente distinta. Nos encontramos con una conjunción de productos y gentes provenientes de espacios diversos, que se articulaban y componían nuevos ensamblajes. Algunos de estos productos partirían hacia el norte argentino en manos de intermediarios, que los harían llegar a manos de los puneños, posiblemente a alguna de “nuestras localidades”, pero la mayoría eran desconocidos. Esto nos demandaba conocer los usos y sustancias-productos que buscan y emplean los puneños, comprendiendo que lo que veíamos en Huari era un entramado que no estaba presente, pero que, al menos parcialmente, podíamos restituir por nuestra etnografía previa. Una sensación extraña: el sentimiento de no conocer casi nada de lo que veíamos, acompañado de cierta familiaridad difícil de explicar que nos daban nuestras experiencias previas. Allí se reconocían prácticas rastreables en otras ferias,33 junto con otras que debíamos aprender a decodificar.
Resonancias: ferias y etnografías
Las personas se desplazan a las ferias para encontrarse con otros, para intercambiar o comprar productos que son de lejos, para probar comidas y remedios, muchos de ellos desconocidos y que usarán siguiendo los consejos de personas, generalmente también desconocidas. Al hacerlo, interactúan con otros vendedores y compradores que también están ahí por los mismos motivos, con los cuales tal vez no comparten ni siquiera la misma lengua –y deben usar el español como modo de entendimiento–.34Al mismo tiempo, durante cada jornada, cada puesto de venta parece una celebración de la diferencia en todas sus formas: no solo porque se ofrecen productos provenientes de diferentes lugares, agolpados en un mismo lugar, sino por las interacciones concretas de compra-venta o intercambio en donde las personas se muestran ávidas por conocer los usos y orígenes de los productos ofrecidos. Como señalamos con el ejemplo de la achacana, las relaciones en la feria se definen en buena medida por el interés y la pregunta: las personas recorren los puestos con la mirada atenta, en ocasiones más de una vez, hasta identificar lo que fueron a buscar. Preguntan precios, eventualmente procedencias, a veces regatean. En esa búsqueda se topan con algo desconocido: preguntan nuevamente, se interesan por ese nuevo remedio y quieren conocer todo sobre él. En general, dan a conocer también sus motivos: buscan algo para los dolores del cuerpo o la tos, y quieren saber si aquello que están viendo sería de utilidad para su problema. Tal vez lo sea, pero solo en combinación con otros productos, que quizá ese vendedor no tiene y el cliente deberá moverse hacia otro puesto. O quizá el interesado pueda proponer una nueva combinación, con base en sus saberes previos, que convenza incluso al propio vendedor, que pasará entonces a considerar esa reunión de productos como una novedad. Independientemente de la compra, ambos se llevarán algo nuevo y diferente que antes no tenían. No solo porque han comprado o intercambiado productos, también se llevan los efectos de sus relaciones con otros, los conocimientos acerca de cómo utilizar tal o cual elemento en una cura ritual, las experiencias de nuevas comidas y olores, o la sorpresa de conocer nuevas miradas sobre el mundo. Estos desplazamientos son deseados y esperados durante todo un año. Al mismo tiempo, el retorno también inaugura una serie de nuevas relaciones, tal como aprendimos con nuestros interlocutores puneños: las de los productos cambiados que ingresan a las dinámicas familiares o comunales, pero también las de aquellas experiencias, historias y emociones que pasan a formar parte del repertorio de vida de los viajeros.
Una feria como la de Huari tal vez sea un ejemplo extremo de estos encuentros efímeros de diferencias, por su envergadura y convocatoria, pero lo cierto es que estas dinámicas pueden ser reconocidas en otros contextos. Los sentimientos que surgían en nuestros interlocutores, cuando conversábamos sobre los viajes de intercambio y la asistencia anual a las ferias, eran difíciles de describir. Inmediatamente comienzan a recorrer los senderos y las huellas con sus recuerdos, narran con emoción las peripecias del viaje, incluyen descripciones muy detalladas de los caminos, evocan las interacciones en las ferias y los sabores de algunos alimentos que solo comían en esas ocasiones. Al mismo tiempo, todos se lamentan de que muchas de estas prácticas ya estén en desuso, pues el desplazamiento al viajar, el encontrarse con otros y volver, resultaba indispensable para las socialidades locales. Y esto, creemos, tiene muchas resonancias con los múltiples desplazamientos que implica la práctica etnográfica.
A diferencia de otros contextos, el trabajo etnográfico en ferias como las mencionadas supone una posición parcialmente compartida entre los etnógrafos y sus interlocutores. Muchas y muchos están fuera de sus lugares de origen, solos o acompañados, no siempre conocen con quiénes se relacionarán, y además de los productos que fueron a intercambiar se encuentran con una gran cantidad de elementos nuevos e incluso extraños. Los etnógrafos, por su parte, están en una situación parecida y se relacionan mediante prácticas similares: comprar, preguntar precios, conocer las propiedades y usos de los productos. Todos están buscando algo específico y todos, además, parecen tener “problemas” similares: reconocer el lugar de origen de sus interlocutores y de los productos, o no comprender en ocasiones la lengua. Además, claro, de ser constantemente interpelados con las mismas preguntas que se le hacen a cualquiera: ¿qué trajeron para vender? Sin sugerir que etnógrafos y quienes participan de las ferias ocupan posiciones idénticas, lo que nos interesa resaltar es que, a diferencia de otros contextos, en donde nuestra presencia desplazada debía ser constantemente explicada a nuestros interlocutores, en las ferias se constituye un “estar ahí” diferente (aunque eso no nos deje exentos de otras preguntas y suspicacias). En las ferias existe una convicción generalizada de que todos están allí buscando a otros: personas, productos o experiencias. Es decir, estos contextos efímeros promueven intereses hacia los otros que resuenan con los desplazamientos a los que incita la antropología (o, por lo menos, el tipo de antropología que nos interesa enfatizar aquí). Pero creemos que las resonancias tal vez van un poco más allá.