Hannah

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Letrame Editorial.

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© Joana Duluan

Diseño de edición: Letrame Editorial.

Maquetación: Juan Muñoz

Diseño de portada: Rubén García

Supervisión de corrección: Ana Castañeda

ISBN: 978-84-1114-066-9

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

Letrame Editorial no tiene por qué estar de acuerdo con las opiniones del autor o con el texto de la publicación, recordando siempre que la obra que tiene en sus manos puede ser una novela de ficción o un ensayo en el que el autor haga valoraciones personales y subjetivas.

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

Prólogo

Muchas experiencias que nos rodean deben ser vividas para ser comprendidas al completo. La empatía es un grado, pero la experiencia es la copa del árbol. La cereza del pastel. ¿Cómo vamos a comprender lo que son horas y horas de guardia nocturna en un hospital sin haberlo sufrido en nuestras carnes?

Esta es la mejor manera de acercarse a esa experiencia. Una forma de interiorizar al máximo el esfuerzo y sacrificio que implica graduarse en medicina. Es una montaña que ya, desde la base, implica una serie de problemas: los años de duración de la carrera, las horas de estudio, la poca vida social a causa de lo anterior… La decisión de estudiar medicina es, al final, un antes y después.

En Hannah encontramos no solo los preparativos para abalanzarse contra las faldas de esta montaña tan grande, sino que comprobaremos cómo la vida de la protagonista avanza cual montaña rusa incontrolable. El esfuerzo y el sufrimiento estarán presentes durante toda la obra, pero no solo: las situaciones de tensión con estudiantes, pacientes y otros médicos se repetirán constantemente para demostrarnos que, aunque la medicina sea completamente necesaria, esto no la libera de los efectos negativos que pululan por algunos seres humanos.

Joana Duluan abre en canal a su protagonista para retratar una serie de eventos de forma humana, que es de lo que trata la medicina, al fin y al cabo. Hannah es una obra que curará la ceguera en torno a lo utópico que puede ser trabajar curando a personas enfermas. No todo es agradecimientos y sonrisas tras una consulta con un paciente pero, al final, la satisfacción por el trabajo bien hecho es lo que nos llevamos a casa. Y Joana puede estar satisfecha con su obra.

Manuel Cruz Rodríguez

INTRODUCCIÓN

La historia de Hannah contiene momentos que todo médico ha vivido. Es todo aquello que existe detrás de un hospital o un consultorio médico. Todo lo que el paciente o personas ajenas a esta profesión desconocen, pero deberían saber. Y todo lo que muchos profesionales de la salud han vivido o vivirán.

Hannah es la joven cuyo sueño fue ser médico. Como la mayoría que desea estudiar medicina, quería salvar vidas y sanar personas. Pensaba en el conocimiento que se adquiere en esa carrera y la majestuosidad del funcionamiento del cuerpo humano. Se visualizaba ayudando a preservar la vida y siendo ayudada para lograr su objetivo.

Sin embargo, desde la universidad y sus primeros años en los hospitales, conoció trampas, deshonestidad, mentiras, acosos, y sufrió la pérdida de personas queridas. Siendo médico, no fue muy diferente a lo que ya conocía, solo que ahora se ve envuelta en estafas, intrigas, impunidad, abuso de autoridad y delincuencia.

Sus anécdotas en la universidad y sus experiencias en el trabajo la llevan a tener momentos de alegría, tristeza, angustia y desesperación. Cumplir con el juramento hipocrático que alguna vez recitó se convirtió en una tarea difícil de cumplir. No obstante, su pasión por la medicina y el amor a sus pacientes, hacen de Hannah “la doctora amor”.

La ética, antiética y la iatrogenia quedan plasmadas en las líneas de este libro. Asimismo, los momentos de heroísmo en contraste con la violencia provocada por malhechores muestran la realidad que vive una sociedad. Así como la realidad que se vive dentro de los hospitales.

Hannah es la entrada al mundo del gremio médico a través de esta historia donde se une la realidad con la ficción.

“Cuando elegí ser médico, pensé que estaría dentro de un consultorio atendiendo pacientes y dando recetas. Jamás imaginé que tendría que estar en medio de estafas, difamaciones, intrigas, mentiras, secuestros, robos y demás. Ser médico me hizo conocer la satisfacción de salvar vidas, pero también descubrí el lado obscuro de la medicina, ese del que nadie habla fuera del gremio”.

Agradecimientos

Alguna vez soñé con ser médico y escribir un libro…

Hoy agradezco a Dios darme vida y fortaleza para cumplir mis sueños.

Gracias a mis padres, hermanos, hija y esposo.

Sin su amor, no sería todo lo que soy.

.

Escuché a mi corazón decir cree en ti,

y decidí creer para ser…

Seré médico

Aún escuchaba esas palabras retumbar en mi cabeza. Aquella tarde, el discurso que dio la chica con el promedio más alto de la generación en la ceremonia de graduación me dejó traumada con la repetición que hizo en múltiples ocasiones de las palabras “seré médico”, y lejos de parecerme un discurso motivador, me pareció un discurso abrumador. Pero su semblante altivo se llenaba de regocijo y orgullo cada vez que decía esas palabras.

Mis padres parecían estar satisfechos con mis logros. El auditorio estaba lleno. Los acompañantes del resto de alumnos también se veían felices. Los aplausos se escuchaban cada que tomaba la palabra algún orador y cuando terminaba de hablar. Por donde quiera que volteaba veía caras felices. Fue una ceremonia formal, los estudiantes estábamos vestidos de blanco y los familiares con sus mejores galas. Al final de los discursos, nos hicieron elevar nuestra mano derecha y pronunciar el juramento hipocrático.

“Prometo solemnemente consagrar mi vida al servicio de la humanidad...”, dijimos todos con entusiasmo, y seguimos pronunciando el juramento. Cuando terminamos, las porras empezaron a escucharse y los aplausos de júbilo no cesaban. Todos estábamos felices. La ceremonia concluyó y regresé con mi familia a casa.

En el camino iba pensativa, me emocionaba, pero también me atemorizaba lo que seguía. Estudiar medicina no es fácil, solo los que persisten pueden llegar hasta el final, repetía en mi cabeza una y otra vez. La falsa idea de que los inteligentes son los que estudian medicina hace tiempo la había dejado atrás. Perseverancia, solo eso se necesita.

La carrera generalmente dura 6 años, aunque en algunos lugares puede ser de siete. Es la más larga que conozco. Si quieres maestría, especialidad y doctorado, terminas cuando tienes cerca de 40 años, o al menos los 30 si los rebasas.

Los primeros 4 años se estudian en la facultad, y al concluir ese tiempo se lleva a cabo la graduación. No se hace hasta que terminas todo porque cuando eso sucede, ya no estás en la escuela, no vuelves a ver a tus maestros ni a tus compañeros. Nosotros habíamos concluido esos cuatro años, por eso ese día estábamos ahí, recibiendo nuestro diploma. Escuchando las palabras del director de la facultad y de algunos de los maestros. Diciendo votos éticos que regirían nuestra vida futura.

No faltó quien llorara durante la ceremonia, tampoco faltó quien susurrara algún chiste y nos hiciera reír a todos.

Maritza Torres se levantó de su asiento cuando escuchó su nombre y se dirigió al pódium para recibir su diploma, caminaba erguida y con una sonrisa de oreja a oreja. De pronto sucedió lo inesperado, tropezó con uno de los cables de los micrófonos, cayó graciosamente y en su afán por levantarse rápido, volvió a caer.

—¿Estás bien? —preguntó el maestro de ceremonias. Algunos ponentes bajaron a ayudarla.

—Sí, gracias —dijo sonrojada.

Caminaba con dificultad cuando le dieron su diploma y regresó a su asiento.

El auditorio estaba asombrado, algunos empezaron a reír inmediatamente, otros hicieron exclamaciones, unos más solo veían atónitos lo ocurrido. Los murmullos de la gente no cesaban. Maritza estaba de mil colores y no sabía dónde esconderse, se notaba incómoda. Después de unos minutos, la ceremonia continuó sin mayores percances.

Al final, los familiares entregaron arreglos florales, peluches y otros objetos a sus hijos graduados.

Las críticas de lo bueno y lo malo no se hicieron esperar. En cuanto pusimos un pie fuera del auditorio, algunos comenzaron a quejarse de todo, otros veían solo lo positivo. Los graduados estábamos felices, nos tomamos fotos desde todos los ángulos, queríamos conservar ese momento para siempre. También posamos para la foto de la generación, así vestidos de blanco con nuestras mejores batas. No quisimos togas ni birretes, queríamos que se notara que éramos de medicina.

Después vino la despedida, sabíamos que muchos ya no nos volveríamos a ver jamás.

El quinto año se realiza en hospitales y se llama internado. Ahora era la fase que empezaríamos. Todos habíamos esperado ese momento con ansia, queríamos sentirnos médicos.

 

Continuamente hablábamos de eso, pensábamos si nos convenía hacer el internado en hospitales particulares o de gobierno, necesitábamos estar bien preparados porque la mayoría aspirábamos a hacer una especialidad al término de la carrera.

El último año de medicina es el servicio social, el cual implica atender personas en comunidades específicas. Hay plazas o lugares en los que se debe permanecer 24 horas del día; existen otras en que solo con asistir cuatro horas es suficiente. Es injusto que sea de esa manera, porque implica que hay quienes trabajan más del doble para obtener el mismo resultado: la carta de finalización de servicio social con la cual se da por terminada la carrera. Pero así son las cosas, el argumento que dan las autoridades de la escuela es que los mejores promedios ocupan esos lugares de cuatro horas.

Sin embargo, conocí mucha gente que era repetidora de años por haber reprobado materias y estaba en esas plazas. Cuando las veía no podía dejar de pensar en lo mal estudiantes que eran y en el peligro que representaban para los pacientes.

Finalmente, después de esos años de entrenamiento, el futuro médico debe realizar un examen profesional de conocimientos generales o, en su defecto, una tesis y examen de la misma. Entonces es cuando verdaderamente ya se es médico.

El tiempo que faltaba para ese momento parecía eterno. Pero estaba feliz y no quería que nada opacara mi felicidad, así que evitaba pensar en ello.

Mis padres charlaban mientras yo soñaba despierta.

—¡Llegamos! —dijo papá.

—¿No piensas bajar del coche, Hannah? —preguntó mamá.

—Sí, ya voy —dije sonriendo. Mi mente aún estaba en otro lugar.

Descansé unas horas y comencé a arreglarme para la fiesta de graduación. Tenía el vestido perfecto y había escogido cuidadosamente los zapatos, maquillaje y accesorios para esa ocasión. Quería lucir radiante. Mi familia estaría conmigo en ese momento tan especial, pero también Luiggi, Jonathan y Sebastián, quienes eran amigos de mis hermanos desde hace años.

El salón de la fiesta estaba al otro lado de la ciudad, así que salimos lo antes posible para ser puntuales. El lugar era lujoso y enorme. La cantidad de asistentes lo llenaba en su totalidad.

Cuando llegamos, el personal de recepción nos llevó a nuestros asientos. La mesa redonda con manteles rojos estaba frente a la orquesta, así que la vista fue excelente. El menú incluía vino tinto que acompañó el corte de carne que nos dieron. Un ambiente romántico invadía el lugar.

Al término de la cena, empezó el baile. Luiggi pidió permiso a mi papá y me sacó a bailar. Era un hombre de estatura media, cuerpo musculoso, tez morena, barba perfectamente afeitada, ojos obscuros y serenos.

—Felicidades, Hannah —me dijo al oído suavemente. Su voz inspiraba tranquilidad.

—Gracias, Luiggi —le dije un poco apenada. Su presencia me ponía nerviosa.

Seguimos bailando hasta que terminó la pieza. Me llevó a mi lugar e hizo una reverencia en agradecimiento.

No sé si fue el lugar, el ambiente o el momento, pero ver a ese hombre me hacía suspirar y desear seguir bailando con él.

Jonathan y Sebastián también me sacaron a bailar, me platicaban muchas cosas que no logro recordar. Continuamente veía hacia el lugar donde estaba Luiggi y lo encontraba mirándome, entonces bajaba la mirada o la dirigía hacia otro lugar.

Luego de un pequeño descanso que hizo la orquesta, mi padre y mis hermanos bailaron conmigo, estábamos felices. Mi madre y mi hermana también disfrutaban la fiesta.

Hubo un momento incómodo cuando uno de los compañeros se alocó y empezó a gritar incoherencias. Caminaba desequilibrado y su novia no lo podía controlar. Entonces seguridad lo sacó del lugar.

El otro momento desagradable sucedió cuando Roxana Carrillo quiso desvestirse en medio de la pista. También fue retirada del lugar.

Fuera de eso, la fiesta nos gustó a todos. Cuando salimos eran las 2:00 am. Había pocos carros circulando las calles de la ciudad. No dije mucho durante el trayecto. Pensaba en Luiggi y la pieza que habíamos bailado.

Cuando fui a dormir, aún sentía emoción en mi corazón. Debí quedarme dormida al instante porque solo recuerdo que soñé estar haciendo mi examen profesional. Los maestros del jurado hacían muchas preguntas y por los nervios no sabía qué contestar. Sentí angustia y desperté asustada. Sonreí al ver que todo había sido un mal sueño y me volví a quedar dormida.

El Taquitos y el Tiburón

Me dedicaba de lleno a mis estudios, no quería que nada desviara mi objetivo, sin embargo, recordar la sonrisa perfecta de Luiggi me hacía dejar los libros a un lado para poder pensar en él con tranquilidad. Cuando salía de mi sueño, volvía a la rutina de siempre.

Los estudios en la facultad de medicina habían terminado. Empezaba el quinto año y era tiempo de continuar el aprendizaje en hospitales. Teníamos que demostrar ante pacientes lo que habíamos aprendido en la escuela, seguíamos siendo estudiantes, pero ahora nos llamarían médicos internos de pregrado. Lo que significaba que, aunque aún no éramos médicos, ya teníamos conocimientos suficientes para hacer labor hospitalaria.

Durante los primeros 4 años de la carrera, hay días específicos para estar en la facultad y otros en que se debe rotar por hospitales. La estancia en ellos es básicamente para observar. Los estudiantes vemos cómo los médicos especialistas y residentes atienden a los pacientes, colaboramos con los médicos internos de pregrado y los ayudamos en pequeñas tareas como curaciones menores, toma de muestras sanguíneas o alguna que otra actividad.

Los médicos especialistas, residentes e internos de pregrado generalmente piden a los estudiantes repasar temas específicos y les preguntan sobre tratamientos médicos que deben dar a los pacientes hospitalizados.

En el mundo médico, todo se rige por jerarquías, quien tiene mayor jerarquía es quien manda. La jerarquía la da el conocimiento, el grado de estudios, el puesto desempeñado o la antigüedad que se tenga en un lugar.

Los estudiantes son el eslabón más delgado en la línea de mando. Si pudiéramos definirlo, son los ayudantes de los ayudantes de los ayudantes, por eso es frecuente que los manden a toda clase de quehaceres de baja complejidad, incluso comprar comida, lo cual es muy común que ocurra.

Recuerdo a Javier, fue mi compañero en la facultad. Cuando rotamos en el hospital estatal siempre era a quien mandaban a comprar tortas o taquitos para los residentes, o para cualquier otro de los médicos.

—Mira, ahorita me van a hablar, ya son las tres de la tarde —decía poniendo cara de desagrado.

—¡Doctor Javieeeeeeeer! —se escuchaba gritar a alguien.

—¿Qué te dije? —me decía moviendo la cabeza de un lado a otro.

Entonces todos sabíamos a dónde iba cuando lo veíamos alejarse y desaparecer. A la media hora regresaba con paquetes en las manos. El olor a tortillas y salsas invadía el lugar. Esto lo hizo ganarse el apodo del Taquitos. A veces tenía suerte porque los médicos dejaban que comprara comida también para él, pero esto no siempre sucedía.

Javier nunca fue el más inteligente de la clase, tampoco era guapo, era de esas personas que pasan desapercibidas, con caminar lento, mirada furtiva y carácter callado. Su voz sonaba despreocupada.

En una ocasión, cuando el Taquitos fue a comprar comida y bebida para los médicos, ellos platicaban burlándose de él. Diciendo que faltaba poco para que “el Lleva y trae”, trajera la comida, pero que si no se apuraba le pondrían guardia de castigo. Se mofaban de su forma de caminar y hablar.

Quién sabe cómo Javier se enteró de eso, pero lo que sucedió después fue asqueroso. Regresó con la comida y bebida de los médicos, las entregó como siempre, le agradecieron y se alejó sonriendo.

Después de algunos días, supe que Javier había escupido dentro de los tacos como venganza de sus burlas. Nadie dijo nada al respecto, creo que en el fondo sabíamos que se lo merecían.

Durante mucho tiempo el Taquitos siguió haciendo la misma tarea, hasta que alguien les dijo a los médicos lo que había ocurrido aquel día. Jamás volvieron a enviar a Javier ni a ningún otro estudiante por su comida.

La escuela había sido difícil por los exámenes de múltiples preguntas que abarcan vastos conocimientos de cada materia, los profesores estrictos en general y nada accesibles, las horas de estudio interminables que hacen que la noche parezca eterna y al mismo tiempo tan corta.

Fuera del salón de clases, el otro lugar donde muchos de nosotros pasábamos la mayor parte del tiempo era la biblioteca. Los bellos jardines de la facultad poco los disfrutamos. No hubo tiempo para fiestas ni salidas en fines de semana, al menos, no para algunos. Todo era estudiar y trabajar.

Para otros, la escuela era el lugar perfecto para convivir. Los jardines ayudaban a ocultar a las parejas cuando se ponían cariñosos. Solo se veían las pilas de chamarras tiradas sobre sus cuerpos.

Uno de los jardines era el más famoso, lo llamaban la colina del amor. En ese lugar había sucedido toda clase de cosas y se encontraba todo tipo de objetos. Las horas de mayor concurrencia se daban cuando el sol se ocultaba.

Una vez encontraron un feto en el baño cercano a la colina del amor, se rumoreaba que Araceli, la chica más sexy de la carrera, fue la persona que abortó en ese baño. Dicen que algunas personas vieron sus piernas llenas de sangre y su rostro con el maquillaje corrido. Las chicas que le tenían celos o coraje se alegraron porque fue expulsada de la universidad. Jamás volvimos a saber de ella.

Las canchas de fútbol y básquetbol se volvían el lugar ideal para brindar con cerveza, fumar tabaco o compartir algún cigarrillo de mariguana. Los dealers nunca faltan en esos lugares, tienen y surten de todo, desde lo más barato hasta lo más caro.

En una ocasión, los vigilantes llamaron a la ambulancia porque uno de los chicos de segundo año estaba inconsciente. Por esos días solo se hablaba de él. Se especulaba que tuvo una sobredosis, otros decían que se alcoholizó demasiado. A ciencia cierta, nadie supo la verdad de lo que había ocurrido, pero desde ese día se incrementó la vigilancia en las canchas.

Dentro de las aulas, cada profesor era diferente, había quienes hacían exámenes todos los días, otros solo durante los exámenes departamentales. Estos eran pesados porque abarcaban lo visto en la primera mitad del semestre, y otros de ellos abarcaban lo estudiado en la segunda mitad. Estaban también los exámenes finales, para aquellos que no hubieran pasado alguna de esas dos pruebas. Eran más pesados porque contenían la información de todo el semestre.

La mayoría estudiábamos mucho tratando de no tener que presentar exámenes finales, ni mucho menos repetir el año. Otros compraban los exámenes y se olvidaban del estrés de estudiar. Incluso había quienes pagaban porque alguien los presentara por ellos. Nunca supe cómo le hacían, pero hasta credencial falsa obtenían. Y estaban también los vista de halcón, quienes aun a la distancia podían copiarle a otros compañeros. De estos últimos era Cristian.

Cristian era un hombre llenito, de estatura media, con tez blanca y cabello oscuro, sus dientes estaban desalineados, tanto, que lo apodaron el Tiburón. Era de esa clase de personas que caminan con mucha seguridad. De esos hombres que se sienten guapos e inteligentes, y actúan como tal.

La realidad es que el Tiburón no era nada agraciado ni de cara ni de cuerpo, y constantemente copiaba en los días de examen. Tenía una novia que era estudiosa y generalmente es a quien el Tiburón le copiaba. Fueron novios durante toda la carrera. Ella decía que algún día se casaría con él.

La última vez que supe de ellos me enteré de que Cristian era residente en la especialidad de cirugía y que su novia estaba estudiando oftalmología. Desconozco si se llegaron a casar.

Las semanas de exámenes departamentales eran la locura, casi no podíamos dormir, porque si lo hacías no terminabas de prepararte lo suficiente. De hecho, hay quienes tomaban bebidas o medicamentos estimulantes para aguantar las crudas madrugadas de estudio. Por supuesto, nunca falta el que usa cosas más fuertes. Yo nunca fui fanática de los estimulantes, ni siquiera del café, así que los desvelos eran atroces.

Una de esas semanas ocurrió algo que nunca podré olvidar. Estaba sentada en la cama leyendo y estudiando para una materia, así lo había hecho durante toda la tarde y hasta la madrugada. De pronto, lo único que veía era oscuridad, las letras, los libros y todo ya no estaban. Entonces puse mi mano frente a mi cara y tampoco pude verla, aunque la luz de la habitación seguía encendida.

 

Mi corazón se aceleró cuando comprobé que mis ojos estaban abiertos, pero solo podía ver la oscuridad, me espanté tanto que quise gritar y llamar a mis papás, pero no lo hice. Sentí angustia y me pregunté si lo que me ocurría sería pasajero o me quedaría así para siempre.

Intenté tranquilizarme y supuse que el cansancio era el causante de todo, entonces aventé el libro y me acosté, toqué mi cara para cerciorarme de que mis ojos estuvieran cerrados y me dormí deseando que al despertar mi vista estuviera como siempre. En ese momento el examen ya no era prioridad.

Cuando sonó el despertador, abrí los ojos y vi la luz del día. Podía ver todo nuevamente. Me sentí agradecida con Dios por permitirme ver otra vez.

—¡Vaya susto! —dije susurrando.

Me levanté, me bañé y desayuné rápidamente lo que mamá había preparado. Mis hermanos estaban listos y solo esperaban por mí. Papá los dejó en su escuela y luego me llevó a la universidad.

En el camino le conté que esa semana estaba en exámenes, pero no quise decirle lo que me había sucedido en la madrugada, quizás se habría preocupado.

Pese al ritmo de estudio, me sentía dichosa de estar en medicina, amaba vestirme de blanco y portar bata, me gustaba aprender y conocer el funcionamiento del cuerpo. Tenía hambre y sed de conocimiento.

La medicina también es arte

El momento de continuar los estudios en hospitales había llegado. Empezaríamos una nueva fase como médicos internos de pregrado. Me sentía nerviosa, no era lo mismo haber rotado por hospitales unas cuantas horas durante la vida de estudiante de ciclos básicos que ahora estando de tiempo completo en un hospital.

Recordaba las palabras de mi padre cuando le dije a él y a mamá que quería ser médico.

—¿En serio? ¿Estás segura? —preguntó papá asombrado.

—Sí —contesté sonriendo.

—Pero ¿cómo, si tú siempre habías querido cosas que tuvieran que ver con el arte, el canto, tus clases de pintura, la música, la fotografía? Y ahora ¿quieres ser médico? —dijo incrédulo a lo que escuchaba.

—Sí —volví a contestar—. La medicina también es arte —agregué. Entonces se quedó pensativo y prosiguió:

—Solo quiero que estés consciente de que estudiar medicina no es fácil, vas a tener que ver las cosas más feas, vas a tener que oler las cosas más desagradables, vas a tener que vivir muchas cosas, regaños, guardias de castigo, acosos. Vas a tener que trabajar y estudiar mucho. ¿Aun así quieres ser médico?

—Sí, quiero ser médico. Al menos quiero intentarlo —dije entusiasta.

Mi padre me miró entre asombrado y consternado, pero a la vez sentí que le agradó verme decidida. Hizo una pequeña pausa y finalmente empezó a hablar.

—Entonces te apoyaremos en lo que podamos, aunque quizás no sea mucho porque también debemos apoyar a tus hermanos.

—Gracias, pa, lo entiendo. Trabajaré para ayudarme en los estudios y no les pida mucho.

Tenía atorada una gran emoción en la garganta, me sentía feliz de saber que mi padre estaba de acuerdo con mi decisión.

Mi madre se mantuvo callada la mayor parte del tiempo, escuchando mis palabras y lo que mi padre decía. Ella siempre había querido que estudiara medicina y pensó que así sería porque desde pequeña me veía jugar con muñecas simulando que estaban dando a luz. En cada oportunidad le contaba a familiares y amigos cómo las acostaba en la cama, les abría las piernas y atendía sus partos, repitiendo una y otra vez “shangre shangre”. También les contaba que a la edad de tres años aproximadamente, mientras ella estaba agachada, llegué con una jeringa y le pinché una pompa, provocándole tremendo dolor.

Mis juegos generalmente tuvieron que ver con la medicina, recuerdo que hacía brebajes curativos y se los daba a beber a mis primos o a mis muñecas. Todo esto hizo que mis padres pensaran que sería médico cuando creciera. Sin embargo, cuando crecí, la música, actuación y pintura eran mi pasión, por eso se sorprendieron cuando les dije lo que quería estudiar.

—Si estás segura de tu decisión, te apoyamos, Hannah —dijo mamá mirándome.

Papá recordaba cuando eligió su carrera.

—Quise ser médico desde los 13 años, pero mis maestras me veían con incredulidad cuando lo dije. Pensaban que era demasiado para un niño tan pobre como yo, porque ni siquiera tenía para los pasajes y a veces ni para comer —decía con la mirada perdida, como cuando alguien recuerda cosas no muy agradables. Hizo una breve pausa y continuó—: Me pregunto, ¿qué dirían ahora si supieran que soy ginecólogo? —el rostro se le iluminó en ese momento y sus ojos brillaron mientras sonreía.

—En verdad eres digno de admiración —le dije. Era mi padre, mi superhéroe, mi ídolo. Quizás en el fondo de mí eso me llevó a querer estudiar medicina, o quizás solo lo traía en las venas.

—Pues yo jamás imaginé casarme con un médico —dijo mamá—. Tienen mala fama y cuando estudiaba enfermería siempre decían que me cuidara de los médicos. Pero ¿quién se imaginaría que íbamos a estar juntos por tantos años? Casi llevamos casados más de la mitad de nuestras vidas.

Seguimos platicando y papá recordaba las múltiples anécdotas que le ocurrieron cuando estudiaba medicina. Recordaba lo difícil que es estudiar cuando se es pobre, cuando no se tiene ni para comer, pero aseguraba que quizás gracias a eso tuvo la perseverancia para lograr su objetivo.

Pasamos el resto del día platicando y disfrutándonos como familia. Hasta que llegó la hora de dormir.

El desmayo incómodo

Una tarde, mientras comíamos, buscaron a mi padre. Era una señora que traía a su hijo sangrando de la mano porque el niño se había cortado mientras jugaba.

—¿Quieres estar en la consulta y ayudarme? —dijo.

—Sí —contesté feliz.

Era la oportunidad que estaba esperando, ¡el primer contacto con un paciente! Y no era cualquier paciente, ¡estaba sangrando! Corrí detrás de mi padre dejando la comida a un lado. Estaba feliz, emocionada, nerviosa. Recibimos a la madre y el niño en el consultorio, y mi padre comenzó a hacer muchas preguntas para indagar sobre las causas de la herida y antecedentes del pequeño, luego nos lavamos las manos, nos pusimos cubrebocas y nos enguantamos. Mi padre se acercó a él, lavó y desinfectó la herida, y observó.

—Voy a tener que suturar, la lesión está un poco profunda y hay un vaso que no deja de sangrar —dijo a la madre.

—Afortunadamente no hay daños mayores —agregó.

Seguía explicando el procedimiento y lo que haría. Me pidió tomar la mano del niño para que no la moviera mientras anestesiaba. Continuamente mis ojos miraban la cara del pequeño, quien lloraba y reflejaba miedo.

Cuando hizo efecto la anestesia, mi padre comenzó a suturar. Yo no dejaba de ver la herida, la sangre chorreando de la mano del niño y su cara de dolor. Esa carita me comprimía el corazón. Su dolor me dolía. Empecé a sentir palpitaciones, un sudor frío me recorrió el cuerpo, y la voz de mi padre empezó a retumbar cada vez más lejos, cada vez más suave.

—¿Puedo sentarme? —pregunté, interrumpiendo lo que hacía.

Volvió su mirada y me observó detenidamente con cara desfigurada. Cuando asintió con la cabeza, todo se volvió oscuro y no supe más.

Desperté cuando sentí mucho frío en la espalda, estaba tirada en el suelo. Mi padre seguía atendiendo a los pacientes, el niño lloraba, la madre del niño se veía asustada y consternada; me miraba incrédula. Me levanté tan rápido como pude. Observé y me quedé sin poder pronunciar palabra alguna. La consulta había terminado. Cuando se fueron, mi padre se quedó conmigo.